Capítulo 19

Miércoles, 18 de abril de 2001

Casa de Falcón, calle Bailén, Sevilla

Los desastres del sueño —las caídas libres, escupir bocanadas de dientes, llegar tarde a los exámenes, coches sin frenos y precipicios con bordes que se desmoronan—, ¿cómo sobrevivimos a ellos? Deberíamos morir del susto cada noche. Falcón cayó violentamente en la envolvente oscuridad mientras aquellos pensamientos se precipitaban en el pozo de su mente. ¿Estaba sobreviviendo él a sus desastres personales? Sólo sobrevivía a ellos si desterraba el sueño, el desmoronamiento de su imperio en decadencia, donde se despeñaban los vidrios rotos de su propio mundo.

Fue a correr junto al río oscuro. Despuntó el día y al volver se paró para observar a unos remeros. El casco del barco cortaba el agua y se hundía con cada golpe de remo de la armoniosa tripulación. Sentía deseos de estar con ellos, de formar parte de aquella espléndida máquina inconsciente. Pensó en su propio equipo, en su falta de cohesión, sus esfuerzos fragmentados y su liderazgo. Había perdido su toque, había perdido el control, no era capaz de dar ninguna dirección a la investigación. Respiró hondo, se agachó y mientras hacía sus cincuenta flexiones les dijo a los adoquines que ese día sería diferente.

La Jefatura estaba en silencio. Volvía a llegar temprano. Echó un vistazo al informe de Ramírez. El portero no recordaba haber visto a Eloísa Gómez entrando en el cementerio, lo cual no era sorprendente. Serrano había terminado de visitar todos los hospitales y proveedores de material médico y no había constancia de ningún robo o venta insólita. Leyó la autopsia de Eloísa Gómez. El médico forense había situado la muerte de la chica hacia las nueve de la mañana del sábado. El contenido de su estómago había revelado un solomillo a medio digerir, que había sido consumido después de medianoche. También había lo que parecía chocolate con churros prácticamente sin digerir. El contenido de alcohol en su sangre mostraba que había estado bebiendo casi toda la noche. Falcón se imaginó al asesino saliendo con la chica como si fuera su novia, invitándola a una cena cara, llevándola a un bar o club y después el clásico desayuno de madrugada, ¿y luego qué? ¿Vamos a mi casa? Quizá no la había dormido con cloroformo sino que le había quitado la media, le había besado el muslo, la rodilla, el pie. Luego, cuando ella se había echado en la cama para ser amada como es debido, quizá por primera vez, había notado algo, había abierto los ojos y había visto la cara de él sobre la suya, con la media negra tensa y oscura entre los dos puños y los ojos intensos con el entusiasmo de una garganta viva luchando y temblando bajo unas manos opresoras.

Pero la había dormido con cloroformo. Quedaban rastros. Falcón acabó con el estómago y los análisis de sangre. La vagina y el ano mostraban señales de actividad sexual reciente. Había rastros de espermicida pero no de semen en la vagina, y un lubricante de base oleosa en el ano, que estaba distendido por las penetraciones frecuentes. A Falcón se le fue la cabeza otra vez y evocó a Eloísa Gómez mientras atendía a sus clientes en los asientos traseros de los coches y en su cuarto hasta que recibió la llamada, la llamada que ella había estado esperando todo el día. La llamada en la que había estado pensando mientras su cuerpo despersonalizado gemía y gritaba bajo las intromisiones brutales de su oficio. La llamada que la conmovía con tanta suavidad, las palabras como una pluma en el oído de un niño, y la conmovió, le despertó, hizo que se le pusiera un nudo en la garganta. La brutal seducción de alguien que se ponía en marcha cuando se agitaban las sombras sólo podía haberla llevado a cabo otra persona que hubiera realizado un estudio de la naturaleza humana con sus propios objetivos específicos. A su modo, el asesino era tan brutalmente exigente como cualquier cliente.

Lo único interesante que se deducía del informe era que parecía que el asesino había llevado a Eloísa Gómez al cementerio el sábado por la mañana, probablemente cuando acababan de abrir, y la había matado allí mismo.

Ramírez llegó con el resto del grupo a las ocho y media. Se pusieron al día de los últimos avances y se les dio el perfil del asesino, que a partir de entonces llamarían «Sergio». Si el asesino había estrangulado a la chica en el cementerio el sábado por la mañana estaba claro que había vuelto por la noche para colocarla en el mausoleo de los Jiménez. Eso significaba que probablemente tenía transporte propio y también alojamiento en Sevilla. Aquello encendió a los presentes. La idea de que fuera de la ciudad lo hacía más personal. Fernández, Baena y Serrano se encargarían de la zona alrededor del cementerio e intentarían encontrar a alguien que hubiera visto a Eloísa Gómez por allí el sábado por la mañana. El asesino podía haber aparcado su coche en la vecindad cuando volvió para colocar el cadáver, de modo que habría que interrogar al personal de seguridad de la zona industrial, teniendo en cuenta que el estrecho pasaje de detrás del cementerio era la entrada que con más probabilidad había utilizado Sergio.

Con la señora Jiménez utilizarían una estrategia diferente. Ramírez le pediría que le dejara revisar las cajas del almacén de Mudanzas Triana y que fechara todas las secuencias de la cinta de la familia Jiménez, para ver si había una pauta en las filmaciones de Sergio.

El subinspector Pérez aportó la lista de directores de los grandes contratistas de construcción que todavía existían y que habían participado en el desarrollo del recinto de la Expo’92. Falcón lo mandó a Mudanzas Triana para seguir el trabajo de Baena de entrevistar a los empleados.

Quería saber si se había visto a alguna persona rara en el almacén y descubrir quién tenía acceso y quién lo gestionaba.

Una vez solo, Falcón revisó la lista de empresas de construcción y contó cuarenta y siete. Consultó la lista original de Pérez y descubrió que sólo una empresa había dejado de existir desde que se terminó el recinto de la Expo: MCA Consultores, S. A.

Falcón fue a la Cámara de Comercio y buscó a MCA, cuyas actividades eran descritas como asesores de seguridad de construcción, consejeros de estructuras, diseño y materiales en edificios de mucha actividad. Revisó tres años de cuentas en los que la empresa había generado entre 400 y 600 millones de pesetas al año hasta su clausura a finales de 1992. Se daba una dirección de República Argentina. Los directores de la empresa resaltaban en la página: Ramón Salgado, Eduardo Carvajal, Marta Jiménez y Fermín León. Se preguntó qué sabría Ramón Salgado de seguridad de construcción; más o menos tanto como la hija incapacitada de Raúl Jiménez, Marta. Al menos, el comisario León tenía un trabajo con una vaga conexión, pero eso no convenció a Falcón de que no se tratara de una simple empresa tapadera para canalizar fondos a Raúl Jiménez y sus buenos amigos. Y Eduardo Carvajal…, ¿de qué le sonaba aquel nombre?

Fotocopió el documento y volvió a Jefatura. Mientras aparcaba recordó que el nombre de Carvajal había surgido en un caso del que todavía se hablaba cuando él había llegado de Madrid para asumir su puesto. El ordenador de la policía le dijo que Eduardo Carvajal había formado parte de una trama de pedofilia cuyos miembros habían sido condenados, pero que él nunca fue juzgado. Había muerto en un accidente de coche en la Costa del Sol en 1998. Llamó al comisario Lobo para pedirle una cita.

Antes de subir recogió sus mensajes, que incluían uno de la policía de Cádiz, diciendo que traían a la hermana de Eloísa Gómez para que identificara el cadáver, y otro de su médico, preguntándole por qué no se había presentado a su cita. Llamó al doctor Valera y le contó lo de las pinturas de su padre en la sala de espera.

—¿No se te ha ocurrido, Javier, que deberías hablar de eso?

—No —dijo—, pero si tengo que hablar de ello no quiero hacerlo con alguien que…

—¿Que qué? —preguntó Valera.

—Que crea que conoce a mi padre.

—Deberías tener más confianza en la inteligencia de esas personas…

—¿Ah, sí? —preguntó Falcón—. Tú nunca fuiste a sus inauguraciones, Fernando.

—Lo que quieres puede ser difícil —dijo Valera—. Era un hombre muy famoso.

—Pero no a todo el mundo le interesa el arte.

Colgaron. Falcón subió a ver a Lobo, que cogió las fotocopias y se enfrascó en ellas con la avidez de un hombre que fuera a celebrar un festín con niños pequeños. Preguntó a Falcón cómo había encontrado los documentos.

—De todas las empresas directamente implicadas en la construcción de la Expo’92, esta era la única que había dejado de existir. Le pedí al subinspector Pérez…

—¿Sabe que Pérez y Ramírez hace años que son amigos? —interrumpió Lobo.

—Me he fijado que hablan.

—¿Cuán relevante es eso para la investigación?

—Con el asesinato de Eloísa Gómez creo que este caso ha tomado un giro diferente —dijo Falcón—. Lo de la mala relación de negocios puede haber sido un motivo inicial, pero ahora creo que este asesino funciona por su cuenta.

—He oído que Ramírez tiene otras ideas y que el juez Calderón también.

—He mandado al inspector Ramírez a ver a la señora Jiménez. Él ejercerá un tipo de presión diferente a la mía. Veremos si eso le satisface o no —dijo Falcón—. En cuanto al juez Calderón, creo que tiene la mente abierta. Tiene una actitud práctica, más que obsesiva, respecto a nuestra principal sospechosa.

—¿Cree que Ramírez es obsesivo?

—La señora Jiménez es la clase de mujer que el inspector Ramírez desprecia. Creo que ella representa un cambio en el orden las cosas para el que no está preparado.

Lobo asintió con la cabeza y volvió a los documentos.

—¿Con quién de la lista puede hablar en privado? —preguntó.

—Con Ramón Salgado, pero está fuera hasta finales de esta semana. Intento hablar con él desde que nos encontramos en el funeral. Me ofreció información confidencial sobre Raúl Jiménez.

—¿Qué clase de información?

—Desconfianzas en su mundo exclusivo.

—¿Tenemos razones para creerle? —preguntó Lobo—. Para estar en la lista tenía que ser amigo de Raúl Jiménez.

—Tengo mis dudas acerca de él.

—¿Y cuánto le costará esta información?

—Acceso al estudio de mi padre —dijo Falcón, y recordó una conversación con Consuelo Jiménez—. Salgado y la señora Jiménez se conocen. Ella se ha mostrado reticente acerca de esa relación. Dice que se conocieron en una de las fiestas de mi padre, pero puede ser que se remonte más atrás. Ella pertenecía al círculo artístico de Madrid y Salgado también se movía en ese mundo.

—Creo que tiene que hablar con Salgado, pero cara a cara… —dijo Lobo—. Y que estos documentos queden entre nosotros.

Lobo lo miró a la cara y guardó los papeles en un cajón. Falcón lo interpretó como una despedida.

—No tenía ni idea de que su nombramiento llegaría a ser tan político —dijo Lobo, a la nuca de Falcón—. Las fuerzas están en contra nuestra. Somos pequeños aunque tengamos la ventaja de ser más inteligentes. Pero no debemos cruzar la línea moral. Espero que su acuerdo con Salgado sea provechoso.

Falcón se fue directamente al baño, se tomó un Orfidal y bebió agua con el cuenco de la mano.

Gloria, la hermana de Eloísa Gómez, parecía sólo ligeramente mayor que su hermana, pero no tenía su seguridad. Mientras se dirigían al Instituto Anatómico Forense, se sentó en el cocina apoyada contra la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho Tenía una cara angulosa y desconfiada y aspecto de ser poco tolerante con las tonterías. Estaba encerrada en sí misma, y sola en un mundo en el cual no se podía confiar en nadie.

—¿Sabía cómo se ganaba la vida su hermana? —preguntó Falcón.

—Sí.

—¿Le hablaba de ello? —añadió Falcón, y Gloria le malinterpretó.

—Hicimos el mismo trabajo… durante un tiempo —dijo ella—. Hasta que me quedé embarazada.

—Me refiero a más recientemente —matizó Falcón—. ¿Le hablaba de su vida?

Silencio. Una mirada aclaró a Falcón que no gozaba de su confianza. Empezó de nuevo.

—La persona que mató a Eloísa también asesinó a uno de sus clientes. Es posible que vuelva a matar. Sabemos que Eloísa lo conocía. Él se hacía pasar por escritor. Se hicieron amigos y tal vez incluso más que eso. Creo que Eloísa había empezado a verlo como una forma de salir de su vida…

—Él era eso —dijo Gloria inexpresivamente, lo cual silenció a Falcón, hasta que ella añadió—: Cuando una chica contraía el sida, era el final.

—Él le dijo que se llamaba…

—Sergio —acabó Gloria.

—¿Le habló de Sergio?

—Le pedí que se olvidara de Sergio. Le dije que era una fantasía y que fuera con cuidado con él.

—¿Por qué?

—Porque le estaba dando esperanzas y eso hace que veas las cosas de un modo diferente. Empiezas a creer en posibilidades. Dejas de ver las cosas como son. Cometes errores.

—Tenía razón.

—Eso es lo que pasa cuando confías en alguien… —dijo ella, y se levantó el pelo de la nuca para enseñarle la piel brillante y fosilizada de una grave quemadura—. Me baja por toda la espalda.

—Pero usted lo dejó.

—Tenía que elegir: trabajo o pobreza. Elegí la pobreza por encima del dolor y la muerte.

—Pero ¿eso no convenció a Eloísa?

—A ella nunca le había sucedido nada —dijo Gloria—. Es verdad que la habían amenazado con una navaja. Una vez la apuntaron con una pistola. La habían abofeteado, pero no tenía cicatrices. Pero cuando empezó a hablar de Sergio supe enseguida que él la había elegido.

Desdobló los brazos y los dejó colgando a los lados como si la vida la hubiera derrotado estrepitosamente, como si lo único que pudiera añadir a la suma total de su experiencia fuera la culpabilidad del superviviente.

—¿Qué le contó de Sergio? —preguntó Falcón, antes de que ella desapareciera en su mundo.

—Dijo que era guapo. Siempre son guapos. Dijo que era como nosotras.

—¿Como ustedes? —preguntó Falcón.

—Eloísa y yo solíamos llamarnos «las forasteras» —reveló ella—. Y a nuestros clientes los llamábamos «los otros». Pero ella dijo que él no era de esos.

—¿Y por qué lo decía?

—Todo lo que me contó de él me hizo pensar que era de los otros. Era educado, bien vestido, tenía coche y un piso.

—¿No le dijo qué clase de coche y qué piso?

—No era tonto —contestó ella—. Los otros siempre eran tontos. En ese sentido, él era diferente.

—Entonces ¿qué le había sucedido a Sergio para convertirse en un forastero?

—Ella creía que era extranjero o tenía sangre extranjera. Parecía español. Vestía como un español. Hablaba español. Pero era distinto.

—¿Norteafricano?

—Ella no me lo dijo pero a Eloísa no le gustaban los africanos. Nunca iba con ellos. No se habría sentido atraída por él si le hubiera parecido africano. Ella creía que quizás había estado fuera mucho tiempo o tenía una educación mixta.

Llegaron al Instituto. Estaba en silencio y vacío. Vieron el cadáver a través del cristal. Le habían rellenado los ojos. Gloria Gómez puso las manos en el cristal y apoyó la frente. La pena crujió como la de un mueble desvencijado.

—¿Están vivos sus padres? —preguntó Falcón mirándole la cabeza donde el pelo ya comenzaba a escasear y el abrigo barato le caía hacia atrás. La mujer hizo rodar la frente de lado a lado del cristal.

—¿Tenía Eloísa alguna razón para ir al cementerio de San Fernando?

Gloria dio la espalda a su hermana muerta.

—Iba siempre que podía —dijo Gloria—. Su hija está enterrada allí.

—¿Su hija?

—Tuvo una niña a los quince años, pero murió a los tres meses.

Volvieron a la Jefatura en silencio. Falcón hizo un último esfuerzo en el aparcamiento para ver si Eloísa había mencionado algo sobre el aspecto de Sergio.

—Dijo que tenía unas manos hermosas.

Fue todo lo que logró sonsacarle.

Cuando entró en la oficina sonaba el teléfono. Era el doctor Fernando Valera para decirle que había resuelto su problema: había encontrado una psicóloga clínica de la que podía garantizar que no estaba interesada en arte. Falcón no estaba de humor para hablar de ello.

—Se llama Alicia Aguado. Te recibirá en su casa, Javier —dijo el médico, y le dio una dirección en la calle Vidrio—. La psicología clínica es una disciplina rigurosa y ella la combina con… algunas curiosas técnicas propias. Es muy buena. Sé que estas cosas cuestan al principio, pero quiero que vayas a verla. Ya estás desesperado. Es importante.

Falcón colgó pensando que todo el mundo se daba cuenta de lo desesperado que estaba; lo olían, incluso Sergio. Ramírez entró y se sentó con las piernas estiradas.

—¿Ha contado algo la señora Jiménez? —preguntó Falcón.

—Veo que lo ha dejado agotado —comentó Falcón.

—He llamado a Pérez al almacén de Mudanzas Triana y le he dicho que recoja la caja con el equipo doméstico de filmación —dijo Ramírez—. Ella ha accedido sin problemas. Pero le interesará saber lo que ha añadido cuando me marchaba.

Falcón le hizo señales con el dedo para que siguiera.

—Ha dicho: «Llévese la caja pero sólo esa caja. Si registra cualquier otra, sea consciente de que nada de lo que encuentre podrá utilizarse como prueba».

Falcón le pidió que lo repitiera y Ramírez lo hizo. La segunda vez lo entendió mejor: Ramírez mentía y además con poca gracia. Falcón dudaba que Consuelo Jiménez hubiera hecho algo tan poco sutil.

—¿Cómo va la datación de las tomas de la cinta La familia Jiménez?

—Dijo que se la miraría pero que estaba muy ocupada ahora mismo y que no podría dedicarse a eso hasta después de la Feria.

—Muy útil.

—Es difícil cuando estás tan desconsolado —dijo Ramírez.