Capítulo 23

Viernes, 20 de abril de 2001

Casa de Falcón, calle Bailén, Sevilla

Sumirse en el olvido era muy difícil. ¿Cómo podía resultar un esfuerzo tan grande dormir? Se despertó, balbuceando como un loco abandonado en una residencia para enfermos próximos a la última estación. Su móvil estaba sonando, destellaba a través de los huesos de su cara. Tenía la boca seca como un plato de huesos. El teléfono dejó de sonar. Falcón volvió a caer en la tumba del sueño drogado.

¿Fueron horas o minutos después? La locura estridente del móvil parecía perforarle los sesos. Emergió del sueño con un sobresalto, sacudiéndose. Buscó la luz, el teléfono, el botón. Regó con agua fresca el terrón de su lengua en la boca.

—¿Inspector jefe?

—¿Me ha llamado antes?

—No.

—¿Qué pasa?

—Acaban de informarnos que se ha encontrado otro cadáver.

—¿Otro cadáver? —dijo Falcón, que aún tenía el cerebro denso como algodón.

—Un asesinato. El mismo caso que el de Raúl Jiménez.

—¿Dónde?

—En El Porvenir.

—¿Qué dirección?

—Calle Colombia, 5.

—Conozco esa dirección —dijo Falcón.

—La casa pertenece a un tal Ramón Salgado, inspector jefe.

—¿Es él la víctima?

—Todavía no estamos seguros. Acabamos de mandar un coche patrulla para investigar. El jardinero vio el cadáver desde fuera.

—¿Qué hora es?

—Acaban de dar las siete.

—No llame a nadie más del grupo. Iré yo solo —dijo Falcón—. Pero notifíqueselo al juez Calderón.

Mientras colgaba, el nombre lo atravesó como un cuchillo. Se duchó, con la cabeza baja, y los brazos débiles por la crueldad de las palabras de Inés de la noche anterior. Casi se echó a llorar ante la perspectiva de enfrentarse a Calderón. Se afeitó y miró interrogativamente su cara en el espejo. No hablarían de ello. Por supuesto que no. ¿Cómo podían hablar de una cosa así dos hombres? Era el final de su relación con Calderón. «Cosas… con las que ni siquiera puedes soñar».

Metió la cabeza debajo del grifo de agua fría, se tomó un Orfidal, se vistió y subió a su coche. Comprobó sus mensajes en un semáforo. Había uno a las 2:45 de la madrugada. Lo escuchó. El mensaje empezaba con música, que reconoció como el Adagio de Albinoni. De fondo podía oír el sofocado y desesperado gemido de alguien que intentaba gritar o suplicar a través de una mordaza, se oían muebles que caían en un suelo de madera mientras la música se encumbraba llevando los violines a nuevas alturas de exquisito dolor por la pérdida. Luego una voz:

—Ya sabe lo que tiene que hacer.

Por encima de la música se oía un terrible gorgoteo y un crujido, que sólo podía haber emitido una garganta obstruida. El forcejeo continuaba y traspasaba las cimas emocionales del adagio; el choque de muebles se volvía frenético, hasta que se oyó un golpe, y después sobrevino un abrupto silencio antes de que los violines alcanzaran una nota incluso más alta y el mensaje terminara.

Oyó sonar bocinas detrás de él y siguió río abajo hacia el siguiente semáforo en rojo. Llamó a Jefatura y pidió que le pusieran con el coche patrulla. Todavía no habían entrado en la casa pero habían confirmado el descubrimiento de un cadáver en el suelo de una gran sala de la parte trasera, que daba a un porche y un jardín. El cuerpo estaba atado a una silla, que había caído de lado en el suelo, y había mucha sangre en el suelo de madera. Falcón les pidió que buscaran a la criada o preguntaran a los vecinos quién tenía una copia de las llaves.

En el parque de María Luisa se alejó del río por la avenida de Eritaña, pasó por delante de la comisaría y la Guardia Civil, que sólo estaban a unos centenares de metros de la casa de Ramón Salgado.

Cuando llegó a la casa todavía no habían localizado las llaves, lo que dio tiempo a que apareciera la ambulancia, seguida de Calderón y finalmente Felipe y Jorge de la Policía Científica.

Un vecino encontró una copia de las llaves a las 7:20 y Falcón y Calderón entraron en la casa, los dos con guantes de látex. Se dirigieron a la gran sala de la parte trasera cuya pared del fondo estaba repleta de libros. En el centro había un escritorio, que consistía en un cristal de tres centímetros de grueso sobre dos caballetes de madera negra. Había un ordenador Mac, que estaba encendido y mostraba la pantalla del escritorio. En la pared del fondo, detrás de la mesa, había cuatro reproducciones de gran calidad de los desnudos Falcón. Entre la mesa y esa pared estaba Ramón Salgado, echado de lado y atado a una silla de respaldo alto y sin brazos. Una muñeca estaba atrapada debajo del cuerpo; la otra, atada de modo que la mano apuntaba hacia la pata trasera de la silla. Un tobillo desnudo estaba atado a la pata delantera y el otro estaba levantado con una tira de cuerda que habían pasado alrededor del dedo gordo. La cuerda continuaba hasta una lámpara colgada del techo formada por cuatro focos unidos a una vara de metal. Escondida en la vara de metal había una pequeña polea. La cuerda pasaba por la polea y volvía hasta el cuello de Salgado, que parecía roto. La cuerda estaba tirante de modo que la cabeza de Salgado, colgando del cuello, no tocaba el suelo. Después de inspeccionar de cerca la polea vieron que estaba obstruida por un nudo en la cuerda.

—En cuanto la silla cayó era hombre muerto —dijo Falcón.

Calderón caminó esquivando la sangre del suelo.

—¿Qué demonios ocurría aquí antes de eso? —pregunto.

En la puerta apareció el médico forense, el mismo que en el caso de Raúl.

Aquella era la primera vez que Falcón veía a una víctima de asesinato que conocía. No podía quitarse de la cabeza la última vez que había visto a Salgado, tomando manzanilla en el Bar Albariza. Al verlo sin vida, en el suelo cubierto de sangre, la enorme indignidad de la forma de su muerte, hizo una mueca de culpabilidad por lo poco que le había agradado aquel hombre. Se acercó más a la pared de libros para poder ver la cara de Salgado. Vio que tenía las mejillas manchadas de sangre y completamente hinchadas por sus calcetines. Los ojos miraban fijamente a Falcón y este parpadeo. En la sangre coagulada del suelo vio lo que había temido: una pequeña telilla con varios cabellos finos.

Sacaron fotografías, y Felipe y Jorge empezaron a tomar muestras de sangre de los charcos del suelo hasta que se limpió un camino para que el médico forense se arrodillara en el suelo. Murmuró comentarios en el dictáfono: una descripción física de Salgado, un catálogo de las lesiones visibles, y la probable causa de la muerte.

—… pérdida de sangre debida a lesiones en la cabeza causadas por los golpes de la cabeza de la víctima contra los cantos afilados y los ángulos de la silla al debatirse… Extirpación de párpados… Evidencia de asfixia… Posible cuello roto… Tiempo de la muerte… dentro de las últimas ocho horas…

Falcón pasó el móvil a Calderón y seleccionó el mensaje que le habían dejado a las 2:45 de la madrugada. Calderón lo escuchó y se lo pasó al médico forense.

—«¿Ya sabe lo que tiene que hacer?». —Calderón repitió la orden de Sergio a Salgado, desorientado.

—Esa polea no la ha instalado el asesino —dijo Falcón. Ya estaba aquí. Sergio conocía la predilección de Salgado por la autoestrangulación. Le estaba diciendo que podía acabar con todo llevando su tendencia sexual al límite.

—¿Autoestrangulación? —preguntó Calderón.

—Estar al borde de la asfixia durante una experiencia sexual intensifica el momento —explicó Falcón—. Desgraciadamente tiene sus peligros.

«Cosas… con las que ni siquiera puedes soñar», pensó Falcón.

Un policía se presentó en la puerta. Un agente de la comisaría de la zona quería hablar con Falcón sobre un intento de robo investigado en la casa de Salgado hacía dos semanas. Falcón fue al encuentro del policía en el vestíbulo y le preguntó por dónde habían entrado.

—Eso fue lo raro, inspector jefe: que no había pruebas de que hubieran entrado y que el señor Salgado dijo que no se habían llevado nada. Sabía que alguien había estado en la casa. Estaba convencido de que alguien había pasado el fin de semana allí.

—¿Por qué?

—No supo decírmelo.

—¿La criada viene los fines de semana?

—No, nunca. Y el jardinero sólo viene los fines de semana en verano para regar las plantas. Al señor Salgado le gustaba estar solo cuando estaba en casa.

—¿Estaba mucho fuera?

—Eso es lo que me dijo.

—¿Examinó la casa?

—Por supuesto. Él me siguió todo el rato.

—¿Algún punto débil?

—En la planta baja no, pero hay una habitación en la parte alta de la casa que tiene una terraza y el candado de esa puerta estaba casi inservible.

—¿Y acceso a esa terraza?

—Una vez en el tejado del garaje casi cualquiera podría haber entrado por allí —contestó el policía—. Le dije que cambiara el candado, que pusiera una cerradura en la puerta… Pero nunca lo hacen…

Falcón subió al piso de arriba. El policía le confirmó que la puerta y el candado eran los mismos. La llave había caído del candado y estaba en el suelo. La puerta crujió en el marco.

En el estudio de Salgado, el forense había acabado el examen médico y Felipe y Jorge estaban en el suelo otra vez tomando muestras de sangre. Falcón llamó a Ramírez, lo puso al día y le dijo que fuera a El Porvenir con Fernández, Serrano y Baena. Había mucho trabajo que hacer entrevistando a los vecinos antes de ir a Jefatura.

—Hay un icono en el portátil de la mesa —dijo Calderón—. Se llama La familia Salgado y hay una tarjeta debajo del teclado que dice «LECCIÓN DE VISIÓN N.° 3».

Era más de mediodía cuando Calderón firmó el levantamiento del cadáver. Felipe y Jorge habían tardado horas en tomar muestras de todas las manchas de sangre por si alguna pertenecía al asesino. Se llevaron a Salgado y los limpiadores de la escena del crimen desinfectaron la sala. Envolvieron la silla en plástico de burbujas y se la llevaron al laboratorio de la policía. Eran las 12:45 cuando Falcón, Ramírez y Calderón se sentaron frente al Mac para ver La familia Salgado.

La película empezaba con tomas repetidas de Salgado mientras salía de su casa con una gran maleta y entraba en un taxi. A estas les seguían tomas repetidas de Salgado saliendo del taxi en la plaza Nueva y caminando por la calle Zaragoza hacia su galería. Luego había una sucesión de cortes: Salgado en un café, Salgado en un restaurante, Salgado delante del Bar La Company, Salgado viendo escaparates, Salgado en El Corte Inglés.

—Bien…, ¿adónde quiere ir a parar? —preguntó Ramírez.

—Este hombre pasa mucho tiempo solo —dijo Calderón.

La siguiente escena mostraba a Salgado llegando a la puerta de una casa. Era una puerta sevillana clásica de madera barnizada con tachones decorativos de bronce. Llegaba una y otra vez a la casa, que tenía una fachada peculiar de arcilla, con el marco de la puerta y los frisos destacados en un color amarillo cremoso.

—¿Sabemos de quién es esa casa? —preguntó Calderón.

—Sí —contestó Falcón—. Es mi casa…, la casa de mi difunto padre. Salgado era el marchante de mi padre.

—Si su padre ha muerto —añadió Calderón, parando la película—, ¿por qué estaba Salgado…?

—Estaba empeñado en que lo dejara entrar en el estudio de mi padre. Tenía sus razones, que nunca llegó a contarme.

—¿Estaba usted en casa alguna de las veces que llamó? —preguntó Ramírez.

—A veces. Pero nunca le abrí. No me gustaba Ramón Salgado. Me aburría y lo evitaba siempre que podía.

Calderón volvió a poner en marcha la película. Salgado aparecía en el cruce de la calle. Sobre su cabeza se veía el rótulo del Hotel París y Falcón vio que estaba parado en la calle Bailen y miraba en dirección a la casa. Salgado se marchaba. La cámara lo seguía entre el bullicio de la gente de la calle. Por su parte, Salgado seguía a alguien. Hasta que no llegaban a Marqués de Paradas no se dieron cuenta de que seguía al propio Falcón. Observaron cómo entraba en el Café San Bernardo, que tenía una entrada por la calle Julio César. Salgado entraba por Marqués de Paradas y se producía un encuentro «casual». La cámara incluso entraba en el café, y los filmaba hablando en la barra. El camarero servía un café a Falcón y una taza más grande a Salgado. Volvía con una jarra de leche caliente. Falcón se apartaba mientras el camarero vertía la leche en la taza de Salgado.

—¿Por qué hace esto? —preguntó Ramírez—. ¿Le contó él algo?

—Siempre me pedía lo mismo. «¿Puedo echar un vistazo al estudio de tu padre…?».

—Pero ¿usted por qué se apartó como si…?

—No es nada, es que no me gusta la leche. Es una alergia o algo así.

—Ahora estamos en el cementerio —dijo Calderón.

—Eso es el funeral de Jiménez —indicó Ramírez—. Ese soy yo filmando a los asistentes desde los cipreses.

En la película se veía a Falcón y Salgado conversando y luego terminaba de golpe. Calderón se recostó en el asiento.

—Sergio parece creer que usted es la única familia que le queda a Salgado, inspector jefe —dijo Calderón.

—Salgado tenía una hermana —explicó Falcón—. La había instalado en una residencia de Madrid.

—¿Hubo algo diferente en ese último encuentro después del funeral? —preguntó Calderón.

—Me ofreció información sobre Raúl Jiménez a cambio de poder entrar en el estudio. También me dijo que no quería nada del estudio, simplemente pasar un rato allí. Siempre creí que quería montar una última exposición de Francisco Falcón, pero insistió en que no era esa su intención. Lo planteó como si fuera algo nostálgico.

—¿Qué clase de información?

—Conocía a Raúl Jiménez y a su esposa. Dejó entrever que sabía quiénes eran sus enemigos. Dijo que recogía información privilegiada de los clientes adinerados que frecuentaban su galería. Dio a entender que podía dirigirme hacia las personas que habían confiado en Raúl Jiménez y se sentían decepcionadas. También hablamos de temas como el blanqueo de dinero negro antes de que se introdujera el euro y que las propiedades y el arte eran buenos paraísos para eso. Hizo que todo pareciera muy prometedor, pero conozco a Ramón Salgado…

—¿Y no tiene ni idea de lo que quería del estudio de su padre? —preguntó Calderón.

—Lo más probable es que haya algún esqueleto enterrado en todos aquellos papeles —dijo Falcón—, pero dudo que yo llegue a encontrarlo.

—¿Hasta qué punto se conocían Ramón Salgado y Consuelo Jiménez?

—Sé con certeza que él le presentó a mi padre y que ella le compró cuadros en tres ocasiones. También estoy convencido de que Consuelo Jiménez conocía a Ramón Salgado del círculo artístico de Madrid y que es incluso posible que fuera Salgado quien le presentara a Raúl Jiménez en la Feria de Abril de 1989. Desde el comienzo, ella no ha sido clara acerca de su relación con Ramón Salgado. Puede que lo haya hecho simplemente para proteger su intimidad, odia que nos entrometamos en su vida, o podría ser que Salgado supiera cosas de Raúl Jiménez y que quisiera que no nos enteráramos. Hizo alusión a «un amigo» de su marido de la época de Tánger, que estoy seguro de que era Salgado. Eso significaría que los dos hombres se conocían desde hacía cuarenta años.

—Tiene que haber un motivo en todo esto, ¿verdad? —dijo Calderón.

—Ella se ha cargado también a Salgado —intervino Ramírez—. Estoy seguro.

—No saquemos conclusiones todavía, inspector —dijo Calderón—. Aunque vale la pena investigarlo. Ahora deberíamos ver esa lección de visión.

Ramírez sacó la tarjeta de la bolsa de pruebas. Había dos nombres escritos en el dorso: Francisco Falcón y J. Bosch.

—La tarjeta estaba debajo del teclado del ordenador —dijo Falcón—. Podrían ser contraseñas para los archivos.

Calderón pulsó dos veces sobre el icono del disco duro y apareció un recuadro que pedía una contraseña. Tecleó Francisco Falcón. Se abrieron veinte carpetas cuyos nombres no tenían nada de insólito: cartas, clientes, cuentas, gastos… Las abrieron todas pero sólo «Dibujos» pedía otra contraseña. Teclearon J. Bosch y se abrió otra serie de archivos. Calderón abrió uno al azar. Contenía centenares de fotografías, todas tenían iniciales y fecha.

—Espero que no tengamos que repasar toda la colección de dibujos de Salgado para encontrar lo que Sergio quiere que veamos —dijo Calderón.

Falcón leyó toda la lista hasta el final.

—Los últimos cinco son películas —dijo Calderón.

—A lo mejor, las fotografías no son tan inocentes —dijo Ramírez.

—Podría haberlas hecho por el seguro —dijo Falcón.

Ramírez cogió el ratón y pulsó dos veces sobre el icono de películas. La imagen de apertura de la película estaba enmarcada por una pequeña pantalla. Era de un jovencito atado boca abajo en un potro de gimnasio anticuado. Sus brazos estaban atados de modo que abrazaba el potro y los tobillos estaban atados a las puntas de metal. También estaba atado al aparato alrededor de los riñones, y sus nalgas quedaban grotesca y obscenamente separadas en el aire. Estaba desvalido y su cara, aunque entumecida y vidriosa por las drogas, seguía mostrando el gusano del miedo.

—No hace falta que miremos eso —dijo Falcón.

—Mire una de las fotografías —indicó Calderón—. Esos archivos podrían estar camuflados.

Ramírez abrió una. Otro chico prepubescente con sombra de ojos azul y carmín rosa estaba gráficamente empalado en un pene de adulto. Aquello fue suficiente para todos y apagaron el ordenador.

—Será mejor que lo vea Antivicio —dijo Falcón.

—¿Y nosotros qué tenemos? —preguntó Calderón—. ¿Por qué Sergio nos llama la atención sobre esto?

—Era una lección de visión —dijo Falcón—. Nos estaba demostrando la auténtica naturaleza del hombre. Si antes creían que Ramón Salgado era un viejecito solitario, bien relacionado y el respetable director de una prestigiosa galería de Sevilla, ahora piensan de otro modo.

—Me parece que es un callejón sin salida —dijo Ramírez—. Es sólo una manera de ponernos en un camino equivocado. No es una coincidencia que la señora Jiménez esté íntimamente relacionada con ambas víctimas.

—Hubo una tercera víctima —replicó Falcón.

—Ya sabe a qué me refiero, inspector jefe —dijo Ramírez—. La puta ha sido una baja desafortunada y otra forma de confundir nuestra investigación, además de hacernos perder el tiempo. Consuelo Jiménez tenía la información necesaria para ponerle una trampa a su marido y, por lo que parece, también a Ramón Salgado. Sigo pensando que tendríamos que llevarla a Jefatura y hacerla sudar.

—Antes de pensar en traerla para interrogarla propondría que registremos esta casa de arriba abajo y mandemos a un equipo a la galería de la calle Zaragoza —dijo Falcón—. Para interrogarla a ella necesitamos munición.

—¿Y qué tenemos que buscar, inspector jefe? —preguntó Ramírez.

—Buscamos una conexión turbia entre Consuelo Jiménez, y Ramón Salgado —respondió Falcón—. Está bien, que Fernández entreviste a los vecinos de aquí y usted suba con Serrano y Baena arriba y vayan bajando detrás de Felipe y Jorge.

Ramírez salió de la habitación. Falcón cerró la puerta detrás de él y volvió a sentarse con Calderón.

—Querría hablar en privado con usted un momento —dijo Falcón.

—Mire, don Javier, inspector jefe —dijo Calderón, desprevenido, debatiéndose entre lo privado y lo oficial—. No sé lo que pasó anoche. No sé lo que le dijo Inés. Evidentemente sé que ustedes dos…, pero ella me dijo que habían terminado, que estaban divorciados. Creo que usted…, bueno, mire…, ¿qué estaba haciendo allí anoche?

Falcón se quedó paralizado. La mañana había sido tan densa que ni siquiera había pensado en Inés. De lo que quería hablar en privado era de MCA Consultores y en absoluto de su vida privada. Miró fijamente el suelo, deseando desesperadamente que el tiempo avanzara una semana o a otro caso con un juez diferente. No sucedió y se encontró de lleno inmerso en una de aquellas luchas titánicas que él veía en sospechosos a punto de confesar. Quería decir algo. Quería corregir de algún modo la complejidad de su experiencia reciente, demostrar que él, como Calderón, era capaz de superar una situación incómoda, pero se hizo un enorme embrollo. Falcón sintió que se retraía. Jugó con los botones de su americana como si quisiera asegurarse de que estaban todos bien cosidos.

—No era mi intención hablar de eso en este momento —dijo, horrorizado por la pomposidad y la rigidez de sus palabras—. Mis únicas preocupaciones son profesionales.

Se odió a sí mismo al instante y el desprecio de Calderón lo golpeó como un mal olor. Le habían ofrecido una oportunidad civilizada de llegar a un entendimiento y él le había dado la espalda con frialdad y ahora era imposible volver atrás.

—¿Qué es lo que tiene en mente, inspector jefe? —preguntó Calderón, cruzando las piernas con una calma glacial.

Todo se había hecho añicos en aquel instante. Falcón había fallado humanamente con Calderón y había manchado su credibilidad profesional. Se dio cuenta de que a partir de entonces habría resistencia frente a sus ideas y tal vez algo peor: la antipatía del hombre se volvería contra él. Calderón no sería su aliado y cualquiera de las ideas que Falcón le planteara podría estar ofreciendo a enemigo los medios para destruirlo, pero no podía evitarlo, y se dio cuenta de que no era su profesionalidad lo que lo impulsaba a hablar de MCA Consultores, sino su fracaso. Era por la ridícula e ilógica idea de que el joven juez pudiera estar ahora de acuerdo con Inés y decir: Sí, Javier Falcó no tiene corazón.