Jueves, 12 de abril de 2001
Edificio Presidente, Los Remedios, Sevilla
¿Cómo lo enfocaría? Falcón resistió la tentación de recorrer la mesa con los dedos como un pianista en pleno concierto. Apoyó la barbilla en el pulgar, tensó la mandíbula y se rascó el pómulo con un dedo mientras la adrenalina fluía por sus arterias. Pensó que ya habían llegado. Pero ¿cómo hacerlos confesar? ¿Cada uno por separado o juntos? Tuvo una inspiración. Se decidió por el enfoque pelea de gallos. Los pondría juntos, y los dejaría pelear, picotearse y apuñalarse.
—La señora y yo vamos a El Porvenir —dijo a Fernández—. Busque al subinspector Pérez y ayúdelo a encontrar a la prostituta. Dígale que hemos identificado a los desconocidos de la cinta.
La señora Jiménez cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Su pie no paraba de moverse. Falcón salió al pasillo para llamar a Ramírez con su móvil. Ojalá le cayera mejor.
Ramírez estaba aburrido. Le había tocado la inútil tarea de interrogar a los empleados despedidos y, por el momento, después de las dos, sólo había descubierto que estaban encantados de haber perdido de vista a la señora Jiménez. Falcón la observó mientras Ramírez echaba humo. Chasqueaba los dedos pulgar y medio mientras pensaba. Falcón puso al día a Ramírez y le dio la dirección de Basilio Lucena, le pidió que fuera allí y se preparara para presionar a los dos protagonistas.
Falcón llevó a Consuelo Jiménez otra vez al otro lado del río, a la calle Río de la Plata, 17. Era la hora de almorzar y el tráfico era más intenso. En el parque, los deportistas corrían, chicas con el pelo recogido en colas de caballo trotaban por los caminos, alegres bajo el sol. Aquellos momentos del trabajo policial le resultaban fascinantes: ver cómo un sospechoso libraba una intensa batalla interna entre la negación y la verdad, entre seguir con la mentira o abandonarse al alivio de la condena y la absolución. ¿De dónde procedía el impulso que desencadenaba la química corporal para tomar una decisión de tal magnitud?
Giró en la avenida de Portugal detrás de las altas torres de la plaza de España. El edificio que había sido la pieza central de la Exposición del 92 le resultaba tan familiar que ni siquiera se habría fijado de no haber sido porque, aquel día, con el ladrillo rojo contra el cielo azul y el explosivo verdor a su alrededor, le sorprendió. Le trajo un recuerdo de su padre levantándose del asiento mientras miraba Lawrence de Arabia en la televisión y comentaba que David Lean estaba utilizando el edificio como Embajada Británica en El Cairo.
—Puede hablar si quiere —dijo.
Ella se mostró agresiva al principio, pero se contuvo después de la primera sílaba. Encontró una barra de labios en su bolso y se retocó los labios… con gracia.
—Siento tanta curiosidad como usted —dijo ella, lo cual le puso nervioso.
Aparcaron en la calle frente a la casa. Ramírez no estaba. Falcón recogió el informe de la autopsia y lo leyó, parpadeando ante los detalles. Los instrumentos utilizados, los conocimientos demostrados, los productos y soluciones químicas evidentes en la ropa de la víctima, todo reafirmaba sus sospechas.
Un coche se paró a su lado. Ramírez los saludó con la cabeza y aparcó al final de la calle. Volvió caminando, cruzó la puerta y llamó al timbre del número 17. Le abrió Lucena. Se oyó una discusión. Ramírez enseñó su identificación. Lo dejaron pasar. Minutos después, Falcón y la señora Jiménez bajaron del coche y llamaron al timbre. Lucena abrió la puerta, con cara de atormentado.
Miró a Falcón directamente a los ojos y captó el azul de los de su amante. El miedo fue evidente, pero para Falcón no estaba claro qué lo inspiraba. Entraron y era evidente que el hombre se sentía atrapado en su propio salón por la presión de los tres pares de ojos. Falcón se colocó junto al televisor, que tenía una cámara de vídeo conectada. Ramírez se quedó junto a la puerta. Lucena se sentó en el borde de un sillón. La señora Jiménez ocupó el sofá enfrente de él, lo miró de reojo, cruzó las piernas y empezó a menear el pie.
—Sabemos por la señora Jiménez que estuvo con ella anoche —dijo Falcón—. ¿Recuerda a qué hora se fue?
—Eran sobre las dos —contestó él, pasándose la mano por el pelo castaño y fino.
—¿Adónde fue después de salir del Hotel Colón?
El pie dejó de moverse.
—Volví aquí.
—¿Salió de su casa otra vez aquella noche?
—No. He ido a trabajar esta mañana.
—¿Cómo fue a trabajar?
Titubeó, como si no fuera una pregunta fácil.
—En autobús.
Ramírez siguió interrogándolo sobre rutas de autobús. Lucena se aferró a su mentira hasta que Falcón le puso en las manos la fotografía extraída de la cinta.
—¿Es usted, señor Lucena? —preguntó.
Él meneó la cabeza en un gesto nervioso de afirmación.
—¿Qué enseña en la universidad?
—Bioquímica.
—Entonces debe de trabajar en uno de los edificios de la avenida de la Reina Mercedes.
Él asintió con la cabeza.
—Muy cerca de Heliópolis, donde se traslada a vivir la señora Jiménez.
Él se encogió de hombros.
—¿Sería fácil en su facultad encontrar cloroformo?
—Muy fácil.
—¿Y solución salina y bisturís y tijeras?
—Por supuesto, hay un laboratorio.
—¿Ve estas cifras en la esquina inferior derecha de la fotografía…? ¿Qué dicen?
—02:36. 12.04.01.
—¿A quién iba a visitar en el Edificio Presidente en aquel momento?
Él se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos con fuerza.
—¿Podemos hablar en privado? —preguntó.
—Aquí todos estamos interesados en lo que tenga que decir —contestó Ramírez.
—Veinticinco minutos después de que usted entrara en la finca, Raúl Jiménez fue asesinado —dijo Falcón, consciente de que en aquel momento Lucena, lejos de considerarlo un acusador, lo trataba como a un amigo. Era a la mujer a quien temía.
—Fui al octavo piso —dijo Lucena, levantando las manos en un gesto de desolación.
Una respuesta inesperada, que provocó que Ramírez buscara su cuaderno de notas.
—¿Al octavo piso? —repitió la señora Jiménez.
—Orfilia Trinidad Muñoz Delgado —dijo Ramírez.
—Debe de tener noventa años —replicó la señora Jiménez.
—Setenta y cuatro —puntualizó Ramírez—. Y también está Marciano Joaquín Ruiz Pizarro.
—Marciano Ruiz, el director de teatro —dijo Falcón.
Lucena asintió con la cabeza.
—Lo conozco —reveló Falcón—. Era un conocido de mi padre, pero es…
—Maricón —dijo la señora Jiménez, con voz gutural y brutal.
Ramírez, como un actor cómico bobo, dio un paso atrás y miró fijamente a Lucena. Falcón llamó a Fernández por el móvil, quien le dijo que en el piso de Ruiz no había nadie cuando él había llamado aquella tarde.
—No está —aclaró Lucena—. Me dejó en el trabajo y se fue a Huelva. Están ensayando Bodas de sangre de Lorca.
La temperatura de la habitación cambió. La señora Jiménez saltó de su silla antes de que nadie pudiera intervenir. Levantó la mano y golpeó con fuerza la cabeza de Lucena. No fue una bofetada, más bien un golpe sordo. «Con todos aquellos anillos», pensó Falcón.
—Hijo de puta —dijo, y se fue rápidamente hacia la puerta.
A Lucena empezó a gotearle sangre por un lado de la cara. Se oyó un portazo y tacones golpeando sobre las baldosas.
—No lo entiendo —dijo Ramírez, más relajado desde que la mujer había salido de la habitación—. ¿Por qué se la tiraba a ella si es…?
Lucena se sacó un paquete de pañuelos de papel y se secó la frente.
—¿Puede explicármelo? —inquirió Ramírez—. A ver, ¿es una cosa u otra?
—¿Tengo que hablar con este imbécil? —preguntó Lucena a Falcón.
—Si no quiere pasar un largo rato en Jefatura, sí.
Lucena se puso de pie, se metió las manos en los bolsillos, caminó hasta el centro de la habitación y se volvió hacia Ramírez. Su debilidad se había tornado en cortesía aristocrática y reivindicativa, del tipo utilizado por los petimetres que se ven obligados a dar satisfacción en un duelo.
—Me la tiraba porque me recordaba a mi madre —dijo.
Fue una ofensa calculada, que tuvo el efecto deseado en Ramírez, a quien Lucena consideraba claramente un miembro de una clase diferente a la suya. El inspector procedía de una familia sevillana conservadora y trabajadora y vivía con su esposa y sus dos hijas en la casa de sus padres. Su madre todavía vivía con ellos y en cuanto muriera su suegro, que sería dentro de pocas semanas, su suegra también viviría con ellos. Ramírez cerró el puño. Nadie hablaba así de las madres delante de él.
—Nos vamos —dijo Falcón, agarrando a Ramírez por el bíceps hinchado.
—Quiero…, quiero el teléfono del otro maricón —ordenó Ramírez, atropellándose con las palabras en la garganta.
Se deshizo de la mano de Falcón.
Lucena se acercó a la mesa, escribió algo en un papel y lo alargó a Falcón, que estaba empujando a Ramírez fuera de la habitación.
Fuera, la calle Río de la Plata se movía tan lentamente como el río a través de Buenos Aires. La señora Jiménez estaba al final de la calle, y su rabia se reflejaba en la luz. Ramírez seguía furioso. Falcón se colocó entre ellos, olvidando su papel de detective para asumir el de asistente social.
—Llame a Fernández al móvil —dijo a Ramírez—. A ver si ya han encontrado a la chica.
La puerta de Lucena se cerró de un portazo. Falcón bajó por la calle hacia Consuelo Jiménez pensando: «¿Era esta la sofisticación que tanto la hechizaba? ¿Qué somos ahora? ¿Dónde estamos? En una sociedad sin normas de apareamiento».
Ella lloraba, pero esta vez de furia. Apretaba los dientes y golpeaba el suelo con los pies de pura humillación. Falcón llegó a su altura, tenía las manos en los bolsillos. Asintió con la cabeza como si estuviera de acuerdo con ella, pero pensaba: «Así es el trabajo policial: un momento estás a punto de aclarar un caso y acabar pronto para celebrarlo con unas cervezas, y al siguiente estás en la calle pensando que no podía ser tan fácil».
—La acompañaré a casa de su hermana —dijo.
—¿Qué le había hecho yo? —preguntó ella—. ¿Se puede saber lo que le había hecho yo?
—Nada —respondió Falcón.
—¡Qué día! —dijo ella, mirando hacia el perfecto cielo, perdida ya toda serenidad más allá de la estratosfera—. Qué asco de día.
La mujer miró la bola de pañuelos de papel que tenía en la mano como un oráculo que contuviera razón, claridad o un futuro. La tiró a la cloaca. Falcón la cogió del brazo y la guio hacia el coche. Mientras le abría la puerta, Ramírez dijo que habían encontrado a la chica de La Alameda y la llevaban a Jefatura de Blas Infante.
—Dígale a Fernández que interrogue al último empleado despedido por la señora Jiménez. Que Pérez deje sudar a la chica hasta que lleguemos nosotros. Quiero todos los informes preparados para las cuatro y media, antes de ir a ver al juez Calderón a las cinco.
Falcón llamó a Marciano Ruiz al móvil y le dijo que tendría que volver a Sevilla para que le tomaran declaración aquella noche. Ruiz protestó, pero Falcón lo amenazó con arrestar a Lucena.
—¿Está más tranquilo? —le preguntó a Ramírez, quien contestó con un asentimiento de cabeza por encima del techo del coche—. Lleve al señor Lucena a Jefatura y tómele declaración… y no se pase.
Falcón hizo salir a Lucena de la casa y lo metió en el asiento trasero del coche de Ramírez. Se marcharon todos. Falcón se puso detrás del volante, murmurando para sí mientras los neumáticos bajaban por la avenida de Borbolla. Aquel día, todo el mundo estaba desquiciado. Algunos casos eran así. Crispaban demasiado. Normalmente cuando eran casos de niños. El secuestro seguido de la espera y el inevitable descubrimiento del cuerpo maltratado. Este caso era igual… como si algo terrible se hubiera añadido a los excesos de la experiencia humana y le hubiera sustraído algo mucho más grande que nunca podría sustituirse. La luz del día también sería un poco más apagada, el aire no volvería a ser tan fresco.
—¿Ve muchas cosas de estas? —preguntó la señora Jiménez—. Sí, supongo que sí, supongo que lo ve a menudo.
—¿El qué? —preguntó Falcón, encogiéndose de hombros, porque sabía a qué se refería pero no tenía ganas de hablar de ello.
—Personas con vidas perfectas que parecen destruirse en cuestión de…
—Nunca —contestó él casi con vehemencia.
Aquella palabra, «perfectas», lo endureció y recordó las palabras de ella que habían despellejado la vida «perfecta» de él: «Creo que eso es peor. Que te deje porque prefiera estar sola». Se sintió cruel y luchó contra el deseo de vengarse: «Creo que esto es peor… Que te deje por un amante masculino». Lo archivó mentalmente como «indigno» y lo sustituyó por el pensamiento de que quizás Inés había destrozado a otras mujeres por él.
—Seguramente, inspector jefe… —dijo ella.
—No, nunca —insistió él—, porque nunca he conocido a nadie con una vida realmente perfecta. Un pasado perfecto y un futuro inmaculado, sí. Pero el pasado perfecto siempre ha sido magníficamente editado y el futuro inmaculado es un sueño inalcanzable. La única vida perfecta que existe es sobre el papel, e incluso en él hay espacios entre las palabras y las líneas que no suelen estar vacíos.
—Sí, vamos con cuidado —dijo ella—, con cuidado de lo que mostramos a los demás y de lo que mostramos de nosotros mismos.
—No pretendía ser tan… vehemente —declaró él—. Ha sido un día muy largo y aún no ha terminado. Hemos sufrido duras impresiones.
—Es increíble que todavía sea tan idiota —dijo ella—. Conocí a Basilio en el ascensor del Edificio Presidente. Seguramente venía del octavo piso. No se me ocurrió. Pero…, pero ¿por qué se molestaría en seducirme?
—Olvídese de él. No es importante.
—A menos que me haya pegado algo.
—Hágase una prueba —dijo Falcón, con más brutalidad de la que pretendía—. Pero también empiece a pensar, doña Consuelo, en quién podría tener un motivo para matar a su marido. Quiero los nombres y las direcciones de todos sus amigos. Quiero que recuerde, por ejemplo, quién le dijo que se parecía tanto a su primera esposa. Quiero el dietario de Raúl.
—Tenía un dietario en el despacho y lo utilizaba. Tiró la agenda de direcciones cuando se compró el móvil. Además sólo hablaba con la gente por teléfono. No le gustaba escribir y siempre perdía los bolígrafos y me quitaba los míos.
Falcón no recordaba haber visto ningún móvil. Llamó al médico forense. No había ningún móvil. Probablemente se lo había llevado el asesino.
—¿Otros archivos?
—Una antigua agenda de direcciones en el ordenador del despacho.
—¿Dónde está?
—Encima del restaurante de la plaza de la Alfalfa.
Él le alargó el móvil y le pidió que llamara y dijera que pasaría a buscar una impresión al cabo de media hora.
La dejó frente a la casa de su hermana en San Bernardo poco después de las tres. Diez minutos después aparcó junto a la puerta oriental de los Jardines de Murillo y siguió a pie, medio corriendo por las calles abarrotadas del barrio de Santa Cruz, donde los turistas se amontonaban para ver las procesiones de Semana Santa. El sol se había escondido detrás de las nubes. Hacía calor y el inspector empezó a sudar. El aire en las estrechas calles olía fuertemente a Ducados, naranjos en flor, excrementos de caballo y los vestigios de incienso de las procesiones. Los adoquines estaban manchados y resbaladizos por la cera de los cirios.
Se quitó el abrigo y atajó por calles laterales que conocía de la época en que iba a las clases de inglés que seguía pagando en el Instituto Británico de la calle Federico Rubio. Llegó a la esquina sureste de la plaza de la Alfalfa, que estaba ocupada por todas las tribus del mundo. Se sintió observado por miles de cámaras. Pasó como pudo entre la multitud, trotó por la calle San Juan y de repente un grupo de gente que salía de la calle Boteros lo empujó hacia delante. Se dio cuenta de su error demasiado tarde, vio la procesión acercándose hacia él, pero no pudo deshacerse del rebaño. Lo arrastraron hacia el paso lleno de flores, que acababa de doblar una esquina difícil y ahora marchaba sobre los hombros de veinte costaleros. La Virgen, serena en su baldaquín de encaje blanco, temblaba bajo la intensa luz solar, mientras el incienso que los devotos agitaban de un lado a otro en la calle llenaba la cabeza y el pecho de Falcón hasta el punto de que le costaba respirar. Los tambores de la banda que seguía al paso golpeaban a un ritmo portentoso.
La multitud lo empujaba hacia delante. El paso avanzaba bajo las miradas reverenciales de los devotos; la Virgen se alzaba sobre ellos balanceando el cuerpo de derecha a izquierda sobre los esforzados costaleros. De repente, rasgando el aire, unas trompetas discordantes hicieron sonar la pasión. El sonido resonó en los confines de la calle estrecha y dentro del pecho de Falcón como si fuera a desgarrarlo. La multitud se quedó boquiabierta, en trance, ante la Virgen llorosa, en la cima del éxtasis…, y rápidamente la cabeza de Falcón se vació de sangre.