Extractos de los diarios de Francisco Falcón

30 de junio de 1941, Ceuta.

Pablito ha entrado en mi habitación esta tarde, se ha echado en mi cama, ha liado un cigarrillo sobre el pecho y lo ha encendido. Quiere decirme algo, ya lo sé, pero nunca le hago caso. Estaba dibujando una mujer bereber que había visto aquella mañana en el mercado. La despreocupación de Pablito se iba desmoronando en la cama. Fumaba como una vaca, masticando.

«Nos vamos a Rusia» dijo. «A cargarnos a los rojos. Los echaremos de su propia tierra».

Dejé el lápiz y lo miré.

«El general Orgaz nos ha presentado voluntarios. Han pedido al coronel Esperanza que forme un regimiento. Formarán un batallón con la Legión, los regulares y los Flechas de Ceuta».

Así recuerdo el breve anuncio de Pablito. Banal. Me aburro tanto que me voy con él. Han pasado tan pocas cosas en los últimos años que había olvidado que tenía el diario. Mi diario está en mis dibujos. No estoy acostumbrado a escribir. Cuatro páginas en dos años. ¿Acaso no es ese el ritmo de la vida? Períodos de cambio, seguidos de largos períodos para acomodarse al cambio hasta que te entran ganas de volver a cambiar. El aburrimiento es mi única motivación. Probablemente también sea la de Pablito, pero él la disfraza con retórica anticomunista. No sabe nada de nada de comunismo.

8 de julio de 1941, Ceuta.

En el puerto para despedirnos había una gran concurrencia. El general Orgaz nos levantó el ánimo. Si no lo sospechábamos antes, ahora sabemos que somos un instrumento político. (¡Empiezo a hablar como Oscar!). El uniforme dice algo de lo que está sucediendo en Madrid: llevamos las boinas rojas de los carlistas, las camisas azules de la Falange y los pantalones caqui de la Legión. Realistas, fascistas y militares están satisfechos e involucrados. Hace meses que los alemanes están en los Pirineos. Se decía que iban a mandar una fuerza de ataque para tomar Gibraltar, lo que sonaba demasiado a invasión. Nos mandan a Rusia para que los alemanes se sientan mejor respecto a España, para que parezca que estamos en su bando. El periódico dice que Stalin es el enemigo real, pero no menciona que entremos en guerra. Hay juegos en marcha y nosotros estamos en medio. Tengo una sensación de desastre respecto a esta expedición, pero más allá de los muros del puerto tropezamos con un grupo de delfines, que nos acompaña casi todo el camino hasta Algeciras, lo que me parece un buen presagio.

10 de julio de 1941, Sevilla.

Nos han colocado en los barracones Pineda, en el extremo sur de la ciudad. Pasamos una noche en el centro. No pagamos ni una sola bebida. La última vez que algunos de nuestro grupo estuvieron aquí estaban acuchillando hombres en las calles de Triana. Ahora somos los héroes, enviados para mantener a raya a los comunistas. Cinco años son una era en cuestión de relaciones humanas.

A pesar del calor brutal, me gusta Sevilla. Los bares, frescos y oscuros. La gente, con mala memoria y ganas de expresar su alegría. Creo que es un buen lugar para vivir.

18 de julio de 1941, Grafenwöhr, Alemania.

Cambiamos de tren en Hendaya, en el sur de Francia. A nuestro paso, los franceses agitaban el puño y nos lanzaban piedras a los vagones. En nuestra primera parada en Alemania, la estación de Karlsruhe estaba repleta de gente que nos vitoreaba y que cantaba «Deutschland, Deutschland über alles». Cubrieron de flores el tren. Ahora estamos en algún punto al noreste de Nuremberg. El tiempo está gris. Los nuevos reclutas y casi todos los guripas están deprimidos; echan de menos su casa. Los veteranos estamos deprimidos porque nos han dicho que la División Azul, como nos llamamos, no estará motorizada, sino que utilizará caballos.

8 de agosto de 1941, Grafenwöbr.

Pablito tiene un ojo morado y un labio partido. Le gustan tan poco los alemanes como los comunistas que todavía no conocemos. A los guripas les gusta llevar camisas azules y boinas rojas en lugar del uniforme alemán. En Rathskeller, en la ciudad, se montó una pelea. «Nos han dicho que no sabíamos cuidar nuestras armas», dice Pablito. «Pero el motivo real es que nos estamos tirando a sus mujeres y las chicas nunca lo habían pasado tan bien». No sé si llegaremos a entendernos nunca con nuestros aliados. La comida huele peor que las letrinas, su tabaco quema como el heno y no hay vino. El coronel Esperanza ha recibido un Studebaker President, pero a nosotros nos han traído 6,000 caballos de Serbia. Tardaremos al menos dos meses en entrenar a los caballos, pero nos marchamos al frente a final de mes. Pablito ha oído que entraremos en Moscú, pero yo veo cómo nos miran los alemanes. Ellos valoran mucho la disciplina, la obediencia, la jerarquía y la pulcritud. Nuestra arma secreta es la pasión. Pero es demasiado secreta para que ellos la vean. Sólo en la batalla podrán entender la llama que quema dentro de cada guripa. Un grito de «¡A mí la legión!» y el suelo se levantará para devolver a los rusos a Siberia.

27 de agosto de 1941, en algún lugar de Polonia.

Nuestra reputación con las mujeres nos precede. Nos han prohibido relacionarnos con las mujeres judías, a las que reconocemos por la estrella amarilla que las obligan a llevar, o con las mujeres polacas (panienkas). Hemos oído que la 10va Compañía del 262 marchó con condones hinchados atados a los rifles en señal de protesta.

2 de septiembre de 1941, Grodno.

Primeras señales de batalla en la marcha a Grodno… Las afueras de la ciudad están arrasadas. El centro está lleno de escombros, y han puesto a los judíos a limpiar. Están exhaustos porque sus raciones de comida son ínfimas. La actitud de Pablito con los alemanes es cada día más dura. Ahora le parecen siniestros. Nos quieren endurecer haciéndonos caminar hasta el frente. Pablito se ha enamorado de una panienka rubia de ojos verdes que se llama Anna.

12 de septiembre de 1941, Ozmiana.

El Studebaker del coronel Esperanza se ha estropeado en los caminos. No tardará mucho en caminar como nosotros. El otro día, un Mercedes negro paró a nuestro lado y de él bajó el general Muñoz Grandes y almorzó con nosotros. Pablito y los guripas estaban como locos. Nos animó, porque es el único mando superior que sabe lo que es ser un soldado raso.

16 de septiembre de 1941, Minsk.

Pablito dice que hay un recinto fuera de la ciudad donde se retiene a los prisioneros rusos. No les dan comida. Los civiles tiran lo que pueden por encima de la verja y más de uno recibe un tiro a cambio. Pablito está feliz: su panienka ha aparecido en Minsk. Yo estoy contento porque ayer llegaron los garbanzos y el aceite de oliva.

Ya hace frío. El ambiente tiene el frescor del otoño.

9 de octubre de 1941, Novo Sokol’niki.

Estamos atascados en las cercanías de Velikje Luki: los partisanos han volado las vías de tren. Fuimos a buscar comida a la ciudad y acabamos asando caballos muertos en hornos de carbón en la estación, cantando y bebiendo vodka de patata. Pablito, perdidamente enamorado de Anna, canta muy bien. Flamenco en la estepa.

10 de octubre de 1941, Dno.

Nos descargan aquí de diferentes trenes de vía estrecha. Hay viejas colgadas de farolas. Partisanas. Los guripas se quedan impactados. «¿Qué guerra es esta?», pregunta uno, como si no supiera lo que había sucedido en su país hacía tres años.

Siguiente parada, Novgorod y el frente. A partir de ahora cobramos paga de combate. Los rojos dominan el cielo. Los suministros son escasos. Hay pocos recambios. Partisanos. Ni rastro de Pablito, no apareció para la misa de la tarde.

11 de octubre de 1941, Dno.

Aquí están en vigor las medidas de ocupación, de modo que tengo que acompañar a una patrulla alemana a buscar a Pablito casa por casa. No lo encontramos. En una casa me sorprende encontrar a Anna, su panienka, trabajando con unos civiles rusos. No sé cómo ha podido llegar tan lejos. Fuera, en la calle, les digo al oficial alemán y a dos hombres que la hagan salir. Las otras mujeres se ponen a gritar y los alemanes las golpean con las culatas de los rifles. Obligan a Anna a arrodillarse en la calle y le preguntan por Pablito. Ella lo niega todo, pero sabe por qué la han elegido. El oficial, un bruto colosal, se quita un guante y la abofetea con tanta furia que le deja la cabeza colgando como una muñeca rota. Se la llevan a un edificio destrozado del otro lado de la calle. A Anna le cae el pañuelo de la cabeza y se le suelta el pelo rubio. Los hombres murmuran. La cara del oficial parece un tanque blindado. La tarde gris se vuelve más oscura. La temperatura baja. Más preguntas, más negativas. La desnudan. Tiene la piel de un blanco azulado. Solloza de miedo y de frío. Le tuercen los brazos en la espalda y la levantan del suelo. Ella grita. El oficial pide una bayoneta y utiliza la hoja para golpear sus pezones endurecidos, y ya está. El terror del frío acero. Ella cuenta que la obligaron a conducir a Pablito a una trampa de los partisanos. La dejan vestirse. La patrulla se lleva a todas las mujeres. Vuelvo y presento mi informe al comandante Pérez Pérez.

12 de octubre de 1941, Dno.

Por la mañana, el teniente Martínez me ordena reunir un pelotón de ejecución de once hombres. Nos han traído a dos comunistas partisanos y a la panienka de Pablito para que los ejecutemos. Los colocamos contra la pared en el patio de carga. La chica no se sostiene de pie y no hay postes para atarla. El teniente Martínez ordena a los dos hombres que la sostengan entre ellos. Se colocan como en una fotografía familiar. El teniente Martínez se sitúa junto a nosotros y grita «¡Carguen!», «¡Apunten!» y, al oír la palabra «¡Fuego!», ella me mira. Le disparo a la boca.

Una patrulla encuentra a Pablito aquel mismo día, colgado de un árbol. Está desnudo, le han arrancado los ojos y le han cortado los genitales. Celebramos una misa de funeral por él, nuestra primera baja. Pablito, el anticomunista, que murió sin haber disparado ni un tiro.

13 de octubre de 1941, Podberez’e.

Bajamos del tren bajo un fuego pesado de artillería y nos desplegamos hacia el sur de la ciudad a lo largo del río Volga. Hay un bosque denso detrás de nosotros, lleno de partisanos. Al otro lado del Volga están los rusos. Barro espeso por todas partes (que llaman rasputitsa), y es difícil moverse. Por las noches hiela.

30 de octubre de 1941, Sitno.

Nos hemos retirado después de una semana feroz y muchas pérdidas. Esta guerra cada día es más incomprensible. El otro día atacamos Dubrovka. Queríamos rodear las defensas rusas y llegar a ellos por detrás. En cuanto nos replegamos al sur de la ciudad nos atacó la artillería y al intentar salir del sector nos encontramos en un campo minado. ¿Qué hacía allí un campo minado? Había cadáveres por todas partes. García, sin la pierna izquierda y aguantándose la entrepierna, gritaba «¡A mí la Legión!». Nos replegamos y atacamos a los rusos. Nos volvimos locos y los habríamos pasado todos a cuchillo de no haber estado tan agotados. El teniente Martínez nos dice que las unidades rusas tienen oficiales políticos cuya misión es mantener la disciplina. Colocan minas detrás de la línea del frente de las tropas para evitar que retrocedan. ¿Contra quiénes luchamos? No contra los civiles. En cuanto hacemos prisioneros nos ayudan tanto como nuestros propios hombres.

1 de noviembre de 1941, Sitno.

Conozco el calor. Comprendo el calor. He visto lo que hace a los hombres. He visto morir a hombres por falta de agua. Pero el frío no lo conozco. El paisaje se ha endurecido a nuestro alrededor. Los árboles están quebradizos por la helada. El suelo bajo el polvo de nieve acumulado es como hierro. Nuestras botas resuenan contra él. Un pico no le hace mella. Tenemos que usar explosivos para excavar. La orina se hiela instantáneamente en cuanto toca el suelo.

Y nuestros prisioneros rusos dicen que todavía no hace frío.

8 de noviembre de 1941.

Hay hielo en el Volga. Es difícil creer que se helará hasta un metro de profundidad y cambiará por completo la estrategia de esta pequeña guerra. Los soldados aún pueden cruzarlo en balsas.

Intentaron hacer cruzar a los caballos, pero uno se salió de la balsa y se hundió en el hielo. Asustado, arrancó las bridas de la mano del soldado que observaba cómo el aterrorizado animal intentaba trepar. Fue sorprendente lo poco que tardó un animal tan grande en sucumbir al frío. En un minuto, sus piernas traseras dejaron de moverse. En dos minutos, sus patas delanteras estaban quietas. Por la tarde, el hielo se había cerrado alrededor del animal, cuya mirada de terror aún estaba viva en sus ojos. Se ha convertido en un monumento al horror. Ningún escultor podría haber cumplido mejor el encargo de un municipio enloquecido. Los guripas que son nuevos en el frente no pueden apartar sus ojos de él. Algunos miran hacia la orilla oeste del río y se dan cuenta de que la civilización ha quedado detrás de ellos y que más allá del Caballo de Hielo no habrá la gloria esperada, la causa apasionada, sino más bien una visión sangrienta de la cámara más fría del corazón humano.

9 de noviembre de 1941.

En Nikltkino topé con una escena de la Edad Media. Un prisionero ruso con un martillo avanzaba entre las hileras de sus camaradas muertos, rompiéndoles los dedos, que todavía se aferraban al arma. Ninguno llevaba botas. Las habían robado todas. Con los dedos y brazos rotos y sin armas, ahora se pueden coger sus chaquetas de piel y sus chalecos. Me parezco al Hombre Lobo y hace poco me he comprado un gorro de piel de oso. El frente avanza hacia Otonskii y Posad.

18 de noviembre de 1941, Dubrovka.

Los rusos han contraatacado los límites de nuestro nuevo frente. Atacamos con todo: mortero, antitanques y artillería. Lo tomamos al día siguiente, y a continuación los rojos atacaron. Empezaron con un «¡Hurra!» resonante y algo más que, cuando estuviera más cerca, entendimos como «¡Ispanskii kaput!». Nuestra artillería los diezmó; al resto los segamos como trigo, que es como los rusos cargaron: de pie, nunca agachados. A lo mejor les parecía poco valiente. Se reagruparon y nos atacaron de nuevo por la noche y les respondimos en la llanura nevada debajo de las lentas bengalas, y los bosques negros detrás. Irreal. La noche tan silenciosa ante la violencia. Lanzamos granadas y seguimos con una carga de bayonetas. Los rojos se dispersaron. Mientras se perdían en el bosque oímos a los nuevos reclutas, que acababan de vivir su primera carga, gritando tras ellos: «¡Otro toro! ¡Otro toro!».

5 de diciembre de 1941.

Vuelvo a estar en el frente después de pasar unos días en el hospital de campo para curarme una herida. No quiero volver nunca más al hospital. Ni el frío podía eliminar el hedor: más bien se ha helado para siempre en mi nariz.

El frío ha alcanzado una nueva dimensión: –35° C. Cuando los hombres mueren de calor, se vuelven locos, empiezan a farfullar, su cerebro delira. En el frío, los hombres sencillamente se apagan. Ahora están, incluso fumando un cigarrillo, y al cabo de un momento se han ido. Los hombres mueren porque el fluido cerebral se congela en su cabeza bajo sus cascos de acero. Doy gracias por mi gorro de piel. Con la bajada de temperatura, los rusos han empezado a hablarnos en español y a utilizar a los republicanos para traducir. Nos prometen calor, comida y entretenimiento. Nosotros les decimos que se follen a su puta madre.

28 de diciembre de 1941.

Una Nochebuena sumida en un frío profundo. Los hombres recitan poesías y cantan sobre España: el calor, los pinos, la cocina de la madre y las mujeres. Los rusos son despiadados y nos atacan el día de Navidad. El número de soldados que carga es apabullante. Hemos oído hablar de sus batallones de castigo. Mandan a los presos políticos contra nuestras armas. Caen tres o cuatro filas y entonces aparecen los soldados de verdad saltando por encima de ellos, utilizando los cuerpos como rampa. Estamos en el lugar de la tierra más abandonado de Dios, apenas hay luz diurna pero sí muerte por todas partes. Se cuentan atrocidades de Udarnik en el norte de nuestro sector: guripas clavados al suelo con picos de hielo. Nuestra rabia se deshincha con el frío y el hambre.

18 de enero de 1942, Novgorod.

Los rusos huelen nuestra debilidad y, cuando creemos que hace tanto frío que no podremos movernos nunca más, nos atacan. Nos mandan a Teremets a ayudar a los alemanes. Intentamos disuadir a las interminables oleadas de rusos utilizando nuestros viejos trucos africanos. Despojamos a los prisioneros de la ropa, les cortamos los dedos con que disparan, les partimos la nariz, les cortamos una oreja y los mandamos de vuelta. No sirve de nada. Al día siguiente vuelven a atacarnos con palos y bayonetas. Tuve suerte de salir vivo de Teremets y logré volver porque me mandaron a la retaguardia con una pierna rota.

17 de junio de 1942, Riga.

Tengo complicaciones con la pierna después de un brote de neumonía. Estaba demasiado débil para trasladarme y me perdí la vuelta del batallón en primavera. Me recolocaron la pierna. Cogí el tifus. La herida no se curaba. Estuve cinco meses sin saber muy bien lo que sucedía. Me visitó el nuevo comandante del 269, el teniente coronel Cabrera, que me pidió que volviera al frente con la recompuesta «Tía Bernarda», el apodo de mi unidad. La guerra ha ido mejor para los alemanes últimamente, vuelven a controlar todo el territorio al oeste del Volga y empiezan a apretar la tuerca en Leningrado.

9 de febrero de 1943.

Un desertor ucraniano ha llegado hoy y nos ha dicho más de lo que queríamos saber sobre lo que está sucediendo en Kolpino. Detrás de la ciudad están preparando ingentes números de baterías, centenares de camiones están descargando munición. El enemigo estaba a punto para atacar mañana. Después de tanto esperar no le creímos, pero nos enseñó su ropa interior limpia y fue suficiente. Los rusos siempre reparten ropa interior limpia antes de un ataque. Significa que vas a morir, pero que lo harás con dignidad. Por eso desertó. Pero ¿por qué vino con nosotros, si somos los que vamos a recibir el ataque? El vodka estropea el cerebro eslavo.

Las grandes ametralladoras Kolpino empezaron a disparar metralla a nuestras posiciones en el sur. La infantería hizo explotar los campos de minas frente a sus líneas. Nuestra patética artillería atacó y los rusos lo vieron claro…, ni siquiera se dignaron responder.

Se hizo de noche a las cinco. El frío se cebó en nuestros huesos. Tenemos mucho miedo, pero la inevitabilidad provoca la determinación. Los motores de los tanques rusos se pusieron en marcha al unísono con un rugido ensordecedor. Los motores estuvieron en marcha toda la noche porque los rusos temían que se helaran.

«Mañana correrán los toros», dice uno de los sargentos. Voy a ver a los centinelas. El frío los vuelve imprudentes. Mientras hablo con los hombres, los pinos frente a las ciénagas de turba se agitan donde miles de soldados se apresuran a tomar posiciones a lo ancho del bosque para el ataque de mañana.

10 de febrero de 1943.

Nada de lo que nos había dicho el desertor ucraniano nos había preparado para aquello. A las 6:40, las ametralladoras Kolpino abrieron fuego contra nosotros. Mil piezas de artillería disparando a la vez. La devastación, en cuestión de minutos, fue tan completa como después de un terremoto. Desaparecieron colinas enteras, en erupción, como bajo la presión de un volcán. Los pinos helados se encendieron. La nieve a nuestro alrededor se fundió instantáneamente. Posiciones fuertemente reforzadas detrás de nosotros desaparecieron en la tierra humeante. Nos diezmaron. Sin teléfonos, ni visibilidad porque el ambiente estaba lleno de un humo negro y del hedor de la turba. Nos agachamos tras un torrente de tierra, tablas, alambre, pedazos de hielo y más tarde de extremidades. Brazos, piernas, cabezas con casco, un torso a medio quemar. Era la declaración de obertura. Decía: «No sobreviviréis».

Algunos hombres sollozaban, pero no de miedo, sino por la incapacidad de controlar el impacto. Esperamos. El inevitable «¡Hurra!» y la carga de los rojos. Se lanzaron sobre nuestro campo de minas y después de diez metros estaban todos muertos. Siguió otra ola. Otros diez metros y todos muertos. En cuanto llegaron al borde del campo de minas abrimos fuego y los segamos, una línea tras otra. Había cinco capas de cadáveres pero seguían viniendo. Seguimos disparando, y los cañones rojos de nuestras ametralladoras resplandecían incluso en el punzante frío de la mañana.

Los rojos mandaron sus nuevos tanques KV-I hacia su objetivo: las colinas de Sinevino. Nuestros obuses rebotaban en la armadura.

Estábamos incomunicados con nuestra izquierda y con la retaguardia. Machacaron nuestra posición. Hirieron a nuestro capitán en el brazo. Los tanques T-34, más pequeños, traspasaron nuestra línea, con la infantería detrás, a la que segamos, tiñendo de rojo sus blancos capotes. Nos atacan con antitanques y mortero hasta que no podemos ni pensar. Al final no teníamos ametralladoras. Ni rifles automáticos. Todos los rusos que se acercaban lo suficiente eran acuchillados. Más fuego de mortero. Me daban ganas de reírme de tan desesperada como era nuestra posición. Hirieron al capitán en la pierna. Daba brincos, exhortándonos a mantenernos firmes, «¡Arriba España! ¡Viva la muerte!». Estábamos idiotizados por la batalla. Teníamos las caras negras, salvo las cuencas de los ojos, que estaban blancas. Nos dormíamos de pie. El capitán inició un último discurso entusiasta: «España se enorgullece de vosotros. Yo me enorgullezco, es un privilegio para mí haber sido vuestro superior en la batalla de hoy…». Lo interrumpieron veinte rifles rusos apuntando a nuestra trinchera.

12 de febrero de 1943, Sablino.

La primera pregunta de los rojos fue: «¿Quién tiene un reloj?». Les quitaron los relojes a los dos oficiales que quedaban. Cuatro de nuestros heridos fueron pasados a bayoneta allí mismo. Nos condujeron a Moscú por la carretera de Leningrado. La escena de devastación era tan inmensa, las bajas rusas tan grandes en el suelo, que era comprensible que todos los rojos que encontramos estuvieran totalmente borrachos. Algunos de nuestros guardias se fueron a beber por el camino. Al llegar al río, dos de los rusos se llevaron al capitán para interrogarlo. Entonces quedaron cuatro hombres para llevarnos al corral alambrado de Ian Izhora. No nos hacía ninguna gracia pasar una noche al aire libre. Lo hablamos entre nosotros en español y a una señal atacamos. Un solo puñetazo en el cuello del guardia más cercano y salí de la carretera de troncos, corriendo hacia la ciénaga de turba, en zigzag. Tenía mala puntería. Llegamos a una antigua zanja antitanques y corrimos por ella hacia donde habían estado nuestras líneas. Sólo vimos rusos borrachos y dormidos. Volvimos a la carretera principal, donde oímos las palabras «¡Alto! ¿Quién vive?». Respondimos «España» y caímos en brazos amigos.

13 de febrero de 1943.

Lo que vi hace pocos días me ha minado el ánimo. Soy menos humano después de lo que he visto y he hecho, la gloria en la batalla es una cosa del pasado. Los héroes individuales desaparecen en la miasma de la guerra moderna, donde máquinas imponentes aniquilan y vaporizan. Uno es valiente y debería sentirse glorioso sólo por haber entrado en la arena. Lo he hecho y he sobrevivido, y nunca me he sentido más solo. Ni siquiera cuando huí de casa me sentí tan solo como ahora. No conozco a nadie y nadie me conoce a mí. Tengo frío, pero por dentro. Con mi abrigo de piel de lobo y mi gorro de piel de oso soy un animal solitario, sin manada, en la llanura nevada donde el horizonte se ha fundido con el paisaje de modo que no hay principio ni final. Estoy cansado, con un cansancio que aplasta mis huesos, de modo que sólo deseo dormir con unos sueños tan blancos como la nieve y en un frío que sé que me llevaría de una forma indolora.

9 de septiembre de 1943.

No he escrito ni una sola palabra desde Krasni Bor y después de haberlo leído de nuevo sé por qué. Estoy congregado con el 14° Batallón de Retorno y eso me da fuerzas para enfrentarme de nuevo a la página. Hoy los rusos nos han dicho que los italianos han capitulado. Plantaron un cartel con enormes letras rojas: «¡Españoles, Italia ha capitulado! ¡Pasaos a nosotros!». Algunos guripas pasaron por debajo del alambre, se llevaron el cartel y plantaron otro: «¡No somos italianos!». Por una vez, los alemanes estuvieron de acuerdo.

Mi cabeza está en casa, pero no tengo casa. Sólo quiero volver a España, sentarme bajo el seco sol de Andalucía con un vaso de vino tinto. Me decidido que iré a Sevilla y que Sevilla será mi hogar.

14 de septiembre de 1943.

Nos marchamos del frente de Volosovo, unos 60 km. Esperaba sentirme feliz, la mayoría de los guripas cantan. Yo todavía estoy imbuido de fatiga. Esperaba que alejarme del frente me ayudaría, pero mi ánimo se ha oscurecido y casi no puedo hablar. Por la noche sudo, mi almohada está mojada aunque no esté caliente. Nunca llego a dormirme. Mis noches son una serie de sobresaltos, de espasmos corporales que empiezan en la cintura y me suben a la cabeza como un latigazo. La mano izquierda me tiembla y tiene tendencia a moverse de una forma espástica. Me despierto con la sensación de que mis manos no son mías y estoy aterrorizado desde el primer momento.

Miro mis dibujos y lo que me conmueve no es el perfil de Leningrado con la cúpula de la catedral de San Isaac y la aguja del Almirantazgo, ni los retratos de mis compañeros y los prisioneros. Son los paisajes invernales. Hojas de papel en blanco con vagas manchas de edificios, izbas o pinos. Son una abstracción de un estado mental. Una estepa helada en la que incluso las certezas sólo tienen una presencia ondulante. Le muestro una a otro veterano del frente ruso y la mira un buen rato y creo que ha visto lo mismo que yo, pero me la devuelve diciendo: «Qué lobo más raro». Eso me deja perplejo, pero finalmente me hace gracia y me da la primera brizna de esperanza desde febrero.

7 de octubre de 1943, Madrid.

Hoy he dejado oficialmente la Legión después de doce años de servicio. Tengo una bolsa de ropa y una mochila con libros y dibujos. Tengo dinero para vivir un año. Me voy a Andalucía, a la luz otoñal, a los cielos azules penetrantes y el calor sensual. Dibujaré y pintaré durante un año y veré cómo me va. Beberé vino y aprenderé a holgazanear.

Debido al bloqueo americano hay muy poco combustible para el transporte público. Tendré que ir andando a Toledo.