Capítulo 11

Sábado, 14 de abril de 2001

—El señor Bravo tenía razón —comentó Ramírez—. Es una relación demasiado obvia, pero el asesino podría ser uno de sus empleados.

—Pero sólo si el segundo escenario, en el que Eloísa Gómez deja entrar al asesino en el piso, es correcto —dijo Falcón—. Si entró utilizando el andamio elevador no se habría presentado al trabajo por la tarde. Tendremos que entrevistar a todos los empleados y presionar más a la chica.

—¿Sabe lo que no me gusta de ese tipo —preguntó Ramírez—, de nuestro asesino?

Falcón no contestó, miró por la ventana hacia los bares y cafés que pasaban a cada lado de la calle San Jacinto en el trayecto hacia el río por Triana. De repente se sentía deprimido por la forma en que su investigación se reducía a las minucias del día a día de una empresa de mudanzas.

—Tiene suerte —terminó Ramírez—. Tiene mucha suerte.

—Esperemos que se confíe —apuntó Falcón, brutal y taciturno.

Estaba irritable por culpa del café que se había tomado con el estómago vacío, la falta de sueño y las pocas perspectivas del caso. Los hombres que había puesto en la calle, en Los Remedios, no habían descubierto nada, ni una sola persona que recordara haber visto el camión de mudanzas y el andamio elevador.

—¿Qué quiere decir con eso, inspector jefe?

—Las personas que confían en su suerte siempre lo hacen hasta mucho después de que se les acabe. Como los jugadores —dijo Falcón—. En última instancia son unos estúpidos.

—Está queriendo insinuar algo, inspector jefe.

—¿Ah, sí? No lo creo.

—¿No cree que haya terminado, verdad, el asesino?

—No lo sé.

—Cree que quiere poner a prueba su suerte una vez más…, ver hasta dónde puede llegar.

A Falcón no le gustaba aquel talento de Ramírez. Al buen policía que llevaba dentro, que nunca cejaba, que observaba constantemente, no se le escapaba ni una palabra, y hacía que uno hablara. Y ahora le estaba haciendo hablar a él.

—Usted habla de «él» —dijo Falcón, como táctica de distracción—, pero no hemos llegado tan lejos.

Ramírez sonrió mientras cruzaban el puente de Isabel II; se dirigieron al norte por la orilla este del río, hacia San Jerónimo y el cementerio.

—Sabe que perdemos el tiempo viniendo aquí, ¿verdad, inspector?

—No, no lo sé. ¿Dónde cree que vamos a encontrar una grieta? No las hemos encontrado en ninguno de los lugares obvios: ni en el cadáver, ni en el piso, ni en el Edificio Presidente, ni fuera de él, ni en la empresa de mudanzas… En ninguna parte.

—¿Sabe que lo llamé ayer? —preguntó Ramírez, cambiando de táctica.

—No he escuchado los mensajes hasta esta mañana.

—Es que decidí que tenía razón, inspector jefe —dijo Ramírez.

Falcón miró lentamente hacia el lado de Ramírez, con naturalidad, como si contemplara la vista del recinto de la Expo’92, la Isla Mágica, con su aspecto totalmente banal al otro lado del río gris y perezoso. Ramírez nunca decidía que alguien tenía razón, y mucho menos el inspector jefe.

—Como dijo usted, es demasiado elaborado. El método —explicó Ramírez.

—¿Para que el motivo sea algo tan corriente como los negocios, quiere decir?

—Sí.

Falcón tardó una fracción de segundo en juntar una serie de observaciones subliminales. Ramírez había estado más simpático que nunca. No le había hecho quedar mal en Mudanzas Triana. Había hablado con el capataz, que era más su tipo. Lo había llamado cuatro veces en un día de fiesta. Le había informado que había ido a ver a Eloísa Gómez y había admitido que su impaciencia podía haberle impedido obtener información valiosa. Había dicho que él, Javier Falcón, tenía razón.

—Ya conoce el procedimiento —dijo Falcón—. No podemos hacer nada. Teníamos poco que ofrecer al juez Calderón aparte de Consuelo Jiménez y Eloísa Gómez. La primera es una mujer compleja y sofisticada con oportunidad y medios; la segunda tuvo la oportunidad, pero no hablará con nosotros. Nuestro trabajo es tirar de las pistas y, si no se presentan solas a través de las pruebas, tenemos que hacer lo humanamente posible para sacárselas a la gente o buscarlas bajo las piedras…, a veces en lugares tan inhóspitos como cementerios y agendas de direcciones.

—Pero usted duda que ninguna de esas fuentes aporte algo al caso.

—Tengo dudas, por supuesto, pero lo haré porque podría sacar algo a la luz que indirectamente nos conduzca a una pista.

—¿Como qué?

—Lo que me dijo la otra noche. ¿Cómo se llamaba el chico… de Cinco Bellotas?

—Joaquín López.

—Los empleados que la señora Jiménez despidió… vieron a los dos hombres hablando. No sabemos de qué. Podría haber alguna relación, o ser algo totalmente inocente. Tenemos que investigarlo.

—Pero ¿todavía cree que esto es obra de una mente perturbada?

—Las mentes sanas pueden perturbarse si su forma de vida se ve amenazada.

—Pero la película, lo de entrar en el piso y esconderse allí doce horas…

—Todavía no sabemos si lo hizo. Me inclino más a pensar que «él» creó una relación con la chica, que «él» obtuvo la información necesaria de Mudanzas Triana y utilizó ambas cosas para entrar en el piso.

—Pero ¿qué me dice del programa de horror que le hizo contemplar a Jiménez?

—Nada de eso es imposible de imaginar —contestó Falcón, dudándolo al tiempo que lo decía—. No es inimaginable, ¿verdad?

—Para mí sí.

Era verdad, pensó Falcón, y le pasó por la cabeza la imagen de Marta Jiménez con la barbilla sucia de vómito y la gasa en la ceja. Ramírez no era complicado. Siempre sería inspector porque su imaginación sólo le permitía aspirar a ser un ayudante. Sus horizontes eran limitados.

—¿Qué cree que le enseñó, inspector?

Ramírez frenó en un semáforo, agarró el volante, fijó los ojos en el coche de delante, esperando que se moviera. Intentó refrescar su memoria hacia surcos laterales insólitos.

—La materia del horror —dijo Falcón— no es necesariamente lo verdaderamente terrible.

—Siga —pidió Ramírez, pensando que Falcón era un bicho raro, pero contento de haberse librado del deber creativo.

—Fíjese, estamos en la cima de nuestra civilización…; quiero decir, nos permitimos reírnos del canibalismo, por el amor de Dios. Nada puede asustarnos…, hemos visto de todo, excepto…

El semáforo cambió, a Ramírez se le caló el coche, sonaron las bocinas.

—¿Excepto qué?

—Aquello que hemos decidido no saber.

—¿No es eso inimaginable?

—Me refiero a las cosas que sólo sabemos nosotros mismos. Lo más privado, lo más profundamente oculto que no mostramos a nadie y que negamos firmemente porque no seríamos capaces de vivir con esa certeza.

—No entiendo lo que quiere decir —replicó Ramírez—. ¿Cómo se puede saber algo sin saberlo? Menuda chorrada.

—Cuando mi padre se trasladó a Sevilla en los años sesenta se hizo amigo del cura de la parroquia, que solía pasar caminando frente a su puerta camino de la iglesia del final de la calle Bailén. Mi padre no iba a la iglesia ni creía en Dios, pero los dos iban a la misma cafetería y, con los años y las discusiones, se hicieron amigos. Una vez, a las tres de la madrugada, mi padre estaba trabajando en su estudio y oyó que alguien gritaba en la calle: «¡Eh! ¡Cabrón! Te mandaron a mí, ¿verdad, Francisco Cabrón?». Era el cura, que ya no estaba tranquilo sino muy enfadado y casi enloquecido. Llevaba la sotana rota, el pelo desordenado y estaba tomando brandy directamente de la botella. Mi padre le hizo pasar y el cura se paseó por el patio mientras se maldecía a sí mismo y a su inútil vida. Y le dijo que aquella mañana, después de dar la comunión, había tenido una revelación.

—Había perdido la fe —dijo Ramírez—. Pasa cada día. Pero la recuperan.

—Mucho peor que eso. Le contó a mi padre que nunca había tenido fe. Toda su carrera en la iglesia se había fundamentado en una mentira. Había habido una chica que no correspondió su amor. Parece que se hizo sacerdote para mortificarla y lo que había sucedido era que se había mortificado a sí mismo. Durante más de cuarenta años, el sacerdote lo había sabido…, pero sin saberlo. Era un buen sacerdote, pero no importaba, porque había un fallo en los cimientos de su vida, la pequeña mentira en que se había basado todo.

—¿Qué fue de él? —preguntó Ramírez.

—Se ahorcó al día siguiente —respondió Falcón—. ¿Qué vas a hacer si eres sacerdote y has dedicado toda tu vida a predicar la búsqueda de la verdad en la palabra de Dios?

—Por favor —dijo Ramírez—, no es necesario suicidarse. No hay que tomarse la vida tan en serio.

—Por eso me lo explicó mi padre —repuso Falcón—. Yo había dicho que quería ser artista… igual que él. Me dijo que fuera prudente porque el arte también supone la búsqueda de la verdad, ya sea personal o universal.

—Lo entiendo —dijo Ramírez, golpeando el volante y riendo.

—Ahora lo entiende —dijo Falcón—. Lo que sabemos sin saberlo.

—¡No, hombre! Entiendo por qué se hizo policía —dijo, mientras reía a carcajadas.

—Cuénteme.

—La búsqueda de la verdad. Qué maravilla, es estupendo —siguió Ramírez—. Resulta que vamos a ser todos jodidos artistas.

¿Lo había hecho por eso? No. La razón era que una vez descartada la idea de ser artista, tras aceptar las dudas de su padre sobre su talento artístico, le había dicho que estudiaría Historia del Arte, y su padre se había reído en su cara. «Los historiadores del arte son como policías que trabajan con fotos. A la caza de pistas. Llenan su vida con especulaciones y conjeturas y nueve veces de cada diez se equivocan. La Historia del Arte es para los fracasados», había dicho. «No sólo artistas fracasados, sino seres humanos fracasados». Las reservas de desprecio que tenía su padre por aquellas personas… Así que se hizo policía. No, tampoco había sido exactamente así. Fue a Madrid a la universidad y estudió inglés (los ingleses eran la única raza, incluida la española, con la que su padre tenía paciencia) y empezó a apreciar las películas negras americanas de los años cuarenta. Luego se hizo policía.

Tenía una sensación de precipitación, como si hubiera salido a la superficie desde el fondo de un sueño, pero estaba despierto y por su cabeza no paraban de pasar ideas, potentes y rápidas como un banco de sardinas. Meneó la cabeza, hizo un esfuerzo para volver a la vida real, los asientos del coche, el plástico, el vidrio y otras cosas sólidas y artificiales.

—¿Ha averiguado algo Serrano sobre el cloroformo y los instrumentos quirúrgicos? —preguntó, apoyándose en las palabras para serenarse.

—De momento, nada.

Aparcaron en el cementerio. Ramírez cogió la cámara de vídeo, Falcón bajó del coche, echó un vistazo a la gente congregada, a la pared de flores frente a la capilla, al cielo azul que casi daba un toque de alegría a la escena. Consuelo Jiménez estaba en el centro del rebaño, con sus tres hijos aturdidos en el bosque de piernas de los adultos. Falcón también había sido así de alto en un funeral.

La ceremonia ya había terminado. Estaban cargando el ataúd en el coche fúnebre. El conductor lo llevó hasta la puerta del cementerio, los dolientes se reunieron detrás de él e iniciaron una lenta procesión por la avenida de cipreses hacia el centro del cementerio. Tras los setos cuadrados estaban los mausoleos y monumentos, una enorme estatua de Francisco Rivera con su traje de luces y un toro imaginario pasando eternamente ante él, una mano sosteniendo una espada rota, y en la otra una capa imaginaria.

El coche llegó a Jesús de la Pasión. Descargaron el ataúd y lo llevaron al mausoleo de granito, donde lo colocaron frente al otro ocupante: su primera esposa. Consuelo recibió el pésame de los que no la habían visto antes. Falcón miró dentro del mausoleo. El hueco debajo del nicho de la esposa no estaba del todo vacío. Había una pequeña urna en un rincón, demasiado pequeña para contener cenizas. Encendió su linterna bolígrafo y leyó la pequeña placa de plata: «Arturo Manolo Jiménez Bautista». Quizás aquel era el «final» del que había hablado José Manuel.

Falcón volvió con los dolientes, ofreció su pésame y se encaminó de nuevo hacia la entrada. Ramírez se encontraba algo alejado entre las tumbas, con la cámara de vídeo.

—Lo conocías, por supuesto —dijo una voz al oído de Falcón, y una mano lo agarró por el codo.

La cara de perro triste de Ramón Salgado entró en su visión periférica. Aquella era una de las personas por las que su padre mantenía un desmesurado desprecio. No a la cara, claro, porque Salgado no era sólo un historiador de arte sino que era conocido por ser el marchante de arte que había hecho famoso a su padre. Seguía teniendo una lista de clientes muy ricos y, hasta que su padre tuvo el primer infarto, le mandaba clientes a la calle Bailén con regularidad, para que se deshicieran de aquellos fajos inútiles de billetes que entorpecían sus cuentas bancarias.

—No, no lo conocía —dijo Falcón, con la frialdad con qué siempre trataba a aquel hombre—. ¿Debería?

Falcón le alargó la mano y Salgado la cogió con las dos. Falcón la retiró. Salgado se pasó una mano por el pelo largo y pretencioso, que caía en rizos plateados sobre el cuello de su traje azul oscuro.

«Salgado…, a ese le brilla hasta la caspa», solía decir su padre.

—No, claro, no lo conocías, ahora que lo pienso —dijo Salgado—. Nunca fue a la casa. Ahora me acuerdo. Siempre mandaba a Consuelo.

—¿La mandaba?

—Siempre que abría un restaurante quería poner un Falcón en él. Por aquello de que era sinónimo de Sevilla.

—Pero ¿por qué la mandaba a ella?

—Supongo que conocía la forma de negociar de tu padre y, como buen empresario que era, no estaba dispuesto a soportar…, vaya…, ¿cómo decirlo? Su forma sardónica de… deshacerse de los cuadros.

Evidentemente se refería al desprecio con que su padre esquilaba a los clientes y al descarado placer con que lo hacía.

Se dirigieron a la puerta del cementerio. Los bordes rosados de los ojos caídos de Salgado daban la impresión de que acababa de secarse las lágrimas. Javier siempre había pensado que hacía años sería mucho más robusto que el palo que era entonces, y que los kilos que había perdido habían arrastrado la piel de la cara formando bolsas debajo de los ojos y de la mandíbula. Era su padre quien había dicho que parecía un sabueso, pero que al menos no babeaba. Era un cumplido velado. Su padre odiaba la adulación, a menos que procediera de una mujer hermosa o de alguien cuyo talento admirara.

—¿De qué lo conocías?

—Ya sabes que vivo en El Porvenir. Cuando abrió un restaurante en el barrio fui uno de sus primeros clientes.

—¿Antes no lo conocías?

Caminaban rápidamente y las largas extremidades de Salgado tenían tendencia a descontrolarse. Su pie tropezó con el de Falcón y habría caído de bruces de no ser porque este le sostuvo.

—Gracias, Javier. A mi edad no quiero caerme, romperme la cadera y acabar encerrado en casa y perdiendo la cabeza.

—Estás estupendamente, Ramón.

—No, no, me da un miedo terrible. Un error tonto y unos meses después seré un viejo solitario arrinconado en una residencia de ancianos.

—No seas tonto, Ramón.

—Le ha ocurrido a mi hermana. La semana que viene voy a San Sebastián para llevármela a Madrid. Ha tenido mala suerte. Se cayó, se golpeó la cabeza, se rompió una rodilla y han tenido que internarla. No puedo ir a visitarla cada mes, de modo que me la llevo conmigo. Es terrible. Pero, oye, ¿por qué no vamos a tomar un vino?

Falcón le dio unos golpecitos en el hombro. No tenía ganas de tomar nada con Salgado, pero le daba lástima, que era probablemente lo que él quería.

—Estoy trabajando.

—¿Un sábado?

—Por eso estoy aquí.

—Ah, claro, lo había olvidado —dijo Salgado, mirando a su alrededor y a los dolientes que pasaban por ambos lados—. Tendrás trabajo sólo con elaborar la lista de sus enemigos, por no hablar de entrevistarlos a todos.

—¿Ah, sí? —comentó Falcón, que sabía lo exagerado que era Salgado.

—Un empresario rico como él no se va a la tumba sin arrastrar a unos cuantos con él.

—El asesinato es un paso importante.

—No para las personas con quienes tenía tratos.

—¿Y quiénes son esas personas?

—No me gusta hablar de esto a las puertas del cementerio, Javier.

Falcón habló un momento con Ramírez y subió al Mercedes de Salgado. Fueron río abajo, a la calle Betis, entre los puentes, donde Salgado lo aparcó empujando medio metro un Seat viejo para meter su coche, caminaron por la acera, que estaba unos metros por encima del río, hasta que Salgado se detuvo y se puso a respirar teatralmente el aire sevillano, que en aquel momento no era precisamente oloroso.

—¡Sevilla! —exclamó, feliz con la compañía que se había asegurado—. La puta del moro, como la llamaba tu padre. ¿Te acuerdas, Javier?

—Me acuerdo, Ramón —dijo Falcón, deprimido por haberse ofrecido a soportar lo que estaba seguro que sería una de las típicas peroratas de Salgado.

—Lo echo de menos, Javier. Lo echo muchísimo de menos. Tenía un ojo tan penetrante… Una vez me dijo: «Sevilla tiene dos olores, Ramón, y mi truco es…, no, mi gran secreto es que ahora, al final de mi vida, sólo pinto uno de ellos, y por eso siempre vendo». Jugaba, por supuesto. Lo sé. Aquellas escenas de Sevilla que pintaba no significaban nada para él. Eran su jueguecito particular, cuando su fama estaba asegurada. Yo decía: «Así que ahora el gran Francisco Falcón pinta olores. ¿En qué mojas tu pincel?». Y él contestaba: «Sólo la flor de azahar, Ramón, nunca excrementos de caballo». Yo me reía, Javier, y pensé que había acabado, pero después de un largo silencio añadió: «Me he pasado casi toda la vida pintando a estos últimos». ¿Cómo lo interpretas, Javier?

—Vamos a tomar una manzanilla —dijo Falcón.

Cruzaron la calle y fueron a la Bodega de la Albariza; se colocaron delante de uno de los grandes toneles negros y pidieron una manzanilla y un platito de aceitunas, que venían acompañadas de alcaparras y ajos en conserva, blancos como dientes. Tomaron el pálido jerez, que Falcón prefería al fino debido al sabor de mar de las uvas de Sanlúcar de Barrameda.

—Háblame de los enemigos de Raúl Jiménez —dijo Falcón, antes de que Salgado se lanzara a un torrente de reminiscencias.

—Todo está pasando en este preciso momento, mientras tomamos nuestra manzanilla. Está pasando todo como en 1992 —dijo, disfrutando de su críptica explicación, con la que mantenía la atención de Javier Falcón—. Lo siento. Mírame, con setenta años estoy ganando más dinero que nunca.

—Los negocios marchan —comentó Javier, que empezaba a aburrirse.

—Esto es extraoficial, ¿verdad? —preguntó Salgado—. Sabes que no debería…

—No estoy grabando, Ramón —dijo Falcón, mostrándole las manos.

—Es ilegal, por supuesto…

—Mientras no sea un crimen.

—Ah, sí, una distinción estupenda, Javier. Tu padre siempre decía que tú eras el listo. «Todos creen que es Manuela —decía—, pero Javier es el que tiene las ideas claras».

—Me tienes en ascuas, Ramón.

—El gran blanqueo —dijo Salgado.

—¿Qué están blanqueando?

—Dinero, por supuesto. ¿Qué más se ensucia? No lo llaman «dinero negro» porque sí.

—¿De dónde procede?

—Yo nunca lo pregunto.

—¿Dinero de la droga?

—Digamos que dinero «no declarado».

—De acuerdo. Así que lo limpian. ¿Por qué lo hacen?

—Por qué lo hacen ahora tendrías que preguntar.

—Muy bien, pues te lo pregunto.

—El año que viene llegará el euro y se acabó la peseta. Tienes que declarar las pesetas para convertirlas en euros. Si son negras, es un poco incómodo.

—¿Qué hacen con ellas?

—Compran arte, entre otras cosas, y propiedades —dijo Salgado—. Intenta comprar un piso en Sevilla en este momento.

—No estoy en el mercado.

—¿Y arte?

—Tampoco.

—¿Ya te has puesto a vaciar el estudio de tu padre?

Ya estaba. La pregunta. Falcón no podía creer que se hubiese tragado la lastimosa representación de Salgado en el cementerio. Aquello era lo que Salgado introducía como si nada en todas las conversaciones que tenían, y por eso no quería verle. Entonces empezarían los halagos, a menos que le cortara bruscamente o cambiara de tema.

—¿Hay mucho dinero negro en el negocio de los restaurantes, Ramón?

—¿Por qué crees que se mudaba? —preguntó Salgado.

—Eso es casi interesante.

—A tu padre nadie le compraba cuadros con un cheque —dijo Salgado—. Y tienes razón con lo de los restaurantes, sobre todo los de turistas que sirven menús baratos pagados en metálico y sin recibos. Poco de ese dinero llega a los libros que se ven en Hacienda.

—O sea, que eso es lo que está sucediendo… Y en 1992, ¿qué pasó?

—Aquello vino y se fue. Sólo quería ser ilustrativo.

—Yo no estaba, pero he oído que hubo mucha corrupción.

—Sí, sí, sí, pero fue hace diez años.

—Parece que tengas algo que ocultar, Ramón. ¿No estarías…?

—¿Yo? —dijo él, ofendido—. ¿Un marchante de arte? Si crees que tuve la oportunidad de ganar dinero en la Expo’92, estás loco.

—¿Sabes algo, Ramón? ¿Hemos venido aquí para que me hagas un discurso de generalidades o tienes algo concreto que pueda ayudarme a encontrar al asesino de Raúl Jiménez? ¿Y toda esa gente que viene a tus exposiciones? Seguro que hablan de cosas «de verdad» cuando dejan de decir tonterías sobre los cuadros.

—¿Tonterías sobre los cuadros? Javier, me sorprende viniendo de ti.

«Es la hora de la verdad», pensó Falcón. «Esto es un intercambio. Información sobre lo que Salgado desea más que nada en el mundo: la posibilidad de meter la nariz en el estudio de mi padre». No era por el dinero. Era cuestión de prestigio. Montar una última exposición de la obra nunca vista del gran Francisco Falcón sería la coronación de la vida carente de gloria de aquel hombre. Vendrían coleccionistas de todo el mundo. Americanos. Conservadores de museos. De repente volvería a estar en el ojo, como lo había estado hacía cuarenta años.

Falcón mordisqueó una aceituna grande y carnosa. Salgado arrancó la punta de la alcaparra y la pinchó con un palillo.

—¿Esa información es de fiar, Ramón?

—He oído algunas cosillas y después he deducido otras, además de las que ya sabía. Con los años me he dibujado un panorama. Un tablero viviente.

—¿Y ese cuadro tiene título?

Flor de azahar y excrementos de caballo: ese sería un título apropiado.

—¿Y tú me darías una copia de esa extraordinaria obra si te dejara entrar en el estudio de mi padre y… te permitiera montar una exposición de sus…?

—Oh, no, no, no, que no, Javier, hombre. Nunca te pediría tal cosa. Por supuesto, sería estupendo hacer un paseo nostálgico por sus paisajes abstractos, pero todo esto pertenece al pasado. Si tuviera desnudos ocultos como el del Prado, los dos del Guggenheim y el que Barbara Hutton donó al MOMA, ya sería otra cosa. Pero tú y yo sabemos…

—En ese caso no entiendo nada, Ramón.

—Solamente quiero pasar un día solo en su estudio —dijo, clavando el palillo en otra alcaparra—. Me puedes encerrar dentro. Puedes registrarme cuando salga. Sólo te pido un día entre sus pinceles, sus rollos de telas, sus caballetes y sus óleos.

Falcón miró al viejo, que se acercaba la copa de manzanilla a los labios; intentaba ver sus entrañas, cómo funcionaba, sus muelles y ruedecitas. Salgado hizo girar su copa sosteniéndola por el pie y dejó una marca circular en la tapa de madera del tonel. Parecía triste, porque siempre lo parecía. Y era impenetrable: su urbanidad era como una armadura de acero.

—Tendré que pensarlo, Ramón —dijo—. No es una cuestión de negocios normal y corriente.