Capítulo 20

Miércoles, 18 de abril de 2001

Casa de Javier Falcón, calle Bailén, Sevilla

Falcón estaba sentado en casa, con el tenedor suspendido encima de su almuerzo intacto, pensando no en Ramírez sino en el comisario León, que no había logrado su puesto sin un considerable talento político. Si León seguía la investigación vía Ramírez y permitía que se ejerciera aquella presión sobre Consuelo Jiménez, quien probablemente no sabía nada de MCA, ¿qué significaba aquello teniendo en cuenta que el comisario había sido director de aquella asesoría? Falcón bajó el tenedor porque una ola de paranoia lo hizo estremecer como una náusea. Lo echarían del caso a la primera oportunidad. Mientras los detalles de MCA siguieran silenciados, el comisario León estaría encantado de que continuaran llamando a la puerta de Consuelo Jiménez. Si se filtraban, estaba acabado.

Se reunieron después del almuerzo para ver las viejas películas domésticas de Raúl Jiménez. Pérez, que las había traído de Mudanzas Triana, se unió a la sesión. También dijo que el almacén tenía una única entrada y que todo lo almacenado a largo plazo estaba en una zona del fondo del edificio. Cada cliente tenía una especie de jaula cerrada para guardar sus cajas y muebles. Todas las cajas estaban selladas con cinta. La cinta era de la época en que se habían almacenado las cajas, de modo que si alguien hubiera abierto alguna sería evidente. Las cajas de Raúl Jiménez estaban entre las primeras almacenadas. Todo el personal de Mudanzas Triana tenía acceso al almacén general pero sólo el director del almacén tenía llaves de las jaulas. Nadie tenía acceso a ellas sin que él estuviera presente. Las llaves se guardaban en una caja de seguridad de su oficina. Por la noche había dos guardias de seguridad en el almacén, con perros. En los últimos cuarenta años había habido cuatro intentos de robo, pero no se habían llevado nada significativo porque todos habían sido impedidos.

Falcón estaba contento de que Pérez estuviera presente para responder a los comentarios agresivos de Ramírez. No había esperado que lo conmovieran tanto las parpadeantes imágenes en blanco y negro de la vida anterior y más feliz de Raúl Jiménez. Nunca antes, en la oscuridad de un cine, se había conmovido así. La ficción no lo conmovía. Siempre había visto a través de la estratagema, se había apartado del imperativo emocional y no había vertido una sola lágrima.

Pero en aquel caso conocía a los protagonistas de una forma más personal. Miró en la oscuridad cómo José Manuel y Marta jugaban en la playa mientras las olas se deshacían persistentemente en la arena. La esposa de Raúl, Gumersinda, entró en su visión, se volvió y alargó los brazos. Por detrás de ella se acercaba corriendo el pequeño Arturo. Llegó a los brazos extendidos de su madre y ella lo abrazó y lo levantó por encima de su cabeza, de modo que las piernas del niño colgaban y él miraba la cara sonriente y embelesada de su madre. El estómago de Falcón se contrajo al ver cómo levantaban al pequeño. Recordaba aquella sensación y tuvo que retener las lágrimas, se estremeció bajo el peso de la tragedia que había destruido a aquella familia.

No podía comprender su intensidad emocional en relación con aquella familia. Había estado en contacto con otras que habían sido azotadas por el asesinato o la violación, por las adicciones a las drogas o la violencia extrema. ¿Por qué era tan distinta la familia Jiménez? Tenía que hablar de aquello antes de que su desesperación pasara de unas pocas lágrimas a un torrente descontrolado. Alicia Aguado…, ¿funcionaría?

Se encendieron las luces de la habitación. Ramírez y Pérez se volvieron en sus sillas para mirar a su superior.

—Hay muchos rollos de lo mismo —dijo Ramírez—. ¿Qué estamos haciendo exactamente, inspector jefe?

—Estamos estudiando el perfil de nuestro asesino —contestó—. Tenemos una idea física de él por las fotos que tomamos del vídeo del cementerio. Nos han dicho que es guapo y que tiene unas manos hermosas. Físicamente está tomando forma. Mentalmente hemos hablado de su creatividad y sus ganas de jugar. Sabemos que le interesa el cine. Sabemos que ha hecho un estudio de la familia Jiménez…

Sintió que no tenía nada más que decir. ¿Por qué estaban mirando aquellas películas?

—La caja en que estaban las películas estaba sellada —dijo Pérez, repitiéndose—. Estas latas no han visto la luz desde el día que las metieron aquí dentro.

—Vaya día —replicó Falcón, como un ahogado que se aferrara a los juncos que pasaban—. El día que expulsó de su mente el recuerdo de su hijo.

—Pero ¿de qué nos sirve esto para el perfil? —preguntó Ramírez.

—Pensaba en las terribles lesiones que Jiménez se autoinfligió —dijo Falcón—. Intentaba evitar ver algo en la televisión. Entonces le cortaron los párpados y ¿qué vio?, ¿qué pudo inducir a Raúl Jiménez a hacerse aquello?

—Si alguien me cortara los párpados… —empezó Pérez.

—Ya han visto al niño, al pequeño indefenso —dijo Falcón—. Ya lo han oído chillando en brazos de su madre… ¿No creen…?

Calló. Los dos hombres lo miraban fijamente, con caras inexpresivas, como si no comprendieran.

—Pero, inspector jefe —dijo Pérez—, si no tenía sonido.

—Lo sé, subinspector… —comenzó Falcón, pero no se había dado cuenta y su mente se tiñó de repente de un pánico incoloro y ni siquiera recordaba el nombre de su colega.

No podía pensar en qué otra palabra decir a continuación. Se había convertido en el actor mediocre que tanto temía: el que hacía su propio papel en su propia vida.

Se recuperó como si la burbuja en la que había estado encerrado hubiera explotado y la vida real hubiera vuelto de golpe a él. Los hombres se habían puesto a desmontar la pantalla. Falcón se sorprendió al ver que eran casi las nueve. Tenía que irse, pero primero sentía la necesidad de salvar un poco la situación. Fue hacia la puerta.

—Escriba el informe de estas películas, subinspector… —dijo, todavía sin recordar el nombre—. Y cuando lo haga quiero que utilice su imaginación. Quiero que piense en quién sostenía la cámara y en el estado mental del hombre en aquel momento.

—Sí, inspector jefe —asintió Pérez—. Pero siempre me había dicho que informara de los hechos y no intentara interpretarlos.

—Haga lo que pueda —dijo, y se marchó.

Intentó tragarse un Orfidal, pero se le quedó atravesado en la boca y tuvo que ir al baño y mojarse los labios y la cara ardiente. Se secó y descubrió que no reconocía sus ojos en el espejo. Eran los de otra persona, rojos, velados, hundidos en las cuencas, encogidos en el cráneo. Estaba perdiendo su autoridad. Nadie lo respetaría.

Salió de Jefatura a la fresca noche, volvió a casa conduciendo y fue caminando a la casita de la doctora Alicia Aguado en la calle Vidrio, a la que llegó poco antes de su cita de las diez. Paseó por la acera frente a la casa recién renovada, nervioso como un actor antes de una audición, hasta que no pudo soportarlo más y tocó el timbre. Ella le abrió la puerta y lo acompañó por una escalera oscura hacia una luz.

En la consulta, Falcón notó que no había nada en las paredes de color azul claro: ningún adorno. De hecho, el único mobiliario era un sofá y un asiento doble en forma de «S».

La sala era estrecha, y la casa parecía pequeña y contenida, de un modo que volvía absurda la suya propia. Claramente era un lugar cómodo y bien organizado para vivir. En cambio, la suya, absurdamente enorme, llena de habitaciones, cavernosas, con pisos, balcones, barroca, bizantina, era como un asilo bien custodiado, donde un único interno se había ocultado esperando hasta que no quedara nadie…

Alicia Aguado tenía el pelo negro y corto, la cara pálida y no llevaba maquillaje. Le alargó la mano pero no lo miró a los ojos. Mientras sus manos se tocaban dijo:

—El doctor Valera no le ha dicho que soy parcialmente ciega.

—Sólo me garantizó que no estaba interesada en arte.

—Ojalá pudiera, pero tengo esta enfermedad desde los doce años.

—¿Qué enfermedad?

—Retinitis pigmentosa.

—Nunca había oído hablar de ella —dijo Falcón.

—Tengo células pigmentarias anormales, que no se sabe por qué empiezan a pegarse en grumos a la retina —explicó ella—. El primer síntoma es ceguera nocturna y el último, mucho más tarde, la ceguera total.

Javier estaba paralizado por aquella conversación. Se agarró a su mano, que ella apartó lentamente. La mujer le señaló la silla en forma de «S».

—Le explicaré un par de cosas sobre mi método —dijo, sentándose a su lado pero dándole la cara—. No veo su cara con claridad y las personas comunicamos mucho con ella. Como ya sabrá, tenemos capacidad para reconocer los rostros desde el nacimiento. Eso significa que tengo que utilizar otro método para captar sus sentimientos. Es un método similar al de la medicina china, que se basa en el pulso. Así que nos sentaremos en este asiento tan raro, usted apoya el brazo en el medio, yo le tomo la muñeca y usted habla. Registraré su voz con una grabadora montada en el brazo del asiento. ¿Le parece bien?

Falcón asintió con la cabeza, seducido por la tranquila autoridad de la mujer, su cara plácida, los ojos verdes y ciegos.

—Parte de mi método es que pocas veces estimularé la conversación. La idea es que usted habla y yo escucho. Lo único que haré es intentar dirigir sus pensamientos o instigarlos si llegamos a un punto muerto. Sin embargo, lo motivaré.

Accionó un interruptor que puso en marcha la cinta. Tomó la muñeca de Falcón con una mano experta pero suave.

—El doctor Valera me ha dicho que sufre síntomas de estrés. Veo que está nervioso. Me ha contado que el cambio en su estabilidad mental se inició con el principio de la investigación de un asesinato especialmente brutal. También ha mencionado a su padre y su renuencia a ser tratado por alguien que pudiera conocer su obra. ¿Puede recordar por qué el primer incidente se…? ¿Qué pasa?

—¿Qué?

—Esa palabra, «incidente», ha provocado una fuerte reacción en usted.

—Es una palabra que aparece en los diarios de mi padre, que acabo de empezar a leer. Se refiere a algo que pasó cuando él tenía dieciséis años y que lo obligó a marcharse de casa. Nunca dice qué sucedió.

Después de haber comprobado la eficacia de su método, Falcón tuvo que reprimir el deseo de retirar la muñeca de la mano de ella. Alicia Aguado no sólo parecía sintonizada con la anatomía humana sino también con los tormentos de su alma.

—¿Cree que por eso escribió su diario? —inquirió ella.

—¿Quiere decir para resolver ese «incidente»? —preguntó Falcón—. No creo que fuera su intención. No creo que hubiera empezado si uno de sus camaradas no le hubiera regalado el primer diario.

—A veces esas personas nos son enviadas.

—¿Como a mí me han mandado este asesino?

Silencio, mientras ella le dejaba tiempo para pensar en eso.

—Todo lo que diga en esta habitación es confidencial y esto incluye la información policial. Guardo las cintas en una caja de seguridad —explicó ella—. Quiero que me diga qué inició la inestabilidad.

Falcón le habló de la cara de Raúl Jiménez, de que el asesino quería que Jiménez mirara algo, y que él se negaba. No ahorró en detalles en la descripción de cómo debió de sentirse al despertar sin párpados y cómo eso, combinado con el horror de lo que el asesino le estaba mostrando, había impulsado a Raúl Jiménez aquella terrible automutilación. Creía que su crisis había comenzado al ver aquella cara, porque en ella vio el dolor y el temor de alguien que se había visto obligado a enfrentarse a sus horrores más profundos.

—¿Cree que el asesino se ve a sí mismo como profesional? —preguntó ella—. ¿Como psicólogo o psicoanalista?

—¡Ah! —dijo Falcón—. ¿Quiere decir si yo lo veo así?

—¿Lo ve así?

Silencio, hasta que Alicia Aguado decidió dar un paso adelante.

—Usted ha establecido alguna relación entre este caso de asesinato y su padre.

Falcón le habló de las fotografías de Tánger que había encontrado en el estudio de Raúl Jiménez.

—Nosotros vivíamos allí en aquella época —dijo—. Pensé que encontraría a mi padre en las fotos.

—¿Sólo eso?

Javier cerró la mano, incómodo con la información que fluía por su muñeca.

—Pensé que también podía encontrar una fotografía de mí madre —dijo—. Murió en Tánger en 1561, cuando yo tenía cinco años.

—¿La encontró? —preguntó Alicia, al cabo de un rato.

—No —contestó él—. Lo que encontré en el fondo de una de esas fotos fue a mi padre besando a una mujer que más tarde sería mi segunda madre…, es decir, su segunda esposa. La fecha del dorso era anterior a la muerte de mi madre.

—La infidelidad no es algo tan raro —comentó ella—. Mi hermana estaría de acuerdo con usted. Ella dijo que no a «un ángel».

—¿Eso ha tenido algún efecto en cómo ve a su padre?

Falcón se descubrió pensando activamente. Por primera vez su vida estaba buscando activamente entre las calles estrechas llenas de guijarros de su mente. Se puso a sudar. Se secó el dorso de la frente.

—Su padre murió hace dos años. ¿Se llevaban bien?

—Yo creía que sí. Era su preferido. Pero ahora… estoy confundido.

Le contó lo del testamento, los deseos expresos de su padre de que su estudio fuera destruido y cómo lo estaba desobedeciendo al leer sus diarios.

—¿Le parece raro? —preguntó ella—. Los hombres famosos suelen querer dejar algo para la posteridad.

—Había una carta en la que me advertía que podría ser un trayecto doloroso.

—Entonces ¿por qué lo hace?

Falcón encontró un callejón sin salida en su mente, una pared blanca y lisa de pánico. Su silencio se hizo más hondo.

—¿Qué es lo que dijo que le había impresionado tanto de la víctima de asesinato? —preguntó ella.

—Que lo obligaran a ver…

—¿Recuerda a quién estaba buscando en las fotografías de la víctima?

—A mi madre.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Durante el silencio que siguió, Alicia se levantó, puso agua a hervir y preparó una infusión. Buscó unas tazas de té chinas, Sirvió la infusión y le tomó la muñeca de nuevo.

—¿Le interesa la fotografía? —preguntó ella.

—Hasta hace poco sí —dijo Falcón—. Incluso tengo un cuarto oscuro en casa. Me gusta la fotografía en blanco y negro, revelar mis fotografías.

—¿Cómo mira una fotografía? —preguntó la doctora—. ¿Qué es lo que ve?

—Veo un recuerdo.

Le contó lo de las películas que había visto aquella tarde, y que lo habían hecho llorar.

—¿Iba a la playa de niño? —preguntó ella.

—Oh, sí, en Tánger la playa estaba al lado de la ciudad bueno, casi en la ciudad. En verano íbamos todas las tardes. Mis hermanos, mi madre, la criada y yo. A veces éramos sólo mi madre yo.

—Usted y su madre.

—¿Me está preguntando dónde estaba mi padre?

Ella no respondió.

—Mi padre estaba trabajando. Tenía un estudio que daba a la playa. Yo iba a veces. Pero sé que solía observarnos.

—¿Observarlos?

—Tenía unos prismáticos. A veces me dejaba utilizarlos. Me ayudaba a localizarlos…, a mi madre, Manuela y Paco, en la playa. Decía que era nuestro secreto. «Así es como os vigilo».

—¿Vigilarlos? —preguntó ella.

—Sí, suena como si nos estuviera espiando —dijo Falcón—. No tiene lógica. ¿Por qué un hombre debería espiar a su propia familia?

—En las películas que ha visto hoy, ¿ha visto al padre?

—No, estaba detrás de la cámara.

Le preguntó por qué estaba mirando aquellas películas y él le explicó toda la historia de Raúl Jiménez. Ella escuchó, fascinada, y sólo lo interrumpió para dar la vuelta a la cinta.

—Pero ¿por qué miraba aquellas películas? —preguntó ella de nuevo, cuando Falcón finalizó.

—Se lo acabo de decir —dijo él—. Hace casi media hora…

Calló y pensó durante unos largos e interminablemente complejos minutos.

—Ya le he dicho que veo las fotografías como recuerdos —explicó—. Me fascinan porque tengo un problema con la memoria. Le he dicho que solíamos ir a la playa con la familia, pero no me acuerdo realmente. No lo he visto. No es algo que tenga dentro de mí y que recuerde. Lo he inventado yo para rellenar los huecos. Sé que íbamos a la playa, pero no es un recuerdo propio. ¿Me explico?

—Perfectamente.

—Quiero que esas películas y fotografías me estimulen la memoria —dijo—. Cuando hablé con José Manuel Jiménez sobre la tragedia de su familia, me contó que tenía dificultades para recordar su infancia. Aquello hizo que a mi vez intentara recordar mis primeros recuerdos, y me entró el pánico, porque me di cuenta de que no los tenía.

—Ahora puede responder a mi primera pregunta, por qué está leyendo sus diarios —dijo.

—Sí, sí —asintió, como si hubiera recordado algo—. Lo estoy desobedeciendo porque creo que los diarios pueden encerrar los secretos de mi memoria.

La cinta se terminó. Los ruidos lejanos de la ciudad llenaron la habitación. Falcón esperó a que ella cambiara la cinta pero la mujer no se movió.

—Hemos terminado por hoy —dijo.

—Pero si acabamos de empezar.

—Lo sé —repuso—. Pero no vamos a desenmarañarlo todo en una sola sesión. Este es un proceso largo. No existen los atajos.

—Pero si acabamos…, acabamos de empezar a llegar a alguna parte.

—Tiene razón. Ha sido una buena primera sesión —dijo ella—. Quiero que piense un poco. Quiero que se pregunte si ve algún parecido entre la familia Jiménez y la suya.

—Las dos familias tienen el mismo número de hijos… Yo era el más joven…

—Ahora no estamos hablando de eso.

—Pero yo necesito progresar.

—Y lo ha hecho, pero hay límites en la realidad que un ser humano puede asumir. Primero tiene que acostumbrarse.

—¿A la realidad?

—Eso es lo que intentamos.

—Pero ¿en qué estamos ahora, si no es la realidad? —preguntó él, aterrorizado por la idea—. Me llegan más dosis diarias de realidad que a ninguna de las personas que conozco. Soy inspector de Homicidios. La vida y la muerte son mi trabajo. No hay nada más real que eso.

—Pero no es de la realidad de lo que estamos hablando.

—Explíquese.

—La sesión ha terminado.

—Explíqueme sólo eso.

—Le haré una analogía física —dijo ella.

—Lo que sea… Tengo que saberlo.

—Hace diez años rompí una copa de vino y, mientras estaba limpiando los restos, un pequeño vidrio se me clavó en el pulgar. No me lo podía arrancar y por no dañar los nervios de esa zona el médico tampoco quería tocarlo. Con los años, de vez en cuando me dolía, sólo eso, y todo el tiempo el cuerpo se protegía del vidrio. Formó capas de piel alrededor hasta crear un pequeño guisante. Y un día el cuerpo lo rechazó. El guisante salió a la superficie y, con ayuda de un poco de sulfato de magnesio, se desprendió del dedo.

—¿Y esa es su explicación de la clase de realidad de la que estamos hablando? —preguntó Falcón.

—Los pedacitos de vidrio también pueden clavarse en la mente —dijo ella, y la mera idea provocó un mareo a Falcón—. A veces, esos pedacitos de cristal son demasiado dolorosos para asumirlos. Los empujamos hacia el fondo de la mente. Creemos que podemos olvidarlos. Nuestra mente incluso se protege de ellos envolviéndolos en capas…, es decir, mentiras. Y así nos distanciamos del cristal hasta que un día sucede algo y, sin razón aparente, sale a la superficie de nuestra mente consciente. La diferencia entre lo mental y lo físico es que no podemos aplicar sulfato de magnesio para tirar del pedacito de cristal hacia la conciencia.

Falcón se levantó y empezó a pasear por la habitación. Aquellos pedacitos de cristal saliendo a la superficie le habían desencadenado un terror menor. Era como si los sintiera tintineando en su cerebro… como un campo de hielo. ¿Era aquella otra analogía física?

—Tiene miedo —dijo ella—, y es normal. Esto no es fácil. Exige un gran valor. Pero la recompensa es enorme. La recompensa es finalmente una auténtica paz mental y el comienzo de cualquier posibilidad.

Falcón bajó las escaleras, se alejó de la luz de la puerta de Alicia en la oscuridad de la calle, dándole vueltas a aquella última frase, asumiendo que ella pensara que él había alcanzado el punto en que el fin de las posibilidades fuera una probabilidad.

En la calle caminó rápidamente junto a un grupo de jóvenes que se dirigían al centro de la ciudad. Muchas calles estaban vacías, aún resacosas por el éxtasis y los excesos de la Semana Santa. Los bares seguirían cerrados hasta la mañana siguiente, cuando los sevillanos finalmente volvieran a recuperar el ritmo de su vida normal. Falcón se encontró en plazas que normalmente deberían estar llenas de gente, incluso en días laborables, pero que estaban casi silenciosas y a oscuras; sólo se oían voces inconexas, como si fuera mucho más tarde y los barrenderos ya hubieran salido y estuvieran discutiendo sobre el partido de la noche anterior. Tenía la cabeza vacía de la habitual aglomeración del día a día, donde no es necesario pensar nada y cada acción conduce a la siguiente.

Las voces inconexas se apagaron. No sentía ningún deseo de ir a casa. Vagabundearía así durante horas. Comparó a la familia Jiménez con la suya. Sí, su familia también había quedado destruida. No, decir destruida sería demasiado fuerte. La muerte repentina de su madre no los había destruido, pero sí les había hecho daño, como las finas grietas en un jarrón de cerámica. Recordaba la cara afligida de su padre, que los miraba a él, a Paco y a Manuela. Y de algún modo vio su propia cara boquiabierta y descompuesta, mientras contemplaba cómo le robaban todo su mundo. Los pensamientos desencadenaron una terrible oleada de horror oscuro, de modo que aceleró el paso sobre los satinados adoquines.

Recordó momentos mejores. El soleado retorno de Mercedes. La mujer que sería la segunda esposa de su padre. Javier se había enamorado de ella al instante. Y ahora aquel recuerdo estaba empañado por la fotografía que había encontrado en el piso de Raúl Jiménez: su padre liado con Mercedes antes de que su madre muriera. Aquello desató algo peor en él y Falcón se puso a correr por la plaza Nueva, con los troncos y ramas de los árboles envueltos en luces de cuento. Todos los días eran Navidad. Miró sin ver la perfección iluminada de Max Mara, la ropa impecable en los perfectos maniquíes. Rezó por una vida menos complicada en la que no tuviera aquellos pensamientos y aquellas emocionen que le retorcían las entrañas, dejándolo casi igual por fuera, pero en carne viva y sangrando internamente, como una víctima de una explosión.

Empezó a caerle sudor por la frente mientras caminaba, medio trotando, por la calle Zaragoza, y algo parecido al hambre se le abrió en el estómago, de modo que pensó en ir al Cairo a tomar una tapa de merluza rellena de gambas. Prefería la sangre encebollada, pero sangre y cebolla en una noche como aquella exigían un estómago más fuerte. Pasó por la galería de Ramón Salgado, donde sólo había una escultura iluminada en el escaparate. Más allá había una casa sevillana clásica, convertida en un café con un restaurante caro encima, lleno de empresarios y abogados con sus esposas y novias.

Iluminada por detrás, de pie en el último escalón, frente a la puerta, estaba Inés poniéndose el abrigo con ayuda de alguien. Llevaba el pelo recogido y Falcón sabía que sólo lo llevaba así cuando quería estar atractiva y guapa, nunca para trabajar. Falcón no vio al hombre con el que estaba mientras los dos entraban en la oscuridad de la calle, cogidos del brazo, hacia Reyes Católicos. No había nadie más. Aquella era una cena para dos. Se paró en seco cuando Inés miró hacia atrás; luego sus altos tacones golpearon apresuradamente los adoquines intentando recuperar el paso de su acompañante. Falcón los siguió desde el otro lado de la calle. Se olvidó del hambre de antes y el inicio de agotamiento, pues en ese momento su mente se alimentaba de un nuevo combustible.

Cruzaron Reyes Católicos y pasaron junto al Bar La Tienda, ya cerrado. Cortaron por la calle Bailen y fueron por detrás del museo hacia la plaza del Museo, de modo que Falcón tuvo que quedarse atrás hasta que desaparecieron por la calle San Vicente. Esperó y luego los siguió, pero la calle estaba vacía. Recorrió los primeros cien metros arriba y abajo preguntándose si lo habría imaginado todo o si el hombre tendría un piso por allí, en aquella calle, apenas a un kilómetro de la suya.

Se retiró a casa, como un ejército derrotado; no tenía hambre y el agotamiento del vencido se había apoderado de él. Se duchó, pero sólo se arrancó la suciedad del día. Tomó una píldora para dormir y se metió bajo las mantas. Miró el techo, que se iba alejando, fascinado por los centelleos blancos de la calle debajo de las farolas. Pensó que tenía que resistirse, que era peligroso dormirse al volante. La confusión distorsionaba su sentido del lugar. Alargó una mano, esperando que todo escapara de su control, que en su visión entrara de repente un obstáculo, una orilla y un árbol que terminarían con su vida al chocar contra él. Fluyó hacia el sueño como a través de un parabrisas vacío: hacia la noche.