Jueves, 12 de abril de 2001
Casa de Javier Falcón, calle Bailén, Sevilla
Javier Falcón estaba sentado en el estudio de la gran casa del siglo XVIII que había pertenecido a su padre. La habitación estaba en la planta baja y daba a un porche de columnas de un patio central, en el centro del cual había una fuente con un niño de bronce que se sostenía sobre un pie, con la otra pierna levantada y una urna sobre el hombro. Cuando la fuente estaba en marcha, salía agua de la urna. Falcón sólo la ponía en marcha en verano, el sonido del agua le producía la ilusión de frescor.
Estaba solo en casa. Encarnación, que había sido la criada de su padre, se marchaba a las siete de la tarde, de modo que casi nunca la veía. La única prueba de su presencia era una nota de vez en cuando, y su costumbre, molesta para él, de cambiar las cosas de sitio. De repente las macetas de las plantas del patio aparecían en un rincón distinto, muebles auxiliares reaparecían en habitaciones diferentes, imágenes de la Virgen del Rocío ocupaban lugares anteriormente vacíos. Su esposa, su exesposa, también había sido una gran promotora del cambio.
—Podríamos convertir esta habitación en tu billar —decía—. Podríamos poner una caja humidificante para los cigarros.
—Pero si no fumo.
—Pues quedaría bien.
—Y no juego al billar.
—Deberías probarlo.
Estas absurdas conversaciones le venían a la cabeza mientras se sentaba a la mesa con un cristal de aumento. No se trataba de la ridícula antigüedad de Sherlock Holmes que su esposa le había regalado por su cumpleaños, demasiado absurda para el inspector jefe del Grupo de Homicidios. Esta era una lupa montada en una caja de metacrilato que también iluminaba el objeto observado.
Estaba mirando las fotografías que se había llevado de la mesa de Raúl Jiménez. Frente a él, a ambos lados de la fotografía enmarcada de su madre con él en brazos, y sus hermanos Paco, a los siete años, y Manuela, a los cinco años, había dos fotografías más. La primera era una fotografía de su madre, sentada en la playa con el pelo revuelto por el viento, un bañador y un gorro de baño cubierto de flores blancas. Era la fotografía informal preferida de ella. En el dorso ponía: «Tánger, junio de 1952». Tenía veinticinco años y, viéndola así, tan llena de vitalidad, costaba creer que sólo le quedaban nueve años de vida.
La segunda fotografía era de su padre: el pelo negro hacia atrás, un bigotito estrecho, la nariz demasiado grande para su cara juvenil, la boca sensual y los ojos… incluso en blanco y negro, sus ojos eran extraordinarios. Parecía que se utilizaran para ver claramente a grandes distancias y cualquier luz que recibían se reflejaba en los iris, que eran verdes pero se volvían ámbar al acercarse a la pupila. A los ochenta años, después de que el primer infarto lo debilitara, aquellos ojos verdes seguían captando la luz. Eran los ojos que uno esperaría en un artista de su talla: observadores, penetrantes y misteriosos. En la foto, su padre llevaba una americana de esmoquin y un corbatín negro. En el dorso estaba escrito: «Víspera de Año Nuevo, Tánger, 1953».
Falcón empezó a repasar las fotografías de Jiménez, furioso por la mala calidad. No sabía muy bien por qué lo hacía. Tenía la costumbre de trabajar tangencialmente, pero aquello era absurdo. No tenía ninguna relación con el caso. ¿Qué diferencia representaría encontrar a uno de sus padres en aquellas fotografías? ¿Y qué si estaban en Tánger al mismo tiempo que Raúl y Gumersindo Jiménez? Lo mismo que otros cuarenta mil españoles. Al mismo tiempo que construía un argumento contra tan ilógico fisgoneo, su fascinación crecía y se le ocurrió que, simplemente, se hacía viejo.
Las fotografías del yate, que eran simples fotografías del nuevo juguete de Jiménez, no le interesaron hasta que encontró una del puerto lleno de barcos y personas festejando en las cubiertas. Jiménez, su esposa e hijos estaban en primer plano. Parecían felices. Su esposa saludaba con los dos niños en las rodillas, riendo. Falcón movió la lupa por los otros barcos al lado del de Jiménez. Se detuvo, volvió a enfocar a una pareja en la cubierta y decidió que no. Siguió, pero volvió a la pareja, y entonces se dio cuenta de por qué se había fijado en ellos. Era su padre apoyado en la barandilla de un yate, mucho mayor que el de Raúl. Estaba con una mujer cuya cara Falcón no distinguía bien pero que tenía el pelo rubio. Se besaban. Era un momento fugaz y privado que el fotógrafo de Jiménez había captado sin querer. Miró el dorso de la foto: «Tánger, agosto de 1958». Pilar, su madre, aún vivía. Miró a la rubia más atentamente y le sorprendió descubrir que era Mercedes, la segunda esposa de su padre. Se sintió asqueado y apartó la lupa. Se apretó los ojos contra las palmas de las manos. Esto es lo que pasaba cuando uno se iba por la tangente…, se tropezaba con verdades inesperadas. Lo hacía justo por esa razón.
Sonó el teléfono; era su hermana desde un móvil, en un bar lleno hasta los topes.
—Sabía que te encontraría en casa si no estabas trabajando —dijo Manuela—. ¿Qué haces, hermanito?
—Estoy mirando unas fotografías antiguas.
—¡Eh! Vamos, abuelo, tienes que aprender a vivir. Estaremos en La Tienda un ratito más, ¿por qué no vienes a tomar una cerveza? Luego iremos a cenar a El Cairo. Tú también puedes venir, si te traes el bastón.
—Iré a tomar la cerveza.
—Así me gusta, hermanito. Y otra cosa. Una condición muy importante…
—¿Cuál, Manuela?
—No se te permite pronunciar la palabra «Inés». ¿De acuerdo?
Colgó. Falcón meneó la cabeza con el teléfono aún en la mano. La psicología barata de Manuela. Se puso la americana, se arregló la corbata, comprobó lo que llevaba en los bolsillos y encontró la dirección y el teléfono del hijo de Raúl Jiménez. Al día siguiente era Viernes Santo. Un día de fiesta. Marcó el número a ver si tenía suerte. José Manuel Jiménez contestó. Falcón se presentó y le dio el pésame.
—Ya he sido informado —dijo, como si fuera a colgar el teléfono.
—Querría hablar con usted sobre…
—No puedo hablar con usted en este momento.
—Podríamos vernos mañana… para hablar. Necesito que me dé detalles del pasado.
—No veo la necesidad…
—Por supuesto, yo iría a Madrid.
—No tengo nada que decir. Hacía años que no veía a mi padre.
—Precisamente por eso. No me interesa la información actual.
—No creo que pueda decirle nada.
—Piénselo. Volveré a llamarlo mañana. No le robaré mucho tiempo y me ayudaría mucho.
Jiménez balbuceó algo y colgó. Falcón sabía que Jiménez era abogado, pero no le había parecido muy profesional; demasiado indeciso y falto de confianza en sí mismo. Apagó la lámpara y salió al patio. Respiró el aire fresco de la noche y el silencio casi absoluto, roto sólo por el lejano rugido de las obras de la ciudad, en aquel oscuro y vacío centro de la casa. Se estiró, abrió el pecho y los brazos, y vio entre los arcos del porche del primer piso lo que Eloísa habría llamado «las sombras que se mueven». Subió las escaleras corriendo, buscando en el bolsillo la llave de la puerta de rejas de hierro forjado de arriba. Recorrió toda la galería hasta la siguiente puerta de hierro, que daba a otra hilera de arcos frente al viejo estudio de su padre. Estaba vacía. Volvió al porche, donde creía haber visto movimiento, y miró al patio. El agua de la fuente, quieta y negra como una pupila, apuntaba al cielo. Pensó que era sólo el cansancio y cerró los ojos con fuerza.
Salió de la casa por una puertecita recortada en las enormes puertas con remaches de madera y bronce, que eran la entrada de la gran casa de la calle Bailen. Demasiado grande para él, y lo sabía, y demasiado magnífica para su posición, pero siempre que pensaba en venderla, se angustiaba ante el trabajo que aquello supondría. Primero tendría que hacer lo que estipulaba el testamento de su padre: vaciar el estudio y quemarlo todo. Quemar todo lo que encontrara, hasta el último boceto. No podía hacerlo. No lo había hecho. Ni siquiera había vuelto a entrar en el estudio desde que su padre había muerto hacía dos años. Ni siquiera había abierto la última puerta de hierro forjado de la galería.
El abogado de su padre había muerto tres meses después de leer el testamento y a Paco y Manuela les daba exactamente igual. Ya tenían bastante con sus propias herencias: para Paco, la finca de cría de toros de Las Cortecillas en el camino de la Sierra de Aracena, y para Manuela, la villa de vacaciones de El Puerto de Santa María. Ellos no habían tenido la misma relación con su padre que él. Falcón había hablado con su padre prácticamente cada día desde que había tenido el primer infarto, y desde que él había empezado a trabajar en Sevilla, y si no salían a comer el domingo al menos quedaban para tomar un vino para que así saliera de la casa. Casi habían recuperado el mismo grado de intimidad de cuando él era niño, a principios de los setenta. Él era el único hijo que le quedaba después de que Manuela se instalara en Madrid para estudiar Veterinaria y Paco se mudara a la granja tras recuperarse de la grave cornada en la pierna que había sufrido haciendo de novillero en la plaza de toros de La Maestranza de Sevilla. La lesión había acabado con cualquier perspectiva para su carrera como torero.
Falcón tomó las estrechas calles de adoquines hacia el bar de la calle Gravina. Era una mercería remodelada, que todavía conservaba las antiguas balanzas en el mostrador. La gente salía a la calle con las cervezas en la mano. Manuela estaba con su novio en plena multitud.
Falcón se abrió paso como pudo. Hombres a los que apenas conocía le dieron un abrazo al pasar, y mujeres desconocidas lo besaron: amigos de Manuela. Su hermana le dio un beso y un abrazo con su cuerpo esculpido en el gimnasio. Alejandro, su novio, a quien había conocido en las máquinas de remo del club, pasó una cerveza a Javier.
—Hermanito —dijo ella, como siempre decía desde que eran niños—, pareces cansado. ¿Más cadáveres?
—Sólo uno.
—¿No será otra horrible matanza por drogas? —preguntó Manuela, encendiendo uno de sus apestosos cigarrillos mentolados, que ella creía menos nocivos para su salud.
—Horrible, sí, pero esta vez no ha sido por drogas. Es más complicado.
—No sé cómo puedes.
—Muchos de tus amigos no podrían imaginar que alguien tan hermoso y sofisticado como Manuela Falcón se arremangue para ayudar a nacer terneros.
—Oh, ya no lo hago.
—Tampoco te veo cortando las uñas a un caniche.
—Tendrías que hablar con Paco —dijo ella, sin hacerle caso—. Está muy estresado.
—La Feria es la época de más trabajo del año.
—No, no, no es por eso —susurró—. Son las vacas locas. Tiene miedo de que su rebaño esté infectado. Les estoy haciendo pruebas a todos, extraoficialmente.
Falcón dio un trago a la cerveza y picó un pedacito de jamón ibérico de bellota, salado y curado.
—Si los hace examinar oficialmente —continuó ella—, y encuentran un solo animal con la enfermedad, tendrá que sacrificarlos a todos, incluso a los que tienen un linaje de ciento veinte años.
—Menudo panorama.
—Le duele la pierna. Siempre le pasa cuando está estresado. Estos días casi no puede caminar.
Alejandro puso un plato con queso frente a ellos y Javier instintivamente apartó la cara.
—No le gusta el queso —explicó Manuela, y el chico se llevó el plato.
—Hoy ha salido tu nombre en el trabajo —dijo Falcón.
—Eso no puede ser bueno.
—Vacunaste a un perro para una persona. Había una factura.
—¿De quién era el perro?
—Espero que te pagara.
—No habrías encontrado un recibo firmado de no ser así.
—Raúl Jiménez.
—Ah, sí, un Weimeraner precioso. Era un regalo para sus hijos…, se mudaban a una casa nueva. Tenía que recogerlo hoy.
Falcón la miró fijamente. Manuela parpadeó y dejó la cerveza sobre la mesa. Sucedía pocas veces que el asesinato se deslizara en una situación social. Si se lo pedían, él contaba historias de detectives, sus formas idiosincrásicas de resolver los casos, su atención por los detalles… Pero nunca contaba cómo era en realidad: siempre laborioso, a veces tedioso, salpicado de momentos de horror.
—Me preocupas, hermanito —dijo ella.
—No estoy en peligro.
—Me refiero al trabajo. Te está afectando.
—¿En qué?
—No lo sé, supongo que tienes que ser insensible para sobrevivir.
—¿Insensible? —exclamó él—. ¿Yo? Investigo un asesinato. Investigo por qué razón ocurren esas aberraciones. Por qué en una época supuestamente razonable, en la cima de la civilización, seguimos fracasando como seres humanos. No soy yo quien sacrifica animalitos o rebaños enteros de ganado.
—No sabía que te afectara tanto el tema.
Estaban tan cerca que podía oler el mentol de sus cigarrillos en su aliento, incluso a través del sudor y el ambientador del bar.
Manuela era así. Era provocativa y por eso sus novios, elegidos por su aspecto y su cartera, nunca duraban. No podía dominar su esquiva feminidad.
—Hija —dijo, para cambiar de tema—, he tenido un día muy pesado.
—¿No decías que esa era una de las quejas de Inés?
—Has sido tú quien ha pronunciado la palabra prohibida, no yo.
Manuela lo miró, sonrió y se encogió de hombros.
—Me dijiste que esperabas que el pobre hombre me hubiera pagado la vacuna de su perro. Me pareció insensible, la verdad. Pero quizá sólo estabas siendo… flemático.
—Fue una broma de mal gusto —dijo él, y se sorprendió mintiendo—. No sabía que el perro fuera un regalo para sus hijos.
Alejandro interpuso su magnífica mandíbula entre ellos. Manuela rio sin ningún motivo; hacía poco que se conocían y ella deseaba que su hombre se sintiera bien.
Hablaron de los toros, el único tema que tenían en común. Manuela alabó a su torero favorito, José Tomás, quien según ella era uno de los hombres más guapos de la plaza y alguien admirable porque era capaz de aportar cierta tranquilidad a la faena. Nunca se apresuraba, nunca arrastraba los pies, siempre se acercaba al toro con la cara de su muleta, no la esquina, de modo que el toro pasaba peligrosamente cerca de él. Era inevitable que lo embistieran, pero, cuando eso sucedía, se levantaba y volvía a acercarse lentamente al toro.
—Una vez lo vi en México por televisión. El toro lo embistió y le rasgó la pernera del pantalón. Le bajaba la sangre por la pantorrilla. Estaba pálido y mareado, pero aguantó, recuperó el equilibrio, apartó a sus hombres con un gesto y volvió a acercarse al toro. Y la cámara mostraba que le caía tanta sangre por la pierna que le estaba manchando el zapato y le salía a chorros a cada paso. Pero le clavó la espada al toro hasta la empuñadura. Lo llevaron directamente a la enfermería. Qué hombre, qué torero.
—Tu primo Pepe —dijo Alejandro, que había oído aquella historia muchas veces—. Pepe Leal. ¿Participará en la Feria?
—No es nuestro primo —dijo Manuela, olvidando su papel por un momento—. Es hijo del hermano de nuestra cuñada.
Alejandro se encogió de hombros. Quería quedar bien con Javier. Sabía que era el confidente de Pepe y que, cuando se lo permitía el trabajo, iba a la plaza la mañana de la corrida para elegir el toro para el joven torero.
—Este año no —dijo Javier—. Lo hizo muy bien en Olivenza en marzo. Le dieron una oreja por cada toro y lo invitaron a volver a la Feria de San Juan en Badajoz, pero no creen que sea bastante importante para la Feria de Abril. Sólo puede estar disponible y esperar a que alguien anule su participación.
Lo lamentaba por el pobre chico, Pepe, que sólo tenía diecinueve años, mucho talento, pero cuyo agente nunca lograba encontrarle sitio en las plazas de primera categoría. No tenía nada que ver con su habilidad, sino con su estilo.
—Las modas cambian —dijo Manuela, que sabía lo responsable del chico que se sentía Javier.
—Está convencido de que ya es demasiado mayor para llegar a ninguna parte —dijo Javier—. Ve al Juli, que parece que haga décadas que está ahí y sólo tiene dos años más que él, y se desanima.
Alejandro pidió dos cervezas más al camarero. Manuela estaba levantando las cejas en dirección a Javier.
—¿Qué? —preguntó él.
—Tú —dijo ella—. Tú y Pepe.
—Déjalo.
—Acuérdate de lo que escribió en 6 toros el año pasado.
—Fue un tonto.
—Pepe confía más en ti que en su padre. Con todos los negocios que tiene en suramérica y ni siquiera tiene tiempo para ir a ver a su hijo cuando torea en México.
—Te estás poniendo sentimental, como aquel periodista —dijo Javier—. Yo sólo ayudo a Pepe con los toros.
—Estás más orgulloso de él que su propio padre.
—No estás siendo justa —dijo él, y cambió de tema—: Hoy he encontrado una foto de papá…
—Tienes que encontrar una mujer, Javier —comentó ella—. No te hace ningún bien mirar álbumes antiguos.
—Es una foto que encontré en el estudio de Raúl Jiménez. Estaba en Tánger al mismo tiempo que nosotros. Papá no sabía que lo estaban fotografiando.
—¿Estaba haciendo algo imperdonable?
—Está fechada en agosto de 1958 y él está besando a una mujer…
—No me lo digas…, no era mamá.
—Exactamente.
—¿Y te ha sorprendido?
—Sí, la verdad —dijo él—. Era Mercedes.
—Papá no era un angelito, Javier.
—¿No estaba casada Mercedes en aquella época?
—No lo sé —respondió Manuela, gesticulando con el cigarrillo—. Así era Tánger en aquella época. Todos iban más lanzados que un cometa y se tiraban a todos los que podían.
—¿Puedes intentar recordar? Eras mayor. Yo no tenía ni cuatro años.
—¿Qué importa?
—Creo que me podría ser útil.
—¿En el asesinato de Raúl Jiménez?
—No, no, no lo creo. Es algo personal. Quiero saberlo y ya está.
—¿Sabes qué, Javier? —dijo ella—, creo que no deberías vivir en esa casa tan grande tú solo.
—Ya intenté vivir allí con alguien, a quien no puedo mencionar.
—Precisamente. Las casas viejas están abarrotadas y a las mujeres no nos gusta compartir el espacio vital con personas que no hemos elegido.
—Me gusta vivir allí. Me siento en el centro de todo.
—Pero no sales al «centro de todo», ¿a que no? No conoces nada que no esté entre la calle Bailen y la Jefatura. Y la casa es demasiado grande para ti.
—Igual que para papá.
—Tendrías que comprarte un piso como el mío…, con aire acondicionado.
—¿Aire acondicionado? —preguntó Javier—. Sí, eso estaría bien. Aclararía el ambiente. ¿Los últimos modelos no tienen un botón que dice «acondicionamiento del pasado»?
—Siempre fuiste un chiquillo raro —dijo ella—. A lo mejor, papá debería haberte dejado ser artista.
—Eso sí que lo habría solucionado todo, porque estaría tan arruinado que habría vendido la casa en cuanto papá hubiera muerto.
El resto de amigos de Manuela y Alejandro llegaron, y Javier se terminó la cerveza. Se disculpó por no ir a cenar sin hacer caso de las protestas. «Tengo que trabajar», dijo una y otra vez, lo que pocos de ellos entendían porque estaban bien protegidos del sudor del trabajo diario.
Una vez en casa, comió unos mejillones con salsa de tomate, fríos. Se los había dejado Encarnación, que sabía que no comería como es debido sin una mujer en casa. Bebió una copa de vino blanco barato y mojó la salsa con un poco de pan duro. No pensaba en nada y a la vez su cabeza parecía estar funcionando a toda velocidad. Pensó que su cabeza se despejaba así de aquel día, hasta que se dio cuenta de que estaba rebobinando, como una cinta, y a la máxima velocidad. Divorcio. Separación. «No tienes corazón». Instalarse en la casa. La muerte de su padre…
Paró. Sintió un golpe sordo en la cabeza. Se fue a la cama con el cuerpo inquieto. Se quedó dormido profundamente y tuvo su primer sueño, que recordara, desde hacía mucho tiempo. Era simple. Él era un pez. Pensaba que era un pez grande, pero no podía verse a sí mismo. Era un pez, consciente sólo del agua que se movía a su lado y un centelleo en el ojo, que cerró, porque el instinto le dijo que debía cerrarlo. Fue rápido, tan rápido que nunca vio aquello que perseguía por instinto. Sólo lo captó y siguió adelante. Pero… al poco tiempo sintió un tirón, el primer retortijón de sus entrañas, y se despertó sobresaltado.
Despierto, miró a su alrededor, sorprendido de descubrir que estaba en la cama. Se apretó el abdomen con las manos. Aquellos mejillones, ¿estarían bien?