Viernes, 20 de abril de 2001
Casa de Ramón Salgado, El Porvenir, Sevilla
Calderón tomó notas mientras Falcón hablaba. Al terminar encendió un cigarrillo y Falcón miró hacia el espléndido jardín de Salgado.
—¿Era eso lo que quería contarme ayer? —preguntó Calderón.
—Espero que esté de acuerdo en que en esta teoría hay algunos puntos interesantes —dijo Falcón—. Y cuando vi que el doctor Spinola salía de su despacho…
—El doctor Spinola no está en la lista de directores —replicó Calderón, con sequedad.
—Estaba en las fotografías de famosos de Raúl Jiménez. Hay una vaga relación. Deberíamos investigarla —dijo Falcón, notando la resistencia de Calderón y su propia necesidad patética de aliarse con él—. También se dará cuenta de que la prueba de que Raúl Jiménez estuviera implicado en abusos infantiles es circunstancial y débil. Lo mencioné sólo debido a la red de pedófilos condenados en la que Carvajal estaba envuelto y que hemos descubierto hoy aquí.
—Entonces, ¿cree que buscamos a un chico del que abusaron y que Consuelo Jiménez está implicada? —preguntó Calderón.
—Sergio es un varón. De algún modo logró establecer una relación con Eloísa Gómez, posiblemente por afinidad…, como otro forastero. No he leído las notas del caso Carvajal, de modo que no conozco sus predilecciones, pero Salgado parecía interesado en chicos y Jiménez en chicas.
—En tal caso, Sergio está actuando en solitario como vengador de los abusados o, posiblemente, alguien le indica sus objetivos —apuntó Calderón.
—Consuelo Jiménez quiere a sus hijos. Es verdad que son todos chicos, pero si encontró pornografía en la colección de su marido que estuviera relacionada con abusos infantiles, estoy convencido de que no lo habría tolerado. Conocía a Ramón Salgado…
—Pero ¿cómo podía saber eso de él? —insistió Calderón, golpeteando el ordenador con los dedos.
—Eso no lo sé. Sólo teorizo sobre su capacidad, no demuestro que lo haya hecho —dijo Falcón—. Ha sido poco sincera con respecto a los asuntos empresariales de su marido. Cuando le demostré que conocía la relación con MCA Consultores me dijo que no hablaría sin un abogado presente. Es una mujer decidida y aunque diga que aborrece la violencia le pegó a Basilio Lucena con suficiente fuerza para hacerle sangre. Es inteligente y calculadora. En su defensa, es posible que no supiera nada de MCA y sólo estuviera siendo cauta. También se ofreció a descubrir cuál era la relación de su marido con Carvajal.
—Es muy flojo, inspector jefe. Como ha dicho usted antes, podría estar protegiendo su intimidad, además de su herencia y la de sus hijos. Le pegó a Lucena, pero fue por una provocación extrema, dados los peligros de su promiscuidad. La inteligencia y el cálculo son requisitos para tener éxito en los negocios.
—Tiene razón, por supuesto —admitió Falcón, y odió la obsequiosidad que se había colado en su voz—. ¿Estamos de acuerdo en que los asesinatos están relacionados, juez? Yo creo que no se trata de una serie de actos al azar. Es un asesino múltiple pero no un asesino en serie.
Calderón se pellizcó el lóbulo de la oreja y miró a través de la mesa de cristal.
—El castigo al que Sergio ha sometido a sus dos víctimas principales es coherente con lo que se podría esperar de alguien que ha sufrido abusos sexuales —dijo Calderón—. Las víctimas son objetivos claros y existe una conexión porque se conocían. Estoy de acuerdo con usted en que Sergio las obliga a enfrentarse a sus miedos más profundos. La extirpación de los párpados y la consiguiente mutilación que se infligieron ambas víctimas a sí mismas, así lo indicaría. La cuestión es: ¿cómo sabe esas cosas Sergio? No es información pública. Son asuntos enormemente personales. Historias secretas. ¿Cómo se mete Sergio en la cabeza de las personas?
Falcón le habló de la investigación del policía municipal.
—Bien, si realmente pasó aquí el fin de semana, eso supondría que ya tenía claro a Salgado como objetivo, quizás incluso que conocía el terror personal del hombre y simplemente buscaba la forma de hacérselo revivir.
—Está obsesionado con esas películas —dijo Falcón—. Las considera una forma de memoria.
—Ya se sabe…, películas y sueños. La gente siempre se hace un lío con esos conceptos —dijo Calderón—. Es comprensible. La oscuridad del cine, las imágenes. No es muy diferente de lo que ves en sueños.
—Ya hemos hablado de su creatividad —dijo Falcón—. Está haciendo lo que quieren hacer todos los artistas. Se mete en la cabeza de las personas y hace que vean las cosas de una forma diferente o, de hecho, les hace ver lo que ya saben pero a una luz diferente. Y tiene que ser creativo porque la gente no guarda filmaciones de sus miedos.
—Los entierra —dijo Calderón.
—Tal vez sea esa la esencia del mal —dijo Falcón—. El genio del mal.
—¿Por qué lo dice?
—Porque sobrepasa nuestra imaginación.
Calderón se volvió en su silla hacia los desnudos Falcón.
—Por suerte existen otros tipos de genio —dijo—, para contrarrestar el del mal.
—En el caso de mi padre, creo que él habría preferido no tenerlo.
—¿Porqué?
—Porque lo perdió —dijo Falcón—. De no haberlo tenido nunca… no se habría pasado el resto de su vida con esa sensación de pérdida.
Falcón se volvió hacia la ventana en cuanto la conversación retomó el tono personal. Se preguntó si podría hacerlo en aquel momento: salvar la situación. Si podía hablar de su padre de aquel modo, ¿por qué no de Inés? ¿Por qué no sincerarse con aquel hombre? Llamaron a la puerta. Fernández asomó la cabeza.
—El inspector Ramírez ha encontrado un baúl en el desván —dijo—. Le han serrado el candado y hay marcas en el polvo de la superficie. Felipe está buscando huellas.
Bajaron el baúl al rellano después de que Felipe lo declarara limpio. Era pesado. Lo abrieron y retiraron el papel marrón que tapaba el contenido: libros, catálogos viejos, ejemplares de una revista llamada Tánger-Riviera, sobres llenos hasta los topes de fotografías. En los lados había cuatro rollos de cintas magnéticas del tipo utilizado en las antiguas grabadoras. Había una sola lata de película pero no había ni cámara ni equipo de proyección. También había un diario cuya primera entrada era del 2 de abril de 1966 y que acababa veinte páginas después con una entrada final del 3 de julio de 1968.
Calderón se fue a una reunión cuando vio que el baúl no ofrecía una solución rápida. Quedaron en verse a mediodía del lunes. Al salir, Calderón se encontró con cuatro periodistas que estaban demasiado bien informados para no hacerles caso. Dio una conferencia de prensa improvisada en la que uno de los periodistas dijo que los medios habían bautizado al asesino como El ciego de Sevilla. A lo que él respondió automáticamente que no tenía sentido llamar ciego al asesino cuando, precisamente, era todo lo contrario.
—¿Puede confirmar, entonces, que el asesino corta los párpados a sus víctimas? —preguntó el periodista, y la rueda de prensa terminó prematuramente.
Falcón y Ramírez se dividieron el trabajo. Ramírez se fue encantado con Fernández a la galería de la calle Zaragoza cuando supo que Salgado tenía una secretaria rubia de ojos azules llamada Greta. Baena y Serrano siguieron registrando la casa con Felipe y Jorge, bajaron el baúl al estudio y vaciaron su contenido encima de la mesa. En un registro más cuidadoso del desván no encontraron ni cámara ni equipo de proyección, pero sí una antigua grabadora que Felipe logró poner en marcha.
El diario parecía el punto de partida evidente, pero estaba en muy mal estado. La primera entrada mostraba por qué lo había empezado Salgado. Era feliz. Estaba a punto de casarse con una mujer llamada Carmen Blázquez. Falcón, que no tenía ni idea de que Salgado hubiera tenido una esposa, gruñó al leer las palabras viendo que Salgado ya era el mismo personaje orgulloso, pomposo y suntuoso a los treinta y tres años. Francisco Falcón me ha hecho el gran honor de acceder a ser mi testigo. Su fama convertirá la ocasión en uno de los acontecimientos más memorables del calendario social de Sevilla. No era raro que no hubiera entradas regulares. No tenía nada que decir. Sólo resultaba conmovedor cuando hablaba de su esposa. Entonces se despojaba de todo artificio y escribía una prosa embellecida. Amo más a Carmen cada día que pasa. Es una buena persona, y eso la hace parecer aburrida pero su bondad afecta a todos los que la conocen. Como dice Francisco: «Ella me hace olvidar la fealdad de mi vida. Cuando estoy con ella me siento como si siempre hubiera sido un buen hombre».
Falcón intentó imaginarse a su padre diciendo aquello y decidió que Salgado se lo había inventado. Abrió un sobre de fotografías y encontró una de Carmen fechada en junio de 1965 en la que parecía estar cerca de los treinta. Su cara no tenía nada de especial exceptuando las cejas, que eran cortas, oscuras y completamente horizontales, y no se arqueaban en absoluto. Le daban una expresión severa y concienzuda, capaz de cuidar bien de su marido.
Otra entrada estaba fechada el 25 de diciembre de 1967: Anoche, antes de cenar, fue como revivir mi infancia. Mis padres sólo nos daban un regalo la víspera de Navidad y Carmen me ha hecho el mejor regalo de mi vida. Está embarazada. Estamos locos de contentos y me emborraché bastante con champán.
El diario seguía la evolución del embarazo de Carmen, salpicado de detalles pasmosos sobre sus éxitos en exposiciones de arte y ventas. Salgado mencionaba la compra de la grabadora, que había adquirido con la intención de grabar a Carmen cantando, lo cual no había logrado por la timidez de ella ante el micrófono. Salgado también estaba fascinado con el embarazo de Carmen y su vientre, que era enorme. Incluso le había preguntado si permitiría que Francisco Falcón la dibujara. Ella se había mostrado horrorizada. La última entrada decía: El médico ha aceptado permitir que grabe el primer llanto de mi hijo en el mundo. Les ha hecho gracia la petición. Parece que los padres nunca están presentes en los partos. Le pregunto a Francisco dónde estaba cuando nacieron sus hijos y me dice que no se acuerda. Cuando le pregunto si estaba junto a la cama de Pilar se queda estupefacto.
Una forma extraña de terminar. Falcón contó los meses y dedujo que, si Carmen había anunciado su embarazo a finales de diciembre, el niño debería haber nacido en julio. Buscó entre el contenido del baúl algún registro del nacimiento del niño. En una carpeta azul manchada encontró la respuesta: el certificado de defunción de Carmen Blázquez el 5 de julio de 1968. El informe médico detallaba un parto catastrófico complicado por una presión sanguínea elevada, retención de líquidos, septicemia y la defunción final de madre e hijo.
En ese momento, a Falcón le pareció de un enorme patetismo la idea del baúl cerrado en el desván de la casa. La soledad del hombre —las cenas solitarias, las compras sin esperanza, el desolador artilugio de estrangulación— cuya vida había estado dedicada por entero al genio de Francisco Falcón, caminaba por las calles con la única posibilidad de felicidad encerrada en un lugar seco y polvoriento.
Miró la siguiente fotografía del sobre debajo de las horizontales cejas de la apacible Carmen Blázquez y los vio en el día de su boda.
Ramón y Carmen cogidos de la mano. Toda su felicidad contenida en aquella instantánea. A Falcón le asombraba ver un Salgado tan joven. Los siguientes treinta y cinco años habían destruido su galanura. La pena había sido un peso que se traducía en su cara.
La pila de cintas exigía la atención de Falcón, pero siguió mirando las fotografías hasta que encontró una de su padre sentado con Carmen en el jardín donde ambos reían. Era verdad que su padre siempre se había sentido atraído por las mujeres «buenas». Su madre, Mercedes…, incluso la excéntrica Encarnación era tolerada porque era una «buena mujer». Terminó de mirar las fotografías y se dio cuenta de que aquella era toda la colección de fotografías de Carmen que tenía Salgado. Eran de diferentes medidas y tomadas con distintas cámaras. Salgado la había eliminado sistemáticamente del recuerdo fotográfico de su vida.
Las cintas. Sólo de pensar en las cintas le sudaban las manos. No tenía ganas de escuchar lo que había en ellas. Le temblaron las manos mientras colocaba una en los cabezales. Puso en marcha la grabadora y le alivió comprobar que no había nada grabado.
La segunda cinta tenía grabada una conversación entre Salgado y Carmen. Él le suplicaba que cantara. Ella se negaba. Se oían los tacones de ella sobre un suelo de madera mientras Salgado le rogaba, hasta el punto de suplicarle que hiciera algo para que él pudiera recordarla si moría antes que él. La conversación estaba mezclada con música clásica, seguida de flamenco, pero Falcón la avanzó rápidamente hacia el final. La tercera cinta empezaba con el Adagio de Albinoni. Seguían piezas de cuerda de Mahler y Chaikovski. Apenas logró colocar la cuarta cinta con sus manos resbalosas. Apretó «play» y sólo oyó el siseo estático, pero entonces llegó lo que tanto temía. Se oían gritos, súplicas y pánico. Carreras sobre suelos duros, bandejas de acero golpeando sobre baldosas, mesas y pantallas caídas, materiales desgarrados… Se oía un último grito de alguien lanzado al mar sin salvavidas; sólo el suspiro de su amante, desvalido y encogiéndose en la orilla: «¡Ramón! ¡Ramón! ¡Ramón!». Y luego un fuerte clic y silencio.
El cristal de la mesa le ofrecía un apoyo. Los últimos gritos de Carmen lo habían golpeado como tres puñetazos y lo habían partido por la mitad. Tenía los órganos desgarrados.
Se concentró en la respiración: el efecto calmante de la concentración en un reflejo motor. Apagó la máquina, se secó el sudor del labio superior. Estaba casi abrumado de culpabilidad por su brutal comportamiento con el viejo amigo de su padre. Todas las veces que lo había visto en la calle Bailen y había pensado: «No, a este pesado yo no lo aguanto». Pero por otro lado estaban los horripilantes contenidos del ordenador. ¿Qué le había pasado a aquel hombre después de perder a su mujer? ¿Le había incitado la aflicción a todo aquello? ¿Le había empujado por el camino inútil de la depravación solitaria final de la autoestrangulación con calamitosas imágenes de niños destruidos ante los ojos? Tal vez ya estaba en su naturaleza y había sido consciente de aquella terrible capacidad, pero Carmen había aparecido en su vida y le había dado una inyección de bondad, para luego serle arrebatada brutalmente. Sí, decepción era una palabra insignificante para describir el estado de Ramón Salgado cuando salió del hospital bajo el abrumador calor sevillano de julio y dio sus primeros pasos enfebrecidos hacia el infierno.
Baena llegó con una bolsa de plástico grande.
—Hemos terminado en la casa, inspector jefe —dijo, y le pasó la bolsa—. Serrano ha registrado el jardín con Jorge. Lo único interesante que ha encontrado ha sido esto. Es un cilicio. De los que utilizan los fanáticos religiosos para flagelarse. Mea culpa. Mea culpa.
—¿Dónde estaba?
—En el fondo del armario del dormitorio —repuso Baena—. Pero no había coronas de espinas ni camisas de saco.
Falcón rio de mala gana y le dijo a Baena que hiciera un inventario del baúl y se lo llevara a Jefatura. Dejó que Serrano sellara la casa y volvió con el coche al centro. Aparcó en Reyes Católicos, tomó una tapa de solomillo al whisky y luego se fue caminando por la calle Zaragoza a la galería de Salgado, donde la sala de exposiciones estaba a oscuras.
Greta, la secretaria suiza de Salgado, estaba sentada a su mesa en el fondo de la sala con las manos entre las rodillas y la mirada perdida. Tenía los ojos hinchados y la cara roja de llorar.
—Debería irse a casa —dijo Falcón, pero ella no quería estar sola.
Le explicó que era su décimo año trabajando para Ramón Salgado. Tenían planeada una celebración para la Feria de aquel año. Se puso a rememorar recuerdos y habló de lo «bueno que era Ramón». Falcón le preguntó si recordaba algún artista que tuviera algo contra Ramón, quizás alguien a quien él hubiera rechazado.
—Viene gente nueva continuamente. Estudiantes, jóvenes…, y siempre los recibo yo. No entienden cómo funciona este mundo, que Ramón no trabaja a ese nivel. Algunos se marchan enfadados, como si no nos mereciéramos su genialidad. Otros son más simpáticos y si me caen bien les permito que me muestren su obra. Si son buenos les indico a quién pueden mostrarla. Ramón nunca ha visto a ninguna de esas personas.
—¿Cuántos le han mostrado instalaciones con filmaciones, vídeo o gráficos de ordenador?
—Más de la mitad. Los jóvenes ya no pintan mucho últimamente.
—Pero no es el estilo de Ramón.
—No es el estilo de sus clientes. Son más bien conservadores. No entienden su valor. A este nivel se trata más que nada de dinero e inversiones… y un CD con algo creativo digitalizado no les parece suficiente para una inversión de diez millones de pesetas.
—¿Representaba a algún artista establecido insatisfecho?
—Trabajaba muy de cerca con los artistas. No cometía esa clase de errores.
—¿Qué me dice de los últimos seis meses? ¿Recuerda algo sospechoso, algo desagradable o humillante…?
—No ha estado tan concentrado en su trabajo. Estaba muy preocupado por su hermana y ha estado mucho tiempo fuera. Sobre todo en Oriente Medio: Tailandia, Filipinas…
La idea de Salgado satisfaciendo sus necesidades con chicos orientales cuajó en la cabeza de Falcón. Se sintió sucio ante la rubia Greta: él, con lo que acababa de saber; ella, con sus recuerdos sin mancillar. Se dio cuenta de que a él la verdad lo había reducido mientras que ella permanecía inmaculada en su ignorancia.
—¿Le había hablado Ramón de su esposa? —preguntó.
—No sabía que hubiera estado casado —dijo ella—. Era un hombre muy reservado. Nunca me pareció un carácter muy español. Su reserva era más bien suiza.
«Somos personas diferentes con personas diferentes», pensó Falcón. Salgado era tranquilo, fuerte, amable y reservado con una mujer a la que no necesitaba impresionar, y sin embargo para Falcón era untuoso, tedioso, pelota y pomposo. Con una buena memoria podía ser lo que quería ser, con quien quisiera: todos somos actores y cada día es una obra nueva.
Subió al despacho de Salgado, ahora ocupado por Ramírez y Fernández en mangas de camisa, uno a cada lado de la mesa, repasando los papeles.
—No estamos encontrando mucho —dijo Ramírez—. Lo mejor ha sido lo que nos ha dado Greta la primera media hora, que es su lista de clientes, la lista de artistas que ha representado, los que todavía representa y los que rechazó. El resto son cartas, facturas…, lo normal. No hay correspondencia entre él y la señora Jiménez. No hay ninguna notita de Sergio diciendo: «Estás jodido».
Era tarde. Falcón les dijo que lo dejaran. Volvió a la Jefatura. Ya había llegado el baúl del desván de Salgado. Cogió la película y la colocó en el proyector de Raúl Jiménez, que todavía estaba montado. La película debió de ser un regalo, quizás incluso del propio Raúl Jiménez. Consistía en siete secuencias de Ramón y Carmen. Se veían felices en todas las tomas. Era evidente que Salgado la adoraba. Por como la miraba cuando ella se volvía hacia la cámara y los ojos de él quedaban fijos en las mejillas de ella, no había duda posible.
Falcón se sentó en la oscuridad para ver las imágenes. No sabía cómo controlarse. No tenía a nadie por quien controlarse. Lloro sin saber por qué y se despreció a sí mismo, como solía despreciar al público del cine que lloraba con el burdo sentimentalismo de la pantalla.