Jueves, 12 de abril de 2001
Calle Boteros, Sevilla
El paso se alejó y los lastimeros ojos de la Virgen se apartaron para posarse en otros. Los apretujones aflojaron. Los últimos trompetazos resonaron por los balcones. Los tambores callaron. Los costaleros bajaron el paso de los hombros. La multitud aplaudió su gesta. La procesión de nazarenos con sus capirotes apoyó las cruces y los cirios en el suelo. Falcón apoyó una mano en el respaldo de la silla de ruedas de una mujer y otra mano en la rodilla. La anciana saludaba a uno de los nazarenos, que se había levantado la capucha. Él sonrió, sólo era un ser humano poco más siniestro que un contable con gafas.
Falcón se aflojó la corbata y se secó el sudor frío de la cara. Se abrió paso entre la gente, tambaleándose entre las filas de nazarenos. Encontró un hueco entre las personas que tenía a un lado. En un pedazo de pavimento libre bajó la cabeza hasta las rodillas; sintió que la sangre le volvía al córtex cerebral y le refrescaba el cerebro.
Pensó que no había comido en todo el día, pero sabía que aquel no era el problema. Volvió a mirar el paso, la Virgen miraba fijamente la calle, se había olvidado de él. Excepto que, eso era…, lo había sido. Por un momento, por una fracción de segundo, se había metido dentro de él, lo había llenado. Había sido una experiencia que casi recordaba haber vivido antes, pero no podía atrapar el recuerdo. Era demasiado lejano.
Encontró la oficina encima del restaurante de Jiménez, recogió los papeles y bebió un vaso de agua. Dejó la ciudad vieja esquivando todas las procesiones. Se dirigió en coche al río y cruzó por la plaza de Cuba sintiéndose vacío y hambriento. Paró en un bar de la República Argentina y compró un bocadillo de chorizo, que devoró con demasiada rapidez y se le quedó encallado en el pecho. Sentía la dureza de la costra como el dolor de una pérdida, lo cual era curioso porque no había perdido a nadie desde que su padre había muerto hacía dos años.
La Jefatura estaba en el cruce de las calles Blas Infante y López de Gomara. Aparcó detrás del edificio y subió los dos tramos de escaleras hasta su despacho, que daba a las hileras de coches oficiales. Su despacho era espartano y no contenía ningún objeto personal. Había dos sillas, una mesa de metal y varios archivadores grises. La luz procedía de un fluorescente en el techo. Falcón no se permitía distracciones en el trabajo.
Tenía treinta y ocho mensajes y cinco eran de su superior inmediato, el jefe de brigada de la Policía Judicial, comisario Andrés Lobo, que sin duda estaba reaccionando a las presiones de su jefe, el comisario Fermín León, cuyas relaciones con Raúl Jiménez había descubierto Falcón en las fotografías. Fue directamente a la sala de interrogatorios, donde Ramírez estaba de pie junto a Basilio Lucena, con el puño cerrado como si quisiera pegarle un puñetazo. Llamó a Ramírez, le indicó cómo tenía que enfocar el interrogatorio de la chica y le pidió que mandara a Pérez abajo. Entró a ver a Lucena, que levantó la mirada y luego siguió escribiendo su declaración.
—Lo que le ha dicho antes al inspector Ramírez… —empezó Falcón, todavía preocupado por la mala leche de aquel comentario.
—Cualquier estudiante le diría que los profesores reaccionamos mal ante los idiotas.
—¿Fue sólo eso?
—Me sorprende que le preocupe, inspector jefe.
A él también, y pensó que a lo mejor se estaba poniendo en ridículo.
—Dudo que mi madre fuera tan buena en la cama como Consuelo, si eso es lo que le preocupa —dijo Lucena.
—Es un hombre desconcertante, señor Lucena.
—En una época desconcertante —replicó él, señalando a Falcón con el bolígrafo.
—¿Desde cuándo se ve con la señora Jiménez?
—Hace un año más o menos —contestó él—. Esta era la primera vez que volvía al Edificio Presidente desde que la conocí… Qué suerte tengo.
—¿Y Marciano Ruiz?
—Es igual de curioso que el inspector —dijo el hombre—. Me aburro con facilidad, don Javier. Mariano y yo nos vemos cuando estoy en baja forma.
Pérez entró, le dijo a Falcón en qué sala estaba la prostituta y se marchó.
La chica estaba sentada delante de la mesa, fumando y apilando y desapilando dos paquetes de Fortuna. Llevaba el pelo mal cortado, como si se lo hubiera hecho ella misma sin mirarse al espejo. Miraba la pantalla apagada del televisor que tenía delante, con los ojos pintados de azul y la boca rosada. Había una peluca rubia en el respaldo de la silla vacía. Llevaba una minifalda, una blusa blanca y botas negras. Era diminuta y todavía parecía estar en edad escolar, pero la perversión que la chica había visto en sus continuos novillos se traducía en sus ojos marrones oscuros.
Ramírez puso en marcha la grabadora, la presentó como Eloísa Gómez y se presentó a sí mismo y a Falcón.
—¿Sabe por qué está aquí? —preguntó Falcón.
—Todavía no. Me han dicho que tenían que hacerme unas preguntas, pero ya los conozco. Ya he estado aquí…, sé cómo las gastan.
—Somos diferentes de los que conoces tú —dijo Ramírez.
—Ya lo veo —replicó ella—. ¿Quiénes son ustedes?
—Anoche estuviste con un cliente… —dijo Falcón.
—Anoche estuve con muchos clientes. Es Semana Santa —recordó la chica—. Es la época del año de más trabajo.
—¿Más que la Feria? —preguntó Ramírez, sorprendido.
—Seguro —insistió ella—, sobre todo los últimos días, cuando todos vuelven de fuera.
—Uno de tus clientes se llamaba Raúl Jiménez. Fuiste a verlo a su piso del Edificio Presidente.
—Yo lo conocía como Rafael. Don Rafael.
—¿Ya lo conocías?
—Es un habitual.
—¿En su piso?
—Anoche era la tercera o la cuarta vez que iba a su casa. Normalmente lo veía en la parte de atrás del coche.
—¿Cómo fue esa vez? —preguntó Ramírez.
—Me llamó al móvil. Mi grupo de chicas nos compramos tres móviles el año pasado.
—¿A qué hora?
—No contesté yo. Estaba con otro…, pero debía de ser alrededor de medianoche. La primera vez.
—¿La primera vez?
—Quería hablar conmigo, de modo que volvió a llamar a las doce y cuarto. Me pidió que fuera a su casa. Le dije que estaba ganando mucho dinero en la plaza y él me preguntó cuánto quería. Le dije que cien mil.
Ramírez soltó una risotada.
—Así es la Semana Santa —dijo él—. Los precios suben.
La chica también rio, un poco más relajada.
—No me digas que te lo pagó —quiso saber Ramírez.
—Quedamos en cincuenta.
—Joder.
—¿Cómo fuiste hasta allí? —preguntó Falcón, intentando centrar el interrogatorio.
—En taxi —dijo ella, mientras encendía un Fortuna.
—¿A qué hora llegaste?
—Poco después de las doce y media.
—¿Viste a alguien?
—Yo no vi a nadie.
—¿Y dentro de la casa?
—Ni siquiera vi al conserje, gracias a Dios. No había nadie en el ascensor ni en el rellano y me abrió la puerta antes de que pudiera llamar al timbre, como si me estuviera espiando por la mirilla.
—¿No lo oíste abrir la puerta con llave?
—La abrió y basta.
—¿La cerró con llave una vez dentro?
—Sí. No me hizo gracia, pero dejó las llaves puestas, o sea, que no protesté.
—¿Qué notaste en el piso?
—Estaba casi vacío. Me dijo que se estaba mudando. Le pregunté adonde y no me contestó. Tenía otras cosas en la cabeza.
—Cuéntanoslo todo —dijo Ramírez.
Ella sonrió y meneó la cabeza como si todos los hombres fueran iguales.
—Lo seguí por el pasillo hasta el estudio. Había un televisor en un rincón, con una película antigua. Él cogió una cinta de vídeo de la mesa y la metió en el aparato. Me pidió que me pusiera una falda azul y gruesa que me llegaba hasta las rodillas y un suéter azul sobre la blusa. Me pidió que me recogiera el pelo en coletas. Yo llevaba una peluca negra larga —dijo—. Le gustaban morenas.
—¿Lo viste tomar una pastilla?
—No.
—¿No notaste nada raro aparte de que el piso estaba vacío?
—¿Como qué?
—¿Algo que te pusiera nerviosa?
Ella se lo pensó, deseosa de ayudar. Levantó un dedo y ellos se inclinaron hacia delante.
—No llevaba zapatos —dijo—, pero eso no me dio miedo precisamente.
Los dos hombres se apoyaron otra vez en los respaldos de las sillas.
—¡Oigan! Es culpa suya. Quieren que vea cosas que no existían.
—Sigue —insistió Ramírez.
—Le pedí mi dinero. Me dio unos billetes de cinco mil y los conté. Recogió el mando de la tele y puso una película porno. Se quitó los pantalones. Bueno, los dejó caer y los apartó. Y nos pusimos manos a la obra.
—¿Y las ventanas?
—¿Qué?
—Estabas de cara a la ventana.
—¿Cómo lo sabe?
—Supone que estabas de cara a la ventana —dijo Falcón.
—Las cortinas estaban corridas —explicó ella, desconfiada.
—Tuviste relaciones con él —dijo Ramírez—. ¿Cuánto duró?
—Más de lo que esperaba.
—¿Por eso te volviste? —preguntó Ramírez.
Los ojos de la chica se endurecieron. Aquellos no eran los juegos habituales.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.
—Inspector Ramírez —respondió él, seco como un fino.
—Somos del Grupo de Homicidios —dijo Falcón.
—¿Lo han matado? —preguntó ella, mirando a uno y a otro por turno.
Ellos asintieron con la cabeza.
—La persona que lo mató estaba en el piso mientras tú estabas allí.
Ella apretó el cigarrillo que tenía en la boca e inhaló con fuerza.
—¿Cómo lo saben?
Ramírez ya tenía la cinta preparada y sólo tuvo que apretar el mando para que la pantalla se llenara al instante con el pasillo vacío, el clavo suelto, la luz saliendo de la puerta del estudio mientras la banda sonora mezclaba los dos falsos éxtasis. A Falcón se le pusieron los pelos de punta. La chica estaba traspuesta. La cámara doblaba la esquina y se vio a sí misma arrodillada ante Raúl Jiménez, que miraba a la pantalla mientras ella estaba de cara a las cortinas. Cuando la chica volvía la cabeza, la cámara retrocedía hacia la oscuridad.
La chica se levantó, tiró al suelo la silla y empezó a pasear. Ramírez volvió a apagar la pantalla.
—Pone los pelos de punta —dijo ella, señalando la pantalla con los dedos que sostenían el cigarrillo.
—¿Notaste algo? —preguntó Falcón.
—No sé si ha sido por influencia suya, pero ahora creo recordar algo —contestó ella, cerrando los ojos—. Fue sólo un cambio de luz, una sombra que se tambaleaba. En mi oficio, eso es lo que siempre tememos… las sombras que se mueven.
—Cuando la oscuridad cobra vida —dijo Falcón sin más ni más, y Ramírez y la chica lo miraron para ver si se burlaba—. Pero ¿no reaccionaste a aquel movimiento de sombras?
—Pensé que eran imaginaciones mías y de todos modos creo que él eyaculó en aquel momento y me distrajo.
—¿Y luego?
—Me lavé en su cuarto de baño y me marché.
—¿Lo oíste cerrar la puerta con llave?
—Sí, como la primera vez. Cinco o seis vueltas. También oí que sacaba las llaves de la cerradura. Luego llegó el ascensor.
—¿Qué hora era?
—No creo que fuera mucho más tarde de la una. A la una y media ya estaba en La Alameda con otro cliente.
—Cincuenta mil —dijo Ramírez—. Es una buena tarifa por una hora.
—A usted le costaría un poco ganarse esa cantidad —replicó ella, y ambos rieron.
—¿Cuál es tu número de móvil? —preguntó Falcón, y los dos rieron otra vez hasta que vieron que hablaba en serio y Eloísa se lo recitó.
—Bueno —dijo Ramírez, todavía de buen humor—, creo que hemos terminado…, pero creo que ella se ha dejado algo en el tintero, ¿verdad, inspector jefe?
Falcón no siguió el juego brutal de Ramírez. La chica apartó la mirada de él y la posó donde de repente presentía el peligro.
—Les he contado todo lo que pasó —dijo.
—Excepto lo más importante —terció Ramírez—. No nos has contado cuándo lo dejaste entrar en el piso.
La chica tardó unos segundos en comprender las consecuencias de aquel comentario aparentemente inocente y entonces su cara se endureció como una máscara mortal.
—Ya me parecía que eran demasiado buenos para ser verdad —dijo.
—Yo no soy bueno —reconoció Ramírez— y tú tampoco. ¿Sabes lo que hizo él, el que dejaste entrar en el piso? Torturó a un viejo hasta matarlo. Hizo pasar a tu don Rafael el sufrimiento más grande que hemos tenido que ver en nuestra carrera de policías. No le pegó un tiro, no, ni le clavó un cuchillo en el corazón, sino que lo torturó… lenta y brutalmente.
—No dejé entrar a nadie en el piso.
—Has dicho que había dejado las llaves en la puerta —dijo Falcón.
—No dejé entrar a nadie en el piso.
—Dices que viste algo —intervino Ramírez.
—Me han hecho creer que había visto algo, pero no es verdad.
—La luz cambió —dijo Ramírez.
—Las sombras se movieron —añadió Falcón.
—No dejé entrar a nadie —dijo ella lentamente—. Todo fue tal como les he dicho.
Dieron por terminado el interrogatorio antes de las cuatro y media. Falcón mandó a Ramírez con la chica para que una mujer policía facilitara una muestra de su pelo púbico a la Policía Científica. Mientras salían, oyó que Ramírez hablaba con ella como si fuera una vieja amiga y fueran a tomarse una cervecita, aunque las palabras fueran diferentes.
—No, Eloísa, créeme, yo en tu lugar me desharía de ese tipo como de un hierro ardiente. Si puede matar a alguien como lo mató a él, te puede matar a ti sin preocuparse lo más mínimo. De modo que vigila. Si notas algo raro, cualquier duda que tengas, llámame.
Falcón fue a su despacho y llamó a Baena y a Serrano para saber si habían encontrado algún testigo fuera del Edificio Presidente. Ninguno. Había poca gente. Las tiendas estaban cerradas. La mayoría de sevillanos estaba en el centro por las procesiones.
Colgó, hizo chasquear los nudillos una y otra vez, un hábito que Inés no podía soportar pero que era un acto inconsciente, algo que hacía para serenar su mente. Ella se habría estremecido.
Falcón llamó al comisario Lobo, que le pidió que se presentara en su despacho inmediatamente. Camino del ascensor vio a Ramírez y le dijo que preparara la documentación para la reunión con el juez Calderón. Subió al último piso. La secretaria de Lobo, una de aquellas sevillanas minimalistas que reservaban las extravagancias para las horas de ocio, le hizo pasar con un parpadeo.
Lobo estaba de cara a la ventana, con las manos a la espalda, efectuando flexiones y contemplando el verdor del parque de los Príncipes al otro lado de la calle. Era un hombre bajo y fornido, con unas manos grandes y peludas de agricultor. Tenía un cuello grueso y el pelo abundante y gris. Siempre había llevado gafas de montura negra y gruesa pasadas de moda; hasta el año pasado, cuando su esposa lo había convencido para que usara lentillas. Fue un intento de mejora de imagen fracasado, porque sus ojos eran del color del barro y la falta de montura le hacía más ganchuda la nariz y su cara brutal se veía más de lo que muchos habrían querido. Tenía los labios finos, apenas dos sombras más oscuras que su piel color comino. Parecía más criminal que muchas de las personas de las celdas de detención, pero era un buen superior, que decía las cosas directamente y apoyaba siempre a sus subordinados.
—¿Sabe de qué va este asunto? —dijo, por encima del hombro.
—De Raúl Jiménez.
—No, inspector jefe, del comisario León.
—Estaba en las fotografías del estudio de Jiménez.
—¿Con quién estaba en la cama?
—No eran esa clase de…
—Estaba bromeando, inspector jefe —dijo Lobo—. Probablemente vio a muchos otros funcionarios en aquellas fotos.
—Sí, por supuesto.
—¿Me vio a mí?
—No, comisario.
—Porque no aparezco, inspector jefe —dijo, caminando rápidamente hacia la mesa.
Se sentaron y Lobo juntó las manos como si fuera a aplastar unas cuantas cabezas.
—¿No estaba aquí en la época de la Expo’92? —preguntó.
—Entonces estaba en Zaragoza.
—La situación de la Expo’92 fue muy diferente de la de las Olimpíadas de Barcelona. Allí, estoy seguro de que lo recordará, los catalanes obtuvieron beneficios. Mientras que, aquí, los andaluces tuvieron unas pérdidas pasmosas.
—Hubo rumores de corrupción.
—¡Rumores! —rugió Lobo brutalmente—. No fueron rumores, inspector jefe. Hubo corrupción. Hubo tanta corrupción que si no se estaban ganando millones era una vergüenza. Una vergüenza tan grande que los que no habían logrado llenarse los bolsillos alquilaban Mercedes y BMW para aparentar que sí.
—No lo sabía.
—Y no fueron sólo los sevillanos. Los madrileños también se aprovecharon con ganas. Se dieron cuenta de la actitud que prevalecía. La dejadez. La falta de atención por el detalle que podía explotarse económicamente.
—¿Qué importancia puede tener eso después de diez años?
—¿Recuerda cuántas personas tuvieron que responder de aquello?
—No me acuerdo, comisario.
—¡Ninguna! —exclamó Lobo, aporreando la mesa con las manos unidas—. Ni una.
—Hermanos Lorenzo —dijo Falcón—. Construcción.
—¿Qué pasa con ellos?
—Raúl Jiménez tenía una relación empresarial con ellos, que terminó en 1992.
—Ahora empieza a comprender. Raúl Jiménez era miembro de la Comisión de la Expo de Sevilla. Estaba en la junta de directores responsable del desarrollo del recinto. Hermanos Lorenzo no era la única empresa constructora con la que estaba relacionado.
—Todavía no estoy seguro de qué relación puede tener eso con el asesinato, diez años después.
—Probablemente ninguna. Dudo que haya alguna relación. Pero va a tirar de la manta, inspector jefe, y saldrán cosas muy feas a la luz.
—¿Y el comisario León?
—No quiere sorpresas desagradables. Tiene que comunicárselo si tropieza con información «delicada» y… nada de filtraciones, inspector jefe, o vamos a salir todos perdiendo.
Otra de las razones por las que Lobo caía bien a sus hombres era su singular capacidad para hacerles comprender la gravedad de una situación. Falcón se levantó para irse y caminó hacia la puerta seguro de que habría algo más, porque a Lobo le gustaba sugerir cosas a sus hombres cuando se marchaban. Les dejaba una impresión más duradera.
—Seguramente usted esperaba que, con toda su experiencia en Barcelona, Zaragoza y Madrid, su solicitud para una ciudad de segunda división en asesinatos como Sevilla sería bien recibida.
—No doy nada por sentado, comisario. La política tiene un importante papel en todos los nombramientos.
—Tuve que trabajar mucho en su favor.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó Falcón, pensando que Lobo no lo conocía antes de su llegada.
—Por la razón pasada de moda de que usted era el mejor para el puesto.
—En ese caso se lo agradezco.
—El comisario León era un gran admirador de los tenaces talentos del inspector Ramírez.
—Lo mismo que yo, comisario.
—Siguen en contacto, inspector jefe…, de manera informal.
—Comprendo.
—Estupendo —dijo Lobo, de repente más alegre—. Sabía que lo comprendería.