Extractos de los diarios de Francisco Falcón

12 de octubre de 1943, Triana, Sevilla.

Un camión del ejército me llevó desde Toledo hasta Sevilla, así que tuve suerte. El país está arrasado. No hay gasolina y apenas hay comida. En las carreteras no hay mucho movimiento, aparte de algún carro tirado por un caballo o una mula escuálida.

He alquilado una habitación a una mujer gorda que parece mora, tiene el pelo negro y largo hasta los riñones, aunque se lo recoge en un moño. Tiene los ojos negros como carbones y no para de sudar, como si estuviera a punto de tener un ataque. Sus pechos se han separado y viven aislados a cada lado de su caja torácica. Tiene una barriga grande de bebedor, que se balancea debajo de su falda negra cuando camina. Tiene los tobillos hinchados y amoratados, y le cuesta respirar cuando va de una habitación a otra. Me gustaría dibujarla y pintarla, preferiblemente desnuda, pero tiene un compañero, que es delgado como un perro callejero y lleva una navaja, que le oigo afilar amorosamente cada mañana antes de salir. El cuarto tiene una cómoda, con cajones que no se abren, y una cama con un cuadro de la Virgen encima, la alquilé porque daba a un patio, que sólo utiliza la dueña para tender la ropa. Dejo los petates y salgo a comprar materiales y bebida.

25 de octubre de 1943, Triana, Sevilla.

Debe de ser el soldado que hay en mí, pero me he montado una rutina, aunque ya no me levanto temprano. En esta ciudad no pasa nada antes de las diez. Voy andando a la Bodega Salinas de la calle San Jacinto, tomo un café y fumo un cigarrillo. Frecuento ese bar porque el dueño, Manolo, tiene las mejores barricas de tinto, y me llena mis botellas de cinco litros. También me vende un aguardiente hecho en casa, que le compro por litros. Vuelvo a mi cuarto y trabajo hasta las tres. Sólo me interrumpe el aguador. A las tres almuerzo en el bar con una jarra de tinto, relleno mi botella y vuelvo a mi cuarto a dormir hasta las seis de la tarde. Trabajo hasta las diez, ceno y me quedo en el bar de Manolo, bebiendo con los pícaros y los idiotas que lo frecuentan.

29 de octubre de 1943, Triana, Sevilla.

Ayer, en la Bodega Salinas, uno de los clientes, conocido sólo por el nombre de Tarzán (por la película Tarzán de los monos,) viene a sentarse a mi mesa. Tiene una barriga enorme y una cara que parece un saco de patatas (Johnny Weismuller estaría desolado). Tiene los ojos medio cerrados e hinchados. Se sienta y todo el mundo le escucha.

«A ver», dice, apoyando un brazo carnoso sobre la mesa, «¿de dónde has sacado esa pinta?».

«¿De qué pinta habla?», pregunto, extrañado por la pregunta.

Tarzán no es agresivo, a pesar de su cara de aporreado. Lleva un sombrero negro que no se quita nunca pero a veces se lo echa hacia atrás para rascarse la frente.

«Pinta de no ser de aquí», contesta con calma, pero noto que los ojos hinchados me miran a través de las ranuras como por el cañón de un rifle.

«No sé si le entiendo».

«No eres sevillano. No eres andaluz».

«Soy de Marruecos, Tetuán y Ceuta», digo, pero no queda satisfecho.

«Nos miras y tomas notas. Tienes ojos de anciano en una cabeza joven».

«Soy artista», le digo. «Tomo notas para no olvidar lo que he visto».

«¿Qué es lo que has visto?», pregunta.

Me doy cuenta de que esta gente no cree que yo sea quien digo que soy. Cree que soy guardia civil (que siempre son de fuera) o algo peor.

«Era soldado», digo, evitando la palabra Legión. «He estado en Rusia con la División Azul».

«¿Dónde?», pregunta un tipo con las piernas arqueadas, que es un picador más o menos conocido.

«En Dubrovka, Teremets y Krasni Bor», digo.

«Yo estuve en Shevelevo», dice, y nos estrechamos la mano.

Todos se quedan aliviados. Por qué creían que un miembro de la policía secreta se sentaría en un bar a tomar notas sobre ellos (la pandilla de zoquetes más inútil del sur de España) es una incógnita.

11 de diciembre de 1943, Triana, Sevilla.

Un joven de unos veinte años entra en el bar. Se hace llamar Raúl y todos lo conocen y lo aprecian. Ha estado trabajando en Madrid, pero sólo sabe hablar de cuándo irá a Tánger, que es donde puede hacerse dinero. Le siguen la corriente y le dicen que debería hablar con El Marroquí, que es mi nuevo nombre. Raúl se sienta en mi mesa y me habla de las fortunas que pueden hacerse con el contrabando desde Tánger. Le digo que tengo bastante dinero y que sólo me interesa ser artista. Me dice que puede ganarse mucho dinero con los cigarrillos americanos, pero que además puede hacerse dinero con todo debido al bloqueo americano de los puertos españoles. Lo único que le preocupa es que, ahora que la División Azul ha vuelto de Rusia, eso podría relajar la actitud americana respecto a Franco y levantar el bloqueo. Aquello me hace pensar que el tipo no es un idiota con sueños de fortuna en la cabeza sino alguien que entiende realmente la situación. Le invito a un vino; su compañía es mejor que la de los clientes habituales de la Bodega Salinas. Me entero de que el estatuto de puerto franco de Tánger significa que allí todos los productos que llegan pueden comercializarse libremente, sin aranceles ni impuestos. Las empresas que compran y venden esos productos tampoco tienen que pagar impuestos. Todo es muy barato. Sólo tienes que comprarlo, traerlo por el estrecho y venderlo con beneficios. Todo parece perfecto excepto que no tiene dinero para comprar nada, ni barco para transportar la mercancía. Para él, esto es un detalle sin importancia. «Se empieza trabajando para otros», dice. «Ves cómo funciona el negocio y luego te lo montas por tu cuenta».

«Donde hay dinero», dice, mirándome fijamente con sus ojos jóvenes e inexpertos, «hay peligro».

Me pregunto por qué me habla a mi de eso, sólo me dice que el peligro significa que hay más beneficios.

R. se fue a Madrid a trabajar en la construcción pero el dueño de la finca se quedó sin dinero. Luego se introdujo en un sindicato de limpiabotas. Sólo los ricos se hacen limpiar los zapatos. Se dio cuenta de que los ricos son ricos sencillamente porque tienen más conocimientos. Les escuchó y todos hablaban de Tánger, donde la administración es española y corrupta y así será en un futuro próximo. R. lo tiene todo pensado. Tengo que recordarle que no necesito dinero. Me lo discute con vehemencia y me dice que incluso los artistas muy conocidos ganan poco con su trabajo. Al final de la noche estamos bastante borrachos y me pide si puede dormir en el suelo de mi cuarto. Es simpático y alegre y acepto con la condición de que se marche antes de que me ponga a trabajar.

21 de diciembre de 1943.

Me han robado. R. y yo volvimos de la Bodega Salinas, abrimos la puerta y descubrimos que alguien había entrado por el patio y me lo había robado todo salvo mis libros de notas, los dibujos y las pinturas. Mi ropa, materiales e incluso la Virgen sobre la cama han desaparecido. Esto último es lo peor porque todo mi dinero estaba escondido detrás. Sólo me queda lo que llevo en el bolsillo. Le digo a la dueña lo que ha sucedido. Estoy enfadado e insinúo algo sobre la única usuaria del patio. Se pone hecha una furia y entre los dos destrozamos nuestra relación sin posibilidad de arreglo. Más tarde encontramos unos tiestos rotos en el patio y R. me señala por dónde podría haber saltado alguien la pared, utilizando las macetas, que estaban clavadas en el estuco, para entrar y salir.

22 de diciembre de 1943.

La bruja gorda mora no perdona y se ha presentado con el canalla de su marido y otros bandidos residentes en la casa para convencernos de que nos marchemos. Estoy tentado de hacerlos picadillo aplicando mi instrucción, pero luego tendría que vérmelas con la Guardia Civil y la cárcel. R. y yo nos marchamos. No ha parado de insistir y ahora estamos camino de Algeciras a pie.

27 de diciembre de 1943.

Creía que algunos rusos eran pobres de solemnidad, primitivos, pero los pueblos que hemos cruzado me han enseñado que esta parte de España está encallada en una era oscura y sin esperanza y con la locura como única compañía. No es raro ver a personas aullando a la luna. Buscando comida en un pueblo R. tropezó con un niño encadenado con un collar de metal a una pared. Sus ojos eran todo pupilas y al mirar en ellos R. no encontró nada que indicara que quedara algo humano en él.

5 de enero de 1944, Algeciras.

Hemos llegado aquí medio muertos de hambre y en harapos tras un ataque de unos perros salvajes que estaban más hambrientos que nosotros. Maté a tres con mis manos antes de que la manada huyera dejándonos heridos y sangrando. R., que siempre ha sido muy respetuoso, ahora me tiene reverencia. Este chico tiene una perspicacia que me hace sentir incómodo.

7 de enero de 1944, Algeciras.

En este estado, España no es un buen país para nadie. África está muy cerca, visible y próxima al otro lado del estrecho. La huelo y me sorprende lo mucho que de repente la añoro.

R. ha vuelto diciendo que ha encontrado a un contrabandista que nos ofrece dos meses de trabajo, comida y alojamiento en el barco con la garantía de dejarnos en Tánger con 10 dólares en el bolsillo cada uno. Si nos gusta podemos renegociar los términos después de los dos meses de prueba. Le pregunto qué tenemos que hacer, pero ese detalle no le interesa. A él le gusta hacer los tratos. Saca dos cigarrillos y me callo. No sé por qué me he puesto tan totalmente en sus manos hasta que recuerdo a los demás legionarios que lo dejaron y tuvieron que volver a Dar Riffen, incapaces de vivir en el mundo exterior.

R. me cuenta algo de sí mismo como si quisiera atarme más a él. Su tono es despreocupado. Me cuenta que un camión de anarquistas llegó a su pueblo en 1936 y exigió al alcalde que entregara a todos los fascistas. El alcalde les dijo que habían huido todos, los anarquistas volvieron dos días después con una lista de nombres. Entre ellos estaban los padres de Raúl. Los anarquistas se los llevaron a la quebrada y los mataron. «Casi todas las personas que conocía murieron aquella tarde», dijo. Tenía doce años.

10 de enero de 1944, Algeciras.

El barco de los contrabandistas es una vieja barca de pesca de unos 10 metros de largo por 3 o 4 de ancho. Tiene una gran bodega en popa y la cabina en proa. Hay una pequeña timonera con dos cristales rotos; debajo está el motor, que es donde encontramos a Armando. Es robusto, tiene el pelo negro y una cara sucia y barbuda. Tiene los ojos castaños y amables, pero una boca de labios finos con una sonrisa tensa. No me cae mal, sobre todo cuando prepara un cocido de judías, tomate, ajo y chorizo. Nos dice que hay ropa para nosotros en la cabina. Comemos y bebemos y nos sentimos hartos y adormecidos pero nos acordamos de preguntar a A. de quién era la ropa que llevamos. Era de la última tripulación, que murió a manos de unos italianos. R. le pregunta cómo salió él con vida y responde sin tapujos: «Maté a los italianos».

Tras la desmoronada y sórdida Algeciras, Tánger nos parece próspera. El puerto está lleno de barcos y todas las grúas trabajan. El muelle está lleno de marroquíes, o bien acurrucados bajo las capuchas puntiagudas de sus chilabas o bien inclinados bajo el peso de alguna carga. Los camiones y los coches se abren paso entre la humanidad; muchos son grandes coches americanos. Sobre el puerto, en una posición de prominencia, está el Hotel Continental. Hay otros hoteles en la avenida de España —el Biarritz, el Cecil, el Méndez—. Palidezco ante la posibilidad de que mi padre se haya trasladado aquí para aprovechar la oportunidad.

R. salta por la borda, chillando de alegría. A. me mira con ojos inexpresivos y me pregunta de qué va todo aquello. Le digo que R. tiene el mismo olfato para el dinero que un perro para una perra en celo. A. se frota la barbilla, que suena áspera contra sus manos callosas. Me gustaría dibujar sus manos… y su cara, en la que se unen lo sensual y lo brutal.

En cuanto hemos amarrado, A. mantiene una conversación privada con R., que desaparece. A. fuma en pipa: me da un papel y tabaco para que líe un cigarrillo. Echa humo y dice: «Sois la mejor tripulación que he tenido en mi vida». Le digo que todavía no hemos hecho nada. «Pero lo haréis», dice. «R. hará los negocios y tú te encargarás de matar». Aquellas palabras me dejan helado. ¿Es eso lo que ha visto cuando me ha mirado? Me doy cuenta de que R. ha hablado.

11 de enero de 1944.

Zarpamos ayer por la noche. R. volvió al cabo de unas horas, seguido de unos americanos y dos marroquíes que empujaban una carretilla con dos bidones de diesel de 200 litros. El combustible era más barato de lo que había comprado nunca A. R. y A. hablaron de precios y a las nueve estábamos cargando sacos de guisantes y harina y 8 bidones de gasolina. R. se ofrece para llevar los libros y A. dice: «¿Qué libros?». R. sabe leer y escribir, pero lo suyo son los números. Llevaba los libros para sus padres desde los once años. «Cuando iban al mercado compraban y vendían. Yo lo apuntaba. A los seis meses les dije con qué ganaban dinero y con qué lo perdían». El mercado estaba en el pueblo de al lado.

«Ahora ya sabes por qué los anarquistas mataron a tus padres», le digo. No se le había ocurrido.

13 de enero de 1944.

Nos mantenemos apartados de la costa antes de entrar en el pequeño puerto de pescadores de Salobreña al amparo de la noche, A. hace señales y, al recibir la respuesta correcta, entra. Mientras esperamos A. me deja echar un vistazo a la única arma de fuego que tiene, una escopeta con plata grabada sobre el seguro del gatillo. «Una obra de arte para matar», digo. Sólo me ponen nervioso tener que hacerlo con sólo dos disparos, pero me asegura que la propagación de la bala es bastante disuasoria para los que están en los márgenes. Se van a hacer su trabajo y yo guardo el baño. Vuelven media hora más tarde discutiendo. Los compradores no querían aceptar el precio excesivo de R. A. está furioso porque tiene que ir hasta otro puerto a buscara otro comprador. R. le dice que tenga paciencia, volverán pronto para negociar. A. pasea por cubierta. R. fuma. A las tres de la madrugada, R. dice a A. que ponga en marcha el motor. Mientras R. se prepara para soltar amarras, llegan cuatro hombres corriendo. Yo patrullo la cubierta con la escopeta. El dinero cambia de manos. Descargamos y nos marchamos antes del amanecer.

15 de enero de 1944.

R. demuestra a A. que si hubiera aceptado el precio ofrecido en Salobreña se habría arruinado: aunque hubiera pagado su precio habitual por el diesel, habría tenido pérdidas. R. habla con él sobre el tipo de carga que lleva. Es demasiado pesada y no da bastantes beneficios para un barco pequeño. Le dice que deberíamos llevar tabaco. «El tabaco es la nueva moneda. Todo se compra con cigarrillos. Los francos, los reichsmarcos, las liras no valen nada». A. palidece ante la idea. Los italianos controlan ese comercio y él no quiere líos. R. me señala y dice: «Es un soldado entrenado. Estaba en la Legión. Ha estado en Rusia. No hay italiano que pueda con él». R. ha hecho sus deberes. Yo no le he contado nada de eso. A. me mira y digo: «No lo haré con una escopeta. Si quieres hacer contrabando de cigarrillos al menos tienes que tener una ametralladora». R. se ríe de mí. «¡Una ametralladora!», dice. «El americano que nos vendió el diesel y la gasolina… puede conseguirlo todo. Un howitzer, un tanque Sherman, un bombardero B-17, pero dijo que tardaría un poco más en conseguirlo».

19 de enero de 1944.

Los aliados entraron en Anzio la semana pasada y R. está nervioso porque su precioso mercado podría desaparecer al final de la guerra. Le digo que los aliados todavía tienen mucho que hacer y que los alemanes no cederán territorio con facilidad. R. está desesperado por tener ya su propio barco y yo le recuerdo que todavía no hemos ganado los primeros diez dólares, y menos aún el dinero para comprar siquiera un barco de remos. R. insiste en que A. le enseñe todo sobre el barco y el mar: cómo interpretar un mapa, trazar un rumbo, leer una brújula y navegar con las estrellas. Yo también asisto a las clases.

20 de febrero de 1944.

A. se ha salido con la suya y hemos hecho varios viajes con guisantes, harina y gasolina hasta que R. ha cerrado un trato raro para llevar una carga de pimienta negra a Córcega con muy poco peso. El transportista es un alemán que ha llegado de Casablanca y ha comprado la carga a un judío de la ciudad. No imagino para qué querrán los corsos tanta pimienta negra y, cuando el alemán se da cuenta de que hablo su idioma y he luchado en Rusia, me confía que la pasarán a otro barco y acabará en Alemania en una fábrica de municiones.

24 de febrero de 1944.

Hemos ido a Córcega y R. está encantado de haber contactado con los alemanes y los corsos. Parece que a partir de ahora iremos a Córcega con cargas de tabaco y los corsos se ocuparán de introducirlo en Marsella o Génova. Como dice a A., ganamos más dinero con menos riesgo. A. no le concede mucho mérito sólo por ese negocio. Él es el rey porque tiene el barco y no se da cuenta de lo importante que es la inteligencia de R. para que su miserable barco dé beneficios.

Tengo una conversación con A. sobre la diferencia entre campesinos y pescadores: los pescadores siempre se comportan con humildad en presencia del mar. El mar puede tragárselos a todos. Siempre se ayudan unos a otros. Los campesinos sólo tienen su tierra. Eso los hace cortos de miras y posesivos. Nunca son humildes, sólo desconfiados. Son taciturnos porque cualquier cosa que digan puede dar una ventaja al vecino. Su instinto es proteger y expandirse. Si un campesino oye que su vecino tropieza y cae, su cabeza se llena de posibilidades. A. termina con esta afirmación: «Yo soy pescador y tu amigo R. es campesino».

R. me enloquece con sus incansables sueños de tener barco propio.

1 de marzo de 1944.

Dejamos la carga en Córcega y nos vamos a Nápoles con el barco vacío a fin de que R. busque a un italiano para hacer negocios con él. Sabe por los corsos que se necesita permiso. A. no baja a tierra y me doy cuenta de lo mucho que lo asustó el incidente con los italianos.

24 de marzo de 1944.

R. estaba decidido a demostrar a A. cuánto dinero podía hacerse con un trato bien organizado con los italianos. Nuestro barco está lleno de Lucky Strikes. Apenas tenemos sitio para dormir con los cartones y las cajas, incluso hay paquetes sueltos. A. está nervioso. Ha invertido todo su dinero en este viaje. Entramos en el golfo de Napóles de noche y navegamos en la oscuridad en un mar muy tranquilo, mientras esperamos. R. baja a la cabina donde yo sostengo la ametralladora. Me dice que me prepare, que me esconda y que al primer indicio de problemas no pregunte nada y los mate a todos. «Pero creía que teníamos permiso», digo. «A veces tienes que demostrar quién eres antes de que te den el permiso. Con esa gente no hay nada seguro». Le pregunto por qué no le ha dicho nada de eso a A., y responde: «Cada uno tiene que pensar por sí mismo. Si dejas que lo hagan los demás, te estás arriesgando».

Compruebo que las cuatro recámaras estén llenas y preparo una en la brecha del arma. El agua golpea los lados del barco. Al cabo de unos minutos oigo el ruido de un motor que se acerca. Apago mi cigarrillo, subo a la timonera y me agacho debajo de las ventanas rotas. Noto que algo ha cambiado en R., pero el barco que se acerca llega antes de que tenga tiempo de pensar en ello. Se enciende una luz cuando se coloca a nuestro lado. Los viejos neumáticos chirrían cuando los barcos se juntan. Oigo una voz en italiano, armónica y nada amenazadora. Echo un vistazo por el borde de la ventana. A. y R. están de pie junto a la borda, unos tres metros delante de mí. El italiano entiende español. Dos hombres saltan por la borda y caminan hacia el lado oscuro de la timonera. Sé que algo no va bien. Oigo a los dos hombres al otro lado de la pared, que restriegan su ropa contra los tablones. ¿Es ese el primer indicio de problemas? Oigo un grito y, sin pensar, disparo una ráfaga a través de la pared de la timonera. Salgo y salto por la borda al barco italiano. En la cubierta de nuestro barco no hay nadie. Registro la proa del barco italiano. De repente, el motor se pone en marcha y yo disparo una ráfaga hacia la timonera, y mato a dos hombres. Apago el motor. El barco, a la deriva, se aparta del nuestro. Escucho, registro la cubierta y luego bajo. La cabina está vacía. La puerta de la bodega se abre a una oscuridad impregnada de olor a diesel. Encuentro una linterna en la cabina. Apoyo la espalda en el baluarte y sostengo la linterna con el brazo estirado. Nada. Ningún tiro. Un chico de apenas diecisiete años está acurrucado en un rincón de la bodega. Sólo lleva un pequeño cuchillo encima. Tiembla de miedo. Lo hago subir a cubierta. El casco blanco del barco de A. todavía es visible en la densa oscuridad. Se enciende una luz en la timonera y se pone en marcha el motor. R. está al timón. El chico italiano está de rodillas rezando. Le digo que se calle, pero ha encontrado su ritmo. R. me tira una cuerda. «¿Están todos muertos?», pregunta. Le señalo el chico a mis pies. R. asiente y dice: «Más vale matarlo». El chico gime. R., que ahora veo que está empapado de sudor, me pasa una pistola.

«Necesito una razón aparte de esa para matarlo», digo.

«Lo ha visto todo», dice R.

«Ya va siendo hora de que te ensucies las manos», digo.

«Ya están sucias», dice.

Tengo el arma en la mano. Empujo al chico que gime hacia un lado del barco. Le cae la cabeza a un lado. Los sollozos se le estrangulan en la garganta. Le disparo detrás de la oreja. Devuelvo el arma a R. y pienso. De esto es de lo que soy capaz.

La misma mano que ha apretado el gatillo está ahora escribiendo estas palabras y no estoy más cerca de entender cómo esta mano puede ser instrumento de creación y destrucción.

Llevamos los barcos a Córcega y en ese trayecto tiramos los cadáveres por la borda. Estoy en el barco italiano y me paro al lado del nuestro. Se necesitarán dos hombres para levantar cada cadáver. Nos acercamos a A. y digo que deberíamos honrarlo con una oración. R. se encoge de hombros. Digo lo que solíamos decir a los camaradas caídos en la Legión. Pronuncio su nombre y respondo: «¡Presente!». Al echarlo por la borda, veo que le han disparado dos veces, en el hombro y en la nuca.

Descargamos los cigarrillos y amarramos los dos barcos en Ajaccio. Remodelamos y pintamos ambos barcos con el dinero de los cigarrillos. R. desaparece durante un día y vuelve con documentos para ambos barcos, uno a nombre de cada uno. Navegamos hacia Cartagena y registramos los barcos bajo bandera española y les cambiamos los nombres. No hemos tenido tiempo de hablar de lo sucedido y, a medida que pasa el tiempo, el incidente y todo recuerdo de A. se desvanece, y compruebo que uno de los talentos de R. es cerrar la puerta. Su vínculo conmigo es que me ha confiado el único recuerdo que para él importa: la muerte de sus padres. Creo que fue entonces cuando decidió que la memoria era algo que interfería, más que aclaraba, y, puesto que sólo ofrecía nostalgia como recompensa por la ausencia, carecía de valor.

14 de marzo de 1944.

Una conversación con R. fue más o menos así:

YO: ¿Qué pasó con los italianos?

R.: Ya lo viste, estabas allí.

YO: No vi por qué empezó.

R.: ¿Entonces por qué abriste fuego?

YO: Los dos hombres que subieron a bordo no deberían haber estado allí. Abrí fuego al primer indicio de problemas…, como me habías ordenado.

R.: ¿Sólo por eso?

YO: Oí un grito… como una señal.

R.: El italiano tenía una pistola. Grité. Disparó contra A. Salté al agua. Oí los disparos de tu ametralladora y los italianos también. Corrieron.

YO: A A. le dispararon dos veces.

R.: ¿Qué quieres decir?

YO: Le dispararon en el hombro y en la nuca.

R.: Yo estaba en el agua. Quizá los italianos dispararon dos veces.

YO: ¿De dónde sacaste la pistola?

R.: ¿Por qué me interrogas?

YO: Quiero saber lo que pasó. Me dijiste que tenías las manos sucias. Dijiste que a veces uno tiene que demostrar quién es antes de que le den permiso.

Un largo silencio en el que decido que nunca sabré lo que pasa por la cabeza de R.

R.: La pistola era de uno de los italianos que mataste.

Al menos respondió, aunque fuera una mentira.

23 de marzo de 1944.

Más información sobre lo que ahora llamo Noche de Ópera. Voy a buscar al americano en Tánger para conseguir otro cargador para la ametralladora y pedir más balas para la pistola que le vendió a R. Me da una caja de cartuchos de calibre 45 sin preguntar. También me dice de pasada que lo mejor que hicieron los aliados para el negocio fue entregar la dirección de Nápoles a Vito Genovese. No conozco el nombre. El americano me dice que es un gánster de la Camorra, que más tarde me entero que es la versión napolitana de la mafia siciliana.

R. ha cambiado desde que nos embarcamos en este negocio. Ya no es tan simpático como antes. Ahora conecta y desconecta su encanto a voluntad. Se me ocurre que han soltado a R. en el mundo con el único recuerdo ardiente del fusilamiento de sus padres. Creo que mi despreocupada observación de que podrían haberlos matado debido a su perspicacia lo hirió como una bayoneta. La culpabilidad que he desencadenado lo ha vuelto despiadado y salvaje. Me ha convertido en su socio. No sé por qué, pues ya no parece necesitar a nadie.

30 de marzo de 1944, Tánger.

R. me ha dado una paga de cien dólares. Me dice que guarde el dinero en dólares y sólo cambie lo que necesite en pesetas. Le digo que quiero volver a intentar ser artista y me dice que no he aprendido nada.

YO: Es lo que tengo que hacer.

R.: Lo respeto. (No es verdad).

YO: Como tú dijiste, tenemos que pensar por nosotros mismos.

R.: Perdóname, pero lo que haces tú no es pensar.

YO: Quiero comprobar hasta dónde puedo llegar.

R.: ¿Crees que el talento tiene algo que ver con el éxito en el mundo del arte?

YO: Ayuda.

R.: Entonces es que eres tonto.

YO: No crees que Van Gogh, Gauguin, Picasso y Cézanne tuvieran talento…, ¿acaso sabes siquiera de quiénes estoy hablando?

R.: Los tontos siempre creen que los demás son igual de tontos, por supuesto que sé quiénes son. Esos hombres eran genios.

YO: ¿Y yo no?

Se encoge de hombros.

YO: ¿Desde cuándo eres un experto en arte?

Se encoge de hombros de nuevo y saluda con la cabeza a unas personas. Estamos sentados en la terraza del Café de París en la Place de France.

YO: ¿Cómo es que un campesino de un pueblo perdido de Almería sabe de arte?

R.: ¿Cómo puede ser un genio un legionario? ¿El Marroquí? ¿Es así como firmarás tus obras?

YO: La genialidad no es selectiva.

R.: Pero ¿quién lo decide? ¿Eran famosos Gauguin y Van Gogh en su época?

YO: ¿Qué te hace pensar que quiero ser famoso?

No dice nada pero me mira con intensidad y me doy cuenta de que estoy sentado frente a alguien que ha encontrado su medio, alguien que está totalmente seguro de sí mismo y que ha visto algo en mí que no he visto yo mismo.

R.: ¿Por qué escribes esos diarios? ¿Por qué escribes tu vida?

YO: Sólo escribo lo que me pasa y lo que se me ocurre.

R.: Pero ¿por qué?

YO: No es para consumo público.

R.: ¿Para qué es?

YO: Es un registro, como tus libros de cuentas.

R.: ¿Te recuerda qué lugar ocupas en el mundo?

YO: Eso mismo.

R.: ¿No crees que alguien lo leerá y pensará: «¡Qué hombre más extraordinario!»?

A veces es verdad que lo pienso pero no se lo digo.

R.: Todo hombre que se precie ha de tener algo de vanidad.

1 de abril de 1944.

Descansamos un poco para que R. pueda aprender cómo funcionan los bancos. Nos alojamos en la Residencia Almería. Hay gente de todas las nacionalidades y muchas mujeres solas que trabajan en los centenares de empresas que se han instalado aquí desde el inicio de la guerra.

R. disfruta de su dinero. Ha encargado un traje a un judío francés del Petit Zoco. Se lo pone para ir a los bancos. Come en un restaurante de una familia española en el Grand Hotel Ville de France. Después de comer da un corto paseo hasta la rué Hollande y luego vuelve subiendo la colina hasta el Hotel El Minzah, donde se toma un café y un brandy. Su vanidad consiste en que le gusta creerse rico. Le funciona, porque ha hecho contactos y negocios en esos lugares, que están llenos de personas metidas en el mercado negro que buscan a personas como R. para introducir sus productos en Europa.

A mi me gusta sentarme al sol en el Café Central de la medina y observar el caos del Zoco Chico. Por la noche me acerco a la sordidez del puerto. Hay un bar español llamado La Mar Chica que tiene serrín en el suelo y donde una vieja prostituta de Málaga baila flamenco bastante bien. Huele fatal, como si su biología no funcionara y al sudar estuviera purgando su organismo de todas las enfermedades.

26 de junio de 1944.

Desde que los aliados invadieron Normandía no hemos parado de trabajar. R. conoció a un escocés borracho que necesita dinero para pagar sus deudas de juego y ahora somos los propietarios de la Highland Queen. Miguel, que es español y solía trabajar en los barcos de pesca de Almuñécar, pilotará el nuevo barco.

13 de noviembre de 1944.

Nos atacan al amanecer, al salir de Nápoles. Van contra la Higland Queen, que se ha apartado un poco. Cuando llego cerca de ella han llevado a Raúl a cubierta y le apuntan a la cabeza con una pistola. No entiendo su idioma. R. me dice por radio que abra fuego, y lo hago y todos se echan al suelo, incluido M. El barco de los piratas se aleja y yo utilizo un Lee Enfield 330 británico, que es muy preciso en largas distancias, para matar al hombre del timón. Son griegos. Remolcamos los dos barcos a Nápoles. M. tiene una fea herida en la pierna derecha y tenemos que dejarlo allí. Ya tenemos una flota de cuatro barcos.

15 de noviembre de 1944, Tánger.

R. está intentando alquilar un almacén en el puerto y fuera de la ciudad. Mi misión es la seguridad, lo que representa encontrar hombres de confianza que impidan que los forasteros entren o que los trabajadores roben. Me dice que la gente me tiene miedo. Me sorprendo. Han oído cómo me deshice de los griegos. Me doy cuenta de que es R. quien crea este mito a mi alrededor y no sé cómo pararlo.

11 de febrero de 1945, Tánger.

R. ha alquilado almacenes. Me voy a la Legión de Ceuta y recluto a veteranos que me conocen. Vuelvo con doce hombres.

8 de mayo de 1945, Tánger.

Hoy ha terminado la guerra. La ciudad ha enloquecido. Todos están borrachos, menos mis legionarios y yo. Los suburbios de la ciudad se han llenado de bereberes, rifeños y tanjatvis que han bajado de las montañas estériles y han construido chabolas con cajones y palés. No tienen nada que perder y lo roban todo. Tendremos que ser severos. Las palizas no los han desanimado. A partir de ahora, si los atrapamos les cortamos la oreja; si reinciden les cortamos la nariz o un pulgar y un dedo índice. Si después de eso vuelven los tiramos por un precipicio de las afueras de la ciudad.

8 de septiembre de 1945, Tánger.

La Administración española se está retirando de Tánger. R. se asusta momentáneamente pero parece que la ciudad recuperará su estatuto internacional previo y los negocios no resultarán afectados.

1 de octubre de 1945, Tánger.

Hemos decidido comprar propiedades. He encontrado una casa perfecta cerca del Petit Zoco, una finca laberíntica construida alrededor de un patio central en el que hay una gran higuera. La luz entra por los lugares más sorprendentes. R. cree que es una casa de locos. Su casa está dentro de las puertas de la medina, cerca del Grand Zoco, donde viven muchos más españoles. Me alarma hablando constantemente de la hija de trece años de un abogado español, que vive enfrente. Milagrosamente, el padre de la chica se convierte en nuestro abogado y es él el que redacta el contrato para comprar la propiedad. Yo pago 1,100 dólares y R. 2,200 y no tenemos que pedir prestado ni un centavo.

7 de octubre de 1945, Tánger.

Vuelvo a pintar. Dibujo la casa y la pinto en abstracciones de oscuridad y luz. De vez en cuando surgen pautas dentro de esas estructuras en blanco y negro. Pienso en la obra rusa y descubro de dónde viene esta obsesión monocromática.

26 de diciembre de 1945, Tánger.

Durante nuestra cena de Nochebuena, R. me pregunta si quiero casarme. «¿Contigo?», le pregunto, y nos reímos tanto que la verdad se va haciendo dolorosamente aparente. Él es una impresionante presencia en mi vida. (Yo menos en la suya). Controla todos mis movimientos. Somos socios, pero él paga mis gastos, me da instrucciones sobre medidas de seguridad y hace todos los planes. Soy ocho años mayor que él. Este año he cumplido treinta. Será la Legión, aquella vida…, necesito una estructura para poder actuar. No soy dueño de mí mismo…, excepto aquí, cuando me retiro a mi patio.

Esta casa es como mi cabeza, lo cual, teniendo en cuenta (como dijo R.) que es una casa de locos, da que pensar. Ocupo habitaciones nuevas. Una tiene el techo muy alto y, arriba, una ventana con celosías moriscas. Me siento en la alfombra, fumo hachís y observo, completamente fascinado, cómo el dibujo proyectado en la pared se mueve con el sol.

P., el camarero del Café Central del Petit Zoco, me señaló el otro día a un «colega español artista» que parecía vivir en peores condiciones que los que habitan las chabolas de las afueras de la ciudad. Se llama Antonio Fuentes. Pinta, pero no vende ni expone. No entiendo por qué intento discutir con él pero es impenetrable. P. me presenta a un compositor americano, Paul Bowles. Hablamos en árabe porque mi inglés es malo y su español peor. Me habla del majoun, una especie de confitura de hachís de la que he oído hablar pero no he probado nunca. P. la prepara y le compramos un poco.

5 de enero de 1946, Tánger.

Hace frío y llueve. El tiempo ha sido demasiado malo para salir con los barcos y R. me enseña el regalo que ha comprado para la joven hija de nuestro abogado: una muñeca tallada en hueso. Es extraordinariamente delicada pero un poco macabra. Más tarde vemos a la chica cruzando la calle con sus padres, en dirección a la medina y la catedral española. Es muy bonita pero todavía es una niña. Sus pechos son pequeños bultos y su silueta es totalmente recta de la axila al muslo. No entiendo qué le ve hasta que me confiesa otra cosa de su vida anterior. Le recuerda a una chica del pueblo cuyos padres fueron fusilados el mismo día que los suyos. Pero aquella chica no quiso dejar a sus padres y no hubo forma de apartarla de ellos, ni siquiera su propio padre lo consiguió. Exasperados, los anarquistas la mataron a ella también. ¿Qué dice eso del enamoramiento de R. por la hija del abogado? Ella estimula en él lo que él más valora.

25 de enero de 1946, Tánger.

Tengo un poco de majoun. Lo unto en el pan y me lo como en la extraña habitación con el techo alto. Lo riego con un té de menta. Apenas tengo tiempo de dejar el vaso en la bandeja cuando ya caigo en un relajado estupor. A los pocos minutos siento que mi cuerpo revive con un cosquilleo que va de la punta del cabello a los callos de los dedos de los pies. Floto hacia arriba hasta un palmo del techo y miro por la celosía, desde la que se ven los tejados de la medina hasta las murallas y el gris mar de fondo. Un sol líquido proyecta la sombra de la ventana en mi camisa. Agito los brazos y las piernas, consciente de estar a siete metros del suelo sin ningún apoyo visible. Cierro los ojos y me relajo. Siento un frío que no había sentido nunca, ni siquiera en Rusia. Abro los ojos y veo el techo blanqueado y, saliendo de esta extensión blanca, pequeños parches negros, que resultan ser pilas de cadáveres congelados; me entra mucho miedo. Hago un esfuerzo para salir de este estado pero me dura horas. Me despierto en la oscuridad, esta mañana veo manchas de moho en el techo provocadas por las lluvias de invierno. Los pequeños parches. Las esporas. Los muertos vivientes.