Capítulo 7

Jueves, 12 de abril de 2001

Edificio de los Juzgados, Sevilla

—Creo que Eloísa Gómez lo dejó entrar —dijo Ramírez mientras cruzaban el río.

—Baena y Serrano no han localizado a nadie fuera del Edificio Presidente —contestó Falcón—. Yo prefiero pensar que alguien subió por el andamio del elevador y se ocultó en el piso durante medio día, aunque estuviera vacío, aparte de una breve visita de la señora Jiménez. ¿Estaba asustada la chica?

—No me ha dicho nada después del interrogatorio.

—¿Nos ha creído?

—Quién sabe.

El edificio de los Juzgados estaba junto al Palacio de Justicia, frente a los Jardines de Murillo. Eran las cinco pasadas cuando Falcón y Ramírez aparcaron detrás del edificio de los Juzgados.

Falcón, que no soportaba llegar tarde, tenía ganas de romper de mil pedazos el peine que Ramírez se estaba pasando por el pelo negro y engominado. Su mirada asesina no produjo ningún efecto en el inspector, quien consideraba que les sobraba tiempo y su peinado era prioritario; podría haber secretarias en alguna parte.

Los dos hombres, con sus trajes oscuros, camisas blancas y gafas de sol, se dirigieron a la puerta principal del edificio gris: justicia monocroma en la ciudad jardín. Pasaron los maletines por la máquina de rayos X y enseñaron su identificación. El lugar estaba tranquilo: allí casi todo pasaba por la mañana. Subieron al primer piso, al despacho del juez Calderón. El interior del edificio estaba oscuro, resultaba incluso macabro. No había nada hermoso en la justicia, aunque fuera buena y justa.

Ramírez preguntó por Lobo y Falcón le dijo que el comisario León empezaba a dejarse notar y le mencionó la cuestión de la corrupción. Ramírez parecía aburrido.

Calderón no estaba en el despacho. Ramírez se sentó pesadamente en una silla y jugueteó con el anillo de oro con tres diamantes incrustados que llevaba en el dedo medio. Aquel anillo siempre había fastidiado a Falcón, que lo consideraba demasiado femenino para el aspecto musculoso de Ramírez.

—Vamos a tener que hacer algo con el maricón de Lucena por hacernos perder el tiempo —dijo Ramírez brutalmente—, o pareceremos unos incompetentes.

Falcón paseó la mirada por la habitación forrada de libros. Ramírez insistió.

—Por mí, ya puedes tirarte a mujeres y a hombres, que eres sólo un maricón.

—¿Aunque sólo sea una vez? —preguntó Falcón.

—No es algo que se pueda experimentar, inspector jefe. Se lleva en los genes. Sólo con que lo pienses… ya eres un maricón.

—Más vale que no hablemos de esto con el juez Calderón.

El joven juez llegó a las seis menos cuarto, se sentó detrás de la mesa y fue directamente al grano. Estaba metido en su papel de juez de instrucción, lo que significaba que tenía la responsabilidad máxima en la dirección del caso y presentación de las pruebas necesarias para imputar a un acusado.

—¿Qué tienen? —preguntó.

Ramírez bostezó. Calderón encendió un cigarrillo y pasó el paquete a Ramírez, que cogió uno. Se pusieron a fumar mientras Falcón se preguntaba de qué se conocerían aquellos dos…, hasta que se acordó del fútbol. El Betis había perdido por 4-0 el día que el asesino filmó su película de Raúl y sus hijos. ¿De dónde procedía aquella camaradería? Intentó recordar si alguna vez la había experimentado. Debió de haberla perdido en algún momento de su juventud cuando su trabajo empezó a ser demasiado serio, o ¿quizá comenzó él a tomarse demasiado en serio su trabajo?

—¿Quién empieza? —preguntó Calderón.

—Empecemos con el cadáver —dijo Falcón, y le hizo un resumen de la autopsia.

—¿Cómo cree el forense que le cortó los párpados? —preguntó Calderón.

—Una incisión inicial con un bisturí y luego el corte con tijeras. En su opinión fue un buen trabajo.

—¿Y creemos que lo hizo para obligarlo a ver algo en el televisor?

—De la gravedad de las heridas autoinfligidas se deduce que el hombre estaba tan horrorizado por lo que le habían hecho como por lo que lo obligaban a ver —dijo Falcón.

—Me lo imagino —comentó Calderón, tocándose inconscientemente los párpados—. ¿Alguna idea de lo que le mostró el asesino?

Ramírez negó con la cabeza. No había espacio para esta clase de conjeturas en su dura cabeza.

—Creo que sólo podemos saber cuáles son nuestras peores pesadillas, pero no las de los demás —dijo Falcón, intentando no parecer condescendiente.

—Sí, a mí me angustian las ratas —reveló Calderón alegremente.

—Mi mujer no puede estar en la misma habitación que una araña… —dijo Ramírez—, aunque esté en la televisión.

Los dos hombres rieron.

—Esto es algo más fuerte que una fobia —replicó Falcón, pillado en su papel de maestro de escuela—. Y hacer conjeturas no nos va ayudar ahora mismo: necesitamos concentrarnos en el motivo.

—Motivo —dijo Calderón, cavilando—. ¿Ha hablado con la señora Jiménez?

—Ella me ha dado su motivo para matar a su marido o para hacerle matar —explicó Falcón—. Su matrimonio no era feliz, ella tenía un amante, y ella y los niños lo heredarán todo.

—El amante —dijo Calderón—, ¿han hablado con él?

—Hemos hablado con él, porque fue filmado entrando en el Edificio Presidente una media hora antes de que Raúl Jiménez fuera asesinado. Además es profesor de Bioquímica en la universidad.

—Oportunidad y pericia —dijo Calderón.

—Así como acceso al cloroformo y los instrumentos de laboratorio —añadió Ramírez, de un modo que hizo que Calderón se volviera para ver si se trataba de una ironía o de una simple estupidez.

—¿Y bien? —preguntó Calderón, separando las manos, a la espera de lo obvio.

Falcón le dio la mala noticia de que Lucena subía a ver a su amigo Marciano Ruiz en el octavo piso.

—El nombre me suena —dijo Calderón—. ¿No es un director de teatro?

—Y un conocido mariquita —terminó Ramírez.

—No lo comprendo —comentó Calderón.

—Se los tiraba a los dos —dijo Ramírez—. Contó que se la tiraba a ella porque le recordaba a su madre.

—¿Qué me está diciendo?

—Lucena pretendía ofender al inspector Ramírez —aclaró Falcón.

—Pero no a usted —dijo Calderón afablemente—. ¿Piensa detenerlo?

—En primer lugar, no creo que fuera tan estúpido para dejarse filmar por las cámaras de seguridad…

—A menos que sea muy inteligente y sutil —apuntó Calderón—. Por ejemplo, nunca se veía al amante en la película de la familia Jiménez, ¿a que no? Sólo salía su dirección.

—No olvide a la prostituta, Eloísa Gómez —dijo Falcón—. Si Lucena era el asesino tendría que haber estado en el piso filmándola mientras ella tenía relaciones con Raúl Jiménez, tal como vimos en la película. A la chica se la ve saliendo de la casa a la una y tres minutos y volvía a estar en La Alameda a la una y media. Basilio Lucena todavía estaba en el Hotel Colón con la señora Jiménez. He comprobado los trayectos para ver si aun así era factible, y lo es, pero muy improbable.

—Bueno, era casi prometedor —dijo Calderón—. ¿A qué hora salió Lucena del edificio?

—No consta —respondió Falcón—. Dice que salió por la mañana con Marciano Ruiz.

—¿Por qué no consta?

—Las conexiones de las cámaras del garaje estaban cortadas —dijo Ramírez, lo que era nuevo para Falcón—. Según la Policía Científica las cortaron con alicates.

—¿Así fue como entró, entonces? —preguntó Calderón, intentando obtener una información más interesante.

—Sin duda fue como salió —dijo Falcón—. Pero el problema no sólo era entrar en la casa sin ser visto, sino entrar en el piso. Raúl Jiménez estaba muy obsesionado con la seguridad. Siempre cerraba la puerta con llave, con cinco vueltas, y la prostituta nos confirmó que lo oyó cerrarla mientras esperaba el ascensor.

—En ese caso, ¿cómo entró el asesino?

Falcón le explicó su teoría del andamio del elevador sobre el camión de Mudanzas Triana. Calderón dio vueltas a la idea.

—Veamos, ¿entra en el piso, que sabemos que estaba vacío, pero se esconde allí durante doce horas e incluso lleva encima la cámara para filmar a Raúl Jiménez con una puta? Eso no parece…

—Si es que fue así, creo que esta parte no estaba planificada —dijo Falcón—. Creo que lo hizo en un arranque de arrogancia. Quería demostrarnos que había estado allí todo el tiempo. Si no los hubiera filmado sabríamos mucho menos. Podríamos estar perdiendo el tiempo con Basilio Lucena. Podemos agradecer al asesino ese pequeño desliz, junto con el trapo del cloroformo olvidado, porque con cada uno de sus errores nos está contando algo de sí mismo.

—Que es un aficionado —dijo Calderón.

—Pero un aficionado con los nervios templados —matizó Falcón—. Asume riesgos y le gusta bromear.

—¿Un psicópata?

—Decidido y juguetón —contestó Falcón—. Sin mucho que perder.

—Y cierta experiencia quirúrgica —dijo Ramírez.

Falcón le explicó la segunda posibilidad: que Eloísa Gómez dejara entrar a un amante o a un amigo delincuente para matar a Raúl Jiménez.

—No robaron nada —dijo Ramírez—. El piso estaba prácticamente vacío, de modo que la única razón para entrar era matar a Raúl Jiménez.

—¿Cómo ha reaccionado ella al interrogatorio?

—Se ha plantado en su declaración —contestó Ramírez.

—Pero ¿volverán a interrogarla? —preguntó Calderón.

En el silencio que siguió a su asentimiento, Falcón explicó sucintamente a Calderón su conversación con Lobo sobre la corrupción en la industria constructora durante la Expo’92 y la participación de Raúl Jiménez. Le mencionó la advertencia del comisario.

—Si hay corrupción asociada a este asesinato debo ser libre para hablar de ello —dijo Calderón, con los ojos iluminados súbitamente como un juez en una cruzada.

—Por supuesto —asintió Falcón—. Pero esos asuntos son delicados y habrá personas importantes implicadas, las cuales, aunque no tengan nada que ver con el caso, pueden preferir no ser asociadas con él. Recuerde a las personas que salían en aquellas fotografías: Bellido y Spinola, por nombrar a dos.

—Han pasado diez años, de todos modos —dijo Calderón, apagado ya el idealismo.

—No es demasiado tiempo para guardar un rencor —comentó Falcón, y los dos hombres lo miraron como si él guardara más de uno.

Falcón le informó de su conversación con Consuelo Jiménez y le entregó una copia de su agenda de direcciones, mencionando que el asesino había robado el móvil de Raúl Jiménez. Calderón pasó el dedo por la lista. Ramírez bostezó y encendió otro cigarrillo.

—Veamos —dijo Calderón—, me está diciendo que a pesar del terrible escenario que el asesino dejó tras sí en el piso, a pesar de los interrogatorios y declaraciones, por ahora… ¿no tenemos pistas concretas?

—La señora Consuelo Jiménez sigue siendo la principal sospechosa. Es la única que tiene un motivo claro y los medios para ejecutarlo. Eloísa Gómez es una posible cómplice de un asesino que actúa solo.

—O no —dijo Calderón—. La señora Jiménez podría haber contratado al asesino y, en ese caso, con seguridad, no querría atraer la atención dándole una llave. Le habría dicho que buscara una forma de entrar.

—¿Y él utilizaría a la prostituta o el andamio? —inquirió Ramírez—. Yo sé lo que haría.

—Si utilizó a la chica para entrar, ¿para qué iba a filmarla? —preguntó Calderón—. Eso no tiene lógica. Es más lógico de la otra manera, para demostrarnos lo listo que es.

—Hay posibilidades e improbabilidades en ambos supuestos —dijo Falcón.

—¿Los dos consideran a la señora Jiménez una posible sospechosa de haber encargado la muerte de su marido?

Ramírez dijo que sí. Falcón que no.

—¿Cómo quiere enfocar el caso, inspector jefe?

Falcón hizo chasquear los nudillos uno por uno. Calderón parpadeó. Falcón aún no quería explicar claramente lo que su instinto le estaba diciendo. Necesitaba más tiempo para pensar. Ya se habían producido suficientes sucesos extraordinarios en aquel caso para que él propusiera que se investigara lo que había hecho Raúl Jiménez a finales de los sesenta. Pero él era el jefe y como tal tenía que dar ideas.

—Tendríamos que trabajar con los dos escenarios y con la lista de direcciones de Raúl Jiménez —dijo—. Creo que deberíamos mantener nuestra presencia dentro y fuera del edificio para intentar encontrar algún testigo que corrobore nuestras teorías sobre la entrada del asesino y posiblemente nos dé una descripción. Necesitamos entrevistar a la empresa de mudanzas. Y tenemos que mantener la presión sobre Consuelo Jiménez y Eloísa Gómez.

Calderón no lo discutió.

Volvían a la Jefatura, en Blas Infante. Conducía Ramírez. Mientras cruzaban el río por la plaza de Cuba, el inspector vio el anuncio de la cerveza Cruzcampo y le desencadenó una sensación de sequía en la garganta. Pensó que le apetecía una, pero no con Falcón. Quería beber con alguien más sociable que Falcón.

—¿Qué piensa, inspector jefe? —preguntó, sacando a Falcón de su ensimismamiento sobre lo rara que había sido aquella primera reunión con el joven juez.

—Pienso más o menos lo que le he dicho al juez Calderón.

—No, no. No me lo creo —dijo Ramírez, golpeando el volante—. Lo conozco, inspector jefe.

Aquello hizo que Falcón se volviera en su asiento. La idea de que Ramírez creyera saber cómo funcionaba su cabeza casi le hacía reír.

—Cuénteme, inspector —dijo.

—Le decía unas cosas mientras pensaba otras —contestó Ramírez—. Usted sabe que seguir ese libro de direcciones será una gran pérdida de tiempo, como lo es hablar con los chicos que la señora Jiménez despidió.

—No estoy tan seguro —dijo Falcón—. Y usted sabe que hay que hacer el trabajo básico. Tiene que verse que somos concienzudos.

—Pero no cree que haya ninguna relación, ¿verdad que no?

—Prefiero no estar seguro de nada.

—Esto es obra de un psicópata y usted lo sabe, inspector jefe.

—Si yo fuera un psicópata y me divirtiera matando gente, no elegiría un piso en la sexta planta del Edificio Presidente, con todas las complicaciones que eso supone.

—Le gusta presumir.

—Ha estudiado a esas personas. Tiene que conocer su objetivo. Ha sido muy selectivo —dijo Falcón—. Los ha visto visitando su nueva casa. Ha visto a los de la mudanza entrando en el piso…

—Tenemos que hablar con ellos mañana a primera hora —intervino Ramírez—. Por si han perdido monos o cosas así.

—Mañana es Viernes Santo —recordó Falcón.

Ramírez entró en el aparcamiento de la Jefatura.

—Motivo —dijo, mientras salía del coche—. ¿Por qué descarta a la puta?

—¿La puta?

—Los chicos con los que hablé, los que se alegraban de haber perdido de vista a Consuelo Jiménez, no tuvieron una sola palabra amable para ella como persona pero, profesionalmente, dijeron que era brillante.

—¿Y eso es poco habitual en Sevilla? —preguntó Falcón.

—Lo es para esa clase de mujer, la esposa de un hombre rico. Normalmente no les gusta ensuciarse las manos y sólo hablan con marqueses y marquesas de no sé qué. Pero parece que la señora Jiménez hacía de todo.

—¿Como qué?

—Limpiar lechuga, cortar verduras, cocinar revueltos, servir mesas, ir al mercado, pagar los sueldos y llevar los libros, y también charlaba con los clientes y los recibía.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Le gustaba su trabajo. Lo había hecho suyo. El nuevo restaurante que abrieron en La Macarena fue idea suya. Ella lo diseñó, supervisó los interiores, lo decoró, contrató al personal: todo. Lo único que no tocó fue la carta, porque sabe que la gente va allí por eso: platos sevillanos clásicos elaborados a la perfección.

—Parece que haya estado allí.

—Tienen el mejor salmorejo de Sevilla. El mejor pan casero de Sevilla. El mejor jamón, los mejores revueltos, las mejores chuletillas…, lo mejor de todo. Y a precios razonables. No es muy selectivo, aunque siempre tienen una mesa para toreros y otros idiotas.

Ramírez cruzó la puerta de la parte trasera de Jefatura, la sujetó para Falcón y lo siguió escaleras arriba.

—¿Adónde me quiere llevar con todo esto? —inquirió Falcón.

—¿Cómo cree que reaccionaría si su marido decidiera vender los restaurantes? —preguntó Ramírez, lo que hizo que Falcón se parara en seco—. No se lo dije delante de Calderón, porque sólo tenía la palabra de esos dos chicos.

—Pues me alegro de que hablara usted con ellos —dijo Falcón—. ¿Qué le decía yo de seguir los procedimientos básicos?

—Sigo sin querer repasar esa libreta de direcciones —dijo Ramírez.

—¿Aquellos chicos habían visto a Raúl Jiménez hablando con alguien?

—¿Ha oído hablar de una cadena de restaurantes llamada Cinco Bellotas dirigida por un tal Joaquín López? Es joven, dinámico y tiene buenos padrinos. Es de las pocas personas de Sevilla que podrían comprar y dirigir los restaurantes de Raúl Jiménez mañana mismo.

—¿Alguna relación entre él y la señora Jiménez?

—No lo sé.

—Es un plan muy elaborado. Elaborado y horrible —dijo Falcón, subiendo las escaleras de nuevo. Abrió la puerta de su despacho empujándola con el pie—. Hágase esta pregunta, inspector: ¿a quién podría haber encontrado, y qué pago habría supuesto convencer a alguien para que efectuara todas aquellas filmaciones preliminares, entrara en un piso como aquel y torturara a un viejo hasta matarlo?

—Depende de cuánto lo deseara —dijo Ramírez—. No es inocente, en mi opinión.

Los dos hombres miraron por la ventana del despacho de Falcón hacia las hileras de coches ahora medio vacías a la luz del crepúsculo.

—Y piense en lo otro —dijo Falcón—, lo que el asesino mostró a Raúl Jiménez era real. Él no quería verlo, y por eso el asesino tuvo que cortarle…

Ramírez asintió con la cabeza y suspiró: su cabeza ya había trabajado todo lo que podía aquel día. Encendió un cigarrillo sin pensar ni recordar que Falcón detestaba que se fumara en su despacho.

—Así pues, ¿cómo quiere que lo enfoquemos?

Falcón se dio cuenta de que su campo de visión se había acortado.

Ya no miraba el aparcamiento medio vacío, sino que contemplaba su propio reflejo en el cristal. Tenía aspecto ojeroso, los ojos hundidos, parecía ciego, incluso.

—El asesino lo estaba obligando a ver —dijo.

—Pero ¿qué?

—Todos tenemos algo de qué avergonzarnos, algo que cuando lo recordamos nos provoca un estremecimiento de vergüenza, o algo peor que la vergüenza.

Ramírez se puso rígido a su lado, se solidificó, se rodeó de un caparazón impenetrable. Nadie fisgaba en los tejemanejes de Ramírez. Falcón lo observó en el cristal y decidió facilitar las cosas al sevillano.

—Como cuando te pones en ridículo con una chica en la adolescencia, o cuando te comportas como un cobarde y no proteges a alguien que era tu amigo, o una debilidad moral, como no defender algo en lo que crees porque podrías salir perdiendo. Esa clase de cosas pero transferidas a la vida adulta, con las consecuencias para los adultos.

Ramírez se miró la corbata, en la actitud más introspectiva que había tenido jamás.

—¿Se refiere a la clase de cosas sobre las que le advirtió el comisario Lobo?

A Falcón le pareció una maniobra de desviación magistral. La corrupción: la mancha manejable. Lavable a máquina; aclarado y centrifugado incluidos. Y desaparece. Sólo es dinero. Todo forma parte del juego.

—No —dijo.

Ramírez se fue hacia la puerta, diciendo que se iba a su casa. Falcón se despidió sin dejar de mirar el cristal.

De repente se sentía agotado. Aquel día tan abarrotado le pesaba en los hombros. Cerró los ojos y en lugar de pensar en la cena, un vaso de vino y la cama, su cabeza siguió dando vueltas a la misma pregunta: «¿Qué podía ser tan horrible?».