Sábado, 14 de abril de 2001
Jefatura de Policía, calle Blas Infante, Sevilla
Falcón y Ramírez estaban sentados en la sala de interrogatorios de la Jefatura y habían enchufado la videocámara al televisor mientras un joven policía, que entendía de aquellos aparatos, los ponía en marcha. Ramírez preguntó por el anciano del cementerio.
—Es Ramón Salgado. Era el marchante de mi padre.
—No parecía capaz de levantar a Jiménez de la silla —dijo Ramírez— o encaramarse por un andamio.
—También es historiador de arte, y de vez en cuando da clases en la universidad a las que no va nadie. Tiene una galería en la calle Zaragoza, cerca de la plaza Nueva. La frecuentan muchas personas influyentes, incluidas la señora Jiménez y su marido.
—Parecía de los que saben sacarle dinero a la gente.
—Hemos hablado de dinero negro en el ramo de la restauración. Incluso se refirió a la Expo’92, creo que sin querer, y me hizo una oferta de información.
—Pero no le dijo nada.
Falcón volvió a tener la sensación de ser investigado.
—Conozco a Ramón Salgado —dijo Falcón—. Aparentemente es un hombre de negocios próspero: dinero, coche grande, casa en El Porvenir, clientes influyentes… Pero desde su punto de vista es un fracasado. Nunca se ha comprometido como los artistas que representa. Da conferencias en auditorios vacíos. Ha escrito un par de libros que no han tenido ningún reconocimiento académico ni tampoco del público.
—¿Qué quería entonces? —preguntó Ramírez.
—Algo personal… que tiene que ver con mi padre, a cambio de la información. No quiero concedérselo y que a cambio me dé un par de cotilleos.
—Hay mucho mercado para los cotilleos —dijo Ramírez.
—Nunca ha estado en una inauguración de una exposición, ¿verdad, inspector? Están llenas de gente que pretende saber más de lo que sabe, que cree que puede ver la verdad de la obra y entonces… intenta verbalizarlo.
—Eso son chorradas, no cotilleos.
—Son personas que quieren estar cerca de «él». Quieren tocarlo. Quieren hablar de «él».
—¿Quién es «él»? —preguntó Ramírez.
—El genio —contestó Falcón.
—Los ricos nunca están contentos con lo que tienen, ¿verdad? —comentó Ramírez—. Ni siquiera los colegas del barrio que han tenido éxito están contentos con eso. Quieren volver y hacerte tragar su éxito toda la noche y seguir siendo amigos después de todo.
—Mi padre tampoco lo entendía y eso que él también era rico —dijo Falcón—. La despreciaba.
—¿El qué? —preguntó Ramírez, pensando que todavía hablaban del genio.
—La codicia por las cosas materiales.
—Oh, ya me lo imagino —dijo Ramírez con sarcasmo, buscando su tabaco, y pensando que el viejo Falcón había dejado una fortuna en propiedades que él había «adquirido». Si lo despreciaba, es que el viejo cabrón se despreciaba a sí mismo.
Finalmente, los aparatos se pusieron en marcha. Los dos hombres miraron la pantalla. El ruido en blanco dio paso a la primera imagen: el silencio del cementerio, las sombras de los cipreses que bordeaban el camino, los acompañantes del féretro reunidos frente al mausoleo.
Falcón se dejó llevar por pensamientos sobre Salgado, su padre, el estudio inexplorado y la singular petición. Fue Salgado quien abrió camino a su padre, y por eso este le reservaba un desprecio especial en privado. Salgado había organizado la exposición en Madrid que vendió el primer desnudo Falcón a principios de los sesenta. El mundo artístico europeo se había vuelto loco. Gracias a ello se había comprado la casa de la calle Bailén. Aprovechando aquella fama espectacular aunque limitada, Salgado había montado una exposición en Nueva York. Se había hablado de un montaje, de que la exposición ya estaba apalabrada con la heredera de Woolworth y «reina» de Tánger, Barbara Hutton, y que la exposición había sido sólo eso, una forma de crear expectativas con el nombre de Francisco Falcón. En cualquier caso, funcionó. Barbara Hutton compró el cuadro y a la exposición asistió un deslumbrante elenco de famosos neoyorquinos. El nombre de Falcón estaba en labios de todos. Las dos exposiciones siguientes en Nueva York fueron un gran éxito y durante unas pocas semanas de los años sesenta Francisco Falcón fue casi tan conocido como Picasso.
Parte de su éxito se debía a la habilidad de Ramón Salgado, que conocía las limitaciones de la obra de su cliente. La cuestión era que sólo había cuatro desnudos Falcón, por mucha amargura, rabia y frustración que eso produjera a su padre. Los había pintado a lo largo de un año de finales de los cincuenta en Tánger. Cuando su padre se trasladó a vivir a España, aquella vena concreta de genialidad se había secado. Nunca recuperó las únicas, misteriosas y prohibidas cualidades de aquellos cuatro cuadros abstractos. Su padre solía hablarle de Gauguin. De que no era nadie hasta que vio las mujeres de las islas de los mares del Sur. Ellas desencadenaron su genialidad. Las miró y vio dentro de ellas. Sin aquello habría acabado en Francia pintando puertas. Eso es lo que le había ocurrido a Francisco Falcón. Su primera esposa murió, y la segunda también, y se marchó de Tánger. Los críticos decían que había pintado los desnudos con una inocencia precisa, que era lo que les otorgaba su presencia inaprensible, y que quizás el trauma de aquellos últimos años en Tánger había cortado el flujo. Sus pérdidas le habían cerrado el acceso a la pureza de aquella inocencia. Ni siquiera intentó pintar otro desnudo abstracto.
Algo captó la atención de Falcón. Una manchita negra había cruzado la parte blanca de la pantalla.
—¿Qué ha sido eso?
Ramírez dio un respingo. Él tampoco estaba mirando atentamente la pantalla. En su opinión, aquello era una miserable pérdida de tiempo.
—He visto algo —dijo Falcón—. En el fondo. Arriba a la derecha. ¿Podemos rebobinar?
Ramírez se afanó alrededor de la pantalla como un moscardón sobre el estiércol. Su largo e impreciso dedo apretó un botón y las figuras empezaron a moverse hacia atrás a toda velocidad. Otro apretón y se movieron a un paso más digno.
Era después de la ceremonia en el mausoleo. Los asistentes se iban alejando. Falcón observó el fondo: los dientes serrados de los tejados del mausoleo familiar, las líneas planas de los bloques del alto osario donde descansaban los difuntos más pobres. La cámara iniciaba un plano lento de izquierda a derecha.
—¿Qué era? —preguntó Falcón, inseguro ahora que estaba concentrado.
—No he visto nada —dijo Ramírez, disimulando un bostezo.
—Que venga aquel chico y congele la imagen.
Ramírez fue a buscar al joven policía y este fue pasando la secuencia plano a plano.
—Ahí —indicó Falcón—, arriba a la derecha, apoyado en el mausoleo blanco.
—Joder —dijo Ramírez—. ¿Cree que es él?
—Lo ha pillado en el extremo de ese plano.
—Ocho fotogramas —puntualizó el joven policía—. Eso es un tercio de segundo. No sé cómo lo ha podido ver.
—No lo he visto —aclaró Falcón—. Sólo he captado algo.
—Está filmando a los asistentes —dijo Ramírez.
—Ha debido de verlo con su cámara y se ha escondido detrás de la pared del mausoleo —explicó Falcón—. Pero estoy…, estoy seguro de que es un tercio de segundo de nuestro asesino.
Miraron el vídeo tres veces y no sacaron nada más en limpio. Fueron al departamento de informática, donde encontraron a un empleado trabajando. Este digitalizó las imágenes de la cinta e introdujo los ocho fotogramas en el ordenador, seccionó el elemento vital y lo aumentó al tamaño de la pantalla. Estaba un poco distorsionado pero se podía apreciar que aquella persona había ocultado su aspecto cuidadosamente. Llevaba una gorra de béisbol sin ninguna marca. La visera estaba girada hacia la derecha para poder poner el ojo delante de la cámara con comodidad. Llevaba guantes y un jersey de cuello alto que le tapaba la cara y la nariz. Estaba arrodillado y su abrigo oscuro se arrastraba por el suelo.
—No se puede deducir ni el sexo —dijo Falcón.
—Puedo limpiar un poco las imágenes —se ofreció el operador—. Tardaré todo el fin de semana, pero lo puedo hacer.
Sacaron una copia del fotograma y volvieron al despacho de Falcón.
—¿Qué estaría haciendo allí? —preguntó Falcón, mientras se sentaba ante su mesa—. ¿Filmaba a alguien en particular o sólo la escena en general?
—El final de su trabajo —dijo Ramírez—. El hijo de puta muerto y enterrado. Es lo que creo yo.
—¿Se arriesgaría tanto para obtener una satisfacción personal?
—No era tan arriesgado. Normalmente no filmamos a los que asisten al funeral de la víctima —dijo Ramírez.
—Podría ser el final de aquel trabajo y el principio del siguiente —aventuró Falcón.
—¿No era eso lo que usted insinuaba antes de ir al cementerio?
—No recuerdo haber insinuado nada.
—Dijo que las mentes no perturbadas podían acabar perturbándose. ¿No es lo mismo?
—Un loco con un motivo maligno —dijo Falcón—. O un loco sin motivo que es maligno.
Ramírez miró detrás de él para comprobar si había entrado alguien más inteligente que él.
—Esta es la cuestión, ¿o no? —dijo Falcón—. Todavía no sabemos lo suficiente para iniciar ninguna línea de investigación.
Clavó la copia impresa en la pared.
—Es como aquel juego de las revistas de adolescentes —dijo Ramírez, hundiéndose otra vez en su silla—. Tienes que adivinar la identidad de una estrella del pop a partir de un ojo, una nariz o una boca. Mis hijos creen que yo debería adivinarlos porque soy policía, pero no entienden que no conozco a ninguna de esas personas. ¿Quién coño es Ricky Martin?
—¿El hijo de Dean Martin? —preguntó Falcón, que no tenía ni idea.
—¿Quién coño es Dean Martin?
Aquello fue demasiado para Falcón. Le dio un ataque de risa histérico. Quizá fue debido a las malas noches llenas de sueños angustiosos. Se rio como un loco, en silencio. Le saltaron las lágrimas y se las secó. Se retorció en la silla incapaz de contener los accesos de risa. Ramírez lo miraba como un abogado a un cliente poco fiable que tuviera que subir a declarar.
Ramírez llamó a los hombres que tenía haciendo trabajo de campo y escuchó sus informes. Nada de nada. Salió a comer. Más calmado, Falcón se fue a casa todavía asombrado de su ataque, de que aquella pérdida de autodominio le hubiera sucedido a él. Comió algo que le había dejado Encarnación en la cocina sin distinguir lo que era. Se fue a la cama, con la intención de dormir una hora. Se despertó a las nueve con el dormitorio totalmente a oscuras. Se sobresaltó como si alguien hubiera dado un tirón a un nudo en su estómago. Había visto borrachos a los que les pasaba lo mismo: se despertaban en las celdas como si los hubieran enchufado a la electricidad de la vida. Estaba aturdido y tenía la lengua recubierta de algo desagradable. Tenía los miembros rígidos y le crujían las articulaciones.
Se metió en la ducha y dejó que el agua aclarara aquel malestar. Su cabeza y sus entrañas eran como una licuadora llena de cuchillos, todos hechos pedazos y mezclados. Fue a su vestidor, se puso unos pantalones grises y una camisa blanca que crujió al colocársela sobre los hombros. Cuando se miró al espejo no pudo soportar la visión de sí mismo. La camisa. No soportaba su blancura. No podía soportar su… falta de color. Se la arrancó, estremeciéndose, y la lanzó a un rincón. Se acercó más al espejo, se examinó la cara, se presionó la piel blanda de debajo de los ojos y vio que se arrugaba pero no volvía a su estado liso original. La edad. ¿El interior se estaba arrugando como el exterior? ¿Se me están formando pequeñas arrugas en el cerebro de tal modo que cuando me meto en la cama me gustan las camisas blancas y me levanto odiándolas?
Se puso una camisa verde.
De vuelta en el dormitorio tuvo un repentino recuerdo mientras miraba las arrugadas sábanas azul oscuro de la cama. Inés siempre las quería blancas, pero él no podía dormir entre sábanas blancas. Otra vez aquella tendencia antiblancura. Se habían conformado con el azul claro. Falcón tuvo una curiosa percepción de sí mismo como un excéntrico, como su padre había descrito a algunos de los coleccionistas ingleses que había conocido. No, aquella era una mentira elegante que su ego le había colado. Se veía a sí mismo como Inés debía de haberlo visto: un viejo cargado de manías, pero a los cuarenta y cinco años no se es viejo. Cuando tenía quince, a los cuarenta y cinco años se era viejo. Todos llevaban trajes, sombreros y bigote. Al pensarlo, se dio cuenta de que siempre llevaba trajes; incluso los fines de semana llevaba americana y corbata. Inés había intentado acostumbrarlo a llevar suéteres finos, vaqueros, camisas de punto de manga larga, incluso camisas sin cuello que para él eran imposibles de llevar. Por la falta de estructura. Le gustaba llevar traje y corbata porque lo hacían sentirse entero, terminado. No soportaba las holguras ni las imprecisiones. Le gustaban los trajes hechos a medida. Le gustaba la sensación de concha que le proporcionaba un buen traje. Disfrutaba con su protección.
¿Protección de qué?
Volvía a tener aquella sensación de precipitación. Pero aquella vez, en lugar de librarse de ella, intentó observarla. Era como una película pasando a cámara rápida, aunque no exactamente, porque no había avance, más bien lo contrario. Tampoco regresión, sino estancamiento. Sí, era eso. Él estaba quieto mientras su pasado lo atrapaba. La idea venía y se iba como escombros que pasaban a toda velocidad delante de la ventana. ¿De dónde salía aquello? Escombros que pasaban velozmente… Recordó el sueño que había tenido durante aquel rato que había creído dormir sin soñar, y por culpa del cual se había despertado con un sobresalto. Sabía a qué se debía el sueño. Había leído un informe sobre las secuelas dejadas por el estallido del vuelo 103 de la PanAm sobre Lockerbie, en Escocia. Un hombre se había despertado en su casa y había visto una fila de pasajeros, todavía sentados, en su jardín y… todos tenían los dedos cruzados. Aquel conmovedor detalle había desencadenado el horror de la explosión del avión en la mente de Falcón; se había quedado con él y ahora el recuerdo había emergido a la superficie. El ruido. Los escombros vitales que pasaban volando al otro lado de la ventana —pedazos de turbina, trozos de ala— y luego volaban por la noche abierta, se precipitaban a través de la fina oscuridad, la mente incapaz de captarlo, sólo el instinto luchando para volver a una época menos peligrosa, las montañas rusas, la Montaña Mágica, «Oh, todo saldrá bien, crucemos los dedos». La tierra invisible que se acercaba velozmente a ellos. La negrura más negra. Sin estrellas. «Dios santo, el mundo entero patas arriba. No tenía que pasarnos esto. ¿De qué sirven los cinturones ahora? Esto sí que es la clase económica. Y llegaremos tan tarde». Todos aquellos pensamientos —filosofía desesperada, bromitas convincentes, el anhelo de normalidad— mientras nos acercamos más al final, muriendo por llegar.
Pero no había llegado. Se había despertado. No había habido impacto. Su madre le había dicho —¿la primera o la segunda?, bueno, una de las dos— que siempre que no llegaras a golpear el suelo en un sueño no te pasaría nada. Qué tontería. Estás en la cama. Las cosas que te creerías.
Se arrodilló y se ató los cordones de los zapatos, muy fuerte, encerró sus pies para que estuvieran seguros y firmes, fiables. No era el momento de tropezar, de caer por culpa de las babuchas de piel amarilla que se había comprado porque le recordaban a su padre, porque era con lo que él trabajaba siempre: o descalzo o con las babuchas, nunca otra cosa.
Era desesperante aquel constante recordar.
Salió a la galería que daba al patio. Hacía calor. El aire que se movía alrededor de las columnas era suave como el beso de una jovencita. Absorbió el aire exótico que de repente le llenó la cabeza con el aroma de la posibilidad. La pupila negra del agua quieta de la fuente del patio miraba hacia la noche. Se estremeció. «Todas estas casas miran hacia sí mismas», pensó. «Estoy encerrado dentro. Las paredes se acercan. Tengo que salir. Tengo que salir de mí mismo».
Empezó a bajar las escaleras, pero volvió atrás, hacia la galería del estudio de su padre. El cajón de las llaves ya no estaba. Encarnación. Pensó que era curioso que con un nombre como aquel no la viera nunca. Está aquí, supuestamente con una forma corporal, pero nunca aparece. Sólo veo las evidencias de su actividad. Se acercó a la verja porque vio que habían dejado una llave en la cerradura y, colgando de una anilla, otra llave. Se frotó las palmas de las manos con la punta de los dedos. Húmedas. Sus manos siempre habían sido secas y frías. Inés se lo había comentado. Cuando eran amantes, él sólo tenía que pasarle las manos por su cálida espalda y ella apretaba el estómago contra la cama, y levantaba el trasero para ofrecerle su sexo. Aquellas manos frescas y secas sobre su piel. Al final de su matrimonio, ella lo llamaba pescadero. «¡No me toques con esos bloques de hielo!».
Hizo girar la llave. Una, dos y media. El pestillo saltó. La puerta se abrió silenciosamente. ¿Quién habría engrasado las bisagras? ¿Encarnación la Fantástica? El corazón le latía con fuerza, como si supiera que estaba a punto de ocurrir algo. Sacó la llave de la cerradura y cerró la puerta de hierro forjado.
En aquel extremo de la galería, su padre había puesto barras en las aberturas de los arcos, obsesionado por la seguridad. Falcón la recorrió hasta el final, con la visión lateral del agua negra de la fuente. Volvió hasta la puerta del centro, la pesada puerta de caoba con los paneles prominentes que parecía decir: «No entres» o quizás incluso algo más concreto: «No entres sin estar preparado».
La segunda llave encajó en la cerradura y giró con facilidad. Resultaba alentador. Empujó la primera puerta: la primera resistencia. Se abrió con un crujido absurdo, como el ataúd de un vampiro. Falcón soltó una risita: nervioso como Leda al ver aletear el cisne. Una de las bromitas de su padre sobre las mujeres que temblaban ante su fuerte carisma. Palpó la pared buscando el interruptor.
A la luz halógena de las lámparas apareció una enorme pared blanca salpicada de pintura. El rincón donde solía trabajar su padre. Cinco por cuatro metros de pared pintada. Los vestigios de cuatro cuadrados de tela parecían flotar bajo las gotas y pinceladas de pintura. Un extremo de la pared cercana a la ventana estaba prácticamente negro, tenía una gruesa capa de pintura, como si hubiese trabajado allí ideas pendientes de resolución. En el resto de la pared predominaba el rojo, un color que no había aparecido mucho en su obra desde los desnudos de Tánger —líneas voluptuosas sobre bloques de color marroquí— azul tuareg, ocre del desierto, ámbar ardiente y tierra, y luego los rojos, toda la gama de rojos sanguíneos desde el carmesí capilar hasta el bermellón de las venas y el oscuro amarantino arterial. Todos decían que su flujo vital estaba en los rojos. Pero no había utilizado el rojo desde que se marchó de Tánger. En las pinturas que hacía de detalles de Sevilla pocas veces utilizaba el rojo. Los paisajes abstractos eran verdes y grises, marrones y negros, y siempre difuminados con una luz misteriosa de origen desconocido. Una luz que el crítico del ABC denominaba «espiritual» y el de El País, «Disney». «No se puede enseñar a ver a las personas», había dicho su padre. «Sólo verán lo que quieran ver. La mente interfiere siempre con la visión. Por tu trabajo, tú deberías saberlo, Javier. Testigos que han visto algo con claridad, una vez interrogados parece que ni siquiera hayan estado allí. Un ciego podría decirte más. ¿Te acuerdas de Doce hombres sin piedad? Sí. Pero ¿por qué “sin piedad”? Porque las personas creen firmemente en la veracidad de su propia visión, y no puedes fiarte de tus ojos, ¿de quién vas a fiarte?».
Al recordar esas palabras, Falcón se paró a media zancada, de un modo tan absurdo como los mimos de la calle Sierpes. Su mente daba vueltas sin parar al punto crucial, una verdad que le permitiría ver en la mente del asesino de Raúl Jiménez. La que haría que su víctima viera, que la obligaría a superar la interferencia de la mente para ver una verdad inaceptable. Pero no la alcanzó y se quedó tan sorprendido como un paciente anestesiado al que le hubieran dado un tiempo muerto en el mundo.
Rodeó las mesas melladas llenas de tarros y botes de cerámica que contenían gavillas de pinceles secos con costras de pintura. Debajo de las mesas había cajas de cartón y montones de libros, catálogos y revistas, oscuros periódicos de arte y resmas de papel, rollos de tela, hojas de chapa de madera. Tardaría medio día en bajar todo aquello, y mucho más en revisarlo. Pero de eso se trataba. No tenía que revisarlo. Tenía que sacarlo de allí e incinerarlo. No tirarlo sino destruirlo hasta que fuera irreconocible.
Falcón se mesó el pelo varias veces, abrumado por la tarea que tenía frente a él, consciente de que la razón de haber ido allí era específicamente desobedecer los deseos de su padre. Había estado evitando aquel momento desde la muerte de su padre, porque necesitaba alejarse más de aquella época para poder empezar la suya propia. ¿Su propia era? ¿Era posible que un hombre ordinario tuviera su propia era?
Se puso en cuclillas y extrajo una revista del montón. Era un New Yorker: a su padre le encantaban las tiras cómicas, cuanto más surrealistas mejor. Le gustaba especialmente un dibujo de un peón de ajedrez situado junto a un cactus del desierto con la leyenda: «Peón de la reina a Albuquerque, Nuevo México». El deslumbrante brillo de su falta de significado le parecía una actitud perfecta ante la vida, quizá porque la suya propia se había acercado mucho a la falta de significado con la pérdida de su deslumbrante genio.
Los recuerdos se agolparon, empujándose por conseguir billete.
Una conversación sobre Hemingway. ¿Por qué Hemingway se había suicidado en 1961, el mismo año que había muerto su madre? Un hombre que había logrado tanto y se había suicidado porque no podía soportar no poder seguir logrando más. Javier tenía dieciséis años cuando habían hablado de ello.
JAVIER: «¿Por qué no podía retirarse? Tenía más de sesenta años. ¿Por qué no guardó sus lápices, se dedicó a haraganear al sol cubano y a beber mojitos?».
PADRE: «Porque estaba convencido de que podía recuperar lo que había perdido. De que tenía que recuperarlo».
JAVIER: «Pues sólo con eso ya estaría ocupado. La búsqueda del tesoro… es un juego que le gusta a todo el mundo».
PADRE: «No es un juego, Javier. Esto no es un juego».
JAVIER: «Su lugar en la literatura estaba asegurado. Tenía el Premio Nobel. Con El viejo y el mar había culminado su obra. No había nada más que decir. ¿Por qué intentar decir más si…?».
PADRE: «Porque lo había tenido y lo perdió. Es como perder a un hijo… Nunca superas lo que pudo haber sido».
JAVIER: «Mírate tú, papá. No eres diferente y sin embargo…».
PADRE: «No hablemos de mí».
Falcón desechó la revista recordando su propia estupidez. Tiró de una caja y la abrió. Cuántas cosas. La acumulación de la basura de toda una vida, incluso más en el caso de un artista que se aferraba a cualquier cosa que pudiera desencadenar una idea. Paseó junto a las paredes llenas de libros del fondo de la sala. «¿Estos también tengo que quemarlos?», se preguntó. «¿Es esto lo que querías de mí: que quemara libros? ¿Que los tire de la galería al patio y haga una hoguera con libros y pinturas? No es posible que quisieras hacerme esto». La persuasión de la mente culpable que está a punto de la trasgresión.
La pared del lado de la calle tenía cuatro ventanas que iban del suelo al techo, su padre las había instalado para que entrara el máximo de luz. Cada ventana estaba enmarcada en una celosía de acero que podía abrirse desde dentro. La sala era prácticamente una fortaleza.
Llegó delante de la obra de su padre en la pared y cruzó una puerta del rincón, que no tenía ventanas y estaba iluminado por una única bombilla sin pantalla. En una pared se habían abierto cuatro hileras de ranuras verticales. En ellas se apoyaban lienzos montados. Un baúl con proyectos ocupaba gran parte de la pared opuesta. Sobre él había un montón de cajas que casi llegaban al techo. Olía a moho, a cerrado y, después del largo invierno, a humedad. Se acercó a los estantes y tiró de una hoja de papel al azar. Era un esbozo a carbón de uno de los desnudos de Tánger. Cogió otra hoja. Un dibujo a lápiz del mismo desnudo. Otra hoja y otra…, todas un intento de desarrollar el mismo desnudo, un detalle, una observación de un ángulo. Se acercó a las telas. El mismo desnudo de Tánger pintado una y otra vez, a veces grande, a veces pequeño, pero siempre el mismo desnudo. Falcón buscó en los demás estantes y descubrió que los cuatro estantes en los que su padre había ordenado su obra correspondían a cada uno de los cuatro desnudos Falcón. Cada estante contenía centenares de dibujos y carbones, óleos y acrílicos.
De repente le invadió una tristeza inmensa. Aquella obra, la pared de estantes en aquella habitación mal iluminada, era lo que quedaba del intento de su padre de recuperar su genio, de encontrarlo una vez más, aunque fuera un detalle insignificante, de volver a poseerlo. Había dolor detrás de aquella oleada de tristeza, porque Falcón podía ver, incluso con aquella luz lamentable de la bombilla barata, que ni una sola de aquellas piezas contenía un ápice de la calidad excepcional del original. Todo estaba en su sitio, pero no había vida: ningún salto, ningún impulso, ningún flujo. Aquello era mediocre. Sus paisajes abstractos eran mejores. Incluso sus cúpulas y ventanas, sus puertas y contrafuertes, incluso estos eran mejores. Lo quemaría: lo quemaría todo sin pensarlo más.
Se subió a un taburete y levantó una de las cajas del cofre de proyectos. Pesaba. Más libros. Abrió la caja y los fue mirando, algunos estaban encuadernados en piel, otros en tela, algunos eran de escritores de los años sesenta y setenta, otros eran clásicos. Abrió uno y encontró una dedicatoria personal. Eran regalos de admiradores: aristócratas, ministros, directores de teatro, poetas… Abrió otra que contenía cajas de porcelana cuidadosamente empaquetadas. Otra caja contenía una vajilla de plata. Cigarros intactos. Cajas de cigarrillos. Tallas de madera. Figurillas. Su padre no podía soportar las figuras de porcelana. Había tres cajas llenas. Las más antiguas envueltas en periódicos de los setenta, las más recientes en burbujas de plástico. Se dio cuenta de lo que estaba mirando. Era un homenaje a su padre. Eran los pequeños obsequios que se le ofrecían cuando asistía a celebraciones públicas. Pequeñas expresiones de agradecimiento por su genialidad.
Más recuerdos. Cuando salía con su padre casi nunca pagaban una comida o una habitación de hotel, que siempre estaban repletas de flores. Si se quedaban en una casa particular, los lugareños dejaban silenciosas ofrendas de fruta y verduras para demostrar su agradecimiento por la visita del gran hombre.
«Ya lo ves», decía su padre. «La grandeza es constantemente recompensada. Si fuera un futbolista o un torero no sería diferente. El genio es lo que vale: con el pie, con la capa, el lápiz o el pincel, tanto da, y no obstante… ¿qué es? Los grandes artistas pintan cuadros inexpresivos, los buenos toreros hacen desastres con magníficos toros, estupendos autores escriben libros malos, futbolistas sublimes pueden jugar de pena. ¿Qué es pues… ese genio voluble?».
Se enfadaba al hablar del tema, y levantaba la mano uniendo el pulgar y el índice con tanta fuerza que las puntas se volvían blancas y Javier creía que estaba a punto de decir que el genio no valía nada.
«El genio es un intersticio».
«¿Un qué?».
«Una grieta. Una diminuta apertura, por la que si tienes suerte puedes meter el ojo y ver la esencia de todo».
«No lo entiendo».
«No puedes entenderlo, Javier, porque tienes la suerte de ser normal. El intersticio para un futbolista es aquel momento en que sabe, sin ser consciente de ello, exactamente dónde estará la pelota, cómo debe correr, dónde tiene que poner el pie, dónde estará el portero, el momento preciso en que debe chutar. Los cálculos que parecen imposibles pasan a ser fantásticamente simples. El movimiento no exige esfuerzo, la coordinación es sublime, la acción va… a cámara lenta. ¿Te has dado cuenta? ¿Te has dado cuenta del silencio que se produce en esos momentos? ¿O sólo recuerdas el rugido que se oye cuando la pelota acaricia la red?».
Otra de aquellas interminables conversaciones con su padre. Falcón meneó la cabeza para deshacerse de ella. Revisó todas las cajas, vagamente incómodo por la metódica organización de su padre. Su padre siempre había trabajado en una gran miasma de pintura, hachís, música y, en Sevilla, normalmente de noche, y sin embargo en aquel almacén era como un contable. Y para confirmarlo abrió una caja que estaba llena hasta los topes de dinero. No tuvo que contarlo porque había una nota encima que decía que contenía ochenta y cinco millones de pesetas. Una suma de dinero enorme, con la que uno podía comprarse un pequeño palacio o un piso de lujo. Recordó la conversación de Salgado sobre dinero negro. ¿También tenía que destruirlo?
La última caja contenía más libros, con cubiertas de piel pero sin encuadernar y sin título. Los lomos tampoco estaban grabados. Abrió uno al azar. Las páginas estaban llenas de la inmaculada letra de su padre. Una línea le llamó la atención: «Estoy tan cerca».
Cerró el libro de golpe pero volvió a abrirlo por la primera página, donde había escrito: «Sevilla, 1970». Diarios. Su padre había escrito un diario, sin que nadie lo supiera. Le empezó a sudar la frente y se la secó. Tenía las manos húmedas. Volvió a la caja para ver en qué orden estaban guardados y se dio cuenta de que tenía en la mano el último. Pasó las páginas hasta diciembre de 1972 y las últimas palabras del diario: «Estoy sumamente aburrido. Creo que dejaré de escribir».
En la parte lateral de la caja encontró un sobre con las palabras «Para Javier». Se le erizaron los pelos de la nuca. Rasgó el sobre con manos temblorosas. La fecha de la carta era el 28 de octubre de 1999. El día antes de morir y tres días después de su testamento final:
Querido Javier:
Si estás leyendo esta carta, es que estás pensando en desobedecer mis instrucciones y los deseos especificados en mis últimas voluntades y testamento de 25 de octubre de 1999, el cual, en caso de que lo hayas olvidado, dice en un lenguaje muy claro que el contenido de mi estudio debe ser destruido por completo.
Sí, tienes una escapatoria, Javier, gracias a tu lógica mentalidad de policía. Habrás decidido que esto te ofrece la oportunidad de inspeccionar, apreciar, leer y oler mis pertenencias antes de destruirlas. Me conoces mejor que ninguno de mis hijos. Hemos hablado de una forma y con una intimidad que nunca logré ni con Paco ni con Manuela. Ya sabes a qué me refiero. Sabes por qué he hecho esto y lo he dejado en tus manos.
Para empezar, Paco y Manuela no serían capaces de quemar 85 millones de pesetas, pero tú sí, Javier. Sé que lo harás, porque sabes de dónde procede este dinero y, aún más importante, eres incorruptible. Puedes pensar que mi absoluta confianza en ti te da derecho a leer estos diarios. Por supuesto, no puedo impedírtelo y tienes derecho, pero tengo que advertirte que lo que encontrarás en ellos también puede ser destructivo. No puedo ser responsable de eso. Tú debes decidir.
Los diarios están incompletos. Necesitarás hacer un trabajo de investigación. Eres perfecto para esa misión. Pero piénsalo detenidamente, Javier, especialmente si te sientes fuerte, feliz y lleno de energía por tu nueva vida. Esta es una pequeña historia de dolor y pasará a ser tuya. La única manera de evitarlo es no empezar. Tu padre que te quiere,
FRANCISCO FALCÓN