Capítulo 18

Martes, 17 de abril de 2001

Edificio de los Juzgados, Sevilla

Falcón y Ramírez apagaron los móviles y se sentaron delante de Calderón, que mantuvo su postura expeditiva hasta que los dos estuvieron instalados. Se sentó en su silla como si hiciera un esfuerzo tremendo para contener su ira.

—Adelante —dijo él, y entrelazó los dedos—. Empecemos con lo último del principal sospechoso.

—Ha habido una gran novedad a este respecto —anunció Falcón, y Ramírez a continuación alargó al juez las dos fotografías «limpias» del sospechoso—. Creemos que este es nuestro asesino.

Calderón abrió mucho los ojos al coger las fotografías, pero recuperó su expresión taciturna cuando vio que ninguna de ellas era concluyente. Falcón lo puso al día de cómo habían conseguido las fotos. Su voz parecía separada de su cuerpo, como si no fuera humano, sino un generador robótico de palabras. El profundo agotamiento le estaba separando de sí mismo. Salieron más frases: «… aparentemente es un hombre entre veinte y cuarenta años…», «… otra novedad…», «… un vídeo pornográfico…», «… ha confundido nuestra percepción del principal sospechoso…», y sólo calló cuando Calderón levantó la mano y leyó el informe sobre la película. Bajó la mano. La cinta empezó de nuevo mientras Falcón se preguntaba cuántas palabras podría pronunciar un ser humano en una vida. «La prostituta Eloísa Gómez…», «… desaparecida desde el viernes por la noche…»,«… se ha establecido contacto…», «… el móvil robado…», «se teme que haya sido asesinada…». Pensó que todo había sucedido hacía mucho y al mismo tiempo era muy reciente. Y la investigación de la vida privada de Raúl Jiménez: el secuestro del hijo, el suicidio de la esposa, la locura de la hija, la neurosis del hijo; otro siglo, porque lo era. Entonces ya estaban en un siglo diferente. Una gran tajada de la historia debe quedar atrás, para que podamos empezar una nueva acumulación de errores sin referencia…

—Inspector jefe —dijo Calderón—, su especulación con la historia no es oportuna en esta investigación.

—¿Usted cree? —preguntó Falcón, y por el temor de que lo hubieran pillado en falso dijo lo que esperaba que fuera inspirado—. El motivo siempre es histórico, a menos que sea psicótico. La única pregunta es: ¿cuán lejos tenemos que remontarnos? ¿Al mes pasado, cuando Raúl Jiménez intentó vender sus restaurantes a Joaquín López? ¿A la última década, cuando presidía la Comisión de Construcción de la Expo’92? ¿O treinta y seis años atrás cuando secuestraron a su hijo?

—Concentrémonos en lo que tenemos ahora —dijo Calderón—. Usted es el inspector jefe y tiene cinco hombres a sus órdenes; lo que puede lograr con esos recursos tiene un límite. Ha seguido las pistas disponibles. Ha logrado algunos resultados: la foto, por ejemplo. Pero lo más importante es la aparente audacia del asesino y su tendencia a comunicarse con usted. Como bien ha dicho, al ser atrevido comete errores, que en el caso del funeral podrían haber sido fatales para él. Le está mandando cosas. Está hablando con usted.

—En vista de la reacción de Consuelo Jiménez ante la película pornográfica, ¿propone que abandonemos a nuestro principal sospechoso y esperemos a que el asesino se ponga en contacto con nosotros? —preguntó Ramírez.

—No, inspector, Consuelo Jiménez es el centro de la investigación. Es lo único que tenemos. Creemos que la víctima no conocía al asesino. Por ahora tenemos a dos personas con posibles motivos: Joaquín López, de la cadena Cinco Bellotas, cuyo motivo es muy débil; y Consuelo Jiménez, cuyo motivo es el clásico, casi un estereotipo. Dada su reacción ante el vídeo, descrita por el inspector jefe, parece menos probable, pero no la descarta totalmente. Ha hecho bastante para hacernos creer que es capaz de ser despiadada, como mínimo. Parece bastante asqueada por los intereses sexuales de su marido y por su infidelidad empresarial. Pero no ha hecho suficiente para hacerme creer que no es posible que contratara a alguien para cometer ese horrible asesinato. Y si de verdad contrató a alguien, que ha matado ahora a su cómplice, quizás ella eligiera mal, porque parece que el asesino está fuera de control.

—¿Cree que deberíamos intentar comunicarnos con él? —preguntó Falcón.

—¿Y qué le vamos a decir? —inquirió Ramírez.

—Tracemos un perfil suyo… ahora —pidió Calderón.

—Ya he dicho que es atrevido y juguetón —dijo Falcón—. Incluso diría que también es creativo. Le gusta filmar, la idea del ojo, la visión y la vista. Le interesa cómo miramos las cosas. Con qué claridad las vemos o no: la lección de visión.

—Habrá más de esas —dijo Calderón.

—También está interesado en la forma en la que nos presentamos ante el mundo y si está reñida con nuestras vidas secretas y posiblemente con nuestra historia secreta.

—Investiga —dijo Ramírez—, filma a la familia Jiménez, descubre el cambio de fecha en la mudanza de Mudanzas Triana.

—Puede que también tenga encanto y buen aspecto y sea comprensivo con los desafortunados si fue capaz de convencer a Eloísa Gómez para que lo ayudara —dijo Falcón—. Una mujer como ella no desea visitas de la policía y tenía que saber que las recibiría, aunque él sólo le dijera que iba a robar un par de cosas.

—¿A qué se dedica? —preguntó Calderón—. Tiene que llegarle dinero de alguna parte. Tiene una cámara, vídeo y un ordenador.

—Fue a Madrid a mandar la película pornográfica —dijo Ramírez—. No lo habría dejado en manos de cualquiera. Tiene tiempo.

—Todos los obsesionados tienen tiempo —apuntó Falcón—. Podría trabajar en cine, eso le daría acceso al equipo y si trabaja por su cuenta tendría tiempo y dinero.

—El médico forense dijo que demostraba ciertos conocimientos quirúrgicos.

—Hay mucha gente hábil con las manos —terció Calderón—. Usted dijo que está obsesionado, inspector jefe.

—La segunda vez que me llamó no me quedó ninguna duda de que tenía una historia que contar y que lo haría a su manera. Transmitía rabia y quizás amargura.

—En ese caso, si interferimos podríamos desestabilizarlo —dijo Calderón—. Podríamos obligarlo a cometer un error haciendo que se enoje.

—¿Sabe qué es lo que odian más que nada las personas creativas? —preguntó Falcón—. Las críticas de las personas que ellos consideran incapaces de juzgar. Créame. Lo sé. Veía cómo se ponía mi padre.

—Pero su trabajo —dijo Ramírez—, de su trabajo… ¿qué podemos decirle?

—Le podemos hablar de sus errores —apuntó Falcón—. Decirle lo del trapo con cloroformo, que lo vimos en el cementerio. Lo poco profesional que ha sido.

Calderón asintió con la cabeza. Falcón cogió el móvil con las manos sudadas. Tenía dos mensajes. El primero era un mensaje de texto, que leyó instintivamente porque pocas veces los recibía.

—Se nos ha adelantado —dijo, y pasó el móvil a Calderón.

El mensaje de texto era un acertijo en forma de poema:

Cuando su amor es ciego

no arde más su fuego.

Jamás abrirá los ojos

ni hablará con los locos.

En paz yacen sus hombros

donde se agitan las sombras.

Ahora ella duerme en la oscuridad

con su fiel amante de la celebridad.

—Puede decirle que su poesía es un asco, y eso lo molestará —dijo Calderón, devolviéndole el móvil.

—La ha matado —dijo Falcón—. Y nos está diciendo que ha dejado su cadáver en el mausoleo de los Jiménez en el cementerio de San Fernando.

—Llámelo —ordenó Calderón—. Dígaselo.

Falcón buscó el número de Eloísa Gómez en la memoria del móvil y lo marcó. No hubo respuesta. Los tres hombres salieron del edificio, subieron al coche de Falcón y condujeron a lo largo del río hacia el cementerio. Pasaron por la avenida bordeada de cipreses de Jesús de la Pasión, mientras Falcón marcaba el número de Eloísa Gómez todo el camino. Al acercarse al mausoleo de los Jiménez oyeron que dentro sonaba un móvil. Falcón apagó la llamada y el teléfono dejó de sonar.

La puerta del mausoleo se abrió con un empujón. El hedor indicaba que la putrefacción ya había comenzado. Eloísa Gómez estaba echada boca arriba en la losa situada debajo del ataúd de Raúl Jiménez. Tenía el móvil encima del estómago y debajo había un sobre que llevaba escrito: «LECCIÓN DE VISIÓN N.° 2». Tenía la falda levantada, dejando a la vista la ropa interior negra y un portaligas al que se abrochaba sólo una media. La otra pierna estaba desnuda.

Su cabeza reposaba en la oscuridad en la parte trasera del pequeño mausoleo. Falcón sacó una pequeña linterna e iluminó el cuerpo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y cada mano cubría pudorosamente un pecho. En el cuello se distinguían una quemadura y un gran moratón. Su cara todavía estaba maquillada para salir a trabajar. Sobre cada párpado había una moneda y, por la forma como se habían hundido las monedas en las cuencas, Falcón se dio cuenta de que no tenía ojos. Retrocedió y chocó contra el ataúd de la esposa muerta; la linterna le cayó de la mano. Salió del mausoleo y bajó las escaleras, temblando y estremeciéndose.

Ramírez estaba llamando a la sala de incidencias de Jefatura, para decirles que mandaran un coche patrulla y a la Policía Científica pero que no llamaran al juez de guardia porque ya estaba allí un juez de instrucción.

—¿Qué tenemos allí dentro? —preguntó Calderón, viendo el horror en la cara de Falcón.

—Está muerta —anunció él— y le han extraído los globos oculares.

—Joder —dijo Calderón, claramente impresionado.

—La lección de visión número dos está debajo del móvil, encima de su estómago. Tendremos que esperar a que lleguen los forenses para continuar.

Falcón se alejó y respiró hondo. Echó un vistazo alrededor del mausoleo y volvió junto a Calderón.

—Antes hablábamos de la creatividad de ese tipo —dijo—. De esos ramalazos de improvisación. De algún modo creo que esto no formaba parte del plan. Lo ha hecho para que veamos lo listo que es. Creo que es importante para él que lo sepamos.

—Pero si la chica era su cómplice ya sabría que tendría que hacer algo con ella —dijo Calderón.

—¿Algo así? Sé que suena ridículo, pero ¿sabe lo difícil que es meter un cadáver en un cementerio? Uno no puede entrar sin más con uno cargado al hombro. Mire qué paredes. Las puertas están cerradas por la noche. No es fácil. Y si no era su cómplice, se ha tomado muchas molestias para encontrarla, matarla, deshacerse de su cadáver de una forma complicada y… creo que descubriremos que para introducirla en su tema.

—¿Su tema?

—Visión, perspectiva, ilusión, realidad.

—¿Cree que trabaja solo?

—Todavía tengo dudas sobre Consuelo Jiménez, pero respeto lo que dice sobre centrar la investigación en ella, porque sin ella estamos en mar abierto. Mi instinto me dice que trabaja solo, pero existe la posibilidad de que lo contratara Consuelo Jiménez, que haya cumplido el encargo y haya desarrollado un gusto por el trabajo, y me refiero a su «obra». Creo que esto es como una obra de arte para él.

—¿O sea que cree que es un artista?

—Él es el que cree que es un artista, con todas estas lecciones de visión y su poesía y lo de «tengo una historia que contar».

—Si no era su cómplice —dijo Calderón—, y ella simplemente estaba en el piso cuando él filmó, y decidió que tenía que eliminarla, ¿cómo la localizó?

—Las chicas de La Alameda dijeron que Raúl Jiménez llamó dos veces porque Eloísa Gómez no estaba la primera vez y él estaba interesado concretamente en ella. Así que el asesino, si estaba en el piso en aquel momento, habría oído su nombre. Además robó el móvil de Raúl Jiménez. Tiene su número. Pero, escuche…, esto es interesante. Uno de los versos del poema que nos mandó dice: «Donde se agitan las sombras». Eran palabras de Eloísa: es con lo que las chicas tienen que estar alerta.

—Entonces es que ha hablado con ella —dijo Calderón—. Él ha establecido una especie de relación con ella.

—Y eso es insólito entre una prostituta y un cliente.

—Entonces la conocía.

—Si ella se veía con alguien en privado me sorprende que sus amigas no lo supieran —dijo Falcón—. Pero de hecho… creo que enfocamos mal nuestra primera entrevista con ella y somos policías, al fin y al cabo. No les gustamos. No tienen ganas de hablar con nosotros.

—¿Cree, inspector jefe —preguntó Calderón, casi con trascendencia—, que estamos ante un asesino en serie?

—Estamos ante un asesino múltiple y, con el asesinato de Eloísa Gómez, creo que tenemos algo parecido a un acto llevado a cabo al azar, aunque, como he dicho, creo que descubriremos que ella forma parte del tema, así que depende de lo que entendamos por azar. La planificación y la motivación con que se cometió el asesinato de Raúl Jiménez no se dan en este asesinato. Donde había lógica, método y técnica, ahora sólo hay pura y simple inspiración.

—¿Así que cree que volverá a matar?

—Lo creo…, pero no creo que lo haga al azar. Creo que formará parte de la estructura de su obra. El asesinato de Eloísa Gómez también encajaba de algún modo. Ella dijo algo más aparte de «donde se agitan las sombras», que ha entrado en la estructura perversa de la mente del asesino. Si se piensa en ello, esas chicas se ganan la vida en lugares oscuros y peligrosos. A diario ven aspectos de la naturaleza humana que pocas veces cruzan el camino de las personas normales. Necesitan ser listas para sobrevivir a sus contactos a veces espeluznantes. Muchos asesinos atacan a prostitutas. Para algunos hombres, lo único que esas chicas excitan en ellos son sus propias debilidades y eso los enfurece. Raúl Jiménez parecía un tipo rico e inofensivo que se permitía una cana al aire de vez en cuando, pero ahora sabemos que había algo más perverso instalado en su cerebro.

—Bueno, con él el instinto de la chica funcionó —dijo Calderón—. Pero con el asesino fracasó tristemente.

—Se metió en la cabeza de la chica. La conmovió. Ella habló con él. Las prostitutas sobreviven con sus clientes mientras mantienen la distancia. La intimidad es fatal.

—Un mundo en el que a uno no le gustaría vivir…, donde la intimidad es fatal —dijo Calderón, y Falcón, que no había hecho un solo amigo desde que se había ido de Barcelona, supo que le gustaba aquel hombre.

Por la avenida principal del cementerio entró un coche patrulla, con las luces azules parpadeando entre el granito negro y el mármol blanco. Calderón encendió un cigarrillo y lo fumó con expresión asqueada. Falcón sacó su móvil para escuchar el segundo mensaje, que había olvidado a causa de la excitación del primero. Era el doctor Fernando Valera, que le decía que le había concertado una cita con un psicólogo y le daba una dirección de Tabladilla.

Aparecieron Felipe y Jorge, los mismos forenses del asesinato de Raúl Jiménez, y se quedaron esperando al médico forense. Este llegó unos minutos después. Era una mujer de unos treinta años con el pelo largo y oscuro, que escondió en un gorro de plástico blanco. Tardó menos de quince minutos en examinar el cadáver. Salió del mausoleo, entregó a un policía la linterna que Falcón había dejado caer y dio su informe al juez Calderón. Situó la hora de la muerte a primera hora del sábado y, como el rigor mortis estaba totalmente desarrollado, dedujo que el cuerpo estaba allí desde el fin de semana. La causa de la muerte era la estrangulación y, dada la marca en el cuello, probablemente se había hecho con la media que faltaba. La profundidad de la marcas alrededor de la parte frontal del cuello indicaría que el asesino la había atacado por detrás y había utilizado el peso de la chica para matarla. No podía dar detalles sobre los ojos hasta que tuviera a la chica en el Instituto.

Felipe y Jorge entraron, y empolvaron el móvil y el sobre; estaban limpios. Abrieron el sobre y empolvaron la tarjeta de dentro; también estaba limpia. La entregaron a Falcón, que enarcó las cejas.

¿Por qué tienen que morir aquellos a quienes

les encanta el amor?

Porque tienen el don de la vista perfecta.

Falcón lo leyó en voz alta y luego guardó la tarjeta en una bolsa de pruebas. El médico forense conferenció con Calderón y la secretaria, que tomó notas. Ramírez repitió la lección de visión.

—No sé qué significa —dijo—. Lo entiendo, pero… ¿usted sabe qué significa, inspector jefe?

—Puede que sea una ironía —contestó Falcón—. A una prostituta no le gusta amar.

Cambió de idea casi inmediatamente después de decirlo. Le vino a la cabeza el panda tristón y rígido del dormitorio de Eloísa Gómez, junto con la idea de que el asesino había llegado también hasta allí.

—¿Y el don de la vista perfecta?

—Quizá, como dijo usted, inspector jefe —intervino Calderón en la conversación—, esas chicas ven las cosas con mucha claridad.

—La media —dijo Falcón—. La media que le quitó…

—Seguramente la durmió con cloroformo para quitársela —indicó Ramírez.

—Sí, probablemente —dijo Falcón, desilusionado ante la probable vulgaridad.

Se estaba imaginando un momento de contacto entre el asesino y Eloísa Gómez en que hubieran alcanzado cierta intimidad, hasta que, en el inicio de la relación sexual, con todas sus connotaciones psicológicas, la auténtica naturaleza del asesino se manifestara.

—¿Dónde la mataron? —preguntó Calderón—. Tiene que haber sido en la ciudad, ¿no?

—Y el tipo tiene que haber tenido alguna clase de transporte —dijo Ramírez.

—O puede que vinieran juntos y luego él la matara y escondiera el cadáver. Tiene que haber muchos desechos de jardinería por aquí —dijo Falcón, y pidió a Ramírez que enseñara una foto de la chica al portero por si la reconocía—. Tendremos que registrar todo el cementerio también.

Mientras hablaba por el móvil, Ramírez echó una mirada a las hectáreas de cruces y mausoleos que se extendían en todas las direcciones hasta las lejanas palmeras y los cipreses cercanos a los muros del cementerio. Falcón contempló los chillones adornos florales, los nombres inacabables, las hileras de muertos que se elevaban hacia el cielo azul y las altas nubes.

Por la avenida principal llegaba una ambulancia a un paso respetuoso, y el parabrisas mate le daba un toque impersonal y deshumanizado.

—Hablaré con el comisario Lobo, le pediré que nos mande unos hombres para registrar el cementerio —dijo Falcón, y Ramírez asintió con la cabeza, extrajo un cigarrillo del paquete con los labios y lo encendió.

—Los ojos. ¿Cree que efectuó la extracción aquí mismo? —preguntó Calderón.

—Sé por un marido celoso al que encarcelé hace unos años en Barcelona que no es tan difícil de hacer —dijo Falcón—. Él se lo hizo a su esposa, que estaba teniendo una aventura. Explicó que salieron con la presión de los pulgares como si fueran dos huevos de pájaro.

Falcón se estremeció mientras contaba la historia y enseguida llegaron los forenses con su informe.

—La mató fuera del mausoleo y la arrastró hasta aquí —dijo Falcón—. Era demasiado estrecho para que pudiera cargar con ella y tuvo que arrastrarla por las escaleras y levantarla luego. Su falda está arrugada por detrás, la media que queda está muy rasgada y la parte trasera de la pierna izquierda está llena de rasguños. Hemos encontrado muchos fragmentos de material en el estante donde se le enganchó el abrigo, pero no hay ni sangre, ni saliva, ni esperma. Tampoco se distinguen pisadas. Pero en el pelo de la víctima hemos encontrado esto, que podría ayudar a localizar el lugar donde fue asesinada…

Jorge les entregó una bolsa que contenía pétalos de rosa y crisantemos, hierba y hojas.

—Restos de jardinería —dijo Felipe.

Los dos forenses se marcharon.

Calderón firmó el levantamiento del cadáver. Los enfermeros lo metieron en una bolsa, la cerraron y se lo llevaron. La ambulancia retrocedió por Jesús de la Pasión hasta la avenida principal, con las luces encendidas, provocando sorprendidas miradas de un grupo de dolientes, perplejos de verla en aquel lugar. Lobo concedió a Falcón una brigada de cincuenta hombres para registrar el cementerio. Calderón fue a hablar con él.

—Este verso «donde se agitan las sombras» —dijo—. Si eso te diera miedo, ¿irías a un cementerio… con cualquiera, y mucho menos con un cliente? No tiene lógica.

—A menos que tengamos en cuenta lo difícil que es subir un cadáver por estos muros —señaló Falcón—. Creo que había intimado con ella…, lo suficiente para que le abriera la puerta del piso de Jiménez y lo suficiente para que fuera al cementerio con él.

—A la chica la mataron el sábado por la mañana —dijo Ramírez, una vez terminada su conversación telefónica—, y sabemos que el asesino estuvo aquí aquel día más tarde, porque lo vimos en el funeral.

—A lo mejor no sabía cuál era el mausoleo de los Jiménez —apuntó Falcón—, pero también estaba filmando, de modo que tenía más de una razón para estar aquí.

—Los restos de hierba —dijo Calderón.

—Si la mató aquí, la enterró debajo de las hojas secas, seguramente pensando que nadie retiraría los desechos de jardinería durante el fin de semana. Si la mató en otro lugar y pasó el cadáver por encima del muro, tuvo que traerla en un coche y seguramente no le haría gracia dejar el coche aparcado mucho rato delante del cementerio.

—Ese ramalazo de inspiración de que hablábamos le ha complicado la vida —dijo Calderón.

—Para él es importante temáticamente, y quiere demostrarnos lo que vale —añadió Falcón.

Calderón volvió al edificio de los Juzgados en taxi. Falcón y Ramírez se ocuparon de que todo el mundo se fuera del cementerio y que se cerrara desde aquel momento. Lobo llegó con doce hombres y a las seis habían registrado todo el cementerio. Encontraron una media negra colgada del mango de una espada rota de una estatua de bronce del torero Francisco Rivera. En un contenedor cercano a una puerta de metal oxidada, en la pared del fondo del cementerio, encontraron una gran cantidad de flores mustias, hierba y hojas. La pared daba a una fábrica. Un estrecho pasaje la recorría en toda su longitud. Apoyadas contra la pared, entre la fábrica y el cementerio, había unas puertas viejas de metal y una escalera de las que se utilizan para alcanzar los nichos altos. La hierba del pasaje estaba pisoteada. Los guardias de seguridad que patrullaban la zona industrial sólo podían ver el pasaje si se acercaban a pie. El contenedor estaba apoyado en la pared. Era posible que el asesino hubiera levantado a la menuda Eloísa Gómez por encima de la pared y la hubiera dejado caer en el contenedor.

—Es la segunda vez que nos lo hace —dijo Falcón.

—¿Confundirnos con la escena del crimen? —preguntó Ramírez.

—Sí, es una de sus habilidades…, retrasar el proceso —contesto Falcón.

—Siempre tendremos que trabajar el doble —dijo Ramírez.

—Mi padre decía eso sobre los genios: hacen que todo lo que les rodea parezca muy lento.

A las seis y media de la tarde, Falcón y Ramírez estaban en La Alameda, pero no encontraron a ninguna chica del grupo de Eloísa en la plaza. Fueron a su cuarto de la calle Joaquín Costa. Falcón llamó a la puerta de la chica gorda, que tenía la llave del piso de Eloísa. La chica salió con un albornoz azul y zapatillas rosas de felpa. Tenía los ojos hinchados de sueño, pero se puso alerta inmediatamente en cuanto vio a los dos policías. Falcón le pidió la llave y le dijo que empezara a pensar en la última vez que había visto a su amiga y pidiera a las otras chicas que hicieran lo mismo. Ella no tuvo que preguntarle qué había pasado y le dio la llave.

La puerta sea abrió y vieron el panda grotesco. Los dos hombres contemplaron la lamentable acumulación de una vida insignificante y dura. Ramírez curioseó entre las baratijas del tocador:

—¿Qué buscamos? —preguntó.

—Sólo miramos.

—¿Cree que él ha estado aquí?

—Demasiado arriesgado —dijo Falcón—. Necesitamos la dirección y el teléfono de su hermana. El panda era para su sobrina.

Ramírez miró el panda y luego a su jefe y tuvo una visión de Falcón como un hombre desorientado y patético, disminuido y fuera de lugar.

—Gané uno para mi hija en la Feria del año pasado —dijo Ramírez, señalando con la cabeza al invitado silencioso—. Le chifla.

—Es curioso cómo los muñecos blandos hacen que salga nuestro instinto —dijo Falcón.

Ramírez se retrajo ante la mínima posibilidad de intimidad.

—No tenía una visión tan perfecta —dijo, al ver un par de lentes de contacto en la mesita de noche.

—Lo conocía de antes —dijo Falcón—. Estoy seguro. Piense en todo lo que filmó para la película sobre la familia Jiménez. Debió de verlo acudir a la misma chica una y otra vez. Seguro que quiso averiguar por qué.

—Sería que hacía las mejores mamadas del mundo —dijo Ramírez con crudeza.

—Tiene que haber una razón.

—Parecía muy joven —repuso Ramírez—. A lo mejor es lo que le gustaba.

—Su hijo dice que se enamoró de su primera esposa cuando tenía trece años.

—Lo que sea, inspector jefe —dijo Ramírez—. Sólo son conjeturas.

—¿Qué más tenemos para estructurar nuestras ideas? —apuntó Falcón—. No necesitamos más pistas con el rastro que está dejando.

—Seguimos teniendo un sospechoso principal, según el juez Calderón —insistió Ramírez.

—No me he olvidado de ella, inspector.

—Si ha contratado a alguien y ha soltado a un loco puede pensar que no está segura —dijo Ramírez—. Sigo pensando que tenemos que presionarla.

Las chicas del grupo de Eloísa cruzaron en fila la puerta del cuarto de la chica gorda. Ramírez encontró la agenda de direcciones de Eloísa. Cruzaron el rellano hasta el cuarto donde las chicas se apretujaban fumando.

Falcón las puso al día de lo que había sucedido. El único ruido que se produjo provenía del clic de los encendedores baratos y la inhalación de humo. Preguntó si Eloísa se veía con alguien fuera del trabajo y se oyeron risitas despreciativas. Insistió para que intentaran recordarlo y todas dijeron que no tenían por qué hacerlo. No había nadie más aparte de la hermana de Cádiz. Estudió sus caras. Parecían un grupo de refugiadas. Refugiadas de la vida, atrapadas en los márgenes de la civilización, muy alejadas de las comodidades. Les dijo que podían marcharse. La chica gorda se quedó.

—Había alguien —dijo ella cuando las otras se marcharon—. No era un habitual, pero lo veía de vez en cuando. Decía que era diferente.

—¿Por qué no lo mencionó antes? —preguntó Falcón.

—Porque pensé que se había marchado. Siempre decía que un día se marcharía.

—Empiece por el principio —pidió Falcón.

—Decía que él no quería tener relaciones sexuales con ella. Que sólo quería charlar.

—Uno de esos —dijo Ramírez, y Falcón lo hizo callar con la mirada.

—Le dijo que era escritor. Estaba haciendo algo para una película.

—¿De qué hablaban?

—Le preguntaba cosas de su vida. Le interesaban todos los detalles. Sobre todo le interesaba lo que él llamaba «cruzar los límites».

—¿Sabe lo que quería decir con eso?

—La primera vez que tuvo relaciones sexuales. La primera vez que las tuvo a cambio de dinero. La primera vez que permitió que le hicieran determinadas cosas. Si alguna vez se quedó embarazada. El primer aborto. La primera vez que le pegaron. La primera vez que un hombre la amenazó con una navaja. La primera vez que un hombre sacó una pistola…, que la rajaron. Esos límites.

—¿Y sólo hablaban?

—Le pagaba por tener relaciones sexuales, pero sólo hablaban —dijo ella—. Y al final sólo hablaban.

—¿Le dijo qué aspecto tenía? —preguntó Falcón—. ¿De dónde era? ¿Cómo hablaba? ¿Si tenía nombre?

—Le llamaba Sergio.

—¿Es a él a quien fue a ver el viernes por la noche?

La chica se encogió de hombros.

—¿Usted lo vio alguna vez?

Ella negó con la cabeza.

—Debió de describírselo.

—Andamos con cuidado con lo que contamos…; puede volverse contra nosotras —explicó la chica—. Sólo me dijo que era guapo. Quizás habló de él con su hermana.

—Entonces, si pensó que había huido con él, cree que sentía algo por ese hombre.

—Ella decía que ningún hombre le había hablado así.

—¿Él le hablaba de sí mismo?

—Si lo hacía, ella no me lo contó.

—¿Qué sabe del tal Sergio, además del nombre?

—Sé que había hecho una cosa muy peligrosa —dijo—. Había dado esperanzas a Eloísa.

—¿Esperanzas? —repitió Ramírez, como si aquello no tuviera ningún significado para él.

—Mire a su alrededor —dijo la chica gorda—. Imagínese la esperanza que le daría esto, si viviera así.

Falcón y Ramírez volvían a estar en Jefatura a las ocho, después de registrar y sellar el cuarto de Eloísa Gómez. No habían encontrado nada. Repasaron la agenda de Eloísa en el móvil recuperado y no encontraron ninguna referencia a Sergio. Falcón dejó a Ramírez con el papeleo mientras él iba a Tabladilla para su cita con el psicólogo. Aparcó al otro lado de la calle, frente al edificio, y caminó arriba y abajo, mirando las placas de la puerta, renuente a iniciar las consultas.

Le vino un recuerdo de su padre llevando el Jaguar al mecánico para que le revisaran el motor, cuando funcionaba perfectamente. Siempre decía que era por «si algo estaba a punto de estropearse». Una locura. La cuestión era que Falcón no necesitaba una reparación, pero ¿qué podía pasar? ¿Qué hilo negro estremecedor tirarían de su tupido cerebro? ¿Se pondría todo en evidencia? Se vio a sí mismo desorientado y con la boca abierta, mirando a dos enfermeros con bata blanca que le ponían una bata de quirófano, un cortecito y lo liberaremos de su pasado. Ya estaba descontrolado, eso lo tenía claro, si pensaba en cirugía del cerebro cuando lo único que iba a hacer era charlar. Se frotó las manos húmedas, se las secó con un pañuelo y cruzó la calle.

O las escaleras eran interminables o él mismo las hacía interminables, hasta que finalmente llegó a la puerta del último piso. Había una chica sentada detrás de la mesa.

—Hola, señor Falcón —dijo ella, alegremente, acostumbra a tratar con mentes sufrientes—. Es su primer día, ¿verdad?

Tenía el pelo rubio y los labios gruesos. Le entregó un formulario para que lo rellenara. Falcón no lo cogió. En la parte de detrás de la chica había uno de los cuadros de su padre de la puerta de la iglesia Omnium Sanctorum. En la sala había otro: uno de los paisajes abstractos más grandes y peor resueltos.

—Señor Falcón —dijo la chica, poniéndose de pie, con la falda al nivel de la mesa.

Sabía que no podría soportarlo. No podría soportar sentarse con alguien y hablar de la vida de su padre y del trabajo y que otro metiera la nariz en su cabeza, mirando y planchando las protuberancias y las grietas de la textura de sus pensamientos. Salió sin decir ni una palabra. Fue lo más fácil que había hecho en su vida. Sencillamente se fue.

Una angustiosa turbulencia se desencadenó en su pecho en cuanto subió al coche, pero se le pasó mientras conducía hacia su casa con las ventanas bajadas. Fue al Instituto Británico, se sentó en el fondo de la clase y escuchó a medias una lección sobre el condicional. «Ahora me sentiría mejor si hubiera ido al psicólogo. Estaría cantando mi locura en el sofá si no hubiera perdido los papeles. Hablar con alguien me ayudaría».

Miró a los otros estudiantes de la clase. Pedro. Juan. Sergio. Lola. ¿Sergio? Sus cavilaciones cobraron fuerza y tamaño en su mente. Sergio. Podemos llamar Sergio a aquel hombre loco. Sabe hablar. Ve las cosas con claridad. Se introduce en ellas y les da la vuelta. Había hablado con Eloísa, le había dado esperanzas y la había librado de su vida sin esperanza. ¿Por qué no hablo con él? Él me está contando su historia, ¿por qué no puedo contarle yo la mía? Que me arranque estos horribles seres del cerebro.

—¿Javier? —dijo el profesor.

—Perdone si he pensado en voz alta.

Falcón se rio de sí mismo, y sonrió por la forma como el mundo exterior se había reducido a las bóvedas góticas de su propia mente, podría vivir allí durante años y, en cuanto lo pensó, salió huyendo, como un hereje de una catedral. Se sumergió en la maquinaria del lenguaje. Era tan fácil unir las palabras, era tan relajante. Era sólo el significado que se fundía en los espacios contiguos lo que molestaba.

Se unió a otros estudiantes para ir a tomar algo. Fueron al Bar Barbiana de la calle Albareda. Tomaron cerveza, unas tapas: atún encebollado, tortillitas de camarones. Los estudiantes decían que no eran como la clientela del bar, que a su parecer era muy pija, probablemente propietarios de fincas, hasta que Lola se puso colorada y cambiaron de tema porque pensaron que Falcón era muy pijo con su traje y corbata.

Se separaron antes de que Javier estuviera dispuesto a volver a casa. ¿Alguna vez tenía ganas de volver a casa últimamente? Su casa era una cárcel, su habitación una celda, la cama un catre en el que se echaba cada noche. Paseó por la ciudad, acercándose a los grupos congregados en los bares bien iluminados, poniendo su cerveza entre ellos, hasta que se daban cuenta y lo dejaban fuera.

Terminó la noche bajo las altas palmeras y la honda oscuridad de los grandes alcornoques de la plaza del Museo de Bellas Artes. El botellón estaba en pleno apogeo, el aire olía a hachís, y el tintineo del vidrio y el rugido sordo de los humanos eran desenfrenados.