Viernes, 13 de abril de 2001
Casa de Javier Falcón, calle Bailen, Sevilla
Se levantó temprano; su estómago se había apaciguado. Hizo una hora de ejercicio en la bicicleta estática, marcándose un arduo recorrido en el ordenador. La concentración requerida para superar la barrera del dolor lo ayudaba a organizarse el día. Aquel día no era festivo para él.
Tomó un taxi hasta la estación de Santa Justa y pidió un café en el bar de la estación. El AVE, el tren de alta velocidad de Madrid, salía a las nueve y media. Esperó hasta las nueve y llamó a José Manuel Jiménez, que respondió como si estuviera esperando la llamada.
—Diga.
Falcón se presentó de nuevo y le pidió una entrevista.
—No tengo nada que decirle, inspector jefe. Nada que pueda ayudarlo. Mi padre y yo no nos hablábamos desde hacía treinta años.
—¿En serio?
—Hemos tenido muy poco contacto.
—Me gustaría hablar con usted de eso, pero no por teléfono —dijo, y Jiménez no contestó—. Puedo estar allí a la una y habremos terminado antes de almorzar.
—No me parece conveniente.
Falcón se sentía extrañamente desesperado por hablar con aquel hombre, pero tenía que ser fuera de sus horas de trabajo. Insistió.
—Estoy llevando una investigación de asesinato, señor Jiménez. El asesinato siempre es inconveniente.
—No puedo aportar ninguna luz a su caso, inspector jefe.
—Tengo que conocer sus antecedentes.
—Pregunte a su esposa.
—¿Qué puede saber ella de la vida de su padre antes de 1989?
—¿Por qué quiere retroceder tanto?
Aquella batalla para hablar con el hombre era absurda. No hacía más que volverlo más decidido.
—Tengo una forma curiosa pero eficiente de trabajar, señor Jiménez —dijo, para que no le colgara—. ¿Qué me dice de su hermana…? ¿A ella sí la ve?
El silencio duró una eternidad.
—Llámeme dentro de diez minutos —indicó Jiménez, y colgó.
Falcón paseó por el recinto de la estación durante diez minutos pensando en una nueva estrategia. Cuando volvió a llamar tenía una cadena de preguntas preparadas como un cinturón de cartuchos.
—Le espero a la una —dijo Jiménez, y colgó.
Falcón compró el billete y subió al tren. A mediodía, el AVE lo dejó en la estación de Atocha del centro de Madrid. Tomó el metro hasta Esperanza, lo que parecía una buena señal y estaba a pocos minutos caminando del piso de Jiménez.
José Jiménez le abrió la puerta. Era más bajo pero más robusto que Falcón. Caminaba con la cabeza gacha como si quisiera esquivar una viga o tuviera un peso en los hombros. Mientras hablaba, sus ojos se movían bajo la protección de unas cejas pobladas y oscuras, ojos que su esposa no mantenía bajo control. El efecto, más que furtivo, resultaba deferente. Cogió el abrigo de Falcón y lo guio hasta su estudio por un pasillo de parqué, alejado de la cocina y las voces de la familia. Caminaba inclinado hacia delante, como si arrastrara un trineo.
En el estudio había varias alfombras marroquíes que cubrían el suelo de madera y un escritorio de nogal de estilo inglés. Las paredes a ambos lados de la ventana estaban ocupadas por las hileras de libros encuadernados típicos de un despacho de abogado. Le ofreció café y Falcón aceptó. Durante los minutos que estuvo solo, Falcón inspeccionó las fotos familiares colocadas sobre un armario de puertas de cristal. Reconoció a Gumersinda con sus dos hijos pequeños. Raúl no estaba en ninguna parte. Tampoco había ninguna de la hija después de los doce años. Las demás fotografías eran de la familia de José Manuel Jiménez, en diferentes épocas, hasta las fotos de licenciatura de un chico y una chica.
Jiménez volvió con el café. Ambos hicieron torpes amagos de sentarse hasta que Falcón se instaló en una silla y Jiménez se situó detrás de la mesa. Unió las manos y sus bíceps y hombros se hincharon bajo la americana verde de cheviot.
—Entre viejas fotografías de su padre encontré una del mío —dijo Falcón, utilizando su enfoque tangencial.
—Mi padre era restaurador, seguro que tenía muchas fotos de sus clientes.
Al menos sabía eso de su padre.
—No era una de sus fotografías de celebridades…
—¿Su padre es una persona famosa?
Era una grieta que habría preferido no abrir, pero quizá, como había demostrado Consuelo Jiménez, enseñar algo de sí mismo podría conducir a sorprendentes revelaciones de los demás.
—Mi padre era el pintor Francisco Falcón, pero no era por esto por lo que…
—Entonces no me sorprende que estuviera en las paredes de mi padre —interrumpió Jiménez—. Mi padre tenía la conciencia cultural de un campesino, que es lo que era.
—He visto que fumaba Celtas y arrancaba los filtros.
—Solía fumar Celtas cortos, que no tenían filtro, pero decía que eran mejores que el estiércol seco que tuvo que fumar después de la guerra civil.
—¿Dónde fue campesino?
—Sus padres tenían tierras cerca de Almería, y las cultivaban. Los mataron en la guerra civil y lo perdió todo. Después de su muerte, mi padre se fue. Es lo único que sé. Seguramente por eso el dinero era tan importante para él…
—¿Su madre no…?
—No creo que lo supiera. Si lo sabía, no nos lo contó. No creo que supiera nada de su vida antes de conocerla y mi padre seguro que no se lo dijo a sus suegros hasta que la tuvo a ella.
—¿Se conocieron en Tánger?
—Sí, la familia de mi madre se fue a vivir allí a principios de los cuarenta. Su padre era abogado. Estaba allí, como todos, para hacer dinero después de que la guerra civil dejara España en ruinas. Ella era una niña, tenía unos ocho años. Mi padre apareció poco después…, alrededor de 1945, creo. Se enamoró de ella en cuanto la vio.
—Ella era aún muy jovencita, ¿no? ¿Tenía trece años?
—Y mi padre, veintidós. Fue una relación curiosa, que no hacía ni pizca de gracia a sus padres. La hicieron esperar hasta los diecisiete antes de permitirle que se casara.
—¿Era sólo por la diferencia de edad?
—Era su única hija —explicó Jiménez—. Y no creo que les entusiasmara la falta de linaje de mi padre. Debieron de intuir de qué madera estaba hecho. Además era ostentoso.
—¿Ya era rico entonces?
—Hizo mucho dinero en aquella época y se divertía gastándolo.
—¿Cómo hizo su dinero?
—Con el contrabando, imagino. Fuera lo que fuera, estoy seguro de que no fue legal. Más tarde se metió en el cambio de divisas. Incluso llegó a tener su propio banco, aunque esto no significa nada. También se metió en propiedades y construcción.
—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Falcón—. Apenas tenía diez años cuando se marcharon y no creo que él se lo contara.
—Lo fui deduciendo, inspector jefe. Así es como funciona mi cerebro. Era mi forma de encontrar una lógica a lo que ocurrió.
En la habitación se hizo el silencio como si hubieran anunciado una muerte. Falcón deseaba que continuara, pero Jiménez tenía los labios apretados, como para dominarse.
—Usted nació en 1950 —dijo Falcón, haciendo un gesto con la cabeza hacia él.
—Nueve meses justos después de la boda.
—¿Y su hermana?
—Dos años más tarde. Hubo complicaciones en el parto. Sé que estuvo a punto de morir y que mi madre quedó muy débil. Querían tener muchos hijos, pero mi madre no se vio con ánimos después de aquello. A mi hermana también la afectó.
—¿Cómo?
—Era una niña muy buena. Se preocupaba por todo…, los animales, sobre todo los gatos abandonados, de los que había a montones en Tánger. No había nada que se pudiera…, era tan… —titubeó, sus manos gesticularon, forzando las palabras a salir—. Era simple, eso es lo que era. No tonta…, sólo una persona sencilla. No era como los otros niños.
—¿Su madre llegó a recuperarse?
—Sí, sí, se recuperó completamente. Ella… —Jiménez vaciló; miró al techo—. Incluso volvió a quedarse embarazada. Fue una época muy difícil. Mi padre tuvo que marcharse de Tánger, pero mi madre no podía moverse.
—¿Cuándo fue eso?
—A finales de 1958. Mi padre se llevó a mi hermana y yo me quedé.
—¿Adónde fue?
—Alquiló una casa en un pueblo de una colina de Algeciras.
—¿Estaba huyendo?
—De las autoridades no.
—¿Un mal negocio?
—Nunca lo supe —dijo.
—¿Y su madre?
—Tuvo al bebé. Un niño. Mi padre apareció misteriosamente la noche del parto. Había acudido en secreto. Le preocupaba que algo fuera mal, como la última vez, y que mi madre no sobreviviera al parto. Estaba…
Jiménez frunció el ceño, como si hubiera topado con algo incomprensible. Parpadeó para contener las lágrimas.
—Es un tema muy difícil para mí, inspector jefe —dijo—. Creía que cuando mi padre muriera me alegraría. Que sería un alivio y una liberación… Representaría el final de tanta incertidumbre.
—¿Incertidumbre, señor Jiménez?
—Una incertidumbre que no tiene fin. Pensamientos confusos porque no tienen solución. Pensamientos que te dejan para siempre pendiente de un hilo.
Aunque aquellas palabras eran reconocibles como lenguaje, su significado era oscuro, y sin embargo Falcón, sin saber por qué, comprendía en cierto modo el tormento del otro hombre. Le vino más de una referencia a la cabeza: la muerte de su padre, las cosas que no se dijeron, el estudio que no había investigado…
—Puede que sea nuestro estado natural —dijo Falcón—. Que, al proceder de seres complicados que no es posible conocer, seamos siempre los portadores de lo no resuelto y lo compliquemos aún más con nuestras propias cuestiones sin resolver, que transmitiremos a otros. Tal vez sea mejor ser sencillo como su hermana. No estar abrumado por el peso de las generaciones anteriores.
Jiménez lo perforó con unos ojos animales por debajo de sus pobladas cejas. Absorbió las palabras que salían de la boca de Falcón. Se incorporó un poco, la intensidad de su cara se suavizó.
—El único problema… —dijo—, en el caso de mi hermana, es que su falta de complejidad no le dio ningún sistema, ninguna fuerza, para reordenar el caos cuando el cataclismo golpeó a mi familia. Perdió su débil conexión con una existencia estructurada y desde entonces ha estado flotando en el espacio. Sí, creo que su locura es como… un astronauta desconectado de su nave que girara en un vacío inmenso.
—Creo que se ha adelantado demasiado.
—Es verdad —dijo—, y sé por qué.
—Deberíamos volver a su padre, que temía que su madre no sobreviviera al parto.
—Lo que estaba pensando entonces…, a lo que me estaba enfrentando era al sorprendente recuerdo, en vista de los sucesos posteriores, de que mi padre estaba profundamente enamorado de mi madre. Es algo que incluso ahora me cuesta mucho admitir. Cuando era niño, cuando mi madre murió, no podía creer eso de él. Creía que él se había propuesto destruirla.
—¿Y cómo llegó a esa conclusión?
—Con psicoanálisis, inspector jefe —dijo Jiménez—. Nunca pensé que sería un candidato de este curanderismo. Soy abogado. Tengo una mente organizada. Pero cuando estás tan desesperado, y quiero decir tan desesperado que lo único que ves es tu vida haciéndose pedazos a tu alrededor, lo acabas admitiendo. Te dices: «Me estoy volviendo loco y tengo que hablar de ello».
Jiménez dio esa explicación mientras miraba directamente a Falcón, como si hubiese visto algo en él que le llamara la atención.
—¿Qué pasó con su madre y el bebé? —preguntó Falcón.
—Mi madre necesitó unos días para recuperarse. Recuerdo muy bien aquella época. No nos permitían salir de la casa. Se ordenó a los criados que dijeran que no había nadie en casa. Traían la comida en secreto de las casas vecinas. Pusieron a unos hombres armados, que normalmente vigilaban las casas en construcción, al otro lado de la calle. Mi padre se paseaba como una pantera enjaulada, y se paraba de vez en cuando a mirar la calle entre los listones de las persianas. La tensión y el aburrimiento invadían por igual el ambiente. Fue el principio de la locura familiar.
—¿Y nunca descubrió de qué tenía miedo su padre?
—Entonces era muy pequeño, y me daba igual. Lo único que no quería era aburrirme. Más tarde…, mucho más tarde, pensé que era importante descubrir qué podía ser lo que empujó a mi padre a hacer todo aquello. De modo que treinta años después pensé que la única persona a quien podía preguntárselo era a él. Fue la última vez que hablamos personalmente. Y comprobé la magia del cerebro humano.
—¿Qué? —preguntó Falcón, pegando un respingo en el asiento, como si se hubiera perdido un momento vital.
—Si tenemos algo dentro de él que no nos gusta lo esquivamos. Como un río que se cansa de fluir alrededor de la misma roca una vez tras otra y toma un atajo para unirse al tramo de río que sigue a la roca. La roca se convierte en un lago desconectado, una reserva de recuerdos que, debido a la falta de suministro, acaba por secarse.
—¿Lo había olvidado?
—Lo negó. Según él, aquello no había ocurrido. Me miró como si yo estuviera loco.
—¿Incluso con su madre muerta y su hermana en San Juan de Dios?
—Era el año 1995. Estaba casado con Consuelo. Vivía una vida diferente. Para él, el pasado podía ser tan lejano como… una existencia anterior.
—¿Se sorprendió al ver a Consuelo?
—¿Por su aspecto? —exclamó él—. Por Dios, me quedé helado. Me puso la piel de gallina. Quemé la fotografía de la boda que me mandó mi padre.
—¿De modo que su padre no quiso ayudarlo?
—Sólo me dijo que lo que creía necesitar saber no era importante. No había nada en el mundo de mi padre, que yo supiera, a lo que él adjudicara más valor que a la vida de un niño. Me lo confirmó su silencio, su rotunda negativa, su forma de vida…, aquella boda con un clon de su esposa…
—¿No debía de ser una tortura?
Jiménez soltó una risita despreciativa.
—Si al consuelo de una mujer hermosa lo quiere llamar castigo…, sí.
—¿Cree que hizo borrón y cuenta nueva y empezó otra vida?
—Mi padre era un animal instintivo. Su cabeza no funcionaba como la de cualquier ser humano. Para tener éxito en los negocios como él, y eso lo sé porque trabajo para varios empresarios de éxito, no puedes pensar como las personas corrientes… y él no lo hacía.
—Me he perdido. Creo que corre demasiado.
Jiménez se inclinó encima de la mesa, con la mandíbula tensa.
—No crea que no sé lo que me digo —repuso—. No había hablado de esto con nadie, aparte de con el hombre que me deshizo el nudo del cerebro. ¿Y sabe por qué? Porque no deseaba infectar la tranquilidad de mi esposa con cosas tan espantosas. Ensuciaría nuestro hogar y acabaríamos dando tumbos en la oscuridad.
—Lo siento —dijo Falcón.
Jiménez levantó la mano excusándose, consciente de que se había puesto demasiado serio. Se echó hacia atrás y relajó los hombros.
—Nos fuimos de Tánger de noche. Sin maletas, sólo con la ropa puesta y el vestido de novia de mi madre y las joyas. En el puerto, todos habían sido sobornados. No tuvimos que presentar documentos. Hubo un momento en que parecía que iban a detenernos, pero apareció más dinero y subimos a un barco y partimos. Recogimos a mi hermana en un pueblo cercano a Algeciras y empezamos nuestra vida de gitanos.
»Nunca tuve sensación de peligro. Mi padre no volvió a pasearse por las habitaciones, pero en cuanto su instinto le decía que teníamos que trasladarnos… nos trasladábamos. Normalmente íbamos a grandes ciudades. Estuvimos un tiempo en Madrid, pero a mi padre no le gustaba nada. Creo que Madrid le hacía sentir provinciano, le recordaba quién era.
»Llegamos a Almería a principios de 1964. Mi padre tenía un par de buques costeros de la línea Algeciras-Cartagena, pero le surgió la oportunidad de construir un hotel en Almería y nos trasladamos. Parecía que le gustaba la idea de establecerse. Debió de pensar que cinco o seis años de vida errante habían sido suficientes, que la vida continuaba, que los agravios acaban por desvanecerse cuando no se ha tenido la oportunidad de la venganza. Se equivocaba. Por eso, para mí era importante saber qué había hecho para que las personas ofendidas fueran tan implacables para no dejar nunca de perseguirlo. Y tengo que confesar que aún me interesaría, aunque haya domesticado mi fascinación por lo irrelevante».
—¿Porqué?
—Creo que me ayudaría poder calibrar lo monstruoso que era.
Falcón se estremeció, dividido entre las emociones contradictorias de pensar en Raúl Jiménez como un monstruo y el recuerdo de su propio padre jugando a ser uno. Las caras terribles de negrero que ponía cuando lo devoraba en broma. Su padre no tenía inhibiciones porque en su mundo había pocas cosas que le exigieran control personal y varias veces Javier había tenido una marca de mordisco en la espalda durante varios días.
—¿Se encuentra bien, inspector jefe?
Esperaba no haber puesto una de las caras de gárgola de su padre con la lengua fuera.
—Pensamientos inacabados —dijo.
—¿Dónde estábamos?
—En Almería, 1964 —respondió Falcón—. No ha mencionado cómo se tomaba su madre todos aquellos traslados.
—En cuanto a su salud, estaba perfectamente. Si no era feliz, no lo demostraba ni a nosotros ni a él. De todos modos, en aquella época no se tenía muy en cuenta la opinión de las mujeres. Se adaptaban a la situación.
—¿Su padre construyó el hotel?
—Tendría que hablarle de Marta en este punto. ¿Recuerda que le he dicho que se preocupaba por todo?
—Por los gatos.
—Sí, por los gatos. Cuando nos marchamos de Tánger, transfirió todo ese amor a Arturo. Mi madre podría haber dejado el cuidado de Arturo en manos de Marta. Lo hacía todo por él. Era toda su vida. Es realmente curioso. Marta no tuvo nunca muñecas. Se las compraban, pero no jugaba con ellas. Le fascinaban más los seres vivos. ¿No le parece raro para una persona tan poco complicada?
—Quizá no tenía una imaginación muy desarrollada.
—Es posible. La imaginación es algo complejo, pero la vida también lo es.
—A lo mejor, ella no veía esas complejidades.
—Yo solía preguntarme qué estaría pensando.
—¿Y ahora ya no?
—Apenas sí pronunció una palabra en los primeros veinte años. Entonces sucedió algo insólito. Con los años, el personal del sanatorio ha ido cambiando. Es un signo de los tiempos que los jóvenes no quieran trabajar como sanitarios en centros de salud mental y ahora esos puestos los ocupen inmigrantes. En el caso de Marta hubo un marroquí que se presentó con un gatito que había encontrado y algo la hizo reaccionar. Cobró vida. Debió de retroceder a la infancia, criados y gatos.
—¿Habló?
—No con palabras. Articuló algo, pero nada inteligible. Hacía años que no utilizaba las cuerdas vocales. Pero fue el principio de algo. Desde entonces ha progresado un poco. No me «dice» nada a mí cuando voy a verla. A lo mejor, yo le recuerdo demasiado el trauma original.
—¿Los médicos saben cuál fue el trauma?
—Hasta hace tres años no, y tampoco de una forma completa.
—¿Hace tres años?
—Cuando yo mismo fui capaz de hablar de ello. Me habían preguntado quién era Arturo. Ella había llegado hasta ese punto. Y yo les dije que llamaran a mi padre, que negó que en el círculo familiar hubiera habido nadie con ese nombre, lo cual no era cierto. El padre de mi madre se llamaba Arturo. ¿Le he dicho que murieron?
—No.
—El año antes de que naciera Arturo, murieron los dos padres de mi madre con tres meses de diferencia. Ella tenía cáncer. Él tuvo un infarto. Creo que por esa razón mi madre se arriesgó a tener otro hijo.
—¿Qué les contó usted a los médicos de Marta?
—Mi psicoanalista lo aclaró todo con ellos en una carta más tarde, pero en aquel momento sólo les dije que era un hermano pequeño que había muerto.
—¿Y era verdad? —preguntó Falcón.
—Imagino que en su oficio estará acostumbrado a tratar con el mal en estado puro —comentó Jiménez.
—He visto cosas malas y cosas demenciales, pero no estoy seguro de haber tropezado con «el mal en estado puro». Todo lo que he investigado era criminal y, por lo tanto, comprensible. Cuando se empieza a hablar del mal se entra en un terreno metafísico.
—¿Y eso —preguntó Jiménez— está más allá del cometido del inspector jefe del Grupo de Homicidios de Sevilla?
—No soy sacerdote —dijo Falcón—. De haberlo sido, probablemente me habría ayudado, porque el asesinato de su padre ha sido lo más impactante que he visto en mi vida. Cuando vi su cara y vi lo que le habían hecho, fui consciente de la presencia de algo muy poderoso. Normalmente soy una persona más bien fría en mi trabajo, pero aquello me afectó. Es algo de lo que preferiría que mis superiores no se enteraran.
Jiménez se revolvió en su silla y cruzó las piernas. Unió y separó las manos. Falcón pensó que quería saber lo que le había pasado a Raúl, pero no se atrevía a preguntarlo.
—La mente perversa tiene una comprensión profunda de la naturaleza humana —dijo Jiménez al cabo de un momento—. Una mente que es feliz entreteniéndose con la venganza y la traición, alimentándolas. Sabe instintivamente cuándo y cómo atacar y llegar al corazón de las cosas. No mataron a mi padre, lo cual seguramente habría sido justo. No violaron ni mataron a mi madre, o a mi hermana, o a mí, que habría sido injusto y cruel. Hicieron lo que sabían que destruiría la familia de mi padre. Se llevaron a Arturo. Un día se lo llevaron y nunca más supimos de él ni de ellos.
Jiménez parpadeó rápidamente, perdido en la vasta aridez de su incomprensión.
—¿Quiere decir que lo secuestraron?
—Camino de la escuela, Marta acompañaba a Arturo a la suya. A la vuelta lo recogía. Un día no estaba esperando y tampoco estaba en casa. Buscamos por la ciudad mientras mi madre llamaba a mi padre a la obra. Tenía seis años. Casi un bebé aún. Y se lo llevaron.
Jiménez miró las fotografías familiares como si su opulencia estuviera mancillada por aquel recuerdo envenenado. Le tembló el labio inferior. La nuez de la garganta le subió y le bajó.
—¿La policía no encontró nada? —preguntó Falcón.
—No —contestó Jiménez, hablando con el aliento de un fantasma.
—Normalmente cuando desaparece un niño…
—No encontraron nada, inspector jefe, por la sencilla razón de que no recibieron ninguna información.
—No le comprendo.
Jiménez se apoyó en la mesa, que crujió; los ojos se le salían de las órbitas.
—Mi padre denunció el secuestro, les dijo que era un misterio, y al cabo de veinticuatro horas habíamos salido de Almería —dijo Jiménez—. No sé si fue porque tenía pánico de que volvieran a hacernos daño o si era su manera de evitar preguntas difíciles de las autoridades, o ambas cosas. Pero nos marchamos de Almería. Estuvimos dos semanas en un hotel de Málaga. Yo hacía compañía a Marta, que se encerró en sí misma y no volvió a pronunciar palabra. Mis padres estaban en la habitación contigua y gritaban…, lloraban… Era horrible, Dios mío. Después nos fuimos todos a Sevilla. Alquilamos un piso en Triana y un año más tarde nos instalamos en la plaza de Cuba. Mi padre tuvo que volver a Almería unas cuantas veces para arreglar sus asuntos y para hablar con las autoridades, pero no supimos nunca nada de Arturo.
—Pero ¿qué les dijo a ustedes, a la familia? ¿Cómo explicó lo sucedido y su extraordinaria reacción?
—No nos dio ninguna explicación. Simplemente utilizó su volcánica ira para hacernos comprender que teníamos que olvidar a Arturo…, que Arturo no existía.
—Y los secuestradores: ¿me está diciendo que no pidieron nada?
—No me ha comprendido, inspector jefe —dijo Jiménez, adelantando las manos en actitud suplicante—. No hubo peticiones. Aquel era su precio. Arturo era el precio.
—Tiene razón. No lo entiendo. No entiendo nada de nada.
—Pues ya somos cuatro. Mi madre muerta, mi hermana loca, yo y ahora usted —dijo Jiménez—. En aquel traslado entre Almería y Sevilla perdimos el rastro de Arturo. No nos llevamos ningún recuerdo de él. Ni fotos, ni ropa, ni juguetes, ni la cama. Mi padre reescribió la historia familiar y dejó fuera de ella a Arturo. Cuando nos mudamos a la plaza de Cuba éramos como muertos vivientes. Mi madre se pasaba el día mirando por la ventana, hacia la calle, sobresaltándose cada vez que pasaba un chiquillo. Mi hermana continuaba en silencio y tuvieron que sacarla de la escuela en la que la habían matriculado. Yo pasaba fuera todo el tiempo que podía. Me perdí… con nuevos amigos, que nunca pensarían en mí como el chico que tenía un hermano pequeño.
—¿Se perdió?
—Creo que es lo que me sucedió. Desarrollé la extraña incapacidad de no recordar nada antes de los quince años. La mayoría de la gente tiene recuerdos a partir de los tres o cuatro años, algunos incluso de cuando eran bebés. Yo no tenía recuerdos claros, sólo indicios vagos, formas difuminadas de lo que había sido…, hasta hace pocos años.
Falcón intentó evocar su primer recuerdo y no pudo ir más allá del desayuno del día anterior.
—¿Y no tiene ni idea de por qué su padre tomó aquella decisión brutal?
—Imagino que fue por algo criminal. Una investigación seria del secuestro de Arturo habría supuesto revelaciones importantes, que probablemente habrían llevado a mi padre a la ruina…, quizás a la cárcel. Evidentemente tenía algo que ver con el suceso desagradable de Tánger. Puede que también hubiera un componente moral, un comportamiento detestable de algún tipo, que podría haber vuelto a su esposa contra él. No lo sé. Fuera lo que fuera, mi padre lo razonaría de su forma peculiar: que Arturo estaría en el norte de África o en un barco que se dirigía a África a las pocas horas de su secuestro. Debió de decidir, en su monstruoso cerebro, que la policía no tenía ninguna posibilidad, que él no tenía ninguna posibilidad.
—El mensaje de los secuestradores era claro. Este es el precio por lo que hiciste. Y ahora tú puedes elegir: ven a buscarlo y destrúyete o acepta este doloroso precio y continúa. ¿No cree que la perfección de esta elección terrible es: el mal en estado puro? Si eres un buen hombre, correrás detrás de tu hijo, harás lo que sea aunque te destruya. Acabarás viviendo en el exilio o en la cárcel. Tu familia será destruida. Y… aquí está la parte horrible, inspector jefe, aun así, no te devolverán a Arturo. Sí, era eso. Eso fue lo que descubrí. Lo obligaron a aceptar el mal y, una vez lo hizo, tuvo que recurrir a los medios del mal para sobrevivir. Se convenció a sí mismo y nos convenció a nosotros de que Arturo no había existido. Lo extirpó y a nosotros con él. Nos obligó a soportar la pérdida a su manera y lo destruyó todo. A su esposa y a su familia. Y este debió de ser su cálculo final: puesto que Arturo está perdido, que mi familia está destruida haga lo que haga, ¿qué preferiría yo?
Jiménez levantó la mano, hizo como si sopesara algo, la levantó más y dijo:
—¿El alivio de la bondad moral? —Levantó la otra mano y la bajó golpeando la mesa—. ¿O la dorada carga del poder, la posición y la riqueza? —Silencio mientras los dos hombres contemplaban la desigualdad de aquellas dos escalas.
—Pensaba —dijo Falcón, en la quietud de la habitación llena de libros— que habíamos superado la era de la tragedia, una era donde podían existir figuras trágicas. Ya no tenemos reyes ni grandes guerreros que puedan caer de tan elevadas alturas a tan ondas profundidades. Ahora tenemos que admirar a los actores de la pantalla, a deportistas o a empresarios, que a veces carecen de latería trágica y, sin embargo…, su padre me recuerda a una e estas extrañas bestias…, la figura trágica moderna.
—Ojalá la obra no hubiera sido mi vida —dijo Jiménez. Falcón se levantó para marcharse y vio su café frío e intacto en un extremo de la mesa. Estrechó la mano de Jiménez más rato de lo normal para expresarle su agradecimiento.
—Por eso le dije que volviera a llamarme —aclaró Jiménez—. Tenía que hablar con mi analista.
—¿Para pedirle permiso?
—Para preguntarle si estaba preparado. Le pareció una buena idea que la única persona que oyera la historia de mí familia fuera un policía.
—Para que hiciera algo con respecto a ello, quizá.
—Porque estaría obligado a la confidencialidad —dijo el abogado con seriedad.
—¿Preferiría que no le contara nada de esto a Consuelo?
—¿Serviría para algo además de para asustarla mortalmente?
—Ha tenido tres hijos con su padre.
—No lo podía creer cuando lo supe.
—¿Cómo se enteró?
—Mi padre me escribía cada vez que nacía uno.
—Ella lo obligó. Fue una condición de su matrimonio.
—Es comprensible.
—Ella también me explicó que su padre estaba obsesionado con la seguridad. Instaló una imponente puerta blindada en el piso y se encargaba cada noche de cerrarla.
Jiménez miró fijamente la mesa.
—Me contó algo más que podría interesarle… —añadió Falcón.
Jiménez levantó la cabeza con expresión muy cansada. En sus ojos había un rastro de miedo. No quería oír nada que exigiera más revisión de su recién construida visión de los hechos. Falcón se encogió de hombros para aliviar la presión.
—Cuéntemelo —dijo Jiménez.
—Primero, ella creía que su sociable marido restaurador, con su colección de retratos de personajes sonrientes, vivía sumido en una absoluta desdicha.
—O sea, que al final pudo más que él —dijo Jiménez sin satisfacción—. Pero probablemente no sabía de qué se trataba.
—Lo segundo fue un detalle de su testamento. Dejó algo de dinero a su obra de caridad favorita, Nuevo Futuro: los niños de la calle.
Jiménez meneó la cabeza, puede que con tristeza, puede que para negarlo. Se acercó al lado de la mesa donde estaba Falcón y abrió la puerta. Caminó con su paso cansino por el pasillo. ¿Caminaría de otro modo antes del análisis?, se preguntó Falcón. Quizás entonces caminaba encorvado por el peso, y ahora al menos aquello había quedado atrás. Jiménez entregó el abrigo a Falcón, y lo ayudó a ponérselo. A este le rondaba una pregunta por la cabeza y no sabía si plantearla.
—¿Se le ha ocurrido alguna vez —preguntó Falcón— que Arturo podría estar aún vivo? Ahora tendría cuarenta y dos años.
—Antes sí —dijo Jiménez—. Pero me siento mejor desde que lo considero un asunto zanjado.