Lunes, 16 de abril de 2001
Casa de Javier Falcón, calle Bailén, Sevilla
Otro despertar de 20,000 voltios, como si hubiera tenido un infarto y lo hubieran devuelto a la vida con un desfibrilador. Su reloj decía que eran las seis, lo que significaba que le quedaba una hora y media para dormir, o mejor, para no dormir, más bien para morirse. El cerebro, un órgano extraño que lo mantenía despierto con una tormenta de pensamientos sobre su padre, la guerra civil, el arte, la muerte…, y entonces, cuando estaba a punto de renunciar a toda posibilidad de volver a dormirse, oscuridad. Sin sueños. Sin descanso. Pero un alivio. El cerebro, incapaz de soportar más aquel balbuceo constante, había bajado la persiana.
Se arrastró con el corazón acelerado hasta la bicicleta de ejercicios. Empezó a pedalear y llegó a tener la sensación de que lo perseguían, hasta el punto de que miró por encima del hombro. Paró, bajó de la bicicleta, pensó si aquello podía ser malo para él, psicológicamente: el gasto de tan grandes cantidades de energía para no llegar a ninguna parte. Una agitación estancada. Pero lo necesitaba, tenía que calmarse para salir de aquel pensamiento cíclico. ¿Cíclico? Sí. Estaba haciendo con su cuerpo lo mismo que con su mente. Corrió hasta el río, subió hacia la Torre del Oro y volvió. No encontró a nadie.
Fue el primero en llegar a la oficina, después de conducir por calles desiertas. Se sentó detrás de su mesa, desolado entre aquel mobiliario espartano y el pétreo silencio de la Jefatura. Ramírez apareció a las ocho y media y Falcón lo saludó con la noticia de la desaparición de Eloísa Gómez. Miró en la sala de incidentes, pero había habido poca actividad. Sevilla estaba demasiado agotada, tras una semana de devoción mariana y bacanales, para poner denuncias.
Ramírez le entregó el sobre que había recogido en la sala de informática. Las ocho imágenes del cámara esquivo del cementerio estaban dentro y el operador había afinado los dos mejores ejemplos, aunque seguían sin servir de mucho. No se le veían los ojos, la nariz era una sombra bajo la visera de la gorra y la línea de la mandíbula estaba oscurecida por el cuello del abrigo. Se veía un poco de piel, pero su color y textura eran borrosos. El operador informático había mostrado las fotos a un experto en cámaras de televisión que había aventurado la opinión de que el asesino era un hombre, de entre veinte y cuarenta años.
—No nos servirá de nada —dijo Ramírez—, pero valdrá para que el juez Calderón se regale. Nuestra primera visión del asesino… es mejor que nada.
—Pero ¿quién es? —preguntó Falcón, sorprendiendo a Ramírez con su repentina brutalidad—. ¿Actúa solo? ¿Le pagan por hacerlo? ¿Cuál es su motivo?
—¿Estamos siquiera seguros de que la víctima no lo conocía? —inquirió Ramírez, imitando el tono de Falcón.
—No lo dudo. No querría tener que demostrarlo en un juzgado, pero estoy seguro de que obtuvo la información de Mudanzas Triana, que utilizó a Eloísa Gómez para entrar en el piso, y que esperó a que llegara la criada para salir. Y que todo lo hizo para confundirnos.
—Entonces creo que tendríamos que traer a Consuelo Jiménez y hacerla sudar con lo del cementerio…, a ver si se rinde bajo la presión —dijo Ramírez—. Es la única persona cercana a la víctima que tiene toda la información necesaria y un motivo concreto.
—En este momento quiero trabajar con Consuelo Jiménez en lugar de contra ella. He quedado con ella al mediodía para repasar los socios de negocios de su marido y dividirlos entre los que tienen motivo y los que no.
—Pero ¿eso no le da a ella el control de la investigación, inspector jefe?
—En absoluto…, porque nosotros seguiremos investigando. Usted hable con Joaquín López del Cinco Bellotas. Vale la pena entrevistarlo. Pérez puede ir al ayuntamiento y buscar los nombres de todas las empresas que tuvieron contactos con la Comisión de Construcción de la Expo’92. Fernández irá al departamento de licencias a buscar nombres y después puede ir a los departamentos de sanidad y bomberos y cuando lo hayamos estudiado todo, hasta las personas que van a los restaurantes a vender flores a los clientes que se olvidan de ser románticos, dejaremos en paz a la señora Jiménez. De modo que trabajaremos con ella, pero notará la presión.
—¿Y los delincuentes locales?
—Si se tratara de esto, uno de los restaurantes se habría incendiado, pero no habrían torturado y matado al dueño. De todos modos, pregunten a los confidentes.
—¿Drogas? —apuntó Ramírez—. En vista de que estamos tratando con un comportamiento extremo, violento y psicópata.
—Hable con Narcóticos. Vea si Raúl Jiménez o alguno de sus socios han estado bajo vigilancia.
El resto de la brigada llegó durante el siguiente cuarto de hora y Falcón les puso al día, les mostró las imágenes de la cinta de vídeo y los despachó a un largo día de trabajo duro y aburrido. Preguntó a Serrano por el cloroformo y los instrumentos quirúrgicos; no se sabía nada de los hospitales, que todavía tenían que hacer inventario, y ahora estaba visitando los laboratorios. Mandó a Baena a Mudanzas Triana a entrevistar a los empleados específicamente para descubrir qué hacían el sábado por la mañana durante el funeral de Jiménez. Se marcharon todos y él habló largamente por teléfono con el juez Calderón y le explicó lo mismo, y luego con el comisario Lobo. Normalmente, esa constante repetición lo habría puesto enfermo, pero aquel día tanto Calderón como Lobo habían tenido que interrumpirlo. Después se puso a resolver papeleo, algo que nunca hacía un lunes por la mañana, especialmente durante una investigación. Se marchó temprano para llegar a su cita con Consuelo Jiménez.
Empezaron por ver el vídeo de los asistentes al funeral. La señora Jiménez los fue nombrando a todos y le aclaró la relación de cada uno con su marido. No había nadie extraño entre la gente. Reconstruyeron las últimas veinticuatro horas de Raúl Jiménez y después su última semana. Las reuniones, los almuerzos, las fiestas, las discusiones con los constructores, un jardinero, un técnico de aire acondicionado… Le proporcionó una lista de las empresas que habían tratado con él durante los últimos seis años: los que habían hecho negocios, los que no y los que habían sido despedidos. Era difícil de creer, después de lo que le había dicho Ramón Salgado, que los únicos posibles enemigos de Raúl Jiménez fueran carniceros, pescaderos y floristas que habían dejado de hacer negocios suministrando a sus restaurantes. Las miradas de Consuelo Jiménez a su caro reloj se hicieron más frecuentes y Falcón pasó a la pregunta importante.
—Lo hemos repasado todo menos la Comisión de Construcción de la Expo’92 —dijo—. ¿Puedo ver los documentos?
—¿Qué documentos?
—Los de su marido.
—Aquí no están —dijo ella, llamando a la secretaria—, ni en el piso.
La secretaria recibió la misma pregunta a la que dio una respuesta ensayada mientras miraba a su público como si fueran a aumentarle el sueldo. La señora Jiménez empezó a meter prisa a Falcón y puso a sus hijos como excusa. Falcón se quedó sentado mientras ella recogía sus cosas y lo esperaba en la puerta, repiqueteando con los dedos en el bolso.
—Me ha sido muy útil —dijo él, con sinceridad, porque la calculada visita de ella de la noche anterior y su cooperación selectiva de la mañana le habían mostrado la primera posibilidad de que su determinación pudiera haber evolucionado, vía ambición, a implacabilidad.
Se fue a casa a almorzar. Encarnación le había dejado una gran cazuela de fabada asturiana. Judías, chorizo y morcilla. No tenía hambre pero esperaba que aquella comida pesada y dos copas de vino le dieran sueño. Se echó con la cabeza llena de dudas respecto a si estaba llevando la investigación como debía. Su estómago emitió sonidos de tuberías viejas. Sus piernas se sacudían. Más agitación estancada. Deseaba dormir pero el sueño no llegaba. Llamó a Ramón Salgado y luego recordó que había ido a San Sebastián a recoger a su hermana.
Tenía las manos húmedas mientras conducía de vuelta al despacho, las tripas irritadas por la grasa de la fabada y la textura de la lengua parecía la de una gamuza. No podía detener su pensamiento en una sola idea elaborada hasta llegar a una conclusión. La desesperación, como la grasa rancia, se deslizaba dentro del guiso y agitaba la mezcla. Paró en República Argentina y llamó a su médico, que no podía recibirlo hasta la mañana siguiente. Tenía una larga noche por delante y la perspectiva le horrorizaba, al tiempo que era consciente de lo ridículo de aquella angustia. Recordaba cómo era hacía cinco días, lo bien que se sentía cuando era una persona estable. Le saltaron las lágrimas. Apretó la frente contra el volante. ¿Qué le estaba pasando?
Bajó del coche, se secó las lágrimas y se recompuso. Entró en el bar más cercano y pidió algo que nunca bebía: brandy. En las películas siempre tomaban brandy. El gran calmante de los nervios. El camarero le recitó unas cuantas marcas: Soberano, Fundador… Él pidió uno cualquiera y un café para disimular el aliento.
El brandy le rasgó los pulmones y tuvo que respirar hondo. Tocó la taza de café con los dedos y le aterrorizó la idea de que la mano apoyada en la barra de acero inoxidable no fuera suya. La sacudió, la cerró, se tocó la cara. El camarero lo observaba mientras secaba vasos.
—¿Otra? —preguntó.
Falcón asintió con la cabeza, incapaz de creer lo que estaba haciendo. El líquido ambarino cayó en la copa. Envidiaba la estabilidad del camarero, ser capaz de sostener una botella sobre una copa sin verter ni una gota. Bebió el segundo brandy, se quemó la lengua con el café, dejó un billete en el bar y salió.
En el aparcamiento de Jefatura intentó tranquilizarse y sacudir sus pensamientos ocultando la cara entre las manos. La luz de su despacho estaba encendida. Ramírez, de espaldas a la ventana, leía un documento y lo comentaba con alguien sentado a la mesa.
Las personas con las que se cruzó en la escalera lo miraron extrañadas. Falcón se metió en un lavabo y se miró al espejo. Tenía el pelo revuelto como un mar agitado, la cara encendida y los ojos rojos. El cuello de la camisa estaba sobrepuesto al de la americana y llevaba la corbata floja. El caparazón se estaba agrietando. Se refrescó la cara con agua fría, sintió una repentina urgencia de las tripas y se metió en un retrete. Una intoxicación alimentaria. Quizás aquello era una intoxicación alimentaria, pensó desesperado. La fabada de Encarnación estaba mala.
Se abrió la puerta del lavabo y oyó a Ramírez.
—… para mí que también se la está tirando.
—¿El inspector jefe? —dijo Pérez con incredulidad.
—Seguramente estará desesperado después del divorcio.
Luego se callaron al darse cuenta de que uno de los retretes estaba ocupado.
Se fueron. Falcón se lavó las manos, se arregló la camisa y se peinó.
Los dos hombres estaban en su despacho. Encima de la mesa estaba el informe de la policía científica.
—¿Hay algo interesante? —preguntó.
—Nada que nos sirva —dijo Ramírez.
—¿Qué tiene que decir Joaquín López?
—Estuvo interesante, sobre todo acerca de la esposa —dijo Ramírez, incapaz de disimular su antipatía por la señora Jiménez—. Parece que el señor López estaba más adelantado en sus negociaciones de lo que creíamos. Las conversaciones habían terminado y se habían puesto de acuerdo en el precio. Los abogados ya estaban redactando el contrato.
—Y entonces conoció a Consuelo Jiménez… —dijo Falcón.
—Exactamente…, conoció a la esposa —puntualizó Ramírez—. Y ella no sabía nada del trato.
—Parece ser que Raúl Jiménez pensaba que vender o no era exclusivamente cosa suya —dijo Falcón.
—Lo pensaba. Y era así. Pero tanto él como Joaquín López habían subestimado la influencia de la mujer. Almorzaron juntos para conocerse. Al señor López le impresionó lo bien que se gestionaban los restaurantes. La decoración y todo lo que hacía la esposa.
—Espero que no le ofreciera un empleo.
—Lo estaba pensando. El objeto del almuerzo era ver si a ella le interesaría seguir gestionando los restaurantes o si el no ser la esposa del dueño supondría que no.
—¿Y el almuerzo fue un desastre?
—Ella lo marginó totalmente. Joaquín López dice que había hablado antes del almuerzo. Ya estaba todo decidido. Raúl Jiménez era como un perro apaleado al lado de su mujer. El señor López no tuvo que hacer ninguna llamada posterior, se dio cuenta de que no había trato.
—¿Y cómo interpreta usted esas novedades? —preguntó Falcón.
—Creo que hizo que se lo cargaran —dijo Ramírez—. Puede pensar que es una forma elaborada de cargárselo, pero precisamente por eso lo creo. La mujer se ha hecho famosa por prestar atención a los detalles. Piensa en todo de principio a fin. No deja nada al azar, tanto si se trata de que las cocinas reciban buenos productos como si se trata de planificar el asesinato de su esposo.
—Pues ¿sabe qué? —admitió Falcón—. Estoy de acuerdo. La creo capaz.
A Ramírez se le expandió el tórax. Se acercó a la ventana y miró hacia el aparcamiento como si fuera su reino.
—Pero puede haber otra dimensión —añadió Falcón—. Aparentemente, ella y yo hemos tenido un encuentro de cooperación esta tarde, excepto que me ha dicho muy poco. Y cuando le he preguntado por los archivos de su esposo de la época de la Comisión de Construcción de la Expo’92, ha negado que existieran tales archivos y ha hecho que la secretaria lo confirmara.
—Qué tontería —dijo Pérez—. Tiene que haber algo.
—Otra cosa: Raúl Jiménez es un hombre de negocios muy importante. Procede de una familia de campesinos andaluces y según su hijo era un negociador despiadado. Tan despiadado que hace treinta y seis años secuestraron a su hijo como un acto de venganza. Apenas colaboró con la policía. Se llevó a la familia fuera de la ciudad. Y a partir de entonces borró sistemáticamente cualquier recuerdo de aquel hijo. Lo hizo porque se vio enfrentado a la elección de perderlo todo o perderlo todo menos su riqueza y su posición.
—No sé si entiendo a dónde quiere ir a parar, inspector jefe —dijo Ramírez.
—¿Qué impidió a Raúl Jiménez vender los restaurantes? —preguntó Falcón.
—Su mujer.
—Ella no lo mató, ¿verdad? —preguntó Falcón—. Pero, dada la reputación de Raúl Jiménez, se diría que tendría que haberlo hecho.
—Lo amenazó con denunciarlo —dijo Pérez.
—¿Por un niño secuestrado hace treinta y seis años? —preguntó Ramírez—. Joder.
—Entonces ella no lo sabía. Se lo dije yo después de hablar con José Manuel Jiménez.
—Entonces, ¿qué tenía contra él?
—Algo relacionado con la Expo’92 —dijo Falcón—. Creo que encontró los documentos y descubrió un nivel de corrupción inédito en la historia empresarial española.
—Pero ahora ¿por qué lo oculta?
—Porque ya tiene lo que quería. Los restaurantes —aclaró Falcón—. Ahora los documentos de su marido sólo pueden poner en peligro su posición. Si se sabe que era corrupto podría influir en sus negocios. Lo podría perder todo.
—Entonces su muerte fue muy conveniente —dijo Ramírez.
—¿No habría sido más lógico que el señor Jiménez asesinara a su mujer? —preguntó Pérez—. Así podría haber vendido los restaurantes y evitar el escándalo.
—El asesinato se produce cuando la lógica deja de funcionar —dijo Ramírez, que miró a Pérez como si este fuera un traidor a la causa.
—Ahondemos en el pasado de Consuelo Jiménez…, lo oficial y lo extraoficial —dijo Falcón—. Habló de una galería de arte donde trabajaba en Madrid y una relación con el hijo de un duque que acabó en un aborto en 1984.
—No tiene antecedentes, según el ordenador de la policía —dijo Ramírez—. Tengo contactos en Madrid que están comprobando su nombre en otros ámbitos para ver si tiene alguna relación con drogas o vicio.
—¿Qué me dice de la Comisión de Construcción? —preguntó Falcón, y Pérez puso una caja sobre la mesa de la que empezó a sacar fajos de papel.
—Estos son los nombres y las direcciones de todas las empresas que tuvieron alguna relación con proyectos de construcción de todo tipo de volumen vinculados a la inauguración de la Expo’92. Esto es una lista de las empresas involucradas en proyectos de construcción fuera del recinto de la Expo que estaban parcial o totalmente subvencionados por el Estado. La mayor parte son proyectos residenciales en lugares como Santiponce y Camas. Esto es una lista de todas las empresas que se encargaron de proyectos dentro de los pabellones: diseñadores, técnicos de iluminación y sonido, aire acondicionado, instaladores de suelos…
—¿Adónde quiere ir a parar, subinspector? —preguntó Falcón.
—Este librito es un directorio de todas las personas que trabajaron o suministraron a los pabellones, los restaurantes, los bares, las tiendas…
Ramírez se acercó a ellos y se agarró al borde de la mesa.
—Mire, inspector jefe, sabemos lo que pasó. Todo el mundo se llenó los bolsillos. Pero de eso hace diez años y todos sabemos las capas de confusión que se acumulan en pocos días, incluso horas. ¿Qué estamos buscando? ¿A alguien que no se enriqueció? ¿Dónde podría estar? ¿A alguien a quien timaron? ¿Dónde lo buscamos? ¿Estará siquiera en estas listas de empresas y personas? Y en caso de que sea así, ¿por dónde empezamos? ¿Suministradores de cristal? ¿Canteras de mármol? ¿Fábricas de baldosas? Sería una tarea enorme para una brigada anticorrupción especialmente designada, y mucho más para los seis que formamos el Grupo de Homicidios. Tendría que haber una pista importante para emprender ese trabajo ingente.
Falcón chasqueó los nudillos. Era un buen discurso, pero no era propio de Ramírez. Primero porque era sucinto y Ramírez no tenía esa clase de cerebro objetivo. Era más bien un tipo subjetivo y reactivo. Su estilo era más bien llevar allí a Consuelo Jiménez y hacerla sudar.
—¿De modo que los dos creen que deberíamos enfocar esta investigación montando un caso contra Consuelo Jiménez?
Ramírez asintió con la cabeza. Pérez se encogió de hombros.
—Es dura —dijo Falcón—, y no creo que tengamos suficiente contra ella para hacerla sentir siquiera un poco incómoda. Tendremos que buscar más.
—¿Y vigilancia? —preguntó Ramírez.
—Todavía no puedo justificar ese gasto —dijo Falcón—. Necesitaría tener algo más contra ella. El motivo del amante no sirve y el motivo de Joaquín López no es lo suficientemente fuerte, aunque vale la pena hablar de ello con el juez Calderón.
—El señor López se ha ofrecido para ayudar.
—No tengo ninguna duda.
—Y si encuentran algo en Madrid… ¿entonces la pondrá bajo vigilancia?
—Si ha estado relacionada con un asesinato antes, sí. Si ha robado en una tienda, no.
—Para pillarla necesitamos relacionarla con el de la cámara del cementerio —argumentó Pérez, lo que no ayudaba mucho.
—¿Qué estaría haciendo allí? Es lo que tiene que preguntarse —dijo Falcón—. Había terminado su trabajo. Si trabaja por encargo, ¿por qué filmar el funeral?
—A lo mejor está montando una película con vistas al chantaje —propuso Pérez.
—Eso está muy traído por los pelos, subinspector.
—¿La desaparición de Eloísa Gómez también está traída por los pelos? —preguntó Ramírez—. La esposa la vio en el vídeo que estábamos mirando después de que se llevaran el cadáver.
—Creo que eso es algo entre el asesino y Eloísa…
—Puede ser que a la esposa no le gustara la idea de que hubiera un cómplice suelto por ahí —dijo Pérez.
—Pensemos por qué está jugando con el teléfono móvil de Eloísa Gómez —indicó Falcón—. ¿Por qué dijo aquello de que tenía una historia que contar?
—¿Qué es lo que dijo? —preguntó Ramírez.
—Ya se lo expliqué.
—Nos dijo que había dicho: «¿Estamos cerca?» y «Más cerca de lo que cree» —recordó Ramírez—, pero «una historia que contar», no, no nos lo mencionó.
Falcón se sintió sorprendido y avergonzado. Le preocupaban los lapsus de memoria. El brandy. Les contó lo que había sucedido en el puente.
—Es una distracción —dijo Ramírez.
—Una locura —dijo Pérez.
—Es críptico por sí solo, pero unido a la aparición del hombre en el funeral con la cámara podría significar que va a volver a actuar —indicó Falcón—. Tenemos que mantener una mente abierta. No podemos descartar ninguna posibilidad y concentrarnos sólo en Consuelo Jiménez.
Ramírez empezó a pasear agitadamente por la habitación. Falcón hizo salir a los dos hombres pero volvió a llamar a Pérez.
—Quiero que haga un par de cosas con estas listas —dijo Falcón—. Coja las dos primeras que me ha dado y compruebe si esas empresas todavía existen. Luego encuentre los nombres de los directores, ejecutivos y no ejecutivos, de todas estas empresas entre 1990 y 1992. Sólo eso y lo dejamos.