Domingo, 15 de abril de 2001
Casa de Javier Falcón, calle Bailén, Sevilla
Cuando Falcón se despertó, su corazón todavía latía en el pecho a un ritmo acelerado por la adrenalina. Se tomó el pulso: noventa. Sacó las piernas de la cama, exhausto antes de empezar. Tenía la cara caliente y el pelo mojado de sudor como si hubiera estado corriendo toda la noche, o toda la mañana. No se había metido en la cama hasta las cuatro de la madrugada. No tenía ganas de volver a casa.
Hizo una hora de ejercicio en la bicicleta y se convenció a sí mismo de que se sentía mejor. Se duchó y se vistió. A aquella distancia, el mundo de fuera parecía inerte. Tomó café, comió una tostada con ajo y aceite de oliva. El desayuno de su padre. Subió al estudio y ordenó los diarios cronológicamente, mientras se daba cuenta de que la calidad de los cuadernos disminuía con los años: el papel era más fino, la encuadernación ya no era cosida sino pegada y todos tenían páginas sueltas. La letra también cambiaba. La de los primeros libros era difícil de reconocer como la de su padre. Las letras apretujadas, los espacios desiguales, las líneas desviadas hacia arriba y los acentos parecían haber sido agitados dentro de una copa y esparcidos por la página. Era una letra insegura, inestable, casi enloquecida. Más tarde, la mano era más firme pero no llegaba a ser la bella caligrafía que Javier recordaba de la época en que su padre volvió a España ni los años sesenta.
Era entonces cuando se producía el salto. Un diario terminaba durante el verano de 1959 en Tánger y el siguiente empezaba en mayo de 1965 en Sevilla. Todo había sucedido en aquellos años. Su madre y su madrastra habían muerto. Su padre había pintado los desnudos Falcón, se había hecho famoso y se había ido de Marruecos. Era el cuaderno vital, pero ¿cómo se suponía que tenía que utilizar sus dotes policiales para encontrarlo?
Era casi la una y había quedado para comer en casa de su hermano Paco en la finca de Las Cortecillas, que estaba a una hora de distancia en coche. Tenía ganas de empezar a leer los diarios pero sabía que tendría que dejarlo para más tarde. Leería la primera entrada y lo dejaría: una cata, un pincho antes del primer plato.
19 de marzo de 1932, Dar Riffen, Marruecos.
Hoy he cumplido diecisiete años y Óscar me ha regalado un cuaderno en blanco, y me ha dicho que tenía que llenarlo. Ha pasado casi un año desde lo que ahora llamo «el incidente» y he empezado a pensar que, si no sistematizo las cosas tal como las veo, me olvidaré de quién era. De todos modos, después de diez meses de entrenamiento y brutal disciplina en la Legión, ya no estoy seguro. Para ir tirando en estos barracones es mejor no pensar. Para ir tirando en el campo es mejor no pensar. En acción no puedo pensar, porque todo sucede demasiado rápido. Cuando duermo tengo sólo un sueño, en el que prefiero no pensar. Así que no pienso. Se lo digo a Óscar y me dice: «Si no piensas es que no existes». No sé qué quiere decir. Me dice que este cuaderno lo cambiará todo. Espero que no sea demasiado tarde. La vida antes del «incidente» ya ha perdido definición. Ahora todo es irrelevante. Mi educación no significa nada excepto que sé leer y escribir, que es bastante más de lo que saben hacer los palurdos de mi compañía. Mis antiguas amistades significan menos. Mi familia me ha olvidado, ha muerto para mí. ¿Quién soy? Me llamo Francisco Luis González Falcón. En mi primer día en la Legión, el capitán nos dijo que éramos novios de la muerte. Tenía razón. Soy un novio de la muerte, pero no de la forma a que se refería él.
Sonó el móvil de Falcón: su hermana Manuela le recordaba que tenía que recogerla. Empezó a quejarse de que Paco la hiciera trabajar a cambio del almuerzo y Javier se solidarizó con ella pero en realidad no la escuchaba. Los detalles le estorbaban.
Salieron de la ciudad bajo un sol deslumbrante y se dirigieron al norte por la carretera de Mérida. A medida que se acercaban a las llanuras y los pastos que se mecían al viento, Javier se relajó. Atrás quedaban las tensiones de la ciudad, la intensidad de sus callejuelas, los apretujones de la gente, las hordas de turistas, la complejidad cada día mayor de la investigación. Nunca había envidiado el amor de Paco por la vida sencilla, el espacio, los toros paseando por los pastos, pero ahora, desde el asesinato de Raúl Jiménez, la ciudad, en lugar de provocarle fascinación, le inducía miedo. No era la primera vez que tropezaba con una procesión nocturna de la Virgen iluminada por los cirios. Incluso había tropezado con una después de salir de la escena del crimen y no le había afectado en absoluto. Nunca se había identificado con la locura mariana de la ciudad. Pero dos veces en dos días se había visto sacudido por lo que sólo era un maniquí en una plataforma, y la última noche había sufrido un auténtico ataque de pánico. Su instinto le había dictado la necesidad de alejarse de ella, o al menos de dejarla atrás. No se trataba de nada racional. Meneó la cabeza y se acomodó mientras cruzaban el blanquísimo pueblo de Pajanosas.
En cuanto llegaron a la finca, Manuela se cambió su vestido de lino rojo de Elena Brunelli por su ropa de veterinaria. Paco llevaba una escopeta al hombro y tres dardos con tranquilizantes. Subieron todos al Land Rover y fueron a buscar uno de los retintos de Paco, que tenía una herida de cornada en un lado causada por una pelea con otro toro.
Encontraron al toro solo bajo una encina. Ya era un adulto y estaba vendido para la Feria de aquel año. Paco cargó un dardo y disparó al toro en el anca. El toro salió trotando entre los árboles. Lo siguieron con el vehículo hasta que el toro se paró en la hierba en un claro iluminado por el sol, desorientado por su falta de fuerza en las patas traseras. Los tres bajaron del coche, y cuando se le acercaron el toro levantó la cabeza mostrando aún algún vestigio de fuerza en la inmensa joroba de su cuello musculoso. El ojo primitivo los observó y por un momento Javier leyó la mente del toro. No había miedo, sólo una inmensa intuición de su propio poder, que estaba siendo lentamente consumido por los efectos del tranquilizante.
La cabeza del toro cayó sobre la hierba. Manuela le limpió la herida, le dio un par de puntos, le puso una inyección de antibiótico y le tomó una muestra de sangre. Paco no paró de hablar y sostuvo el cuerno del toro, tocó su punta afilada y lisa y vigiló que no aparecieran otros toros para atacarlos. Javier, mientras acariciaba el anca del animal aturdido, tuvo un repentino deseo de poseer aquel sentido del yo que el toro le había mostrado momentáneamente. La complejidad volvía frágiles a los humanos. Si se pudiera ser tan concentrado como el toro, tan consciente del propio poder, en lugar de tener que satisfacer nuestras constantes y lamentables necesidades…
Manuela inyectó un estimulante al toro y los tres volvieron al Land Rover. El toro levantó la cabeza e inmediatamente empezó a recuperar la fuerza: el instinto le decía que en el suelo era vulnerable. Se puso de pie, concentró su fuerza y se obligó a moverse. Las patas traseras se le curvaban ligeramente cuando trotaba hacia los árboles.
—Un toro estupendo —dijo Paco—. Estará bien para la Feria, ¿verdad, Manuela?
—Aún tendrá la herida, pero les demostrará quién es —dijo ella.
—Ve a verlo, Javier. El lunes 23 de abril estará en La Maestranza y no hay nadie, ni José Tomás, que pueda sacar provecho a ese toro —comentó Paco—. ¿Sabe ya algo Pepe?
—Nada.
—Tendrá su oportunidad. Alguien caerá entre hoy y la Feria, los números cantan.
Almorzaron cordero asado, que Paco había cocinado en un horno de ladrillo que había restaurado dentro de su propiedad. Había muchos invitados a almorzar: cuñados y suegros, tíos y tías, la esposa de Paco y los cuatro hijos. Javier se perdió entre la familia y bebió mucho vino tinto, más de lo habitual. Después se quedaron todos dormidos. Manuela tuvo que despertar a Javier, que dormía rígido como un ídolo caído.
Se hacía de noche cuando caminaban hacia el coche y Javier todavía estaba aturdido. Paco le pasó un brazo por los hombros. Charlaron un rato, alargando la despedida.
—¿Alguno sabía que papá estuvo en la Legión? —preguntó Javier.
—¿Qué Legión? —preguntó Paco.
—En el Tercio de Extranjeros, en Marruecos, en los años treinta.
—No lo sabía —dijo Paco.
—¡Vaya! —exclamó Manuela—. Has estado limpiando el estudio. Me preguntaba cuándo te decidirías a empezar, hermanito.
—Es que estoy leyendo unos diarios que dejó.
—Nunca nos habló de nada de… la guerra civil —dijo Paco—. No recuerdo que hablara nunca de nada anterior a su vida en Tánger.
—También mencionaba un incidente… —añadió Javier—, algo que sucedió cuando tenía dieciséis años y por lo que se fue de casa.
Sus hermanos negaron con la cabeza.
—Ya nos lo contarás, hermanito, si encuentras otros de sus desnudos detrás de una cómoda o algo así. Porque no sería justo, ¿eh?
—Los hay a cientos. Elige el que quieras.
—¿Cientos?
—Cientos de cada uno.
—No me refiero a copias —dijo Manuela.
—Yo tampoco…; son «originales», todos pintados por él.
—Explícate, hermanito.
—Los pintó una y otra vez, intentando recuperar…, no lo sé, los secretos de su obra original. No valen nada, y lo sabía, por eso quería que los destruyera.
—Si los pintó papá, no puede ser que no valgan nada —dijo Manuela.
—No están ni firmados.
—Esto se puede arreglar —dijo Manuela—. ¿Cómo se llamaba aquel personaje horripilante que utilizaba…? Aquel heroinómano. Vivía cerca de La Alameda.
Los dos hermanos la miraron fijamente. Javier recordaba las palabras de su padre en la carta. Manuela les devolvió la mirada.
—¡Eh! Qué cabrones sois —dijo, con su peor acento andaluz.
Todos rieron.
Javier no se molestó en preguntarles por qué se llamaban todos Falcón, que era el apellido de soltera de la madre de su padre, en lugar de González, que debería haber sido el apellido familiar. Los diarios lo aclararían. Paco y Manuela no sabían nada.
Manuela condujo de vuelta a Sevilla y Javier viajó recostado en la puerta. A medida que se acercaban las luces de la ciudad, la tensión volvió a enroscarse dentro de él, el miedo se empezó a filtrar en sus entrañas. El brillo anaranjado apareció en el cielo y él se ensimismó, los callejones de su pensamiento, los oscuros cabos sueltos de sus pensamientos imprecisos, las avenidas atestadas de sucesos recordados a medias.
Una vez en la casa de la calle Bailén, fue a la cocina y bebió directamente de una botella de agua de la nevera. Sonó el timbre de la puerta. Eran las nueve y media. Nadie iba nunca a verlo a aquella hora.
Abrió la puerta y se encontró con la señora Jiménez a dos metros de distancia, como si estuviera a punto de irse.
—He ido a recoger las maletas al Hotel Colón —dijo—. Me he acordado de que la casa no estaba lejos y he pensado en pasar a ver si estaba.
Una coincidencia notable teniendo en cuenta que acababa de llegar.
La hizo pasar. Llevaba el pelo diferente, menos repeinado que antes. Vestía una chaqueta de lino negra, una falda del mismo color y unas sandalias de satén de tacón, que rompían un poco el efecto de viuda de luto. La mujer se dirigió al patio. Él la siguió descalzo y con las piernas doloridas.
—Veo que conoce la casa —comentó Falcón.
—Sólo conozco el patio y la habitación donde su padre mostraba sus obras —dijo—. Parece que no ha cambiado nada.
—Incluso las pinturas siguen ahí colgadas —explicó él—, desde la última vez que las enseñó. Encarnación les quita el polvo. Tendría que bajarlas… y organizarlo todo.
—Me sorprende que su esposa no lo hiciera.
—Lo intentó —dijo Falcón—. Entonces yo no estaba preparado, la verdad, para despojar la casa del todo de su presencia.
—Pues tenía una presencia formidable.
—Sí, a algunos les parecía intimidatoria, pero no creo que fuera su caso, señora Jiménez.
—Pero tal vez su esposa se sentía un poco abrumada… o superada. A las mujeres les gusta hacer suya una casa y se sienten frustradas si…
—¿Le gustaría echar un vistazo? —dijo él cruzando el patio, para impedir que ella se entrometiera más en su vida privada.
Los tacones golpeaban con un sonido sugerente las losas de mármol que rodeaban la fuente. Falcón abrió la puerta de cristal que daba a la habitación, encendió la luz, la hizo pasar y se dio cuenta enseguida de que algo le había causado una gran impresión.
—¿Ocurre algo? —preguntó Falcón.
Consuelo Jiménez paseó lentamente por el estudio mientras miraba todos los cuadros, desde las cúpulas y los contrafuertes de la iglesia de San Salvador hasta las Columnas de Hércules de La Alameda.
—Están todos aquí —dijo ella, mirándolo asombrada.
—¿Qué?
—Los tres cuadros que le compré a su padre.
—Ah —dijo Falcón, sintiéndose muy violento.
—Me aseguró que eran originales.
—Lo eran… cuando se los vendió.
—No lo comprendo —dijo ella, cogiéndose la chaqueta por la cintura, enfadada.
—Dígame, señora Jiménez, cuando mi padre le vendió los cuadros… tomaron unas copas y unas tapas en el patio y entonces, ¿qué? La cogió por el codo y la trajo aquí. Y le susurró al oído: «Todo lo que hay en esta habitación está a la venta… menos esto».
—Eso es exactamente lo que me dijo.
—¿Y usted picó tres veces?
—Por supuesto que no. Eso es lo que me dijo la primera vez…
—Pero ¿fue aquel, precisamente, el cuadro que acabó comprándole?
Ella no le hizo caso.
—La siguiente dijo: «Este es demasiado caro para usted».
—¿Y la siguiente?
—El marco de este no está bien…, no se lo vendería.
—Y cada vez compró la pintura que él le dijo que no debería o no podría comprar.
Ella golpeó el suelo con el pie, furiosa por su humillación retrospectiva.
—No se disguste, señora Jiménez —dijo Falcón—. Nadie más que usted tiene los cuadros que compró. No era ni tonto ni descuidado. Es sólo un jueguecito al que le gustaba jugar.
—Me gustaría que se explicara —replicó ella, y Javier se alegró de no ser uno de sus empleados.
—Sólo puedo decirle lo que hacía. Nunca estuve seguro de su motivo —dijo Javier—. Nunca asistí a sus fiestas. Me quedaba en mi habitación leyendo novelas americanas de detectives. Cuando los invitados se iban, mi padre, que normalmente ya estaba borracho, entraba de golpe en mi habitación, tanto si yo estaba dormido como si no, gritando «Javier» y sacudiendo un fajo de billetes delante de mi cara. Sus ganancias de la noche. Si yo estaba dormido murmuraba algo alentador. Si estaba despierto le hacía una señal con la cabeza desde detrás del libro. Luego él subía a su estudio y pintaba exactamente el cuadro que acababa de vender. Por la mañana ya estaba enmarcado y colgado de en pared.
—Qué persona tan extraordinaria —comentó ella, asqueada.
—De hecho, yo lo vi pintar ese del tejado de la catedral. ¿Sabe cuánto tardó en pintarlo?
Ella miró el cuadro: una serie fantásticamente complicada de contrafuertes, paredes y cúpulas, en una composición de energía cubista.
—Diecisiete minutos y medio —dijo Javier—. Me pidió que lo cronometrara. Y estaba borracho y colocado.
—Pero ¿para qué?
—Beneficios del cien por cien en una noche.
—Pero ¿por qué? ¿Un hombre como él? La verdad, me parece ridículo. Eran caros, pero no creo que llegara a pagar más de un millón por ninguno de ellos. ¿A qué jugaba? ¿Necesitaba el dinero o qué?
Silencio mientras un viento cálido barría el patio.
—¿Quiere que le devuelva el dinero? —preguntó Falcón.
Ella apartó lentamente la mirada del cuadro y lo miró fijamente.
—No se lo gastó —dijo Falcón—. Ni una sola peseta. Ni siquiera lo ingresó. Lo guardaba todo en una caja de detergente, en el estudio.
—¿Y qué significa todo esto, don Javier?
—Significa… que quizá no debería enfadarse con él porque su juego se volvía en última instancia contra él.
—¿Puedo fumar?
—Por supuesto. Salgamos al patio, le traeré una copa.
—Un whisky, si tiene. Después de esto me hace falta algo fuerte.
Se sentaron en unas sillas de hierro forjado ante una mesa de mosaico, bajo una lámpara de pared del claustro del patio, y tomaron un whisky. Falcón le preguntó por los niños. Ella le contestó con aire ausente.
—El viernes fui a Madrid —dijo Falcón—. Fui a ver al hijo mayor de su esposo.
—Es muy concienzudo, don Javier. No estoy acostumbrada a mucho rigor después de tantos años de vivir con los nativos.
—Soy especialmente riguroso cuando estoy fascinado.
Ella cruzó las piernas, flexionó los dedos de los pies por debajo de la banda roja de satén de la sandalia, que apuntaba en dirección a Falcón. Parecía del tipo de mujeres que saben lo que tienen que hacer en la cama y que son muy exigentes, pero a la vez capaces de compensar. A sus teorías azarosas siguieron pensamientos salaces y se la imaginó arrodillándose con la falda negra prieta en las caderas, mirándolo por encima del hombro. Falcón meneó la cabeza, poco acostumbrado a que ideas descontroladas invadieran su mente.
Hizo un esfuerzo consciente para dominarse y se concentró en el hielo de su vaso.
—¿Quería saber por qué se suicidó Gumersinda? —preguntó ella.
—Estaba interesado en la profunda desdicha de su marido, como lo definió usted, que debió de ser el estado en que se encontraba Gumersinda cuando murió. Quería saber qué podía haber causado aquella pena.
—¿Todos los policías son como usted?
—Somos como las personas…, cada uno es diferente —dijo Falcón.
—¿Lo descubrió?
Durante el relato de la conversación de Falcón con José Manuel, la sensualidad desenvuelta de Consuelo Jiménez desapareció. La sandalia, que había estado tan cerca de su rodilla, fue a parar al suelo con su compañera, sobre las losas de mármol del patio. Sólo las hombreras de su chaqueta tenían algo de forma cuando Falcón terminó de hablar. Le sirvió más whisky.
—Los niños de la calle —dijo.
—Yo también lo estaba pensando —dijo ella.
—Su obsesión con la seguridad.
—Yo habría tenido que saber qué había hecho Raúl. No habría sido capaz de dejarlo pasar. Tendría que haberlo sabido para entenderlo…, para entender sus motivos.
—¿Y si hubiera tenido que dedicar toda su vida a esa tarea?
Ella encendió otro cigarrillo.
—¿Cree que eso guarda alguna relación con el asesinato?
—Le pregunté si creía que Arturo podía estar vivo —siguió Falcón.
—¿Y había vuelto para vengarse? —dijo la señora Jiménez—. No tiene lógica. Estoy segura de que lo mataron, pobrecito.
—¿Por qué? Estoy igual de seguro de que lo utilizaron para algo…, para hacer alfombras o lo que sea.
—¿Como esclavo? —preguntó ella—. ¿Y si se escapó?
—¿Ha estado alguna vez en Fez o un sitio parecido? —preguntó él—. Piense en Sevilla, sin sus edificios importantes, sin plazas ni parques, y comprímalo todo de modo que las calles sean más estrechas, las casas casi toquen con las de enfrente y finalmente, cuézalo todo hasta que esté casi en ruinas. Multiplíquelo por cien, reste mil años a la fecha de hoy y ya tiene Fez. Puedes entrar en la medina de niño y salir siendo adulto sin haber caminado por todas las calles. Si hubiera conseguido escaparse y salir de la medina sin que lo cogieran, ¿adónde podía ir? ¿Quién es él? ¿Qué documentos tiene? No pertenece a nada ni a nadie.
Consuelo se encogió ante aquella horrible posibilidad.
—¿Es eso lo que está investigando ahora?
—Los policías con años de oficio, me refiero a personas con capacidad para dirigir un cuerpo de policía, sienten aversión por la fantasía. Tendría que aportar mucho más que un informe de mi conversación con José Manuel para convencerlos de que empezaran esta clase de caza del hombre —dijo Falcón—. Tenemos que ser más laboriosos, menos imaginativos, porque todo lo que hacemos va a jurar ante un juez y ellos no soportan la ficción en sus juzgados.
—¿Qué va a hacer entonces?
—Investigar la vida de su marido y ver lo que descubro —contestó Falcón—. Usted podría ayudarme.
—¿Eso me eliminaría de la lista de sospechosos?
—Hasta que encontremos al asesino, no —dijo él—. Pero puede ahorrarme mucho tiempo de hurgar en una vida de setenta y cinco años.
—Sólo puedo ayudarlo con los últimos diez.
—Bien, eso incluye la época en que estuvo bajo la mirada pública… La Expo’92.
—La comisión de construcción —dijo ella.
—También está el interesante fenómeno de las pesetas «negras» que pretenden convertirse en euros «blancos».
—Estoy segura de que ya lo sabe todo del ramo de la restauración.
—No me interesan los pequeños fraudes fiscales, doña Consuelo. No es mi trabajo. Me interesan negocios con posibilidades más espectaculares. Negocios, por ejemplo, que exijan una gran confianza y en los que tal vez esa confianza se quebró y se perdieron fortunas, se arruinaron vidas y se sembraron motivos importantes para la venganza.
—¿Por eso es policía de Homicidios? —preguntó ella, mientras se levantaba.
Falcón no contestó, la acompañó hasta la puerta, intentó no escuchar el repiqueteo de sus tacones mandando un código morse de S-E-X-O sobre el mármol.
—¿Quién le presentó a mi padre? —preguntó él, para cambiar de tema.
—Raúl recibió una invitación y me mandó a mí. Yo había trabajado en una galería y decidió que sabía lo que hacía.
—¿Fue así como conoció a Ramón Salgado?
Ella dudó un momento.
—Su galería fue la que mandó las invitaciones. Era Ramón quien estaba en la puerta y hacía las presentaciones.
—¿Fue Ramón Salgado quien observó su increíble parecido con Gumersinda?
Ella parpadeó como si no recordara haber facilitado aquella información. Falcón abrió la puerta del callejón de adoquines bordeado de naranjos que daba a la calle Bailén.
—Sí, fue él —reconoció—. Esta noche me lo ha recordado. Llamé al timbre y lo oí hablando con otras personas que acababan de llegar, de modo que estaba de espaldas a mí cuando abrió la puerta. Cuando nuestras miradas se encontraron me di cuenta de que estaba totalmente estupefacto. Creo que lo estaba tanto como para llamarme Gumersinda, aunque puede ser que lo esté exagerando en mi memoria. Pero cuando fuimos a tomar una copa me lo dijo, lo cual significa que yo bebí demasiado y me comporté como una tonta con su padre, cuando llevaba media vida muriéndome de deseos de conocerlo.
—¿Eso significa que Ramón y su marido se conocían de la época de Tánger?
Otra cosa que ella no recordaba haber dicho.
—No estoy segura —contestó ella.
Se estrecharon la mano. Falcón le miró las piernas mientras la mujer se alejaba por la calle Bailén. Cerró la puerta y subió directamente al estudio.