Capítulo 13

Sábado, 14 de abril de 2001

Casa de Falcón, calle Bailén, Sevilla

Falcón guardó la carta en el sobre y la metió en la caja. Apagó las luces de las dos habitaciones y sintió cómo la oscuridad engullía de nuevo la obra de su padre, hambrienta. Cerró las verjas y salió de la casa, deseoso de pasear para sopesar aquellos descubrimientos, de asimilarlos.

Los jardines situados frente al Museo de Bellas Artes empezaban a llenarse de jóvenes que fumaban porros y bebían litronas de Cruzcampo. Eran las once, todavía temprano; en pocas horas, los árboles oscuros rugirían con el ruido de una inmensa fiesta al aire libre. Se alejó del centro, se alejó de todos los que pudieran conocerlo.

Encontró un ritmo que no le exigía pensar, sólo sentir los adoquines bajo las suelas de sus zapatos. Las palabras de su padre en la carta volvían a él con la constancia de un tren de carga aplastando clavos colocados sobre la vía. Sabía que lo haría, que no podría resistir la tentación de leer los diarios.

Media hora después se encontraba en la calle Jesús del Gran Poder: un gran nombre para una calle insignificante. Cortó por La Alameda, donde las chicas estaban entre los árboles, los coches aparcados y el espacio abierto donde se celebraba el mercado al aire libre los domingos por la mañana. De los clubes y bares del extremo más alejado salía música atronadora. Se le acercó una chica tirando de su minifalda elástica sobre su trasero y le preguntó qué buscaba. Su cara era negra y blanca a la luz amarillenta de la farola, los pechos subidos a la fuerza para formar un insinuante escote, un top transparente, el estómago protuberante al aire. Sus labios eran de un negro brillante y sacó la lengua insinuadoramente como una bestia marina en una roca. Se quedó fascinado. La chica le hizo algunas propuestas que para sorpresa de Falcón funcionaron. Le habría gustado tener relaciones sexuales. Nunca se le había ocurrido pagar por ellas. Ahora la chica había captado su atención utilizando todos sus trucos. Sus entrañas estaban agitadas, pero en la posición equivocada, el color equivocado —intestinos negros—, furiosas como los anillos de una serpiente, monstruosa y silenciosa, alimentando su mente con ideas, ideas terribles que no sabía que podía tener. Estaba horrorizado pero atrapado por la viva excitación del sentimiento. Tenía que arrancársela.

—Soy policía —dijo envarado—. Estoy buscando a Eloísa Gómez.

Ella puso mala cara y le señaló con la cabeza un grupo que estaba de pie en la plaza. Falcón salió de los árboles, molesto por el descubrimiento de que ya no podía estar seguro de sí mismo. La imprevisibilidad empezaba a formar parte de su naturaleza. Tuvo que recordarse a sí mismo que era bueno, una fuerza del bien, porque la instantánea que acababa de ver del lado oscuro de su carácter demostraba estar llena de vida. Mientras caminaba por el suelo desigual de La Alameda le invadió la perversa idea de que podía llegar a sentir miedo de sí mismo, de lo que tenía dentro y no conocía. ¿No era eso lo que había hecho el asesino con Raúl Jiménez, mostrarle lo que había temido todos los días de su vida?

Falcón llegó junto al grupo de mujeres que estaban de pie frente a la entrada de la calle Vulcano, donde más chicas estaban bajo la farola que silueteaba sus botas altas hasta los muslos. Mujeres de fantasía, que en todos sus trabajos dicen a los hombres que pueden hacer todo lo que deseen, excepto besarlas en la boca. El grupo se separó sin decir nada y esperó a que él hablara porque se dieron cuenta de que no era un cliente. Falcón preguntó por Eloísa Gómez. Una chica baja y gorda, con el pelo tieso y teñido de negro y la cara hinchada, dijo que no estaba por allí. No había vuelto desde que había acudido a la llamada de un cliente la noche anterior.

—¿Es raro que no venga un día por aquí? —preguntó, y las chicas se encogieron de hombros.

—Usted tiene que ser policía —dijo una de ellas—. ¿Es compañero del cabrón que vino anoche?

—Soy policía de Homicidios —contestó Falcón—. Ella estuvo con un cliente el miércoles por la noche, la madrugada del jueves. Después de marcharse ella lo asesinaron.

—Qué pena.

Buscó el número de Eloísa en su móvil y lo marcó. No hubo respuesta; le dejó un mensaje, dándole su número y pidiéndole que lo llamara. Las chicas le hacían sentir como un animal de zoológico, esperando que hiciera algo interesante, hasta que una chica rubia del fondo dijo:

—Si quiere una mamada, le haremos el habitual descuento de policía.

Todas rieron.

Falcón fue hacia la calle Vulcano, pasó junto a las chicas de fantasía de la calle Mata y después giró hacia el este por la calle Relator. Recordaba la última vez que había estado en aquella zona, debió de ser con su padre, porque él nunca iba por allí a tomar algo o a tapear. En aquella parte de la ciudad había muchos artesanos. Sí, un enmarcador, y también un copista, un tipo peligroso, con la piel morena, que su padre decía que era consumidor de heroína. ¿Cómo se llamaba? Tenía un apodo. La primera y única vez que lo había visto había abierto la puerta vestido sólo con unos calzoncillos de satén. Era delgado y tenía la musculatura de un animal salvaje. Dientes grandes. Le había causado una fuerte impresión, por la forma despreocupada como hacía tratos con su padre con una mano metida en la parte delantera de los calzoncillos.

Cruzó la calle Feria hacia una antigua iglesia con un nombre latino —Omnium Sanctorum— que estaba cerca de un mercado cubierto. Estaba oscura y tranquila, por lo que se sobresaltó cuando sonó su móvil.

—Diga —dijo.

Silencio aparte del siseo de las interferencias.

—Diga —repitió más fuerte.

La voz que se oyó era tranquila, suave y de hombre.

—¿Dónde estás?

—¿Quién llama? —preguntó Falcón, irritado porque el otro no se presentaba.

—¿Estamos cerca? —dijo la voz, y aquellas dos palabras lo dejaron transpuesto, le hicieron doblarse como si al agacharse pudiera oírlo mejor.

—No lo sé, ¿lo estamos?

—Más cerca de lo que crees —contestó la voz, y colgó.

Falcón se dio la vuelta con rapidez, miró en todos los portales y esquinas, en el pasaje oscuro entre la iglesia y el mercado. Corrió, mirando en las calles laterales. Una pareja con un perrito cruzó la calle para esquivarlo. Debía de parecer un loco, persiguiendo sombras, como un boxeador que se hubiera trastornado.

Se paró y miró la acera, sopesando dos posibles supuestos. En caso de que el asesino no conociera a Eloísa Gómez previamente, había podido averiguar su número a través del teléfono móvil de Jiménez que se había llevado del piso. La había llamado la noche anterior y ahora debía de tener el móvil de ella porque ha tomado mi número del mensaje que yo le he dejado, lo que significa… La culpabilidad le oprimió el pecho. La ha matado. Y si la conocía…, no variaba el resultado.

«Lo hemos hecho fatal», pensó. Se puso a correr, llegó a La Alameda cubierto de sudor y sin aliento. Las mujeres lo rodearon.

—¿Dónde vive Eloísa Gómez? —preguntó—. ¿Alguna sabe adónde fue cuando recibió esa llamada anoche?

La chica gorda lo acompañó cojeando a todo correr hasta una casa de la calle Joaquín Costa, pasando junto a grupos reunidos en parcelas vacías y portales, agachados sobre papel de aluminio, sorbiendo tubos vacíos de bolígrafo, esperando el momento del arponazo de la caza del dragón. La mujer abrió la puerta de un edificio viejo y desvencijado en el que crecían hierba y flores en las grietas del enyesado. No había luz en la portería y los escalones de madera olían a orines. La chica señaló una puerta en el primer rellano. Falcón llamó. No hubo respuesta. La chica trajo una llave que guardaba en su habitación. Eloísa no estaba en el piso, sólo había un gran panda nuevo de felpa en el sofá destartalado.

—Es para su sobrina —explicó la chica—. Su hermana vive en Cádiz.

El panda estaba sentado con los brazos abiertos en un abrazo rígido, con una mirada estúpida y triste. Falcón contempló momentáneamente su propia soledad en la cara de aquel muñeco absurdo. Volvió a llamar al número de Eloísa Gómez y le salió el buzón de voz.

—¿Dónde está? —preguntó.

Dio una tarjeta a la chica y le dijo lo habitual en esos casos. Ella la tomó con la mano temblorosa. Entendía qué significaba todo aquello.

Su fallo lo puso furioso. Se fue de La Alameda y subió por la calle Amor de Dios. Caminaba como si supiera a dónde iba, pero dio la vuelta al azar a la izquierda y a la derecha por las calles caóticas hasta que olió el hedor de los gatos. Las paredes se cerraron antes de volver a abrirse ante la iglesia donde se encuentra la virgen Divina Enfermera. El asfalto estaba arrancado en grandes pedazos de tarta negra amontonados en la plaza de San Martín. Había estado allí con su padre camino del copista. Habían pasado frente a la iglesia y su padre había hecho un chiste grosero y le había mostrado a las divinas enfermeras trabajando. Mujeres de sesenta y cinco años sentadas frente a sus casas, con las piernas separadas, con un cuervo negro sobre sus muslos llenos de hoyuelos. Su padre lo había horrorizado con una negociación interminable de una mamada hasta que Javier no pudo soportarlo más y corrió hasta el final de la calle y se quedó bajo un anuncio de amontillado fino y manzanilla pasada.

Dejó a un lado varios nombres de calles hasta que salió a San Juan de la Palma, que estaba repleta de gente que salía de la Cervecería Plazoleta y bebía cerveza alrededor de las dos palmeras que desaparecían por encima de las luces. Era muy fácil sentirse solo en aquella ciudad. Pasó por delante de la casa de la duquesa de Alba. Había estado allí una vez, debajo de las torres desmoronadas de buganvillas, bebiendo néctar con la alta sociedad. ¿Es así como se sienten los vagabundos? ¿Me estoy convirtiendo en un vagabundo para mí mismo?

Una brisa refrescó la pátina de sudor de su frente. No creía estar pensando y sin embargo le llegaban palabras de la nada, de manera espontánea. Menopausia masculina. Cuarenta y cinco años. A punto. Más tonterías de las revistas de Manuela. No. Eso era simplemente la edad, ni más ni menos. Tanto su cuerpo como su mente habían notado la arremetida progresiva. La edad es sólo la desintegración de la posibilidad y la afirmación de la probabilidad que se va reduciendo cada día: Francisco Falcón, junio de 1996.

Corrió. Salió disparado como si tuviera alguna posibilidad de huir de aquello que cobraba forma en su cabeza. La gente se apartaba de sus pies resonantes. Algunos con un instinto más fuerte de rebaño se le unían, como si él supiera a dónde iba. Los tontos, los muy tontos. Cuando llegó a la calle Matahacas ya lo seguían veinte personas y fue entonces cuando vio a la multitud saliendo de la oscuridad y sintió el profundo silencio que los sevillanos reservan para dos cosas: la Virgen y los toros.

Al final de la calle, en Escuelas Pías, sobre un mar apretujado de cabezas negras, apareció la Virgen iluminada por los cirios. Con la cabeza baja, la túnica blanca enjoyada y las mejillas llenas de lágrimas como un remolino en el incienso ascendente. De la humanidad apretujada emergía un halo reverencial a su paso, que se mecía en la oscuridad.

La gente que llegaba detrás de Falcón lo empujó hacia la pasmosa visión de la belleza, que le asombraba y repelía, lo llenaba de reverencia y lo aterrorizaba. La multitud de delante se hacía más densa. Mujeres menudas, que le llegaban a la cintura, murmuraban plegarias y besaban sus rosarios. Se encontraba atrapado en aquel mundo paralelo y grotesco. En La Alameda, con sus prostitutas y clientes gemidores y sus yonquis buscando el olvido de la droga, se daba una vida diferente, una vida llena de sangre y suciedad. Una vida que estaba muy lejos de aquel silencio elevado, de catedral, de belleza mortificadora que provocaba una marea de reverencia y adulación.

¿Cómo podemos pertenecer todos a la misma especie?

La pregunta llegó sin más ni más, pero le hizo pensar que era posible que el bien y el mal residieran en el mismo lugar, en la misma persona. Incluso en él. El pánico lo paralizó. Tenía que salir de aquella multitud y la única manera de hacerlo era hacia delante.

La Virgen se paró y se hundió en la oscuridad. La luz de los cirios tembló delante de su cara, captó sus lágrimas cristalinas, los ojos afligidos. Tenía que dejarla atrás; tenía que dejar atrás aquel terrible emblema de pérdida, aquel precioso ejemplo al mundo de su capacidad para la barbarie. Se abrió paso entre las mujeres penitentes, las madres silenciosas, el padre con un niño dormido en los hombros. No podía soportarlo.

Lo golpearon. Le pegaron en la espalda cuando luchaba por abrirse paso. Él cargó contra sus burlas. Se golpeó contra la barrera, se escabulló por debajo de ella y corrió entre los silenciosos nazarenos vestidos de negro con los capirotes, imposibles de distinguir en la noche. Lo observaban. Sus ojos siniestros en las caras encapuchadas: las órdenes silenciosas, más exigentes que las otras. Corrió entre las filas de hombres descalzos, alejándose de la Virgen flotante. Estaba desesperado.

El gentío ya no era tan denso y logró saltar la barrera, pero no redujo el paso hasta que entró en la calle Cabeza del rey Don Pedro y sólo entonces se dio cuenta, en la quietud de la calle, de que estaba hablando solo. Intentó escuchar lo que decía, lo cual era más absurdo si cabe. Siguió adelante, se serenó y se metió en un callejón que daba a la calle Abades; entonces se paró de golpe porque allí, sola, mirando hacia la casa que acababa de dejar, estaba su exesposa, Inés. Se reía, reía tan fuerte que echaba la cabeza y la melena hacia delante y se agarraba los muslos. Estaba de cara a la luz que salía de la puerta del Bar Abades y Falcón supo que no estaba borracha porque a ella no le gustaba el alcohol. Sabía que se reía porque era feliz.

Las puertas del bar se abrieron y salió un grupo. Inés tomó del brazo a un hombre del grupo y los dos se dirigieron calle abajo alejándose de él. Ella llevaba unos tacones muy altos, como siempre, y caminaba con una seguridad arrolladora sobre los adoquines. A él le costó mucho más obligar a sus pies a moverse. Aquel momento había abierto una enorme grieta negra en el centro. Por un lado, su vida anterior, de hombre felizmente casado, y por el otro, su presente solitario. ¿Y en el centro? El abismo, la grieta, el hoyo sin fondo de aquellos terribles sueños de caída donde la única cura es el despertar sobresaltado a una realidad más persistente.

La siguió. Escuchó su alegría. Se contaban chistes de jueces y abogados defensores. Era un alivio descubrir que se trataba de colegas, pero cada perla de risa reconocible de Inés se introducía con fuerza dentro de él y se quedaba allí con el peso de un toro. La alegría de ella era casi insoportable al lado de su tormento recién adquirido. Y cuando el pedernal de su imaginación golpeó la sierra circular de su sospecha, se encendieron chispas en su cabeza.

En la avenida de la Constitución, el grupo se puso a parar taxis. Él observó desde la sombra para ver con quién se iba Inés. Entraron cuatro personas en un taxi. Él observó cómo desaparecía el tobillo de Inés, el triángulo de tiras de su zapato, detrás de la puerta del vehículo. Sintiéndose abandonado, contempló cómo las luces rojas posteriores se alejaban entre el tráfico.

Caminó hacia el río, por las avenidas principales, sin deseos de meterse en las calles estrechas de El Arenal, llenas de turistas y su alegría despreocupada. Cruzó el río negro y reluciente por el puente de San Telmo y se paró a medio camino, atraído por el anuncio de los pisos de la plaza de Cuba: Tío Pepe, Airtel, Cruzcampo, fino San Patricio; jerez, teléfonos y cerveza. Así es España ahora: todas nuestras necesidades están cubiertas.

El río discurría y jugueteaba por debajo de sus pies. Le vino a la cabeza la primera esposa de Raúl Jiménez. La tortura de no saber había sido demasiado para una madre. Se preguntó si se habría lanzado desde donde él estaba en ese momento y recordó que Consuelo Jiménez había dicho que había bajado a la orilla una noche y se había tirado al agua. Se la imaginó flotando río abajo, con el agua cubriéndole la cara, los ojos y la boca, hasta que la negrura que tanto deseaba se cerró sobre ella.

Sonó su móvil. La estupidez de su timbre fue bien recibida entre sus lúgubres pensamientos. Se lo llevó al oído, escuchó su siseo y supo que era él.

—Diga —dijo con calma.

No hubo respuesta.

Esperó, para no romper el hechizo con palabras superfluas esa vez.

—Tú crees que esta es tu investigación, inspector jefe, pero deberías saber que tengo una historia que contar y, tanto si te gusta como si no, me dejarás hacerlo. Hasta luego.