Extractos de los diarios de Francisco Falcón

20 de marzo de 1932, Dar Riffen, Marruecos.

Óscar (no sé si es su nombre verdadero, pero es el que utiliza) no es sólo mi superior sino también mi maestro. Era maestro en la «vida real» como dice él. Es lo único que sé de él. Los brutos (mis compañeros) me dicen que Óscar está aquí por abuso infantil. No pueden saberlo con certeza porque uno de los preceptos de la Legión es que no tienes que confesar tu pasado. Por supuesto, los brutos se lo pasan en grande contándome su pasado. La mayor parte son asesinos y, algunos, violadores y asesinos. Óscar dice que son carne, sangre y hueso atados por dentro con algunos cordeles primitivos que les permiten caminar derechos, comunicarse, defecar y matar a personas. Los brutos desconfían de Óscar sólo porque temen y sospechan de los más mínimos rudimentos de inteligencia. (Óscar me deja su habitación o tendré que esconderme para escribir este diario). Pero los brutos también lo respetan. A todos les ha pegado una paliza en alguna ocasión.

Óscar me adoptó como su pupilo cuando me pilló dibujando en los barracones. Hizo que un par de los brutos me sujetara, me arrancó el papel de la mano y se encontró con que se estaba viendo a sí mismo en toda su inteligencia brutal. Me quedé paralizado de miedo. Me agarró por el cuello de la camisa y me arrastró fuera, a su habitación, animado por los gritos de los brutos. Me lanzó contra una pared con tanta fuerza que caí sin aliento. Volvió a mirar el dibujo, se puso en cuclillas, con su cara a la altura de la mía, y me miró con sus fríos ojos azules. «¿Quién eres?», me preguntó, y eso me extrañó. No fui tan estúpido que se lo dijera y callé. Me dijo que el dibujo era bueno y que sería mi maestro, pero que debía mantener su reputación. Así que me dio una paliza.

17 de octubre de 1932, Dar Riffen.

Le confesé a Óscar que sólo he escrito dos veces en el diario desde que me lo regaló. Está furioso. Le he dicho que no tengo nada que poner. Lo único que hacemos son ejercicios sin fin seguidos de muchas borracheras y peleas. Me recuerda que este diario no tiene que ser sólo un relato de lo externo sino un examen de lo interno. No tengo ni idea de cómo enfocar ese ámbito interno del que habla. «Tienes que escribir sobre quién eres», dice. Le muestro mi primera entrada. Y dice: «Que no tengas familia no significa que hayas cesado de existir. Ellos son sólo una referencia, ahora tienes que descubrir tu propio contexto». Lo escribo sin tener ni idea de lo que significa. Me cuenta que un filósofo francés dijo: «Pienso, luego existo». Le pregunto: «¿Qué es pensar?». Hay un largo silencio en el que no sé por qué me pongo a pensar en un tren avanzando por un vasto paisaje. Se lo digo y me contesta: «Bien, ya es un comienzo».

23 de marzo de 1933, Dar Riffen.

Acabo de terminar mi primera gran obra: a toda la compañía caricaturizada individualmente subida a su propio camello, exagerando alguna de sus características. He colocado los dibujos sobre unos paneles y los he colgado en los barracones de modo que parezca una caravana dirigiéndose hacia el arco de Dar Riffen, que en lugar del habitual lema de los legionarios dice: «Legionarios a beber, legionarios a joder». Han venido todos los oficiales a verlo. Óscar ha roto mi caravana y ha dicho: «No querrás que te hagan un consejo de guerra y te fusilen por un estúpido dibujo». Ahora nunca me falta tabaco.

12 de noviembre de 1934, Dar Riffen.

Acabamos de recibir al coronel Yagüe y a la Legión, que vuelven de Asturias, donde habían ido a sofocar una rebelión minera… Óscar está de mala uva. No hubo resistencia y, después de liberar Oviedo y Gijón, los brutos «demostraron falta de disciplina y no obedecían las órdenes». Eso significa que mataron, violaron y mutilaron sin temor al castigo. En esa conversación, Óscar me confiesa que es alemán y me taladra diciendo que los soldados alemanes no se habrían comportado nunca así. Sus botas vacías parecen gritar desde un rincón. «Esto es el principio de una catástrofe», dice. Yo no estoy de acuerdo y sólo me emociono con las historias truculentas que me cuenta una y otra vez. Parece que todavía no he aprendido a pensar. He notado, en toda la historia que he leído, bajo el pupilaje de Óscar, cuántas veces son los que piensan los que acaban muriendo a tiros, ahorcados o decapitados.

17 de abril de 1935, Dar Riffen.

Mi segunda gran obra: el coronel Yagüe quiere que pinte su retrato. Óscar me da un consejo: «A nadie le gusta la verdad a menos que coincida con su propia versión de ella». Hasta que no tengo al coronel Yagüe sentado frente a mí no me doy cuenta de la misión a que me enfrento. Es un hombre muy corpulento, con gruesas gafas redondas, el pelo gris con entradas, mandíbulas fuertes y una media sonrisa que es casi simpática hasta que percibes la crueldad que proyecta. Lo siento de modo que no se vea nada de su perfil malo. Le pregunto si quiere dejarse puestas las gafas y me contesta que sin ellas parecerá un cachorrito recién nacido. En una silla veo un abrigo con un cuello de piel. Le pido que se lo ponga y le digo que le enmarcará la cara y le dará un aire aventurero y heroico. Se lo pone. Creo que vamos a entendernos.

1 de mayo de 1935, Dar Riffen.

El retrato es un éxito. Se celebra una pequeña ceremonia privada para destaparlo ante un grupo selecto de oficiales. El coronel Yagüe está encantado con la reacción de los asistentes. El cuello de piel fue una inspiración. Le adelgacé un poco la cara y le dibujé una mandíbula prominente para que pareciera desafiante, resistente, de fiar, pero atrevido y emprendedor a la vez. De fondo he puesto una masa de legionarios marchando a través del arco, diciendo: «Legionarios a luchar, legionarios a morir», como es debido. Óscar me dice: «Veo que han convergido falsas ilusiones». El coronel Yagüe no ha colgado el cuadro. No puede permitirse parecer más magnífico o ambicioso que sus superiores.

14 de julio de 1936, Dar Riffen.

Las maniobras de verano terminan con un desfile encabezado por los generales Romerales y Gómez Morato, nuestros dos mandos superiores en el ejército de África. Óscar, que tiene olfato para estas cosas, dice que está apunto de ocurrir algo. Para él, la prueba es que durante el banquete posterior al desfile, incluso antes de que se sirvieran los postres, se oyeron gritos de «¡Café!» que evidentemente no eran para pedir café. Significa «¡Camaradas! ¡Arriba! ¡Falange española!», y eso significa que el coronel Yagüe está poniendo manos a la obra. Es un falangista que, según Óscar, odia al general Gómez Morato. No sé cómo lo sabe y él dice que lo único que hay que hacer es observar a los oficiales que fueron a la ceremonia privada de exhibición de mi retrato del coronel Yagüe.

Nos tienen encerrados en los barracones sin saber lo que sucede al otro lado del Estrecho. Óscar encuentra un periódico, El Sol, en el que hay un artículo sobre un tiroteo contra un oficial llamado teniente José Castillo frente a su casa de Madrid sólo un mes después de casarse. «Fueron los de la Falange», dice Óscar. Yo no entiendo nada. No sé con quién estamos. Le pregunto a Óscar a quién tenemos que apoyar y me dice: «A nuestro oficial superior, si no quieres que te peguen un tiro». Al menos en este caso no hace falta tomar decisiones difíciles, aunque Óscar me alarma al añadir: «Sea quien sea».

Más tarde, por la noche, me llama. Está muy excitado. Ha estado escuchando la radio. España está sumida en el caos. Calvo Sotelo ha muerto. A mí me daba igual porque no lo conocía de nada. Óscar me da un bofetón. Sotelo es el líder monárquico y una figura prominente de la derecha. Su asesinato tendrá consecuencias terribles. Le pregunto quién lo ha matado y Óscar se pasa una pelota imaginaria de mano a mano y dice: «Tictac, tictac».

«Pero esta vez la izquierda ha ido demasiado lejos», dice. «Eso no se considerará personal debido a la posición de Calvo Sotelo. Eso es un asesinato político y ahora, te lo garantizo, habrá una guerra». Le pregunto cuál es su posición en todo esto y él levanta las manos, con las palmas surcadas por miles de líneas que me hacen pensar en dibujarlas. «Delante de ti», dice, y yo me voy sin saber a qué atenerme.

19 de julio de 1936, Ceuta.

El coronel Yagüe nos hizo salir de los barracones a las nueve de la noche y a medianoche ya controlábamos el puerto de Ceuta. Ni disparamos ni nos dispararon un solo tiro. Nos desilusionó no encontrar resistencia porque durante la marcha habíamos soñado con una buena batalla. Por la mañana nos dijeron que Melilla, Tetuán, Ceuta y Larache estaban bajo control militar y que el general Franco iba a tomar el mando.

Volvemos a los barracones de Dar Riffen por la mañana. El general Franco llega a los barracones por la tarde y formamos para recibirlo. Nos sorprendemos entusiasmándonos sin saber por qué. El coronel Yagüe hace un discurso que comienza con las palabras «Aquí están, tal como los dejó…» y vemos que el general está muy conmovido. Gritamos: «¡Franco! ¡Franco!» y él anuncia un aumento de la paga de una peseta al día. Volvemos a rugir.

6 de agosto de 1936, Sevilla.

Piso suelo español por primera vez. Fuimos de los primeros destacamentos en cruzar el estrecho en barco y nos desilusionó que no nos trasladaran por aire. Nos metieron en camiones y nos condujeron por las calles completamente vacías de Sevilla. Nuestras órdenes son dirigirnos al norte, a Mérida, con el coronel Yagüe. Nos han dicho que todos los que se nos resistan son comunistas y, como tales, están contra España, y hay que tratarlos con toda severidad y sin piedad. Se dice que la oposición «se caga de miedo» pensando en el ejército de África. Nuestra reputación tras la rebelión de los mineros de Asturias nos precede. El efecto de estas órdenes es como si la electricidad atravesara las filas sedientas de sangre. Ya estábamos encendidos y ahora somos invencibles y también nos sentimos cargados de razón.

10 de agosto de 1936, cerca de Mérida.

Avanzamos sin descanso (300 Km. en cuatro días) y aprendemos enseguida que las noticias del terror que inspiramos viajan a la velocidad del sonido. Lo llamamos castigo. Cuando hemos sofocado toda resistencia, nos paseamos por ciudades y pueblos con cuchillos y machetes. Es el frío acero lo que los aterroriza. No es impersonal como las balas.

En El Real de la Jara, la población corrió a las montañas donde los acorralaron los moros de los regulares, que les hicieron cosas tan terribles que nosotros no encontramos ninguna resistencia hasta que llegamos a Almendralejo. Allí nos entró la locura y matamos a todos los que quedaban en el pueblo. Centenares de cadáveres, de hombres y mujeres, llenaban las calles. Con aquel calor, el hedor enseguida fue insoportable y dejamos las casas aturdidas y sin vida bajo un manto de humo que salía de los tejados en llamas. Óscar me apremia para «que lo escriba todo», pero estoy demasiado cansado para hacer nada al final del día.

11 de agosto de 1936, Mérida.

Los oficiales bromean diciendo que están haciendo la «reforma agraria» para los campesinos.

Uno de los moros de los regulares nos enseña su vieja y apestosa colección de testículos. Castran a las víctimas como un ritual de batalla. Eso es demasiado para Óscar, que hace un informe a nuestro capitán, y pronto se prohíbe la práctica.

15 de agosto de 1936, Badajoz.

El 40 de bandera toma por asalto la Puerta Trinidad. Entraron cantando y les respondieron con fuego de ametralladora pesada, lo que los retuvo un momento. Rompieron la puerta al segundo intento y nosotros entramos detrás, pisando sus cadáveres. Una vez dentro tuvimos que luchar calle por calle hasta llegar al centro. Por la tarde, todos los sospechosos de resistirse fueron conducidos a la plaza de toros, cerca de la catedral. Muchos lloraban y gemían, pero nos sentíamos salvajes debido a las pérdidas en el asalto inicial. Sonaron tiros hasta la caída de la noche. Los regulares registraron la ciudad, casa por casa, buscando a cualquiera que tuviera un arma o incluso la marca de la culata en el hombro. Tras la indisciplina de Asturias, Óscar está decidido a que no perdamos el control y nos lancemos a una orgía de rapiña y violación como otras compañías de la bandera y los regulares. Los hombres se quejan hasta que Óscar trae unas cajas de bebidas: botellas robadas de un bar. Nos servimos aguardiente, anís y vino tinto en el mismo vaso y bautizamos esa bebida como «el Terremoto».

22 de septiembre de 1936, Maqueda.

Ahora sé lo que es estar endurecido por la batalla. Antes sólo eran palabras atribuidas a los veteranos. Ahora sé que es un estado mental que perdura. Procede de tener que tomar múltiples decisiones en una situación de enorme tensión, de la total eliminación del miedo, de ver morir personas a diario, de superar el agotamiento, de la aceptación de la inevitabilidad de la batalla.

29 de septiembre de 1936, Toledo.

Se lanza el ataque a mediodía del 27 de septiembre. Antes del asalto nos hacen pasar junto a los cadáveres mutilados de dos nacionales ejecutados a un par de kilómetros de la ciudad. Los coroneles dieron la orden: «Ya saben lo que tienen que hacer». La lucha fue feroz y los regulares fueron diezmados en el asalto inicial de la ciudad. Cuando creíamos que tendríamos que retroceder y reagruparnos, los izquierdistas se rindieron y huyeron. Hubo un poco de lucha callejera. Los moros estuvieron especialmente salvajes aquella tarde, atacaron a los prisioneros con los machetes hasta que las angostas callejuelas de adoquines de la ciudad estuvieron literalmente empapadas de sangre. Se lanzaron granadas al Hospital San Juan y cuando los regulares se acercaban a un seminario, donde se escondía un grupo de anarquistas, explotó en llamas.

30 de septiembre de 1936, Toledo.

Óscar ha descubierto que los republicanos han dejado las pinturas de El Greco en la ciudad y lo ha organizado todo para que podamos verlas. Finalmente vemos siete de las pinturas de los apóstoles pero no el famoso Entierro del conde de Orgaz. Me quedo fascinado y soy incapaz de descubrir su técnica: cómo logra una luz interior que brilla a través de la carne y la sangre, incluso las telas, de los apóstoles. Tras el rugir de la batalla, las mutilaciones, las calles empapadas de sangre, encontramos la paz en aquellas pinturas y me doy cuenta de que quiero ser artista.

20 de noviembre de 1936, Ciudad Universitaria de Madrid.

Esta guerra ha alcanzado un nuevo estadio. Hemos estado bombardeando nuestra capital con explosivos y bombas incendiarias durante más de una semana. Estábamos acampados en las vías de tren del lado oeste del Manzanares, y todos nuestros intentos para cruzarlo eran fácilmente rechazados. Entonces, de repente, lo cruzamos y corrimos a la universidad, sin oposición y llenos de asombro. No entendíamos lo que había ocurrido: otra pérdida de coraje en el momento decisivo o el habitual desastre republicano de una unidad que se retira antes de que llegue su suplente, la lucha posterior indicaba esto último. Habíamos tomado la Facultad de Arquitectura pero nos habían rechazado en el vestíbulo de Filosofía y Letras. Luchamos contra las Brigadas Internacionales alemanas, francesas, italianas y belgas. Los edificios resuenan con canciones comunistas alemanas y la «Internacional». Óscar dice que esas brigadas están compuestas de escritores, poetas, compositores y artistas. Incluso ponen a sus batallones nombres de mártires literarios. Le pregunto por qué los artistas sólo apoyan a la izquierda y él me da una de sus respuestas enigmáticas: «Es su naturaleza». Y yo, como siempre, tengo que pedirle que me lo explique. Nuestra relación maestro/pupilo no ha cambiado.

«Son creativos», dice. «Quieren cambiar las cosas. No les gusta el antiguo orden de la monarquía, la iglesia, los militares y los terratenientes. Creen en el poder del hombre común y su derecho a ser igual a los demás. Para eso tienen que destruir las viejas instituciones».

«¿Para poner qué?», pregunto.

«De eso se trata», dice Óscar. «Lo sustituirán por un orden diferente…, uno que les guste, sin reyes ni sacerdotes, sin empresarios ni campesinos. Tienes que reflexionar sobre eso, Francisco, si quieres ser artista. Piensa en el impresionismo. Se reían de la visión borrosa de Monet. Piensa en el cubismo. Creían que debido al tiro que Braque recibió en la cabeza y a que tuvieron que trepanarlo, había perdido la razón. Piensa en Les demoiselles d’Avignon de Picasso, ¿las llamarías mujeres? ¿Y qué crees que cuelga el general Yagüe en su pared? ¿O el general Varela?».

«Me estás tomando el pelo», digo.

Empieza un ataque y nos arrastramos hasta la ventana y disparamos a los hombres que huyen de Filosofía y Letras (estamos en Agricultura). Hay una gran explosión en el Hospital Clínico (más tarde sabemos que habían mandado una bomba a los regulares con el ascensor). Decidimos retirarnos de Agricultura y volver al Instituto Francés Casa de Velázquez, que está lleno de cadáveres de una compañía de polacos. Mientras retrocedemos en zigzag, Óscar me grita que el general Yagüe probablemente irá a la tumba envuelto en la tela de mi pintura heroica. Las balas atraviesan las puertas de madera del edificio y cambiamos de trayecto y volvemos a entrar por la ventana aterrizando sobre los cuerpos blandos de los polacos. Respondemos disparando por las ventanas hasta que el ataque remite.

«Piensa en ello», dice Óscar. «Aquí estamos en primera línea, no sólo de una guerra civil, sino de toda la España cultural, quizás incluso de la Europa civilizada. ¿Qué quieres pintar en el futuro? ¿Yagüe montado a caballo? ¿Al arzobispo de Sevilla en su lavabo? ¿O quieres redefinir la forma femenina? ¿Ver la perfección en la línea de un paisaje? ¿Encontrar la verdad en un orinal?».

Llegamos a la parte trasera del edificio y corremos por detrás del Hospital de Santa Cristina hacia el Hospital Clínico para apoyar a los regulares. Encontramos el ascensor destrozado en los escombros del agujero y subimos corriendo las escaleras. En uno de los laboratorios hay seis regulares muertos sin evidencias de heridas de balas ni explosiones de bomba. En el suelo humea una hoguera y huele a carne asada. Hay animales en jaulas por todas partes y vemos que los moros han cocinado y comido alguno. Óscar menea la cabeza ante una escena tan grotesca. Subimos al tejado y observamos el terreno. Le pregunto a Óscar qué quiere sacar él de todo eso y sólo me dice que él no es de ningún lugar. Es un forastero en todas partes.

«Tú sí eres importante», dice. «Eres joven. Tú tienes que decidirlo. Mira…, si quieres cruzar al otro bando, no te preocupes por mí. No te voy a disparar por la espalda. Y pondré en mi informe que te pasaste por razones artísticas».

Eso es lo que no soporto de Óscar, que siempre intente hacerme pensar y tomar decisiones.

25 de noviembre de 1936, afueras de Madrid.

Hemos descartado el ataque directo a Madrid. El mes vital que perdimos en la liberación de Toledo dio tiempo a los republicanos para organizarse. Podemos continuar insistiendo pero nos costaría demasiado. Ahora la estrategia ha cambiado. Vamos a rodear el campo circundante y montar un asedio. Somos un ejército que pasa de las técnicas más avanzadas (bombardeo aéreo) a las medievales (asedio)…

En las últimas seis semanas, los dos ejércitos parecen haberse igualado más. Ahora los rojos tienen tanques y aviones rusos, y hombres de todo el mundo luchan en sus Brigadas Internacionales. Controlan los puertos de suministros del Mediterráneo: Barcelona, Tarragona, Valencia. Óscar siempre había dicho que la guerra acabaría antes de Navidad, pero ahora cree que durará años.

18 de febrero de 1937, cerca de Vaciamadrid.

Nos han expulsado de la carretera Madrid-Valencia, que es lo que esperábamos cuando la tomamos. Los soldados rusos nos cañonearon sin piedad. Estamos en tablas y no podemos hacer más que esperar a ver cómo les va en el norte. Tenemos tiempo y buenos suministros de tabaco y café. Óscar ha construido un tablero de ajedrez con cartuchos vacíos y jugamos, o más bien él me enseña cómo perder con dignidad. Conversamos para que yo pueda practicar mis conocimientos de alemán, que también me está enseñando.

«¿Por qué eres nacional?», pregunta, moviendo un peón.

«¿Y tú?», contraataco mientras enfrento su peón con otro mío.

«No soy español», dice, y protege el peón con su caballo. «No tengo que decidir».

«Yo tampoco», digo, apoyando mi peón con otro. «Soy africano».

«Tus padres son españoles».

«Pero yo nací en Tetuán».

«¿Y esto te permite ser apolítico?».

«Quiero decir que no tengo fundamentos para tener creencias políticas».

«¿Tu padre era de derechas?».

«No tengo padre».

«Pero ¿lo era?».

No respondo.

«¿De qué trabajaba?».

«Tenía un hotel».

«Entonces era de derechas», dice Óscar. «¿Iba a misa?».

«Sólo a beber el vino».

«Pues ese es tu fundamento. Se aprende política cenando en familia».

«¿Y tu padre?».

«Era médico».

«Qué difícil», digo. «¿Iba a misa?».

«Nosotros no tenemos misa».

«Más difícil todavía».

«Era socialista», dice Óscar.

«Entonces tú estás en el bando equivocado».

«Lo maté el 27 de octubre de 1923».

Lo miro pero él sigue observando el tablero.

«Estás muerto en tres jugadas», dice.

23 de noviembre de 1937, Cogolludo, cerca de Guadalajara.

Nuestra bandera se ha roto y nos han distribuido por el resto del ejército. Creemos que nos tienen aquí situados para intentar un nuevo asalto a la capital. Óscar no me habla porque le he ganado por primera vez en el más arduo de los frentes: el ajedrez.

15 de diciembre de 1937, Cogolludo.

Los republicanos nos han sorprendido y han montado una ofensiva en Teruel mientras nosotros preparábamos el asalto a la capital y nos disponíamos a pasar la Navidad en la Gran Vía. Sólo sabemos que Teruel es el lugar más frío de España y que hay 4000 nacionales asediados en la ciudad.

31 de diciembre de 1937, cerca de Teruel.

Espantosamente frío: –18° C. Ventisca. Un metro de nieve. No lo soporto. Escribo esto con dificultades y sólo para distraerme de las condiciones horribles. El contraataque está detenido pero seguimos bombardeando la ciudad, que ya no es más que escombros cubiertos de nieve. Lo dejamos cuando la visibilidad se reduce a cero.

8 de febrero de 1938, Teruel.

Ayer lanzamos un ataque, intentamos forzar un cerco. La batalla es feroz y hieren a Óscar en el estómago. Tenemos que llevarlo a la retaguardia. He asumido su papel como oficial.

10 de febrero de 1938, Teruel.

He encontrado a Óscar en el hospital de campo e, incluso con la morfina, sufre unos dolores atroces. Sabe que no sobrevivirá a la herida. Me ha dejado sus libros y su ajedrez y me ha dado instrucciones estrictas de quemar sus diarios sin leerlos. Llora de dolor y cuando me da un beso siento sus lágrimas calientes en la cara.

23 de febrero de 1938, Teruel.

Esta mañana hemos enterrado a Óscar. Más tarde quemaré sus diarios. Obedecí sus instrucciones y tiré el primer cuaderno al fuego sin abrirlo. Mientras se quemaba no pude resistir la tentación de hojear las páginas del siguiente, que hablaba de un amor que no podía consumar. No mencionaba nunca el nombre de la chica, lo cual no me sorprendió porque nunca hablábamos de nada personal excepto cuando me dijo que había matado a su padre. En el tercer cuaderno empezaba a utilizar diálogos imaginarios, que eran más fáciles de digerir que su estólida prosa. Me sobresaltó ver mis propias palabras y llegar a la electrizante conclusión de que yo era el amado desconsiderado. Más adelante me lo confirmó cuando, enfadado por alguna observación inconsciente mía, se refirió a mí como a Die Künstlerin. Quemé el resto sin leerlo.

Estoy sentado y escribo con una vela que sostengo entre mis rodillas. Se me ocurre que en la insistencia de Óscar para que escribiera mis pensamientos había una lejana esperanza de que yo me sincerara con él. Debió de amargarse con mis constantes comentarios de maniobras militares.

No siento asco aunque Óscar fuera físicamente repelente. Estoy triste por haber perdido a mi maestro y amigo, el hombre que fue más mi padre que el mío propio. Me siento solo de nuevo sin su brutal presencia, su mente aguda, su segura guía militar. Tengo pensamientos incomprensibles. Se ha despertado algo dentro de mí que sólo reconozco como una necesidad sin forma. No sé lo que es. Se niega a concretarse.

15 de abril de 1938, Lérida.

He estado unas horas inconsciente y me han traído a un hospital, que tienen que recordarme que capturamos hace unas dos semanas. Desde el funeral de Óscar no había vuelto a escribir. Estoy furioso conmigo mismo porque no puedo recordar si he hecho algún progreso con mis pensamientos. Esa «necesidad» sobre la que escribí es un blanco en mi cerebro. La guerra avanza rápidamente. Un avance incansable después de que los republicanos abandonaran Teruel. Cruzar el Ebro y tomar Fraga. Incluso el asalto de Lérida está tomando cuerpo. Pero por mucho que me exprima el cerebro no puedo recuperar aquello en lo que pensaba, lo que los diarios de Óscar habían despertado. Me siento desprovisto de algo y no sé por qué.

18 de noviembre de 1938, Riba-Roja.

Esta es la última posición de resistencia de los republicanos. En este momento están todos al otro lado del Ebro y la situación ha vuelto a ser la de julio, excepto que ahora nieva y más de 20,000 hombres han perdido la vida en las montañas. Recuerdo aquellas partidas de ajedrez que jugué con Óscar antes de aprender un matiz sutil. Yo siempre fui el atacante y Óscar el defensor, quien, después de interpretar mis planes mal disimulados, se convertía en feroz contraatacante y me echaba del tablero. Lo mismo ha sucedido con nuestros ejércitos. Los republicanos atacan y al hacerlo revelan la concentración de sus fuerzas y la insuficiencia de sus objetivos. Nos defendemos, preparamos nuestra respuesta y los devolvemos a una posición donde son más débiles de lo que eran antes. Como me decía Óscar: «Siempre es más fácil reaccionar que ser original. Ya verás cómo es lo mismo en el arte y en la vida».

16 de enero de 1939, Barcelona.

Ayer llegamos a una ciudad vacía detrás de unos tanques que ya no presentaban oposición. Habíamos cruzado el Llobregat el día anterior y ya podíamos oler la desesperación que flotaba sobre la voluntad derrotada de los republicanos. No había sensación de triunfo. Estábamos exhaustos hasta el punto de no saber si estábamos contentos de estar vivos. Por la noche teníamos el control y fue entonces cuando nuestros simpatizantes se sintieron seguros para aventurarse en las calles y regocijarse y, evidentemente, vengarse de los derrotados. No les detuvimos.