Capítulo 17

Martes, 17 de abril de 2001

Jefatura, calle Blas Infante, Sevilla

Estaban otra vez en el despacho. Falcón, detrás de su mesa, miraba fijamente la cinta mientras Ramírez estaba de pie golpeando la ventana con su dedo anular y miraba el aparcamiento como si tuviera que vender todas las plazas aquella misma semana.

—Al menos sabemos que no es virgen —dijo Ramírez.

—¿Sabe lo que nos aporta eso? —preguntó Falcón, dando un manotazo a la cinta—. Aporta exactamente lo que pretendía. Lo confunde todo.

—Se suponía que tenía que enseñarnos algo. Era una lección de visión —dijo Ramírez, mientras se incorporaba y meneaba la cabeza en dirección a los coches como si lo considerara una tarea imposible.

—¿Qué piensa de esto en relación con el caso que construye contra Consuelo Jiménez?

—No lo sé —respondió, dando la espalda a la ventana—. En cierto modo lo refuerza y en cierto modo lo destruye.

—Exactamente —dijo Falcón—. Demuestra que es capaz de traspasar los límites. Pero ¿por qué el asesino, supuestamente pagado por ella…?, ¿por qué habría de mandarnos la cinta?

—A no ser que no la mandara él.

—Mire. Lección de visión número uno: Raúl Jiménez sin párpados. ¿Quién más podría ser? Demasiado enterado.

Ramírez cruzó la habitación, agitando el dedo anular.

—¿Ha dicho que estaba dirigido a confundirnos? —preguntó—. La señora Jiménez está viviendo una gran tensión. Usted ha hablado mucho con ella, casi cada día desde el asesinato.

—¿Cree que lo mandó ella u ordenó que lo mandaran?

—Fíjese en cómo hemos reaccionado. No podemos creer que ella esté dispuesta a exponerse hasta este punto. Pero piénselo bien. Apareció en una película pornográfica hace veinte años. Vaya. Seguramente tuvo sus razones. Lo más probable es que necesitara dinero. A ver, ¿qué se puede hacer para ganar dinero? ¿Trabajar de camarera una década o chupar unas cuantas pollas? De la única manera que esta película tendría un impacto en su vida es que la vieran sus amigos en Sevilla con un círculo rojo alrededor de su cabeza y las palabras «Consuelo Jiménez» iluminadas en la pantalla y, si no tiene presupuesto para vigilancia, no creo que lo tenga para hacer eso.

Ramírez no lo podía evitar. Su cruda e irreprimible belicosidad siempre encontraba una salida.

—Quizás esta lección de visión tenga otra lectura —dijo Falcón—. Creo que esta era la secuencia que estaba puesta cuando el asesino filmó a Raúl Jiménez con Eloísa Gómez. ¿Qué nos dice eso de Raúl Jiménez… si es que sabía lo que estaba mirando?

—Que era muy raro.

Falcón reflexionó sobre los senderos binarios del cerebro humano, la infinidad de elecciones. ¿Así o asá? ¿Qué impulsaba al instinto a elegir siempre el mal camino, de modo que en lugar de estar en la cama con tu mujer, gozando de la alegría del matrimonio y los hijos, estés tirándote a una prostituta en tu estudio mientras ves a tu mujer en acción en la pantalla? Raúl Jiménez tenía instinto para lo despreciable.

—Si se tiene en cuenta el parecido de Consuelo Jiménez con su difunta esposa… es casi imposible imaginar lo que pasaba por la cabeza del hombre —añadió Falcón.

—Culpabilidad —dijo Ramírez.

—La culpabilidad exige percepción.

—No sé qué decir —objetó Ramírez, que se aburría enseguida—. ¿Qué vamos a hacer con esto?

—Hacer que Consuelo Jiménez se enfrente con ello…, a ver cómo reacciona.

—Totalmente de acuerdo.

—También tenemos que reunimos con el juez Calderón antes del almuerzo —añadió Falcón—. No creo que la presión de dos policías sobre Consuelo Jiménez por su desafortunado pasado dé ningún fruto. Quiero que prepare el material para la reunión con Calderón. También puede decirle a Baena, si todavía está en Mudanzas Triana, que intente que le dejen echar un vistazo a las cosas de Raúl Jiménez o al menos que le den un inventario.

Ramírez se sonrojó mientras intentaba controlar una fuerte rabia interior. No le gustaba que sus maquinaciones se volvieran contra él y no quería que lo excluyeran de la humillación de Consuelo Jiménez. Falcón la llamó. Ella accedió a verlo y le pidió que fuera antes de que empezaran los almuerzos en los restaurantes.

Falcón se tomó otro Orfidal en el lavabo, sorprendido de lo eficaz que había sido el primero, tentado de tomarlos durante el resto de su vida. Condujo por la ciudad poco animada y pensó que su médico podía tener razón y aquello podía ser simplemente estrés. Vivimos en una época de ansiedad latente. Como ya no hay sucesos concretos de cataclismo mundial nos concentramos en las minucias de la vida cotidiana, nos dedicamos al trabajo y la actividad para eliminar la ansiedad que comporta una paz relativa. «Sí, será eso», pensó. «Tomaré estas pastillas unas semanas más, resolveré este caso y me iré de vacaciones».

Quedaba un par de aparcamientos libres detrás del edificio de los Juzgados. Aparcó y cruzó los Jardines de Murillo hacia el barrio de Santa Cruz. Redujo el paso mientras recordaba las palabras del doctor…: «la ciudad más bella de España»…, y miró a su alrededor como si la viera por primera vez. El cielo, más allá del aire limpio y nítido y las altas palmeras, era de un color azul intenso. El sol andaluz brillaba sobre las hojas verdes de los plátanos que proyectaban patrones de luz y sombra sobre los lisos guijarros del suelo. Torres de buganvilia de color magenta, espectaculares tras la lluvia, se inclinaban hacia los edificios blancos y ocre. Los brillantes geranios de color rojo sangre bajaban la cabeza a través de las negras barandillas de los balcones de hierro forjado. Las calles tranquilas olían a café y pan recién hecho. El frescor cavernoso de los estrechos pasajes terminaba en la calidez de las plazas abiertas, donde la piedra dorada de las antiguas iglesias se alzaba silenciosa.

Falcón caminó bajo los altos plátanos de la plaza de la Alfalfa y lamentó el asunto que lo llevaba allí: la pena y la vergüenza en comparación con el esplendor del día. La secretaria lo acompañó al despacho de Consuelo Jiménez. Ella estaba sentada detrás de la mesa, con las manos apoyadas en la carpeta de piel y los hombros rectos. Falcón se sentó en una silla, con el estómago todavía un poco agitado. Las píldoras. Como un hombre que escuchara su música preferida con auriculares, tuvo que hacer un esfuerzo para no cantar.

Le alargó la cinta de vídeo dentro de una bolsa de pruebas. Ella le dio la vuelta y parpadeó al leer el título. Falcón le dijo que lo había recibido por correo aquella mañana y le contó lo de la tarjeta de la lección de visión.

—Es una de las películas pornográficas de mi marido, ¿verdad?

—Estaba en el televisor cuando el asesino filmó a su marido manteniendo relaciones sexuales con la prostituta en su estudio. La tarjeta que la acompañaba nos decía que miráramos los fragmentos cuatro y seis con atención.

—Muy bien, inspector jefe, ¿y qué vieron?

—¿No tiene ni idea de lo que contiene el vídeo?

—No me interesa la pornografía. La aborrezco.

—Por la ropa de los actores y actrices de esta película calculamos que se filmó hace unos veinte años.

—Ropa en una película pornográfica…; es una novedad.

—Sólo al principio.

—Venga, inspector jefe, si hay alguna novedad, cuéntemela y acabemos de una vez.

—En las dos secciones que se nos conminaba a ver en la tarjeta salía usted, señora Jiménez, de jovencita.

Silencio. Suficientemente largo para que se formara una nueva era glacial.

—¿Por qué cree…? —preguntó Falcón.

—¿De qué está hablando, inspector jefe?

El malicioso tono de la voz de la mujer agrietó la confianza de Falcón y su mente dejó paso a la posibilidad de que estuviera equivocado, de que Ramírez lo hubiera visto mal, de que no fuera ella, y el despecho que emanaba de la mujer le hizo pasar el momento más violento de su carrera profesional.

—Le preguntaba —insistió, serenándose— por qué alguien querría mandarnos esta película.

—¿Por qué cree usted que puede venir a mi oficina con esta repugnante afirmación?

—¿Tiene aparato de vídeo?

—Venga conmigo —dijo ella, recogiendo su bolso.

Salieron del despacho y bajaron por el pasillo hasta una salita con dos sofás de dos plazas, una silla y un televisor con vídeo. Falcón se puso un guante de látex con las manos sudorosas. La cinta estaba preparada para empezar en la cuarta sección. Decidió no llevar la violencia de la situación al extremo poniendo sólo los primeros momentos en que las cuatro personas entraban en el piso. Paró la imagen en el instante en que ella abría la puerta. Consuelo Jiménez miraba burlonamente la pantalla y sujetaba su pelo rubio como una defensa. Falcón avanzó la cinta hasta que la cámara enfocaba la cara inconfundible de la mujer. Intentó congelar la imagen pero el vídeo no le obedeció. La joven Consuelo bajó la cremallera de los pantalones del hombre y le buscó el pene y fue entonces cuando Consuelo Jiménez, ruborizada, lo apartó, paró el vídeo y sacó la cinta del aparato.

—Eso es una prueba —dijo Falcón.

Ella tiró la cinta al suelo y la pisó con el talón. La funda de plástico se quebró y ella intentó sacudírsela, pero era pegajosa como una caca de perro. Se quitó el zapato, se arrancó la cinta del talón y la lanzó contra la pared, donde se rompió y cayó hecha pedazos. Falcón corrió con la bolsa de pruebas y recogió los restos. Ella se lanzó sobre él, golpeándole en la cabeza y la espalda, gritando, lívida: usaba un lenguaje peor del que él había oído en las guaridas de drogadictos del polígono San Pablo. Se volvió hacia ella, la agarró por los hombros, le gritó en la cara y ella se desmoronó en su hombro y lloró sobre su americana.

La hizo sentarse en el sofá. Ella escondió la cara en su brazo. La mente de Falcón estaba dividida: ¿aquello era real o fingido? Ella se serenó poco a poco, con la cara hecha pedazos. Él se sentó en la silla para distanciarse.

—Sí —dijo ella—, era yo.

—¿Un mal momento?

—Un momento muy malo —contestó ella, reduciendo las horas que debía haber durado a una fracción parpadeante.

—¿Problemas económicos?

—Problemas de todo tipo —dijo ella, mirando al abismo de la inevitabilidad de la intrusión—. Ya le conté los detalles de mi segundo aborto, pagado por mi amante. Esto fue el preludio de mi primer aborto, financiado por mí. Vuelo de ida y vuelta a Londres, hotel y hospital. Era mucho dinero para reunir en dos meses sin ninguna ayuda.

Ella se estremeció, se tapó la boca con la mano como si fuera a vomitar.

—No es la clase de cosa que a nadie le guste recordar —dijo—. Que una mujer embarazada tenga que hacer una cosa así por ganar dinero para deshacerse de un feto. Me resulta muy desagradable.

Era una gran lección, aquella «LECCIÓN DE VISIÓN N.° 1». Quizás a Ramírez le habría ido bien haber visto aquello, porque encajaba con el perfil del asesino. Sabe cosas. Descubre la vergüenza y el horror del pasado de las personas y se los muestra, les obliga a revivirlos.

—¿Cómo puede ser que alguien lo supiera? —preguntó Falcón—. ¿Lo sabía alguien?

—Yo ya lo había borrado de mi vida. No recuerdo nada de nada. Hice lo que tenía que hacer y cuando terminó lo mandé al abismo más profundo. Ni siquiera puedo recordar a quién conocía en aquella época. Volví de Londres y decidí cambiar de vida.

—¿Y el padre?

—Se refiere al hombre que no llegó a ser padre —dijo—. Era mecánico en el garaje que dirigía mi padre. Cuando se lo dije, salió corriendo. Nunca volví a verlo.

—¿Cómo pudo enterarse alguien de esto?

—No es posible —respondió ella—. Fue la primera vez en mi vida que he estado totalmente sola. Lo hice todo sola. Ni siquiera se lo conté a mi hermana.

—¿Cómo encontró la clínica de Londres? —preguntó Falcón, pues la sordidez del interrogatorio era inevitable.

—Mi médico me dio una dirección de Madrid de una mujer que tenía todos los detalles.

—Y para reunir el dinero…, ¿cómo se metió en ese mundo?

—También eran personas que conocían aquella dirección —dijo ella—. No fue una coincidencia que conociera a una chica en una cafetería aquella misma tarde, que me hizo la proposición para ganar exactamente la cantidad de dinero que necesitaba.

—¿La volvió a ver?

—Nunca.

—¿Y a los demás actores? —preguntó Falcón, y ella negó con la cabeza.

—Pero, mire, dado el ramo al que se dedicaban, eran muy buenas personas. Lo que hacíamos era depravado y el ambiente en el plato debería de haber sido horrible, pero nos fumamos unos porros y fue todo muy amistoso. Eran humanos y compasivos. Seguramente tuve suerte. He conocido a personas más agresivas en el ramo de la restauración. Y el sexo…, el sexo no era nada. Lo más difícil era que los hombres mantuvieran una erección porque el ambiente era muy poco… sexy.

Falcón se revolvió cuando la pregunta que no quería hacer se formó en su cabeza. La desechó. Demasiado mal gusto.

—¿Dice que cambió de vida cuando volvió a España?

—La noche antes de la operación estuve en un hotel barato de Victoria. Al día siguiente fui a dar un paseo para despejarme. Quería olvidarme de todo. Fui hasta Hyde Park a comer, bajé por Piccadilly hasta Shepherd’s Market y Berkeley Square. Paseé por Albemarle Street y fui a parar ante una galería de arte. Se estaba inaugurando una exposición. Observé a la gente que entraba y salía. Iban elegantemente vestidos, eran sofisticados y totalmente urbanos. Ningún mecánico de garaje habría dejado embarazada a una de aquellas mujeres. Decidí que eran lo que yo quería ser y que yo me codearía con ellas y sería como ellas.

»Cuando volví a Madrid trabajé mucho, me compré ropa cara y fui a ver a un propietario de una galería que me dijo que no encajaba, porque no sabía nada de nada de arte. Me humilló. Me hizo ver los cuadros y me dejó demostrar mi ignorancia. Luego me preguntó por los marcos. ¿Los marcos? ¿Qué me importaban a mí los marcos? Me dijo que aprendiera mecanografía y me echó.

Tenía a Falcón fascinado, lo miraba fijamente con una expresión de auténtica firmeza. Apoyaba el puño cerrado en el brazo de la butaca, como había hecho en la película.

—Estudié Historia del Arte. No en la universidad, porque no podía permitírmelo. Lo hacía en mis ratos libres. Conocí a unos enmarcadores. Conocí a artistas, desconocidos, pero que sabían lo que hacían. Trabajé en una tienda vendiendo material de arte. Lo aprendí todo. Conocí a artistas más asentados… y así fue como conseguí el empleo en la galería. Y cuando lo tuve volví a ver al hombre que me había rechazado. No me reconoció. Mientras hablábamos entró Manolo Rivera…, ¿lo conoce?

—Personalmente, no.

—Entró y me besó y dijo «hola» y el galerista me ofreció un empleo allí mismo. Me dio un gran placer rechazarlo.

—¿Su esposo estaba enterado de esto?

—Sólo usted, inspector jefe —respondió ella—. La intimidad es más fácil con los que no comparten nuestra cama. Además…, creo que usted y yo nos reconocemos, ¿no cree, don Javier?

Falcón parpadeó, no estaba muy seguro de a qué se refería.

—Miramos como si estuviéramos dentro —dijo ella—, pero no lo estamos. Estamos fuera mirando hacia dentro, igual que su padre.

—Pero no como su marido —puntualizó Falcón para cambiar de tema.

—¿Raúl? Raúl estaba perdido —dijo ella—. Si eso es lo que estaba mirando mientras estaba con su puta, ¿qué le dice a usted de él?

—Ramírez dijo que era culpabilidad.

—Ramírez no es tan tonto como parece… —dijo ella—, sólo machista.

—¿No cree que su esposo sabía que se trataba de usted? —preguntó Falcón.

—No lo creo. No salía en los créditos.

—Pero se dio cuenta del parecido.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Usted cree que, para Raúl, ver a alguien que se parecía a su primera esposa…?

—… comportándose como una puta —acabó ella.

—¿… de algún modo aliviaba su sentimiento de culpabilidad?

Ella se encogió de hombros, se puso de pie, se alisó la falda, y dijo que tenía que ir a comer.

Falcón volvió caminando al edificio de los Juzgados; el día se había vuelto gris, las hojas de las palmeras se agitaban en la brisa y las nubes se condensaban. Ramírez lo esperaba frente al edificio de los Juzgados con una gruesa carpeta bajo el brazo. Pasaron por el control de seguridad. Ramírez sacó una hoja de papel de la carpeta: un inventario de las posesiones de Raúl Jiménez en el almacén de Mudanzas Triana.

Mientras subían al despacho del juez Calderón, Falcón leyó el inventario, que incluía un aparato completo de cine doméstico, una cámara de 8 Mm., latas de películas, proyector y pantalla. El juez los esperaba de pie junto a la mesa, con las manos apoyadas encima como si estuviera planeando arrastrar a los dos hombres con ella hasta el pasillo.