Jueves, 19 de abril de 2001
Edificio de los Juzgados, Sevilla
Falcón paseaba por el pasillo delante de la oficina de Calderón. Lo había llamado después de su reunión con Consuelo Jiménez y habían quedado a las seis. Ya eran las siete y las secretarias que pasaban por el pasillo le lanzaban miradas compasivas. Estaba contento de no tener que esperar a un fiscal en sus oficinas del Palacio de Justicia en el edificio de al lado, donde se habría visto atormentado por las miradas de personas que lo conocían a través de Inés. Le habría recordado aquellas tardes de invierno en que él iba a recogerla al trabajo y se encontraba en el centro de su mundo bullicioso. Su belleza atraía la excitación de la fama. Él era su amante: el elegido. La gente lo miraba con curiosidad y grandes sonrisas, deseosos de conocer su secreto. ¿Qué tenía Javier Falcón? ¿Se habría imaginado Falcón todo aquello? La forma como las mujeres lo olían cuando pasaba, y los hombres que echaban un vistazo por encima de los muros del urinario.
Mientras paseaba por delante del despacho de Calderón se le ocurrió de repente que la relación sólo había consistido en sexo. Se había visto atrapado, no sólo por su propio deseo, sino también por el de los demás. Lo había malinterpretado, igual que Inés. Habían creído que era algo real, pero no lo era. Una simple atracción física había sido secuestrada por el deseo general de romanticismo. Lo que deberían haber sido unos pocos meses de sexo desenfrenado se había convertido en una boda rápida, aunque en ese caso no los había obligado ningún padre, sino el sentimiento.
Del despacho de Calderón salió el doctor Spinola, el magistrado juez decano de Sevilla. Se paró a saludar a Falcón y parecía a punto de hacerle alguna pregunta, pero se lo pensó mejor. Calderón lo llamó desde el despacho y se disculpó por la espera.
—No es fácil deshacerse del doctor Spinola —dijo Falcón.
Calderón no le escuchaba. Reflexionaba; buscó un cigarrillo y lo encendió.
—Es la primera vez que ha venido a nuestros despachos a hablar de un caso concreto —dijo, en dirección a la pared, por encima de la cabeza de Falcón—. Normalmente soy yo el que voy a verlo para ponerlo al día.
—¿Qué es lo que le preocupa?
—Buena pregunta —respondió Calderón—. Estoy confuso.
—Si se trata de nuestro caso, quizá pueda ayudarlo —dijo Falcón.
En una fracción de segundo, Calderón sopesó la situación. Dejándose llevar por el instinto, miró a Falcón, pensando: «¿Puedo confiar en este hombre?». Decidió que no, pero por poco. De haber tenido algún momento más como el que habían tenido en el cementerio, Falcón creía que Calderón habría confiado en él.
—¿Qué tiene para mí, inspector jefe? —preguntó—. ¿No viene hoy el inspector Ramírez?
Falcón había ido sin Ramírez porque deseaba crear una relación personal con Calderón y al mismo tiempo impedir a Ramírez acceder a la información, apartarlo del panorama general y limitarlo a una parte limitada del rompecabezas. Ahora había cambiado de opinión. Ver al doctor Spinola lo había vuelto prudente. Tal vez no era tan buena idea que el apellido Carvajal flotara por los pasillos del edificio de los Juzgados. Aquello no tenía más lógica que el tenue vínculo que probaba la aparición de Spinola en la galería de celebridades de Jiménez, junto con León y Bellido, y que Carvajal estuviera en la nómina de MCA Consultores. Dejárselo entrever vagamente a Consuelo Jiménez había sido un riesgo calculado. Primero había querido ver si ella lo sabía, y no había llegado a ninguna conclusión. Además, estaba seguro de que Consuelo sólo lo consideraría una forma de disminuir la presión sobre ella. Si Falcón lo hacía más oficial a través del juez Calderón, podría haber repercusiones desconocidas. La filtración podría llegar hasta el comisario León. El único problema ahora era que no tenía nada que decirle a Calderón, excepto lo que estaba ansioso por evitar.
—Usted tuvo una idea antes de que el mensaje de texto de Sergio nos desviara —dijo Falcón.
—¿Sergio?
—El nombre que le hemos puesto al asesino. Es el que utilizaba con Eloísa Gómez —explicó Falcón—. Se acuerda, íbamos a ponernos en contacto con él, responder a sus mensajes e intentar provocarle para que cometiera algún error.
—Dejó el móvil de la chica sobre su cadáver —dijo Calderón.
—Pero sigue teniendo el de Raúl Jiménez.
—¿Sabemos algo más de Sergio desde que le pusimos un nombre?
—Eloísa Gómez y su hermana lo describieron de una forma concreta. Como un forastero.
—¿Un extranjero?
—Forastero para ellas describe un estado mental. Él es alguien que ve y comprende las cosas más allá de la superficie de la vida cotidiana. Sabe cómo funcionan las cosas realmente. Tiene una gran facilidad para leer entre líneas.
—Eso suena muy enigmático, inspector jefe.
—En los márgenes de la sociedad, donde las personas se han apartado de la normalidad, no. Donde, por ejemplo, a diario venden sus cuerpos para tener relaciones sexuales, o matan a alguien porque no les han pagado. No es tan diferente en el otro extremo de la escala. Entre las personas con poder, que saben cómo conseguir más y cómo mantener su posición. Ninguna de esas personas ve las cosas como las personas normales, que tienen empleos, hijos y casas que los mantienen ocupados.
—Y ¿cree que un artista, como describió a nuestro asesino en el cementerio, tendría esa misma perspectiva insólita? —dijo Calderón.
—Se ajusta al perfil —contestó Falcón—. Usted ha mencionado la palabra «extranjero». Eloísa Gómez le dijo a su hermana que aunque Sergio aparentaba ser español tenía algo de extranjero. Tenía sangre extranjera, o había pasado mucho tiempo fuera de España.
—¿En qué debería cambiar eso nuestro enfoque?
—Creo que señalarle un error sería demasiado obvio. Le haríamos reír. Los forasteros saben cuándo los están manipulando.
—Tal vez deberíamos demostrarle que le comprendemos.
—Pero como artista —dijo Falcón—. No debemos ser prosaicos. Tenemos que intrigarle como él hace con nosotros. Todavía no hemos entendido la última lección de visión. «¿Por qué tienen que morir aquellos que aman amar?».
—¿No nos estaba diciendo simplemente que la había matado porque ella lo había visto: el don de la visión perfecta?
—Pero ¿«aquellos que aman amar»? La presenta como un emblema y ha elegido a una prostituta para eso. Intenta alterar nuestra forma de ver las cosas y nosotros tenemos que hacer lo mismo. Tenemos que intentar hacerle ver algo como si fuera la primera vez.
—Vaya, entonces lo que necesitamos es un genio —dijo Calderón—. Parece que este edificio está lleno de ellos, si uno se cree lo que le dicen.
—Tomemos prestado el genio de los clásicos —propuso Falcón—. Es un poeta y un artista…, ese es su lenguaje.
—«Los buenos pintores imitan la naturaleza, pero los malos la vomitan». Cervantes.
—Eso además podría ponerlo furioso —dijo Falcón.
—Pero ¿qué intentamos con esa estrategia? —preguntó Calderón—. ¿Qué queremos de él?
—Queremos atraerlo, iniciar un diálogo, hacer que se abra. Queremos que empiece a darnos información.
Falcón, perdiendo el ánimo en el último momento, tecleó la frase de Cervantes en el móvil y mandó el mensaje de texto. Los dos hombres se sentían estúpidos. Su mundo de investigación reducido a la tontería de mandar frases de Cervantes al espacio.
Ahora tenían que volver a echar mano de sus propios recursos, pero sin ningún punto de contacto aparte del reconocimiento de la inteligencia del otro. Falcón no pensaba hablar de fútbol y Calderón no iba a obligarlo.
—Anoche vi una película de vídeo —dijo Calderón—. Todo sobre mi madre. ¿La ha visto? Es de Pedro Almodóvar.
—Todavía no —contestó Falcón, y le ocurrió algo curioso. Su memoria se abrió y por un segundo se encontró en Tánger, chapoteando en los bajíos y luego en el aire, chillando.
—¿Sabe lo que me impresionó de la película? —dijo Calderón—. En los primeros minutos, el director crea una increíble relación de intimidad entre el hijo y la madre. Y luego matan al chico enseguida. Y… nunca he tenido una experiencia así; cuando el chico muere es como si fueses la madre. Crees que nunca podrás recuperarte de una pérdida tan terrible. Eso es el genio, a mi parecer. Cambiar un mundo en pocos metros de celuloide.
Falcón quería decir algo. Quería responder a eso porque, por una vez, había algo en aquella conversación banal. Pero era demasiado. No pudo expresarlo. Sólo se formaron lágrimas en sus ojos, que dominó. Calderón, ignorante de la batalla de Falcón, meneó la cabeza con incredulidad.
—Ya tenemos algo —dijo Calderón, cogiendo el móvil.
Leyó la pequeña pantalla. Se le formó una arruga en la frente que se convirtió en dolor.
—¿Habla francés? —preguntó, y le pasó el móvil a Falcón—. Es simple pero… muy raro.
—Aujourd’hui, Maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas.
Falcón se sintió mareado, incluso le entraron ganas de vomitar.
—Lo entiendo —dijo Calderón—. Pero ¿qué significa?
—«Hoy ha muerto mi madre. O quizá fue ayer, no lo sé» —dijo Falcón—. Y hay algo más: «No me llames, cabrón, yo contaré la historia».
—Nos ha dado la espalda —dijo Calderón—. Pero ¿qué significa?
—No ha podido resistirlo —dijo Falcón—. Ha tenido que demostrarnos que podía escribir algo mejor.
—Pero ¿cómo?
—Seguramente recibiría una educación francesa —dijo Falcón.
—¿Es una cita literaria?
—No lo sé. No estoy seguro. Pero diría que es un fragmento de L’Étranger de Albert Camus.
El edificio de los Juzgados estaba casi vacío a aquella hora de la noche y las pisadas de Falcón resonaban en el armazón vacío mientras caminaba por el largo pasillo hacia las escaleras. Tuvo que agarrarse a la barandilla para bajar las escaleras y pararse en el rellano para dominar el temblor de sus piernas. Se estaba convenciendo así mismo de que sólo era una coincidencia, que no había una telepatía extraña entre él y Sergio. La vida estaba llena de aquellos raros momentos. Existía una palabra que lo definía: sincronía. Debería ser algo bueno. A los seres humanos les gustaba que las cosas estuvieran sincronizadas. Pero aquello no. No su conversación sobre forasteros, el comentario de Calderón sobre la película con el título inmencionable y luego Sergio mandándoles aquella frase horrible. Una frase que lo desconectaba del mundo normal de las relaciones humanas, del profundo vínculo filio-materno. Eran las palabras del individuo más solitario del planeta y habían desgarrado a Falcón como una sierra.
Llegó a seguridad con los reflejos motores normalizados. Al otro lado estaba Inés, pasando su bolso y su cartera por la máquina. Era la última persona que Falcón quería ver y, mientras lo pensaba, todo volvió como una ola: su belleza, el sexo, sus deseos, el fracaso. Ella esperaba sus bolsas, lo miró directamente, casi con burla.
—Hola, Inés —dijo Falcón.
—Hola, Javier.
El odio era evidente. Estaba condenado a no ser perdonado.
No lo comprendía porque en sí mismo no encontraba rastro de rencor. Habían cometido un error. Le habían reconocido. Se habían separado. Pero ella no podía soportarlo. El guardia de seguridad le entregó las bolsas y ella lo deslumbró con una sonrisa. Sus labios volvieron a formar una línea roja y dura para Falcón. A él le habría gustado un poco de inspiración en aquel momento. Algo que les hiciera sentir mejor instantáneamente, como sucede en las películas. Pero no se le ocurrió nada. No había nada que decir. Aquella relación estaba más allá de la posibilidad de la amistad. Ella lo despreciaba demasiado.
Inés se alejó. Los estrechos hombros, la cintura fina, las caderas cimbreantes, los pies seguros y los tacones se alejaron.
El guardia de seguridad se mordió el labio, mirándola, y Falcón vio con claridad por qué lo odiaba tanto. Él había destruido la perfección de su vida. La estudiante de Derecho hermosa e inteligente que había llegado a fiscal a una edad excepcional, adorada por hombres y mujeres dondequiera que fuera, se había enamorado de él: Javier Falcón. Y él le había fallado. No había sido capaz de amarla. Él había mancillado su perfección. Por eso creía que él no tenía corazón, porque era la única explicación posible del fracaso.
En la calle, Falcón se colocó junto a uno de los pilares de justicia de la casa adyacente. Le daba una vista sobre la puerta principal del edificio de los Juzgados. Unos minutos después apareció Inés por la puerta seguida de Esteban Calderón. Ella le esperó, lo besó en los labios, lo tomó del brazo y los dos siguieron la columnata hacia la calle Menéndez Pelayo.
¿Se habían besado? ¿Era un engaño de la luz?
Su poder de disuasión lo había abandonado. Había sido muy claro. Y en las sesgadas sombras de las columnas neoclásica, entendió otra anomalía de la lógica. La imperfección de las conexiones humanas que podían crear un cortocircuito incluso en los pensamientos más claros. Falcón no la amaba. No sentía rencor. Su relación no tenía arreglo. Entonces, ¿por qué notaba su sangre, sus órganos, sus tendones consumidos por unos celos monstruosos?
Falcón corrió a su coche y volvió a la Jefatura agarrando el volante con tanta fuerza que después tendría dificultades para flexionar los dedos al escribir el informe. Intentó leer otros informes. Le era imposible. Su concentración revoloteaba entre el desastre de su investigación y su inexplicable certeza de la infatigable potencia sexual de Calderón.
Se había esfumado un fragmento de tiempo. Se había perdido un día. Un momento estaba esforzándose sobre aquellos informes y al siguiente estaba sentado con Alicia Aguado, con su muñeca entre los dedos de ella.
—Está disgustado —dijo ella.
—He estado muy ocupado.
—¿Trabajando?
A Falcón se le escapó la risa como un vómito. Enseguida se puso histérico, y la risa era tan intensa que era como si no fuera suya: él era la risa. Ella lo soltó y él se echó en el sofá con el estómago tenso. Se le pasó y se secó las lágrimas. Se disculpó y se sentó.
—Ocupado… Esa palabra es una subvaloración tan absurda de lo que ha sido el día de hoy —dijo—. No sabía que la vida de un loco fuera tan intensa. Me dedico a condensar toda una vida en cada espacio diminuto que encuentro. Nadie puede decirme nada sin que se me aparezca todo un mundo. Mientras un juez se sienta en su despacho, hablando de su película preferida de ese momento, yo corro por una playa, chapoteando entre las olas, o alguien me levanta en sus brazos y yo grito.
—¿Su madre?
Falcón titubeó.
—Eso sí que es curioso —dijo.
Silencio.
—Lo recordé con la claridad de un sueño —continuó Falcón—. Excepto que ahora me doy cuenta de que faltaba algo, pero ahora sé lo que es. Era un hombre el que me levantaba por los aires.
—¿Su padre?
—No; no. Un desconocido.
—¿No lo había visto antes?
—Es marroquí. Creo que podía ser un amigo de mi madre.
—¿Era algo extraño?
—No, no. Los marroquíes son muy amistosos. Les gusta charlar. Son muy curiosos e inquisitivos. Tienen una capacidad sorprendente…
—Me refería a que su madre, una mujer casada, se encontrara con alguien en la playa. Que permitiera que un hombre levantara por los aires a su hijo.
—No estoy seguro de que fuera un completo desconocido. No. Ya lo había visto antes. Probablemente tenía una tienda donde mi madre compraba habitualmente. Tenía que ser algo así.
—¿Qué pasó en el despacho del juez?
Falcón recordó la reunión: el intento de diálogo con Sergio, la película de Almodóvar, la terrible respuesta de Sergio y el efecto que le había producido.
—Lo que me impactó fue que primero estuviéramos hablando de forasteros y luego el asesino utilizara una cita de aquel libro. Estoy seguro de que era de El extranjero. Me hace sentir como si me estuviera volviendo loco.
—No le dé importancia —dijo—. Sincronía. Sucede continuamente. Concéntrese en lo que importa.
—¿Qué es?
Silencio de Alicia Aguado.
—Mi madre —dijo—. Eso es lo que importa.
—¿Por qué la cita de Camus le produjo un efecto tan terrible?
—No lo sé.
—¿Cómo murió su madre? ¿Estaba enferma?
—No, no, no estaba enferma. Tuvo un infarto, pero…
Un largo silencio en el que Falcón apenas parpadeó.
—Sucedió algo…, un jaleo en la calle. Estábamos en cama Paco, Manuela y yo. Y hubo una pelea en la calle, frente a la casa. No recuerdo por qué fue. Fue más tarde cuando mi padre vino a decirnos que nuestra madre había muerto. Pero no puedo recordarlo…, lo que sucedió.
—¿Qué pasó después de su muerte?
—Hubo un funeral. De aquel día sólo recuerdo las piernas de la gente y la tristeza general. Era febrero y llovía. Mi padre pasaba mucho tiempo con nosotros. Nos cuidó mientras lo superábamos.
—¿Volvió a ver al desconocido?
—Nunca.
—¿Cuánto tiempo tardó su padre en volver a casarse?
—Ya conocíamos a Mercedes —dijo—. Hacía tiempo que era amiga de la familia. Ayudaba mucho a mi padre, vendía su obra en Estados Unidos. Estaban liados antes de que mi madre muriera…, ¿se lo había dicho? Acabo de enterarme.
—Siga.
—Mercedes todavía estaba casada cuando mi madre murió y luego su marido falleció en Estados Unidos. De cáncer, creo. Ella volvió a Tánger con el yate de su marido. Debía de haber pasado un año de la muerte de mi madre cuando se casaron.
—¿Le gustaba Mercedes?
—La quise desde el primer momento. Todavía tengo el vago recuerdo de la primera vez que la vi. Era menuda. Entró en el estudio de mi padre y me cogió en brazos. Creo que jugué con sus pendientes. La quise desde aquel momento, pero mi padre siempre decía que yo era un niño muy cariñoso.
—¿Qué pasó con Mercedes?
—Fue una época muy buena. Mi padre se hizo famoso. Los desnudos Falcón estaban en boca de todo el mundo artístico. Se hablaba de él como del nuevo Picasso, lo que era ridículo teniendo en cuenta el tamaño y la calidad de su obra. Luego vino la tragedia. Fue después de la cena de Fin de Año. Después de ver los fuegos a artificiales, todos se fueron al yate, en el puerto, y luego algunos de ellos salieron a navegar de noche y los sorprendió una tormenta. Mercedes cayó por la borda. Nunca encontraron su cadáver.
»Pero…, pero justo antes de que los invitados se fueran, yo salí de mi cuarto y Mercedes me vio —dijo, reviviéndolo como una película a través de la puerta de su mente—. Me llevó a la cama. El otro día me acordé de eso porque… No lo sé. Está volviendo todo. En mi investigación de asesinato, la primera víctima, Raúl Jiménez, fumaba aquellos cigarrillos, Celtas, y a eso es a lo que olía el pelo de Mercedes. Acabo de enterarme de que mi padre conoció a Raúl Jiménez en los años cuarenta y ahora me doy cuenta de que debería de haber estado en la fiesta excepto que… entonces ya se había ido de Tánger».
—Estoy segura de que en aquella época mucha gente fumaba aquellos cigarrillos.
—Sí, por supuesto —dijo Falcón—. En fin, Mercedes me llevo a la cama, me besó y me abrazó muy fuerte contra su pecho. Me comunicaba su amor con tanta fuerza que apenas me dejaba respirar. Llevaba perfume, que ahora sé que era Chanel n° 5. Hoy las mujeres ya no lo usan tanto. Pero años atrás si lo olía por la calle me transportaba de vuelta a aquel momento. Atrapado en un abrazo de amor.
—¿Y cuando Mercedes se marchó?
Falcón se frotó el estómago con la mano libre, afligido.
—Oigo… —dijo, esforzándose—. Oigo sus tacones bajando por el pasillo y las escaleras. Oigo la charla y las risas de los demás invitados. Oigo la puerta que se cierra. Oigo las pisadas en la calle. Y recuerdo que nunca volvió.
Las lágrimas le nublaron la visión. Se le llenó la boca de saliva. No podía tragar. Las últimas palabras salieron de debajo de la pared vibrante de su estómago.
—No hubo más madres después de ella.
Alicia preparó una infusión. La taza le quemó los dedos, la infusión le quemó la lengua. Las sensaciones físicas lo hicieron volver a la habitación. Se sentía extrañamente renovado, con una limpia satisfacción, como cuando él y Paco limpiaban a fondo un viejo corral de la finca y lo pintaban de blanco en contraste con el terreno de color ocre quemado. Lo había fotografiado. Había algo en ello de la simplicidad de una gran obra de arte.
—Nunca lo había recordado todo hasta el final —dijo. Siempre me detenía antes de llegar a sus tacones alejándose.
—¿Y ahora sabe, Javier, que no fue culpa suya que no volviera?
—Es una pregunta.
—¿Qué pregunta?
Falcón se lo pensó un largo rato y meneó la cabeza.
—Sabe que no fue culpa suya —dijo ella.
Falcón asintió con la cabeza.
—¿Sabe lo que ha hecho esta noche, Javier?
—Supongo que podría decirse que he revivido un momento.
—Y lo ha visto a la luz normal —añadió Alicia—. Así es como funciona el proceso. Si negamos las cosas que nos resultan dolorosas, estas no se esfuman. Sólo nos escondemos de ellas. Ha tenido su primer éxito en la gran investigación de su vida.
Volvió en coche a la calle Bailen sintiéndose nuevo, como si hubiera salido a correr y hubiera expulsado todas las toxinas de su cuerpo con el sudor. Aparcó y caminó por la casa oscura y silenciosa hasta llegar al patio y en su centro la nítida pupila del agua negra reluciente. Encendió la luz debajo del claustro arqueado de columnas. Le temblaban las manos al entrar en el estudio. Los ojos se le fueron hacia la mesa, las fotografías esparcidas y el retrato de su madre y sus hijos. Se acercó al viejo archivador gris, lo abrió y sacó una carpeta marrón de la letra «I». Se sentó a la mesa con la carpeta, consciente de que tenía que avanzar un paso más y, luchando contra el sentido de culpabilidad, sacó las quince fotografías en blanco y negro y las puso al revés encima de la mesa. Se preguntó a sí mismo a través del vidrio del cuadro de la pared: «¿Has cambiado de verdad?».
Dio la vuelta a la primera fotografía. Inés estaba boca abajo, desnuda, en la cama, sobre una sábana de seda. Lo miraba, apoyando la cabeza en un puño. El pelo le caía por los hombros. Falcón cerró los ojos y permitió que el dolor se filtrara. Volvió la siguiente fotografía y abrió los ojos. Se le tensó el cuello. Se le hizo imposible tragar. Inés estaba apoyada en las almohadas, desnuda, exceptuando una prenda de seda que llevaba sobre los hombros. Miraba a la cámara con una intensidad sexual. Tenía los muslos separados, dejando ver su sexo depilado. Él estaba de pie detrás de la cámara en el mismo estado. La maravillosa excitación de afeitarse el uno al otro, las risas y el temblor de sus manos. No había sido en absoluto perverso. La alegría era puramente inocente. Recuperó el esplendor de aquel día. El tórrido calor de aquella tarde carnal, las grietas de luz intensa alrededor de las persianas que iluminaban las tinieblas de la habitación para que pudieran verse ante el espejo. La intimidad de los dos solos en la gran casa, de tal modo que cuando tuvieron calor él la levantó en brazos, todavía excitado, bajó, mientras los muslos de ella se apretaban alrededor de su cintura, tenía los tobillos unidos, los talones le tocaban la parte alta de las nalgas. Él había entrado en la fuente y se había sumergido en el agua fría.
Era tan insoportable que tuvo que guardar la carpeta y cerrar el archivador. Contempló el recipiente gris de metal de su memoria. Alicia tenía razón. No se pueden encerrar las cosas. No se pueden ordenar obsesivamente, empaquetar, archivar bajo la palabra «Yo» y esperar que se queden allí confinadas. Ninguna clase de orden podía impedir la tendencia de la mente a gotear. Por esa razón, las personas desesperadas se volaban los sesos. La única forma segura de parar el goteo era destruir el depósito para siempre.
Aquella pregunta volvió de nuevo. Todavía no tenía forma. No acababa de creerse lo que Alicia había dicho que había logrado aquella noche. No estaba seguro de no haber sido él la razón de que Mercedes no volviera nunca. Era culpa suya y la idea lo impulsó a ponerse la chaqueta y salir a la calle, donde el aire era húmedo, y los adoquines relucían por una ligera lluvia. Fue a la plaza del Museo y encontró un extraño consuelo en pasear bajo los oscuros y mojados árboles.
Poco después de la una, un taxi paró en el cruce de la calle San Vicente y la calle Alfonso XII. Inés se bajó y se quedó esperando en la acera. Calderón pagó al taxista desde el asiento trasero. Falcón salió de debajo de los árboles, con el pelo mojado, y se quedó a la sombra del quiosco en la plaza.
Calderón cogió a Inés de la mano. Ella miraba arriba y abajo de la calle y hacia la plaza. Se dieron la vuelta y subieron por la calle San Vicente. Falcón corrió agachado por la calle y buscó las sombras del otro lado de la calle por la que caminaban los amantes. Calderón sacó sus llaves. Inés se dio la vuelta y lo vio paralizado entre un coche y la pared de un edificio. Falcón se agachó y corrió al portal más cercano, donde se ocultó, con la espalda contra la pared, fundiéndose con la oscuridad, con el corazón y los pulmones luchando con una manada de animales salvajes. Inés le dijo a Calderón que subiera. Luego sus talones resonaron por la calle y se detuvieron en la acera, cerca de él.
—Sé que estás ahí —dijo.
Los oídos de Falcón se llenaron de sangre.
—No es la primera vez que te veo, Javier.
Falcón cerró los ojos con fuerza, como un niño a punto de ser descubierto, de ser castigado.
—Tu cara no para de aparecerse por las noches —continuó ella—. Me sigues y no pienso tolerarlo. Ya destruiste mi vida una vez y no permitiré que vuelvas a hacerlo. Esto es una advertencia. Si vuelvo a verte, iré a los tribunales a pedir una orden de restricción. ¿Me comprendes? Te humillaré como hiciste tú conmigo.
Los tacones de aguja se alejaron y luego volvieron, esta vez más cerca.
—Te odio —siseó—. ¿Sabes cuánto te odio? ¿Me estás escuchando, Javier? Ahora voy a subir y Esteban me llevará a la cama. ¿Me has oído? Él me hace cosas con las que ni siquiera puedes soñar.