Lunes, 16 de abril de 2001
Jefatura de Policía, calle Blas Infante, Sevilla
Falcón no podía soportar estar solo, lo que para un hombre reservado era una revelación extraña. En cuanto Pérez salió del despacho le invadió la ansiedad de que su cabeza le jugara una mala pasada. No podía confiar en sí mismo. Se sentía como una persona mayor que hubiera advertido las primeras señales de demencia —momentos de confusión, pérdidas de memoria, incapacidad para reconocer cosas sencillas— y percibió la inminente caída libre que lo distanciaba. Los demás le aportaban un contexto, le recordaban su antigua seguridad en sí mismo. No podía concentrarse en el informe de la Policía Científica. El pánico se abrió paso en su pecho y tuvo que sacudírselo caminando.
Se desesperó tanto ante la idea de su soledad después del trabajo, la supervivencia a toda una noche antes de su cita con el médico, que llamó al Instituto Británico y volvió a apuntarse a la clase de conversación de inglés a la que se había matriculado el año anterior y no había asistido. Así fue como se encontró sentado en una clase en un estado de abatida fascinación mientras un profesor escocés hablaba a los estudiantes de un reciente tratamiento de láser en los ojos. ¿Láser en los ojos? No podía ni pensar en ello.
Después de la clase salió a tomar unas tapas con los demás estudiantes. Los desconocidos lo reconfortaban. No lo conocían. No podían juzgar si estaba raro o no. Tendría que evitar a su hermana y a sus amigos. Aquella era su nueva vida y así era como pensaba en ella después de apenas unos días.
Llegó a casa a la una, exhausto. Era un agotamiento que no había experimentado nunca. Una fatiga estructural profunda, como un puente antiguo que ha tenido que soportar eras de tráfico y se hubiera combado por el paso de interminables toneladas de agua. Le temblaban las piernas, le crujían las articulaciones y sin embargo, fuera lo que fuera lo que estaba dentro de su mente, estaba alerta como un animal nocturno. Se arrastró hasta el dormitorio como un mozo de carnicero con un cadáver de animal al hombro.
Se metió desnudo en la cama por primera vez desde que era niño y encontró las sábanas frías como una loción. Se le cerraron los párpados, pesados como piedras.
Pero el sueño no llegaba.
Aparecieron imágenes fatales. Caras horribles, inconcebibles excepto porque estaban en su cabeza. Cada vez que su cerebro zozobraba en la oscuridad, las imágenes aparecían y lo devolvían a la vigilia. Se retorció bajo las sábanas, encendió la luz y apretó los puños contra los ojos. No le habría importado arrancárselos si con ello hubiera cegado también el ojo de la mente. El ojo de la mente. No soportaba aquella expresión. Su padre la odiaba. Por eso la odiaba él. Era pretenciosa e imprecisa. Se le saltaron las lágrimas. Dios santo, ¿qué le pasaba? Unos brutales sollozos le hicieron levantar los hombros de la cama.
Apartó las sábanas, salió de la habitación cegado por las lágrimas. Intentó serenarse en la galería, caminó arriba y abajo. Se apoyó en la barandilla y miró hacia el patio, vio la negra pupila en el centro de la fuente mirando hacia arriba y pensó que podía saltar por el borde, caer sobre las losas de mármol del suelo, aplastarse el cerebro en un último rugido cacofónico y, luego, silencio. Paz al fin.
La idea era demasiado irresistible. Se apartó de la barandilla, bajó las escaleras hacia el estudio. Abrió el armario de las bebidas, que estaba lleno de whisky, la bebida favorita de su padre. Descorchó la primera botella que encontró y bebió directamente de ella. Olía y sabía a carbón húmedo pero quemaba como un ascua encendida.
Un espejo de cuerpo entero le puso al día de su terrible aspecto: desnudo, tembloroso, con los genitales marchitos, la cara sucia de lágrimas, las dos manos agarradas a la botella como si fuera a guiarlo hasta la costa. Porque así es como se sentía, en un mar montañoso sin esperanza de desembarco. Bebió un poco más de asfalto líquido y cayó de rodillas. Seguía llorando, si es que se podía llamar así a aquel torbellino del cuerpo, como si intentara vomitar algo mayor que sí mismo. Volvió a beber de la botella de alquitrán fundido hasta que se la acabó. Cayó hacia atrás y la botella volcó y rodó. Vio alejarse de él la etiqueta. Vomitó un extracto de betún y se deslizó hacia una oscuridad centelleante como si lo estuvieran echando en una carretera recién asfaltada.
Al despertarse se sintió como si lo hubiera atropellado una apisonadora, tenía todas las articulaciones dislocadas, los huesos aplastados, la cara distorsionada. Estaba tumbado en un charco de su propia orina, temblaba de frío. Había un poco de luz fuera. Le picaban las piernas. Fregó el suelo y subió a darse una ducha, sintiéndose humillado. Todavía estaba borracho y sentía sus dientes como guijarros.
Chorreando, se metió en la cama y se tapó con las sábanas. Durmió y soñó con el pez. Fue casi bonito deslizarse por el agua azul verdosa, pero la libertad de la intuición perfecta se vio perturbada por el terrible tirón, el tirón visceral que lo estaba volviendo del revés.
Martes, 17 de abril de 2001
Casa de Falcón, calle Bailén, Sevilla
La luz salvaje se filtró en su cabeza. Golpecitos de acero centellearon y chispearon en su cráneo oscuro. Sus órganos eran tan delicados como porcelana. Jadeó con el dolor estático del borracho.
Una hora y media más tarde, limpio, afeitado, vestido y peinado, se sentó en una silla frente a su médico, dudoso como un hombre que tuviera hemorroides de elefante de la trompa a la cola.
—Javier… —dijo el médico, boquiabierto.
—Lo sé, Fernando, lo sé —asintió Falcón.
El doctor Fernando Valera era el hijo del médico de su padre y era diez años mayor que Falcón, aunque este parecía haber envejecido siglos en la última semana. Los dos hombres se conocían bien, y los dos eran aficionados a los toros.
—Te vi entre la gente en la estación de Santa Justa el viernes —dijo el doctor Fernando—. Parecías bastante normal entonces. ¿Qué ha ocurrido?
La amabilidad de la voz del médico conmovió a Falcón y tuvo que luchar contra las tontas lágrimas que le provocaban la idea de haber llegado finalmente a un paraíso donde alguien se preocupaba por él. Puso al día al médico de sus síntomas físicos: la ansiedad, el pánico, el corazón acelerado, el insomnio. El doctor le hizo preguntas sobre su trabajo. Falcón mencionó el caso de Raúl Jiménez, sobre el cual el médico había leído algo. Falcón admitió que había sido tras la visión de la cara del hombre cuando había notado el cambio químico.
—No puedo contarte los detalles, pero tuvo que ver con los ojos del hombre.
—Ah, sí, eres muy sensible con los ojos…, como lo era tu padre.
—¿Ah, sí? No me acuerdo de eso.
—Supongo que es natural que un artista se preocupe por sus ojos, pero en los últimos años de su vida tu padre estaba obsesionado…, sí, es la palabra: obsesionado con la ceguera.
—¿Con el concepto en sí?
—No, no, tenía miedo de quedarse ciego. Estaba seguro de que le sucedería.
—No lo sabía.
—Mi padre intentó quitarle la idea de la cabeza, le dijo que si no iba con cuidado sufriría una ceguera histérica. A Francisco le agobió mucho la idea —explicó el doctor Fernando—. Pero bueno, Javier, estamos aquí para hablar de ti. En mi opinión sufres los síntomas clásicos del estrés.
—Yo no me estreso. Hace veinte años que trabajo en esto y nunca he sufrido estrés.
—Tienes cuarenta y cinco años.
—Lo recuerdo.
—A esa edad es cuando el cuerpo empieza a ser consciente de su debilidad. El cuerpo y la mente. Las tensiones de la mente crean síntomas en el cuerpo. Lo veo continuamente.
—¿Incluso en Sevilla?
—Quizá más en la maravillosa Sevilla. Supone mucha tensión ser feliz todo el tiempo porque… es lo que se espera de ti. No somos inmunes a la vida moderna sólo porque vivamos en la ciudad más bella de España. Nos decimos que tenemos que ser felices…, no tenemos excusa. Estamos rodeados de personas que parecen ser felices, personas que dan palmas y bailan por las calles, personas que cantan por el puro placer de cantar…, ¿te crees que no sufren? ¿Crees que están excluidos de la batalla de la condición humana: muerte, inseguridad, amores perdidos, pobreza, crimen y todo lo demás? Estamos todos medio locos.
Falcón pensó si con aquello el doctor pretendía hacerle sentir mejor por estar loco.
—Empezaba a pensar que me estaba volviendo loco —dijo.
—Vives con unas tensiones muy concretas. Te enfrentas a los momentáneos colapsos de nuestra civilización, cuando la condición se ha hecho intolerable y la cuerda se ha roto. Te enfrentas a las consecuencias de eso. No es un trabajo fácil. Quizá deberías hablar con alguien de esto…, alguien que entienda tu trabajo.
—¿El psicólogo de la policía?
—Para eso están, ¿no?
—Al cabo de una hora, todo el mundo sabría que Javier Falcón sufre una crisis nerviosa.
—¿No son confidenciales las visitas?
—Todo se filtra. La Jefatura es como vivir en barracones o en una escuela. Todos saben cuándo vas a romper con tu novia antes que tú.
—¿Hablas por experiencia propia, Javier?
—En mi caso fue aún peor, porque Inés era fiscal, conocida y poco reservada… Quizá no deberíamos haber hablado de Inés, Fernando.
—¿No quieres ver al psicólogo de la policía?
—Quiero algo más privado. No me importa pagarlo. Tienes razón, hablar de ello puede serme útil.
—No es tan fácil conseguir una consulta privada. Además también existen muchas tendencias en el enfoque de la ciencia de la mente. Algunos creen que es una enfermedad clínica pura y simple, un desequilibrio químico que puede solucionarse con fármacos. Otros utilizan los fármacos y un enfoque teórico basado por ejemplo en Jung o Freud, entre otros.
—Tendrás que aconsejarme.
—Sólo puedo decirte que tal y tal son buenos psicólogos, que este sólo trabaja con psicofarmacología, que aquel es un freudiano serio. Puede que no te gusten sus enfoques. Ya sabes: «¿Qué tiene que ver mi relación con la caca cuando era niño con mis problemas de adulto?». Y eso no significa que sean malos en su trabajo.
—¿Sigues creyendo que debería ver al psicólogo de la policía?
—Tiene la ventaja añadida de la disponibilidad.
—De modo que ahora me dirás que en la ciudad de la alegría, la maravillosa Sevilla, no hay un solo psicólogo disponible. ¡Estamos todos chiflados!
—Todos sufrimos —dijo el doctor Fernando—. Los españoles, no sólo los sevillanos, se enfrentan a sus problemas a través de la fiesta. Hablamos, cantamos, bailamos, bebemos, reímos y salimos noche tras noche. Es nuestra forma de soportar el dolor. Nuestros vecinos portugueses son muy diferentes.
—Su estado natural es la depresión —dijo Falcón—. Se han rendido ante la condición humana.
—No lo creo. Son melancólicos por naturaleza, como nuestros gallegos. Tienen que enfrentarse cada día al Atlántico, al fin y al cabo. Pero también son muy sensuales. Se suicidarían si les privaras del almuerzo. Les encanta comer y beber y disfrutan de la belleza de las cosas.
—Sí —dijo Javier, más interesado—. ¿Y los británicos? Mi padre admiraba a los británicos. ¿Cómo se enfrentan a la vida? Son tan reservados e inhibidos.
—Bueno, lo son para nosotros, pero entre ellos…; creo que tienen una máxima: «reírse de sí mismos».
—Es verdad —dijo Javier—, no se toman las cosas demasiado en serio. Se ríen de todo. Nada es sacrosanto. El famoso sentido del humor británico. ¿Y los franceses?
—El sexo. El amor. Y todo lo que lleva a eso. La table.
—¿Los alemanes?
—Ordnung.
—¿Los italianos?
—La moda.
—¿Los belgas?
—Los mejillones —dijo el doctor Fernando, y ambos rieron—. No conozco a ningún belga.
—¿Y los americanos?
—Son más complicados.
—Todos tienen su analista personal.
—Sí, bueno, no es tan fácil ser líderes del mundo moderno con el derecho a buscar la felicidad escrito en la Constitución —dijo el doctor Fernando—. Y son una mezcla: europeos del norte, hispanos, negros, orientales… Y quizá sea eso lo que les pasa: han perdido el contacto con sus válvulas de seguridad tradicionales.
—Es una buena teoría. Deberías escribir una tesis.
—Te estás divirtiendo, Javier.
—Sí, es verdad —dijo él, mirándolo como si intentara recordar por qué estaba allí.
—A lo mejor deberías salir más a menudo. Trabajar menos y socializar algo más.
—De todos modos me gustaría que me encontraras a alguien con quien hablar —dijo Falcón, sintiendo otra vez el peso en los hombros.
El doctor Valera asintió con la cabeza y extendió una receta de unos ansiolíticos suaves, Orfidal, y algo para ayudarlo a dormir.
—Una cosa es cierta, Javier —dijo, entregándole la receta—. El alcohol no resolverá ninguno de tus problemas.
Falcón recogió los medicamentos en República Argentina y se tragó un Orfidal con su propia saliva. Ramírez lo esperaba en la oficina con un paquete dirigido al inspector jefe Javier Falcón, con matasellos de Madrid.
—Lo han pasado por rayos X —dijo Ramírez—. Es una cinta de vídeo.
—Llévelo a los forenses y que le echen un vistazo.
—Hay algo más que puede ser interesante. Mandé a Fernández a Mudanzas Triana ayer para ayudar a Baena con las entrevistas. Se hizo amigo del capataz. Le dijo que Raúl Jiménez utilizó Mudanzas Triana porque ya le habían hecho otras mudanzas. Guardan cosas suyas en el almacén de las dos últimas mudanzas.
—Su mujer dijo que se habían mudado al Edificio Presidente a mediados de los ochenta.
—De una casa en El Porvenir.
—Y antes de eso vivía en la plaza de Cuba.
—De donde se fue en 1967.
—Cuando murió su primera esposa.
—Cuando introdujeron su nombre en el ordenador de Mudanzas Triana descubrieron que todavía tenía cosas en el almacén. Le preguntaron si quería que se lo llevaran a la casa nueva. Les dijo que no e hizo mucho hincapié en ello. Le ofrecieron tirarlo porque le estaba costando dinero. Pero él también se negó.
Ramírez se fue con el paquete. Falcón puso la mano sobre el teléfono. Pero se lo pensó mejor y pensó en el interés de aquella información. El Orfidal estaba funcionando. Se sentía tranquilo y concentrado, aunque era consciente de que podía estar sufriendo una tendencia paranoide: creer que Ramírez estaba desviando su atención con información tentadora pero inútil. Tenía dos opciones: la primera era pedir una orden de registro, que suponía presentar pruebas documentales de que creía que sucesos acaecidos treinta y seis años atrás podían tener importancia en el caso. La segunda era pedir a Consuelo Jiménez que les dejara registrarlo, pero ella ya le había impedido el acceso a los archivos de la Comisión de Construcción.
El teléfono le hizo pegar un brinco en la silla. Era el juez Calderón, que quería quedar con él. Acababa de recibir una insólita visita del magistrado juez decano de Sevilla, Alfredo Spinola. Quedaron antes de comer en el edificio de los Juzgados.
Ramírez volvió con la cinta de vídeo «limpia» tras su paso por la Policía Científica. Con la cinta venía una tarjeta impresa que decía: «LECCIÓN DE VISIÓN N.° I. Véanse 4 y 6». El título de la cinta era Cara o culo I.
—¿No era ese el título de la caja vacía del piso de Raúl Jiménez? —preguntó Ramírez.
—Debió de llevársela el asesino —dijo Falcón—. Pero… ¿lección de visión?
Fueron a la sala de interrogatorios, donde estaba instalado el vídeo. Ramírez puso la cinta. Se oyó una música enlatada y aparecieron unos créditos baratos. Luego siguieron una serie de secuencias, de unos cinco o diez minutos de duración, en las que situaciones normales como fiestas, cenas en un restaurante, una barbacoa junto a una piscina, se desintegraban en improbables orgías de relaciones sexuales en grupo. Falcón se deshinchó rápidamente por el aburrimiento. La música y el falso éxtasis lo irritaron y las palmas se le humedecieron de nuevo. El efecto del Orfidal se apagó. Respiró hondo para mantener la calma. Ramírez se inclinó hacia delante, jugando con su anillo. Hizo comentarios para sí mismo y silbó en alguna ocasión. Falcón salió de su estupor sólo una vez durante la última secuencia, porque le pareció que era la que estaba en la tele cuando Raúl Jiménez estaba con Eloísa Gómez.
—No sé cómo puede saberlo —dijo Ramírez.
—Por las sombras en la pantalla.
Ramírez sonrió. La cinta se acabó.
—¿Qué significa «Lección de visión»? —preguntó—. Aunque estuvieran viendo esto la noche que Jiménez murió, ¿qué?
—Esta era la última secuencia de seis. Nos pedía que viéramos la cuatro y la seis.
—Ya las hemos visto.
—Pues no tiene nada que ver con el hecho de que estuviera puesta la noche del asesinato.
—¿Lección de visión? —murmuró Ramírez.
—Nos está enseñando algo —dijo Falcón—. Él ve cosas que no ve nadie más.
—A mí no me está enseñando nada —replicó Ramírez—. Yo ya conocía todo esto hacía tiempo.
—Puede que se trate de eso. ¿Qué es lo que miras cuando ves una película pornográfica?
—Miras cómo lo hacen.
—Por eso se llaman «películas de piel» en Estados Unidos, porque eso es lo que ves. La piel. La superficie. La acción.
—¿Qué más hay que ver?
—Tal vez quiera decirnos que hay algo más de lo que se ve a simple vista. No sólo genitales y penetración. Olvidamos que los actores son personas reales con caras y vidas —dijo Falcón—. Veamos la última secuencia y fijémonos en las caras esta vez.
Ramírez rebobinó la cinta. Falcón apagó el sonido. Se acercaron más.
—¿Se ha fijado en cómo van vestidos? —observó Falcón.
—Esta cinta debe de tener veinte años, es vieja —dijo Ramírez—. Mire qué cuellos de camisa, ¿se acuerda?
Falcón se concentró en las caras y, mientras pasaba de una a otra, fijándose en los ojos y la boca, se preguntó qué empujaba a las personas a hacer aquello. ¿Era suficiente el dinero para abandonar la moral, la inocencia y la intimidad? Pasó de un par de ojos vacíos a una boca con los dientes apretados, de una cara floja y sin vida a un labio burlón, y se estremeció ante el peso de la pequeña tragedia que tenía a la vista. ¿Se conocían aquellas personas? A lo mejor se habían conocido aquella mañana y por la tarde…
Una de las chicas tenía el pelo oscuro y rizado. No miraba nunca a la cámara. O miraba hacia delante o miraba abajo, hacia la superficie de la mesa en la que se apoyaba, como si fuera sólo cuestión de tiempo pasar al otro lado de esa experiencia. Una mano se cerró en un puño de cruda determinación. Se dio cuenta de que, si el foco de la cámara se hubiera acercado a las caras mientras una voz en off descubría las vidas de los participantes, la película habría tenido posibilidades como documental. ¿Tenían aquellas personas pareja fuera de aquel mundo transitorio? ¿Era posible tener relaciones sexuales con siete u ocho desconocidos y luego volver a casa a cenar con un novio o novia? ¿Tenían que renunciar a su vida para poder hacer aquel trabajo?
Una oleada de tristeza le inundó el pecho.
—¿Ha visto algo? —preguntó Ramírez.
—Nada importante —contestó Falcón—. No sé lo que estamos buscando.
—¿Se estará riendo de nosotros ese tío?
—Esto es un juego y nosotros jugamos porque aprendemos algo sobre él cada vez. Veamos el número cuatro.
Ramírez rebobinó y apretó el botón de «play». Empezaba en una fiesta en un piso. Sonaba el timbre. La cámara seguía a una chica con unos pantalones cortos ajustados y un top anudado al cuello caminando por un pasillo. Ella abría la puerta y dejaba entrar a dos hombres y dos mujeres. Ramírez puso su gordo dedo en la pantalla.
—Mírela —dijo.
Era la chica del pelo rizado y el puño cerrado, que nunca miraba a la cámara.
—Es una peluca —añadió Ramírez.
La cámara seguía al grupo por el pasillo, hacia la fiesta, que evidentemente estaba ya descontrolada, todos estaban desnudos y en acción. Los cuatro recién llegados, en lugar de salir gritando del piso, se unían a ellos.
—Ahí está otra vez —dijo Ramírez.
En esta ocasión, ella estaba desnuda hasta la cintura y, sentada en el sofá, miraba el bulto de los pantalones de un hombre. La cámara se acercó a las manos de la chica cuando buscaban la cremallera del hombre.
—¿Sabe quién es? —preguntó Ramírez.
—Es increíble.
—Lo es, ¿verdad? —dijo Ramírez, con una satisfacción palpable—. Es más joven y algo más gorda, pero está clarísimo que se trata de la señora Consuelo Jiménez.