Jueves, 19 de abril de 2001
Jefatura, calle Blas Infante, Sevilla
Mientras Falcón pensaba que aquel Raúl de los diarios de su padre no podía ser otro que Raúl Jiménez, llamó a Ramón Salgado y le dijeron que había cambiado de planes. Cenaría en Madrid, tomaría el AVE y no llegaría a casa hasta la una de la madrugada del viernes. Por la mañana tenía una reunión. Greta, su secretaria, propuso que almorzaran juntos, que suponía más tiempo de lo que Falcón tenía ganas de pasar con Salgado, pero por otro lado deseaba ver la cara del viejo marchante cuando MCA Consultores entrara en la conversación.
La Jefatura estaba en silencio cuando se sentó a trabajar en su memoria, intentando encontrar un momento en que su padre mencionara el nombre de Raúl Jiménez. En 1961, cuando su madre murió, su padre se dedicaba exclusivamente a pintar. No recordaba que hiciera negocios. Y desde que él vivía en Sevilla, Raúl Jiménez no había ido a la casa. También era sorprendente que su padre no apareciera en la pared de celebridades de Jiménez.
Debieron de reñir.
Se reclinó en su silla giratoria y echó un vistazo a los informes del grupo. Alguien había visto un coche gris con puerta trasera en la pequeña zona industrial de la parte de atrás del cementerio. Un guardia de seguridad decía que era un Golf y otro, un Seat.
La matrícula estaba demasiado sucia para leerse pero uno había visto las letras iniciales SE, por lo tanto, era una matrícula de Sevilla.
El informe de Serrano decía que sólo se fijaban en coches que se comportaran de forma sospechosa y que aquel coche gris había pasado lentamente alrededor de las fábricas que bordeaban el cementerio.
El informe de Pérez sobre Mudanzas Triana estaba bien hecho y era concienzudo. Incluso incluía un diagrama de la planta baja de los almacenes con la situación de las jaulas de almacenaje de Jiménez. Entrevistas exhaustivas con el capataz, el señor Bravo y los demás empleados demostraban que no era probable que el asesino hubiera tenido tiempo de realizar la filmación de la familia Jiménez y al mismo tiempo trabajar en aquel empleo. El día que el Betis perdió por 4-0 ante el Sevilla, todo el personal habitual estaba trabajando. La mañana del funeral de Raúl Jiménez volvían a estar trabajando. Había una lista de empleados temporales del último año y finalmente el reconocimiento de que algunos eran ilegales. Sólo un pequeño porcentaje daba su dirección. El informe de Pérez sobre las películas domésticas consistía en dos líneas de los hechos objetivos.
Fernández había enseñado la fotografía de Eloísa Gómez a las personas que había encontrado en el cementerio. Nadie la recordaba. Los jardineros no trabajaban ni el sábado ni el domingo. La zona para los restos de jardinería estaba rodeada de altos matorrales. Fernández creía que Eloísa Gómez podría haber sido fácilmente asesinada y escondida el sábado por la mañana. Las puertas del cementerio se abrían a las ocho y media los sábados, pero hasta las diez entraban muy pocas personas.
Después de estudiar los informes, Falcón elaboró una serie de preguntas destinadas a quebrar la determinación de Consuelo Jiménez, si es que todavía le quedaba alguna.
Llegó el grupo. Falcón los puso al día de los lentos progresos y asignó el cementerio y la zona industrial a los mismos tres hombres. Pidió a Ramírez que se marchara y le dijo a Pérez que no estaba convencido de que pusiera suficiente entusiasmo en el caso. Lo asignó a otra investigación. Pérez se marchó furioso.
Ramírez volvió a entrar y se puso junto a la ventana, jugando con su anillo, como si estuviera a punto de pegarle a alguien. Entendía perfectamente lo que acababa de suceder. Falcón le ordenó que fuera con un forense a casa de Eloísa Gómez y la registraran minuciosamente. Ramírez salió del despacho sin decir palabra. Falcón llamó a Consuelo Jiménez, quien, como siempre, aceptó recibirlo inmediatamente.
Se encontraron en el despacho de la plaza de la Alfalfa. La señora Jiménez, presintiendo que esa vez venía cargado de municiones, puso en marcha tácticas de distracción. Lo dejó solo cinco minutos para pedir que les trajeran un café.
—¿No está satisfecho con el informe del inspector Ramírez sobre nuestra… conversación? —preguntó, sentándose al otro lado de la mesa con el café, con las piernas cruzadas y balanceando el pie.
—Sí, por supuesto —dijo Falcón—. Es un buen policía y un hombre desconfiado. Sabe cuándo le mienten, no le dicen la verdad o se la ocultan. Usted satisfizo su curiosidad en dos puntos.
—Todos mentimos, inspector jefe. Estamos preparados para mentir. Yo amo a mis hijos y normalmente son muy buenos chicos, pero… mienten. Tienen ese instinto. Piense en las veces que su madre entró en la habitación preguntando quién había roto un vaso o una copa y cuántas veces ella oyó las palabras «se cayó». Los humanos estamos hechos para el engaño.
—¿Cree que en mi trabajo trato con personas que quieren decirme la verdad? —dijo Falcón—. El asesinato hace que brote una inclinación más fuerte por la negación que ningún otro delito, aparte de la violación tal vez. De modo que si en una investigación nos encontramos con alguien con un motivo poderoso y una propensión consistente a la ambigüedad, es natural que insistamos, una y otra vez, para intentar descubrir qué es lo que oculta.
—Y por eso pierde el tiempo conmigo —dijo.
—No está siendo sincera con nosotros.
—Tengo una norma de conducta en la vida y es que nunca me miento a mí misma.
—¿Y todas las demás formas de engaño son permisibles?
—Imagínese que durante un día entero dice sólo la verdad —dijo ella—. El daño que se haría. No funcionaría nada. El sistema político se iría a pique. El mundo legal se haría añicos. Sería absolutamente imposible montar el más mínimo negocio. La razón de eso es que todos son sistemas inventados por el hombre para hacer las cosas. Incluso en los ámbitos de la matemática y la física tienen que trabajar con información imperfecta para llegar a una verdad definitiva. No, inspector jefe, no se puede obtener la verdad sin mentir.
—¿Y dónde llegó a desarrollar su pensamiento filosófico?
—En Sevilla no —contestó ella—. Ni el tonto de Basilio podría igualarme en eso, por mucha educación que haya recibido.
—Mi padre habría estado de acuerdo con usted —dijo Falcón—. Creía que la universidad era una oportunidad para que los idiotas impusieran a sus estudiantes su ridículo sistema de ideas.
—Su padre me gustaba… enormemente —dijo ella—. Incluso le he perdonado su pequeño engaño de venderme su copia «original».
Falcón se agitó en la silla. Aquella mujer sabía cómo presionar en los puntos débiles.
—Imagino que una de las cualidades que usted ejerce al dirigir los restaurantes es el ahorro —dijo—. Y la ha extendido al ámbito de la veracidad; espero que no sea nada más que eso.
—Tengo una envoltura impecable, inspector jefe. He aprendido a presentarme a mí misma. Ahora usted y probablemente media Jefatura saben cosas de mí que sólo yo sabía. Pero yo las sabía. He vivido con ellas cada día. Naturalmente me preocupa que sean del dominio público, como hace poco, pero he reprimido mi instinto de negarlo. Cuando se empieza por ese camino, se acaba en el olvido total. No es un camino fácil de rehacer. Mi esposo llegó al único final posible de la calle Negación.
—Excepto que no se suicidó —dijo Falcón.
—Se convirtió en víctima. Empezó a desenvolverse en un mundo peligroso. Yo he metido un pie en ese mundo… y hace mucho frío. Mi marido sólo habría entendido un aspecto de él, que es el de que tiene una sangre fría de reptil, que es el dinero. Pero ¿qué cree que ven las personas de ese mundo cuando lo visita un hombre como Raúl Jiménez? Se lo diré: no ven los puntos fuertes que hicieron de él un gran empresario. Ven las debilidades. Ven a un ciego que tropieza en un mundo oscuro.
—Ahora me está exponiendo una teoría.
—Ayer tuve que escuchar al inspector Ramírez mientras me exponía su teoría. Fui un modelo de paciencia —dijo—. También me halagó que los prebostes de la Jefatura creyeran que una mujer es capaz de un plan tan elaborado, pero está claro que la muerte de Raúl me da el control de su imperio empresarial, de modo que su fe no es tan descabellada.
—Un imperio que su esposo pretendía vender.
—Sí, el inspector Ramírez insistió mucho en eso —dijo ella—. Pero matar a la prostituta, inspector jefe… Y colocar su cuerpo en el cementerio, en el mausoleo Jiménez. Nada de eso me parece el trabajo de un asesino profesional contratado.
—Me sorprendería que una mujer como usted tuviera muchos asesinos donde elegir. Diría que tendría que conformarse con cualquiera que pudiera… persuadir para hacer el trabajo.
—Nunca me pondría en manos de otra persona hasta ese punto. Tendría algo contra mí el resto de mi vida —dijo ella, mientras encendía un cigarrillo—. Pero créame cuando le digo, inspector jefe, que comprendo por qué siguen llamando a mi puerta.
—No es porque no tengamos otras puertas donde llamar —mintió Falcón—. Es porque nunca nos marchamos de aquí satisfechos. Siempre queda algo pendiente. El otro día dijo que no había archivos relacionados con la presidencia de su esposo de la Comisión de Construcción de la Expo’92. Ayer le dijo al inspector Ramírez que sólo podía mirar las cajas de las películas domésticas y no las demás. Le amenazó…
—Bueno, ahora me estoy enterando de algo. La Jefatura es igual de vulnerable al engaño que el mundo exterior —dijo, encantada—. Puede registrar todas aquellas cajas cuando le plazca. Para mí son historia antigua. No tienen nada que ver con la vida de Raúl conmigo. Su inspector Ramírez es como un toro.
—Entonces ¿lo único que intenta es proteger su intimidad? —preguntó Falcón.
—¿Por qué debería permitir que se entrometiera en aspectos que no tienen que ver con la investigación?
—¿Cómo sabe que no?
—Porque no maté a mi esposo ni ordené que lo mataran.
—Su reticencia nos obliga a entrometernos.
—Dígame lo que tiene, inspector jefe; no soporto más el suspense.
—Me gustaría saber qué conocimientos tiene Marta Jiménez de estructura y diseño de edificios de mucha actividad en relación con la seguridad.
Ella parpadeó y apagó el cigarrillo.
—Me gustaría saber cuál era la relación de su marido con Eduardo Carvajal.
La mujer encendió otro cigarrillo.
—Me interesaría saber qué otros negocios tenía con…, ¿cómo se llama? Uno de los amigos de Raúl de Tánger…
—No juegue conmigo, inspector jefe.
—Ramón Salgado.
Ella tragó saliva y siguió fumando. Cruzó las piernas con un roce de nailon.
—No hablaré de nada de esto sin que esté presente mi abogado —dijo ella.
—No me sorprende.
—Pero sí le diré algo: esta línea de investigación no resolverá su caso de asesinato.
—¿Cómo puede estar tan segura? —preguntó él—. Siempre habla como si supiera algo más. Ya se habrá dado cuenta de que su reticencia está alimentando la implacabilidad de la Jefatura.
—Protejo mis intereses, no a un asesino.
—¿Conocía a Ramón Salgado antes de venir a Sevilla? —preguntó Falcón.
Silencio.
—¿Del círculo artístico de Madrid? —añadió.
Más silencio.
—¿Le presentó Ramón Salgado a Raúl Jiménez?
—Es usted como un mal cirujano, inspector jefe. Abre a las personas y echa un vistazo para ver si hay algo malo que necesite ser extraído. Lo que me preocupa es que extraiga algo que funciona perfectamente sólo para demostrar que trabaja.
—Coopere, doña Consuelo, es lo único que le pido.
—He cooperado con usted en la investigación del asesinato de mi marido. Sólo encuentra reticencia cuando se mete en asuntos que no conciernen a un inspector de Homicidios.
—¿Cooperaría con alguien de Madrid? ¿Con uno de los investigadores con poder y experiencia para investigar la corrupción y el fraude?
—Las amenazas tienen el problema de que ponen a las personas a la defensiva.
—Veo que nos hemos vuelto belicosos.
—Yo sé quién ha empezado —contestó ella, apagando el cigarrillo.
Se miraron a través del humo del tabaco.
—Es una mujer perceptiva —dijo él—. Sabe cuáles son mis intereses. Tengo un interés limitado por la estafa y el fraude. Comprendo que los empresarios tienen que devolver favores. Tienen que demostrar su aprecio a los amigos, pagar por adelantado con las palabras adecuadas en los oídos adecuados o recompensar el silencio. Que se haga con dinero público es un recurso comprensible. Sólo el Estado tiene cofres tan profundos.
—Me alegro de que haya recuperado su urbanidad —dijo ella.
—Comprendo la relación de su marido con esas personas…, excepto una —dijo Falcón—. Eduardo Carvajal. Y no estoy en posición de preguntárselo a él, porque ya no está con nosotros.
—Creo que murió en un accidente de coche.
—Hace pocos años —puntualizó Falcón—. Formaba parte de una red pedófila en la que todos fueron condenados.
—Lo compadezco, inspector jefe —dijo ella—. Tiene que pasarse la vida en los lugares más oscuros y fríos de la tierra.
—Su marido se enamoró de su primera esposa cuando apenas tenía trece años.
—¿Cómo lo sabe?
—Por dos fuentes. El hijo mayor de su marido y los diarios de mi padre.
—¿Su padre y Raúl se conocían?
—Trabajaron juntos algunos años en Tánger.
—¿En qué?
—Creo que me ha llegado el turno de ser tacaño con los hechos, doña Consuelo —dijo Falcón.
—Sobre lo que decía antes, la atracción de Raúl podía ser perfectamente inocente. Con seguridad, no era ilegal.
—Se veía con la prostituta Eloísa Gómez, que no era menor pero sin duda lo parecía.
—También se casó y tuvo tres hijos conmigo.
—No volvamos a ponernos belicosos, doña Consuelo. Sólo quiero saber por qué tenía necesidad de recompensar a Eduardo Carvajal —dijo Falcón—. Esto es extraoficial y nada de lo que diga podrá ser admitido como una confesión de culpabilidad. Sólo quiero una pista.
—Siempre voy con cuidado cuando todo lo que se me presenta parece estar a mi favor.
—Estoy seguro de que, incluso en Sevilla, ha mantenido el oído atento a las grietas que pueden abrirse en el hielo.
—Eso no sirve de mucho si ya estás muy lejos de la orilla.
—Pues negocie con cuidado.
Ella jugó con un nuevo cigarrillo y un encendedor.
—Tiene una nueva teoría —dijo, apuntándole con el encendedor.
—Llevo una investigación. Mi trabajo es pensar de forma creativa en problemas insolubles. No abandono las viejas teorías, pero en ausencia de pistas tengo que examinar nuevas posibilidades.
—No tenía ni idea de que el trabajo policial fuera tan exigente.
—Depende de cómo lo enfocas.
—Y usted es el hijo de Francisco Falcón.
—Nunca tuvo muy buena opinión de mi decisión de hacerme policía.
—Incluso en la época tras la muerte de Franco imagino que el cuerpo estaba lleno de indeseables —dijo ella—. ¿Por qué lo hizo?
—Por romanticismo.
—¿Se enamoró de una mujer policía?
—Me enamoré de las películas americanas. Me fascinó la idea de la lucha individual contra las fuerzas del mal.
—¿Es así como fue?
—No. Es mucho más complicado. El mal raramente te hace el favor de ser puro. Y los que estamos en la primera línea no siempre somos tan buenos como deberíamos.
—Está reanimando mi admiración, don Javier.
La idea de estar reanimando algo en ella le proporcionó una extraña satisfacción. Se le encendieron chispas en la espina dorsal. Ella encendió un cigarrillo y echó el humo por encima de la cabeza de él.
—Eduardo Carvajal… —dijo, recordándole.
—¿De modo que cree que el asesino de mi marido podría ser un niño del que abusaron y que se está vengando? —preguntó—. No lo creo, don Javier. Nunca tuvo esas inclinaciones…
—Una red pedófila pocas veces consiste sólo en abusar de un niño. Son numerosos y con gustos diferentes. Tal vez es un niño del que se abusó y que se está vengando en nombre de los demás.
—¿Cree que alguien así también mataría a la prostituta? —dijo ella—. ¿No la consideraría una compañera de abusos?
—Según la hermana de Eloísa Gómez habían intimado hasta el punto de haberle dado esperanzas. Si entonces le dio a entender que su relación con ella había sido sólo interesada, ella se habría convertido en alguien peligroso, alguien que posteriormente podría sentir la necesidad de hacer un trato con la policía, por ejemplo. Era demasiado peligrosa para dejarla viva.
—Veo que ha pensado en ello.
—Sólo insisto en esto por la recompensa que su marido dio a Carvajal.
—¿Sabe lo que está haciendo, don Javier?
—No.
—Me está haciendo trabajar.
—¿No sabe por qué?
—Nunca conocí al señor Carvajal.
—Eso podría indicar que no existía una relación de negocios entre su marido y el señor Carvajal —dijo Falcón—. De haber existido, lo habría sabido, ¿no?
—No tenía nada que ver con el gremio de restauración.
—Lo único que sé es que era empresario —dijo Falcón, levantándose de la silla.
—¿Se va? —preguntó.
—Hemos terminado.
Ella se apoyó en la mesa y lo miró con sus ojos azul hielo.
—Mire, cuando todo esto termine, don Javier, usted y yo deberíamos salir a cenar.
—Se desilusionaría —dijo Falcón.
—¿Por qué?
—No lograríamos recrear la fascinante dinámica de que usted sea la principal sospechosa en un caso de asesinato y yo el encargado de la investigación.
Ella rio, de una forma gutural, natural y sensual.
—Había otra cosa —dijo él al llegar a la puerta—. Nos gustaría examinar sus registros telefónicos de los últimos dos años, tanto del trabajo como de casa. ¿Podría facilitárnoslos?
Sus ojos se encontraron y se miraron. Ella meneó la cabeza, sonrió y descolgó el teléfono.