Extractos de los diarios de Francisco Falcón

26 de marzo de 1946, Tánger.

Tengo un dolor terrible de riñones y voy al médico español de la calle Sevilla, no muy lejos de la casa de R. Me explora, me hace pasar a una habitación contigua y me pide que me eche boca abajo sobre una litera cubierta con una sábana. Se abre otra puerta y me presenta a su hija, Pilar, que trabaja con él como enfermera. Ella me frota la espalda con un aceite que genera un enorme calor. Me friega con el aceite hasta el coxis. Al final del tratamiento me avergüenza el estado de mi virilidad. Sus pequeñas manos son mágicas. Ella me dice que tengo que volver para una sesión diaria durante una semana. Si todos los males fueran como este…

3 de julio de 1946, Tánger.

Tras interminables negociaciones he convencido a Pilar para que pose para mí en casa, pero a la hora del almuerzo llega un chico y me dice que ella no podrá venir. A última hora de la tarde viene a visitarme Carlos Gallardo. Es otro de los «compañeros artistas», pero no es Antonio Fuentes. No tiene nada de ascético. Es un crápula. Bebe mucho y normalmente en el Bar La Mar Chica, que es donde nos conocimos. Hemos fumado hachís juntos y hasta visto el trabajo el uno del otro sin hacer comentarios.

Ha traído con él a un chico marroquí para que cargue con la comida, que le deja en la puerta. Nos sentamos en sillas bajas de madera en una de las habitaciones más oscuras y frescas, lejos del calor del patio. Mi criado coloca un hookah entre nosotros y lo llena de una mezcla de tabaco y hachís. Fumamos. El hachís se me sube a la cabeza y me siento bien. Por mi cabeza pasan pensamientos inconexos, me siento como un pez en un acuario. El criado de C. está de pie junto a la silla de este, con un pie oscuro apoyado sobre el otro. Le han afeitado la cabeza, seguramente lo ha hecho C. por los piojos. Me sonríe. No tendrá más de dieciséis años. Enfoco la mirada y me doy cuenta de que C. ha metido una mano por debajo de la túnica del chico y le acaricia las nalgas. No conocía esta faceta de C. No me molesta. Hago un comentario. «Sí», dice, «claro que me gustan las mujeres, pero las relaciones sexuales con mujeres son un poco inhibidoras. Supongo que es culpa de ser españoles y de nuestras madres. Pero con los jóvenes de aquí es lo más normal del mundo, algo que siempre ha sucedido y que no tiene ningún estigma añadido. Me siento libre para darme este placer. Al fin y al cabo soy una persona sensual. Ya lo habrás advertido en mi obra». Le contesto algo y él sigue: «Mientras que tú, amigo mío, eres como un trozo de hielo. Adusto y frío. Oigo el viento silbando en tus lienzos. Deberías deshelarte con este calor, pero no hay manera. Quizá deberías escoger uno de estos chicos para disfrutar de un poco de sensualidad libre de culpa». Fumamos un poco más y siento que mi piel fuera terciopelo. C. dice: «Llévate a Ahmed a tu habitación ahora y échate con él». La idea me provoca una descarga eléctrica. Noto que la propuesta no me horroriza, más bien al contrario. El chico se acerca. Casi no puedo hablar pero logro rechazar la oferta.

5 de julio de 1946, Tánger.

Viene P. con su madre. El calor no es tan fuerte y nos sentamos en patio debajo de la higuera. Charlamos. Los ojos de las mujeres se mueven rápidamente como pájaros en la maleza. Me siento como un gato grande que planifica la cena. La madre de P. ha venido a conocerme…

Gracias a que la empresa de R., de la que soy socio, es una de las más conocidas entre la comunidad española de Tánger, pronto está comiendo de mi mano como si la tuviera llena de mijo. Yo no me relaciono mucho y no se me conoce. Si ella se pasara por las chabolas de las afueras de la ciudad, todos huirían atemorizados ante la mención de El Marroquí. Pero la madre de P. vive entre su casa y la catedral española, y por lo tanto estoy a salvo y no creo que nunca se anime a ir al Bar La Mar Chica.

Me pide ver mi obra y yo me niego educadamente, pero cedo ante su insistencia. P. se queda transfigurada frente a las formas y pautas monocromas mientras su madre va de un lado a otro intentando encontrar algo que pueda comprender. Se decide por el dibujo de un tuareg, que al menos tiene un poco de color. Lo firmo y se lo regalo y le pido permiso para pintar un retrato de su hija. Ella dice que se lo consultará a su marido.

Se van y momentos después alguien llama a la puerta con fuerza. Es el chico que vino con C. el otro día, Ahmed. Está comiendo un melocotón y el jugo le mancha la barbilla y las mejillas. Se pasa la lengua por los labios. No es sutil, pero es efectivo. Lo hago pasar y lo sigo, temblando, a través de las habitaciones y los pasillos. Él comprende mi urgencia y corre con los pies descalzos y quitándose la túnica. Cuando llegamos al dormitorio, su cuerpo de color caramelo está echado bajo la mosquitera. Caigo sobre él como un edificio derrumbado. Después le doy 50 pesetas y se va tan contento.

3 de agosto de 1946, Tánger.

Entre el doctor y yo se ha establecido una relación de confianza y permite que P. venga a casa y pose para un retrato. Las sesiones son por la tarde, cuando la consulta está cerrada, y sólo pueden durar una hora. Hace mucho calor. Tengo que trabajar en una de las habitaciones que dan al patio, por la luz. Dibujo. Ella está sentada en una silla de madera. Estoy cerca de su cara. Ella no se arredra. No hablamos hasta que me fijo en sus manos. Las tiene sobre el regazo, pequeñas, de dedos largos, instrumentos delicados de placer.

YO: ¿Quién le enseñó a hacer masajes?

P.: ¿Por qué cree que me enseñó alguien?

YO: Me parece que la experiencia de sus dedos procede de la instrucción más que del ensayo y error.

P.: ¿Quién le enseñó a pintar?

YO: Me ayudaron un poco a mirar las cosas.

P.: Me enseñó una gitana de Granada.

YO: ¿Es usted de allí?

P.: De nacimiento, sí. Mi padre fue médico en Melilla algunos años antes de que viniéramos aquí.

YO: ¿Y su padre le permitía relacionarse con gitanos?

P.: Soy bastante independiente, por mucho que mis padres intenten hacerle creer otra cosa.

YO: ¿Le permiten salir?

P.: Hago lo que me place. Tengo veintitrés años.

Llega el criado con un té de menta. Callamos. Trabajo en sus manos y tomamos té.

P.: Hace dibujo figurativo, pero pinta abstracto.

YO: Me enseño a mí mismo a ver con los dibujos, y lo interpreto con la pintura.

P.: ¿Qué ha visto hoy?

YO: He estado mirando la estructura.

P.: ¿Lo bien hecha que estoy?

YO: Con delicadeza y fuerza.

P.: ¿Sabe por qué me gusta?

La pregunta me deja mudo.

P.: Tiene fuerza e individualidad, pero también es vulnerable.

YO: ¿Vulnerable?

P.: Ha sufrido, pero sigue llevando un niño dentro.

Esta íntima conversación sella algo entre nosotros. Me ha contado algo que no ha confiado a sus padres. Ha visto algo en mí que yo no he negado. Pero se equivoca. Soy todas esas cosas…, Pero no soy un individuo… todavía.

10 de agosto de 1946, Tánger.

Vuelvo a cojear por culpa del dolor de espalda. Tengo un bulto en el lado derecho de la columna. P. llega para posar e inmediatamente se da cuenta del problema. Se va y vuelve con su cajita de botellas de aceites. El dormitorio está fuera de lugar. Me echo en el suelo. Ella intenta hacer su trabajo de lado, pero no lo logra. Me pide que cierre los ojos. Oigo que se sube la falda. Se agacha y se coloca a horcajadas sobre mis muslos. Sólo sus piernas desnudas tocan las mías por fuera. Siento su calor encima de mí. Me amasa el bulto de la espalda con las puntas de los dedos mientras yo me agarro al suelo.

Termina el masaje. Todo mi cuerpo se ha fundido con el suelo. Ella se arregla la falda y me pide que me ponga de pie. Estamos uno frente al otro. Tengo control físico de mí mismo, pero mentalmente estoy desorientado. Me pide que camine. Lo pruebo y no me duele, aparte de un constante dolor en los testículos. Me pide que no pare de caminar. La actividad es el secreto de una espalda sana. No tengo que sentarme para pintar o dibujar. Se va. Fumo un poco de hachís hasta que me siento líquido, como aceite de oliva verde que fluyera de una habitación a otra.

Más tarde se presenta Ahmed con un amigo. Este chico es un liante. Me pregunto si C. lo estará azuzando como un experimento artístico. En lo que P. y yo somos tan comedidos, estos chicos son completamente desinhibidos. Yo fumo y ellos actúan para mí, y sus cuerpos musculosos de adolescentes se lían como cuerdas, vuelven su atención a mí. El alivio es explosivo y ellos ríen como niños que jugaran en una fuente. Antes de marcharse, Ahmed me pone un dátil mezclado con droga entre los dientes. Me quedo echado mientras una soñolienta dulzura se desliza dentro de mi, repleto y saciado como un pacha durmiente.

11 de agosto de 1946, Tánger.

Me han informado que dos de mis legionarios se han peleado por un amante en una habitación de hotel de la ciudad. Fue una larga y sangrienta pelea y el suelo de la habitación quedó resbaladizo como el de un carnicero. Uno de mis legionarios ha muerto, el amante está gravemente herido y el otro legionario está en prisión. Pregunto al jefe de la policía si puedo ver al amante, pensando que podría haber un incidente internacional si muere; me dice que no me preocupe porque «el amante» es un chico del Riff. Se encoge de hombros, arquea las cejas, abre las manos…; es la vida.

Pago un soborno y sueltan al legionario con la condición de que abandone la Zona Internacional inmediatamente. Lo acompaño a Tetuán y le doy algo de dinero. Durante el viaje me dice que estuvo en la División Azul en Rusia y que se quedó con la Legión Española de Voluntarios y, después, cuando los dispersaron, se unió a las SS. Estuvo con el infame capitán Miguel Ezguera Sánchez cuando los rusos entraron en Berlín. Me muestra un puñado de la moneda vigente al final: bolitas de cianuro. Me da dos muestras como curioso souvenir y como novio de la muerte: un extraño modo de darme las gracias.

1 de septiembre de 1946, Tánger.

R. ha pedido un préstamo y ha comprado dos barcos más. Yo he vuelto a Ceuta y he reclutado a más legionarios. Los formamos para que puedan llevar los barcos y les pagamos bien. Les gusta el trabajo. Todavía tienen un arma en la mano y la posibilidad de aventura, aunque, debido a nuestra reputación de violencia, no se nos acerca nadie. Los piratas prefieren los peces pequeños. Ahora mi importancia para la empresa es capital, porque la confianza es un bien raro. Las fuertes alianzas entre legionarios representan que podamos confiar en ellos y que no nos roben. Nos ahorra a R. y a mí la pesadez de gobernar los barcos. R. está invirtiendo en propiedades. Estamos construyendo y yo me ocupo de la seguridad de las obras. R. juega en el mercado de oro y acciones con el interminable flujo de dinero que entra con las operaciones de contrabando. Yo no comprendo esos mercados y no tengo ningún interés en entrometerme.

Barbara Hutton, la heredera de Woolworth, se ha instalado en el Sidi Hosni Palace, y R. me dice que Tánger se convertirá en una nueva Costa Azul. Quiere entrar con más fuerza en el mercado inmobiliario «para construir hoteles para las personas que vengan a calentarse las manos en nuestra riqueza». También me dice que «la rica» se ha comprado el palacio por 100,000 dólares: una suma inimaginable para todos los tangerinos. El Caudillo, como llaman ahora al general Franco, había ofrecido 50,000 dólares. Debe de estar sentado en El Pardo echando humo.

3 de septiembre de 1946, Tánger.

Viene P. para otra sesión. En cuanto abre la puerta observo su mirada de desafío, pero al mismo tiempo de diversión y burla. Hace calor a media tarde. Empezamos a trabajar en el silencio habitual hasta que pierdo la concentración y ella pasea por la habitación buscando algo que no haya visto todavía. Encuentra una piedra de hachís entre los pinceles, la pone sobre la mesa y la huele. Sabe lo que es pero no lo ha probado nunca. Quiere fumar un poco. No la he visto nunca con un cigarrillo, pero cargo la hookah para ella. Minutos después se queja de que no nota nada. Le digo que tenga paciencia y ella suelta un pequeño gemido como imagino que haría en su primer contacto sexual. Sus ojos miran con una cierta distancia como si se hubiera retirado dentro de su mente. Se lame los labios lenta y sensualmente. Siento deseos de poner mi boca allí. Me distraigo mirando cómo cambia la luz en la habitación. P. dice: «Creo que debería dibujarme tal como soy». Es lo que intento desde hace semanas. Con unos movimientos, ágiles y rápidos se pone en pie, se quita la blusa, deja caer la falda, se desabrocha el sujetador y se quita las bragas. Me quedo sin habla. Se queda delante de mí, con el pelo largo y oscuro sobre los hombros, las manos apoyadas en los muslos, enmarcando el triángulo de su pelo púbico. Lentamente se pasa las puntas de los dedos por los hombros y los baja hacia los pechos y los pezones marrones y puntiagudos, que se endurecen con el contacto. Sus dedos siguen el perfil de su cuerpo. Estamos tan atrapados en la sensualidad del momento que tengo la sensación de que son mis propios dedos. «Esta soy yo», dice. Cojo unos carboncillos y hojas de papel. Mi mano dibuja rápidamente con movimientos atrevidos y fluidos. La dibujo seis, siete, ocho veces en cuestión de minutos. Cuando termino, los papeles caen al suelo. Ella sigue igual, increíblemente bella y desnuda, con la absoluta seguridad de la feminidad total, y es esa misteriosa esencia lo que «veo» y soy capaz de dibujar. Luego, como sucede a veces con el hachís, estamos en un momento diferente. Ella se está vistiendo. Se prepara para marcharse y yo estoy parado con los dibujos a mis pies. Ella los mira y luego me mira a mí. «Ahora ya lo sabe», dice. Sus labios rozan los míos con la suavidad de la arena y el frescor del agua. El ligero contacto de la punta de su lengua sobre la mía permanece en mí durante horas.

20 de septiembre de 1946.

He vuelto de Tarragona y me entero de que P. se ha ido a España con su madre, cuya hermana ha muerto. El doctor no sabe cuándo volverán. Me siento al mismo tiempo despojado y curiosamente libre. Ahmed y su amigo vienen por la noche y estoy de un humor excelente. Pasamos una noche de total hedonismo.

23 de septiembre de 1946.

Muestro a Carlos los dibujos a carbón de P. Se queda asombrado. Por primera vez dice algo sobre mi obra y la palabra que usa es «excepcional». Más tarde, mientras fumamos una hookah juntos, dice: «Veo que ha empezado el deshielo. Espero que Ahmed y Mohammed te hayan ayudado». Lo miro como si no supiera de qué me habla. Dice que me mandará más. «No quiero que te aburras». No digo nada.

30 de octubre de 1946.

Sigo sin saber nada de P. y ahora su padre también se ha marchado a España. La única dirección que tengo de ellos es la de Granada.

R. ha vendido una parcela a un americano que quiere construir un hotel. Una de las condiciones de la venta es que lo construyamos nosotros. Es nuestro primer gran contrato de construcción. Yo quiero participar en el diseño, pero R. insiste en que mantenga mi arte y mi trabajo separados. «Todos mis asociados creen que eres mi asesor de seguridad… No puedo permitir que también diseñes la recepción».