Viernes, 13 de abril de 2001
AVE Madrid-Sevilla
Incluso el último AVE, que no llegaría a Sevilla hasta medianoche, iba lleno. Mientras el tren corría por la noche castellana, Falcón se sacudió las migas de un bocadillo de chorizo de las rodillas y miró por la ventana a través del reflejo transparente de la pasajera que tenía enfrente. No podía dejar de pensar, estaba cansado pero seguía acelerado a consecuencia de su intrusión en la intimidad de la familia Jiménez.
Había dejado a José Manuel Jiménez a las tres de la tarde, después de preguntarle si le importaba que visitara a Marta en la institución mental de San Juan de Dios en Ciempozuelos, a cuarenta kilómetros de la ciudad. El abogado le advirtió que no era probable que fuera una entrevista productiva pero aceptó llamar para avisarles que iría. Jiménez estaba en lo cierto, pero no por las razones que creía. Marta se había caído.
Falcón la encontró en cirugía, donde le estaban dando un par de puntos en una ceja. Estaba pálida, pero él supuso que aquel podía ser su color normal. Tenía el pelo negro y canoso, recogido en un moño, y los ojos muy hundidos y rodeados de un anillo gris con cuartos de luna violetas que le llegaban hasta los pómulos. Podían ser consecuencia del golpe, pero más bien parecían ser permanentes.
Un enfermero marroquí estaba sentado con ella, le daba la mano y murmuraba en una mezcla de español y árabe, mientras una doctora joven le cosía la ceja que había sangrado profusamente, salpicando su uniforme del hospital. Durante la cura, Marta agarraba algo que colgaba de una cadena dorada que llevaba al cuello. Falcón pensó que sería una cruz, pero en un momento que ella lo soltó vio que era un medallón y una llavecita.
La mujer estaba sentada en una silla de ruedas. Falcón acompañó al enfermero que la empujó fuera de la sala, donde había cinco mujeres más. Cuatro estaban en silencio, mientras la quinta mantenía un murmullo constante que sonaba como una oración pero en realidad era un chorro de obscenidades. El marroquí dejó a Marta y se dirigió hacia la mujer, le cogió la mano y la acarició, y la mujer se calmó.
—Siempre se agita cuando ve sangre —explicó.
El nombre del marroquí era Ahmed. Era licenciado en Psicología por la Universidad de Casablanca. Su buen carácter y franqueza se enfriaron claramente cuando Falcón le mostró su identificación de policía.
—Pero ¿qué ha venido a hacer aquí? —preguntó Ahmed—. Estas personas no salen de aquí. Son residentes permanentes, son prácticamente incapaces de hacer las cosas más sencillas. Detrás de las puertas, para ellos es como si hubiera otro planeta.
Falcón miró el pelo de sal y pimienta de Marta, la gasa blanca sobre la ceja, y su pecho se llenó de una inmensa tristeza. Aquella era la auténtica baja de la historia de Jiménez.
—¿Entiende algo de lo que se le dice? —preguntó Falcón.
—Depende —dijo—. Si le habla de G-A-T-O-S, puede que reaccione.
—¿Y si le hablo de A-R-T-U-R-O?
La cara de Ahmed se congeló en una expresión de recelo inexpresivo que Falcón ya había visto en otros inmigrantes interrogados por la policía. La inexpresividad estaba destinada a minimizar la irritación del policía; el recelo a combatir las preguntas no deseadas. Era una actitud que quizá podía funcionar con la policía marroquí, pero que irritó a Falcón.
—Su padre ha sido asesinado —dijo en voz baja.
Marta tosió un par de veces y a la tercera tuvo un acceso de vómito, que le cayó en el regazo y de este al suelo.
—Sufre un shock por la caída —explicó Ahmed, y se fue.
Falcón se sentó en la cama, con la cara a la altura de la de Marta. Le había quedado vómito pegado en algunos pelos de la barbilla. Jadeaba y no lo miraba. Seguía aferrada al medallón. Ahmed volvió con ropa limpia y un carrito de limpieza. Corrió una cortina entre el inspector y Marta. Falcón se sentó a esperar en el otro extremo de la habitación. Debajo de la cama había un baúl pequeño de metal con un candado.
Ahmed apartó la cortina y Marta reapareció con otra ropa. Falcón salió con Ahmed y su carrito de la limpieza.
—¿Alguna vez ha hablado con ella de Arturo?
—No es mi trabajo. Podría hacerlo, tengo el título, pero sólo vale en mi país. Aquí soy enfermero. Sólo los médicos hablan con ella de Arturo.
—¿Ha estado alguna vez presente?
—No formaba parte del grupo, pero lo he visto.
—¿Cómo reacciona cuando oye el nombre?
Ahmed seguía haciendo sus tareas de limpieza automáticamente.
—Se pone muy nerviosa. Se lleva los dedos a la boca y hace un ruido, una especie de súplica desesperada.
—¿No llega a decir nada?
—No articula.
—Pero usted pasa más tiempo con ella y puede que la entiende mejor que su médico.
—Dice: «No fui yo. No fue culpa mía».
—¿Usted sabe quién era Arturo?
—No he visto las notas de su caso y nadie ha considerado necesario informarme.
—¿Quién es su médico?
—La doctora Azucena Cuevas. Está de vacaciones hasta la semana que viene.
—¿Y el gatito? ¿No fue usted quien trajo el gatito y ella…?
—No se permiten gatos en el hospital.
—El medallón que lleva, y la llave: ¿es la llave del baúl de debajo de la cama? ¿Sabe lo que guarda dentro?
—Estas personas tienen pocas cosas, inspector jefe. Si veo algo privado, lo dejo tal como está. No tienen nada más aparte de su… vida. Y es increíble cuántos años se puede llegar a sobrevivir sólo con eso.
Así era Ahmed. Una persona inteligente, razonable y cariñosa, pero en absoluto expansiva, y menos ante la autoridad. Había irritado a Falcón. Intentó recordarlo mientras la negrura pasaba por la ventana del AVE, como había hecho con José Manuel Jiménez, cuyos rasgos atormentados estaban grabados a fuego en su mente. Había fracasado porque Ahmed había logrado lo que todos los inmigrantes persiguen. Se había fundido en su entorno. No destacaba. Se había fundido en su triste y gris entorno y había desaparecido en la moderna sociedad española.
Esa corriente de pensamiento se detuvo cuando descubrió que el reflejo transparente de la mujer sentada frente a él le estaba devolviendo la mirada. Le gustó: mirar a placer como si lo único que hiciera fuera admirar la noche pasando como un rayo. Sintió el temblor del sexo. Había sido célibe desde que Inés se marchó, sus relaciones sexuales habían sido casi desenfrenadas al principio. El mero recuerdo lo impulsó a darse un tirón al cuello de la camisa. Estaban comiendo en el patio e Inés se le acercaba de repente y se sentaba a horcajadas en sus rodillas, le desabrochaba los pantalones y metía sus manos bajo la ropa. ¿Adónde había ido a parar aquello? ¿Cómo se había apagado tan rápidamente su matrimonio? Al final, ella ni siquiera le permitía mirar cuando se vestía. «No tienes corazón, Javier Falcón». ¿A qué se refería? ¿Acaso veía películas pornográficas? ¿Se tiraba a una prostituta mientras miraba películas pornográficas? ¿Borraba de su existencia a su propio hijo? Y sin embargo… Raúl Jiménez al menos tenía, el consuelo de una mujer hermosa. Consuelo, su consuelo.
La mujer frente a él ya no lo miraba a los ojos a través del cristal. Falcón se volvió de cara a ella. Su expresión era de vago horror, de leve compasión, como si hubiera percibido las complicaciones de un hombre de cuarenta y tantos años y no deseara saber nada. Se puso a rebuscar en su bolso, como si quisiera que se la tragara, pero era un bolsito de Balenciaga donde sólo cabían una barra de labios, un par de preservativos y algo de dinero. Falcón volvió a mirar el cristal. Una lucecita se sostenía en la oscuridad, remota, sin otra compañía.
Se apoyó en el asiento, agotado por el ciclo interminable de pensamientos, no de su investigación sino de su matrimonio fracasado. En cuanto topaba con la pared de las palabras de Inés: «No tienes corazón, Javier Falcón», siempre le provocaba un colapso interno. Incluso rimaba.
Era esa nueva química de su cerebro, decidió más tarde, lo que le había provocado su primer pensamiento nuevo sobre Inés, o más bien lo llevó a comprender una vieja idea. No podría seguir adelante, no podría flirtear con una mujer en un vagón de tren hasta que se demostrara a sí mismo que Inés estaba equivocada, que aquellas palabras no se referían a él. Lo trastornó más de lo que esperaba. Incluso sintió una subida de adrenalina, que podría haber sido de miedo, si no fuera porque allí, sentado en el AVE, lo único que hacía era dar vueltas a la cabeza, que contenía la incómoda noción de que ella podía tener razón.
Se adormeció, un hombre en un tren bala blanco que corría a toda velocidad en la noche hacia un destino desconocido. Volvió a soñar que era un pez que nadaba velozmente por el agua, con miedo, y se impulsaba con la cola, hasta que un tirón visceral lo desgarraba por dentro lentamente. Se despertó al golpearse la cabeza con el asiento. El vagón estaba vacío, el tren en la estación, y los pasajeros pasaban por el andén junto a su ventana.
Fue a casa y vio una película sin enterarse del argumento. Apagó el televisor y se metió en la cama sin cenar, inquieto. Se despertó un montón de veces, porque no deseaba tener de nuevo aquel sueño, pero tampoco quería estar despierto con un mundo ansioso al otro lado de las paredes. A las cuatro volvió a despertarse y se quedó echado en la oscuridad, preocupado por las sustancias químicas de su cerebro que podrían alterar el equilibrio de su mente, mientras las vigas de madera de la enorme casa crujían como otros internos menos afortunados en una parte alejada del asilo.
* * *
Sábado, 14 de abril de 2001.
Se levantó a las seis, cansado, con los nervios discordantes como las llaves en la anilla de un carcelero, de tal modo que incluso empezó a pensar en las llaves de la casa y dónde debían de estar guardadas las que abrían el estudio de su padre. Fue a la mesa del estudio y encontró un cajón repleto de llaves. ¿Cómo era posible que hubiera tantas puertas? Se llevó el cajón hasta la puerta de hierro forjado que cerraba la parte de la galería que daba al estudio. Las probó todas, pero ninguna abría y se marchó, dejando el cajón en el suelo y las llaves esparcidas.
Se duchó, se vistió, salió, compró un periódico, el ABC, y se pidió un café solo. Miró las esquelas. Ese día a las once enterraban a Raúl Jiménez en el cementerio de San Fernando. Fue en coche al despacho y comprobó que en los mensajes del móvil sólo había uno de Ramírez.
Los seis componentes del Grupo de Homicidios se habían presentado al completo, lo cual no era insólito tratándose del sábado anterior a Pascua. Falcón los puso al corriente del resultado de su conversación con Calderón y envió a Pérez y a Fernández al recinto de la Feria frente al Edificio Presidente, a Baena a la calle en las cercanías de la finca, y a Serrano a investigar una lista de laboratorios y proveedores médicos por si habían tenido una venta fuera de lo común de cloroformo o habían extraviado instrumental. Los cuatro hombres se marcharon. Ramírez se quedó, cruzado de brazos y apoyado en la ventana.
—¿Alguna otra idea, inspector jefe? —preguntó.
—¿Tenemos la declaración de Marciano Ruiz?
Ramírez señaló la mesa y asintió con un gesto de la cabeza; dijo que no aportaba nada nuevo. Falcón la leyó hasta el final para no tener que explicar a Ramírez su viaje a Madrid y los horrores de la familia Jiménez. O aquello tenía claramente que ver con el asesinato o Ramírez empezaría a hacerle quedar mal, y haría que otros agentes lo miraran con compasión como el hombre que iniciaba una investigación de asesinato remontándose a un incidente ocurrido treinta y seis años antes.
—Ayer por la tarde fui a ver a Eloísa Gómez —dijo Ramírez.
—¿Le sacó algo?
—No me ofreció una mamada gratis, si se refiere a eso.
—No me extraña después de lo que le hizo ayer ——dijo Falcón—. ¿Se ha desmoronado?
—No hablaría conmigo aunque lo hiciera, y ahora está asustada.
—Con lo bien que se llevaban —comentó Falcón—. Creía que la iba a invitar a su casa.
—Tal vez debería haber tenido más paciencia —reconoció Ramírez—. Pero, ya ve, realmente creía que ella le había dejado entrar y que un vapuleo verbal la haría hablar.
—Hoy empezaremos con Mudanzas Triana —dijo Falcón, mientras se levantaba—. Luego iremos al funeral de Jiménez con una cámara de vídeo y filmaremos a los asistentes. Más tarde los cotejaremos con la lista de direcciones y seguiremos con los interrogatorios. Dibujaremos un panorama de su vida.
—¿Qué hacemos con Eloísa Gómez?
—Pérez puede ir a buscarla por la tarde. Habrán pasado casi cuarenta y ocho horas desde que estuvo con Raúl Jiménez. Si fue cómplice, el asesino ya se habrá puesto en contacto con ella y eso podría haber cambiado su panorama mental.
—O todo su panorama —dijo Ramírez—. Para peor.
Ramírez recogió la cámara de vídeo y los dos fueron en coche a Mudanzas Triana, que estaba en la avenida Santa Cecilia. Hablaron con el jefe, Ignacio Bravo, quien escuchó su supuesto teórico con ojos impertérritos tras unos párpados hinchados mientras encendía un Ducados tras otro.
—En primer lugar, eso es imposible —dijo—. Mis empleados son…
—Firmaron una declaración —dijo Ramírez, al tiempo que se la mostraba muerto de aburrimiento.
Bravo leyó el documento mientras tiraba la ceniza más o menos en la dirección de un neumático en miniatura que contenía un cenicero.
—Los despediré —dijo.
—Háblenos de su contrato con los señores Jiménez —ordenó Falcón—. Empiece por explicar por qué querían hacer la mudanza en plena Semana Santa, que será la época más ocupada del año para un restaurador.
—Y cara para una mudanza. Nuestras tarifas se duplican. Se lo expliqué a ella, inspector jefe. Pero no podíamos hacerlo la semana que viene cuando ellos cierran los restaurantes porque no teníamos un hueco…, como todo el mundo. De modo que decidió pagar. Le daba igual.
—¿Cuándo fue a hacerse una idea del trabajo?
—Fui la semana pasada para ver el piso, la cantidad de muebles grandes, el número de cajas…, todo eso. Al día siguiente la llamé y le dije que tardaríamos dos días y le di el presupuesto.
—¿Dos días? —preguntó Ramírez—. ¿Cuándo empezaron, entonces?
—El martes.
—Entonces fueron tres días.
—El señor Jiménez llamó para decir que no quería que trasladáramos su estudio hasta el jueves. Le dije que le costaría incluso más del doble y que podíamos terminar la mudanza en el tiempo acordado. Pero insistió. Yo no discuto con la gente rica; sólo procuro que me paguen. Son los peores…
Se calló cuando vio la expresión de los policías.
—¿Quién estaba enterado del cambio de planes? —preguntó Falcón.
—Ya veo por dónde va —dijo, incómodo—. Tenían que saberlo todos. Suponía cambiarle el horario a todo el mundo. ¿No pensará que uno de mis hombres es el asesino?
—Lo que nos tiene intrigados —explicó Falcón, dejando sin respuesta la sospecha de Bravo— es que, si nuestras suposiciones son correctas, el asesino tenía que estar enterado del cambio de planes. Tenía que saber que el señor Jiménez iba a quedarse una noche más y estaría solo. Solamente podía saberlo por el propio señor Jiménez o por alguien de aquí. ¿Cuándo le confirmó el trabajo a la señora Jiménez?
—El miércoles 4 de abril —contestó él, tras consultar su agenda.
—¿Cuándo hizo el cambio el señor Jiménez?
—El viernes 6 de abril.
—¿Ya había asignado una cuadrilla al trabajo?
—Lo hice el miércoles.
—¿Cómo lo hace?
—Llamo a mi secretaria, quien informa al capataz, y este lo escribe todo en un tablón abajo.
Falcón quería hablar con la secretaria. Bravo la llamó: era una mujer menuda, nerviosa y morena, de unos cincuenta años. Le preguntaron qué había dicho al capataz.
—Le dije que había habido un cambio, que el señor Jiménez no quería que tocaran el estudio hasta el jueves por la mañana y había que dejar una cama en la habitación de los niños.
—¿Qué dijo el capataz?
—El capataz dijo una grosería sobre el uso que se daría a aquella cama.
—¿Qué hace él con esa información?
—La escribe en rojo en un tablón blanco para que se sepa que se trata de un cambio —contestó—. Y pone los comentarios sobre el estudio y la cama en una columna aparte.
—También lo introduce en la hoja de trabajo —dijo Bravo—, de modo que no se pueda olvidar. Los empleados de mudanzas no son muy dotados.
Los tres hombres bajaron al almacén y examinaron el tablón, que contenía toda la información de todos los encargos de abril y mayo pero con la mudanza de Jiménez todavía abierta. Apareció el capataz. La secretaria tenía razón, parecía uno de esos tipos que empiezan el día con un buen par de brandis.
—¿Así que todos, en este almacén, estarían enterados del cambio en la mudanza de los Jiménez? —preguntó Falcón.
—Sin duda —dijo el capataz.
—¿Qué medidas de seguridad tienen aquí? —inquirió Ramírez.
—Aquí no almacenamos nada, o sea, que son mínimas —dijo Bravo—. Un hombre y un perro.
—¿Y durante el día?
Bravo negó con la cabeza.
—¿Cámaras tampoco?
—No las necesitamos.
—Por lo tanto, ¿cualquiera puede entrar por detrás, por la calle Maestro Arrieta?
—Si quiere, sí.
—¿Han perdido algún mono? —preguntó Ramírez.
No se había perdido nada, no se había denunciado ningún robo. Los monos eran corrientes, tenían las palabras «MUDANZAS TRIANA» en la espalda. No eran difíciles de imitar.
—¿Han visto a algún desconocido por aquí? —preguntó Ramírez.
—Sólo gente pidiendo trabajo.
—¿Qué gente?
—Cada semana vienen dos o tres pidiendo trabajo y yo les digo lo mismo a todos. No contratamos a nadie.
—¿Y las últimas dos semanas?
—Algunos más de lo habitual intentando ganar algún dinero para la Semana Santa y la Feria.
—¿Veinte?
—Más bien diez.
—¿Cómo eran?
—Pues, mire, por suerte, eran todos bajos y gordos, si no tendría dificultades para describírselos.
—Mire, listillo —dijo Ramírez, apuntándole con un dedo—, alguien entró aquí, recogió información sobre el trabajo que estaban haciendo en el Edificio Presidente y la utilizó para entrar en un piso y torturar a un viejo hasta matarlo. O sea, que no nos provoque.
—No me habían dicho que lo hubiesen torturado —dijo Bravo.
—Sigo sin acordarme —insistió el capataz.
—A lo mejor eran inmigrantes —apuntó Ramírez.
—Algunos puede que sí.
—Marroquíes, quizá, que trabajan por poco dinero.
—No contratamos a nadie —dijo Bravo.
—Ya lo oímos la primera vez —recordó Ramírez—. Y no le creí. Así que, mire, si quiere vivir tranquilo sin visitas de Inmigración, empiece a pensar y empiece a recordar quién ha estado aquí desde el viernes y si ha visto a alguien especialmente interesado en el tablón.
—Porque… —dijo Falcón, haciendo un gesto con la cabeza hacia el capataz— probablemente usted es la única persona que hemos encontrado que tal vez haya visto al asesino, y haya hablado con él.
—Y, ¿sabe?…, eso es algo en lo que el asesino puede estar pensando, también —dijo Ramírez—. Adiós.