Jueves, 12 de abril de 2001
Edificio Presidente, Los Remedios, Sevilla
Falcón le ofreció un coche. Ella lo rechazó y dijo que iría por su cuenta a casa de su hermana. Él le pidió la dirección sólo para mantener la presión, y le recordó que pasaría a recogerla más tarde para ir al Instituto Anatómico Forense a fin de identificar el cadáver. Se proponía interrogarla entonces, después de que el impacto de la visión del cadáver de su marido hubiera eliminado cualquier residuo de complacencia. Le pidió que pensara en cualquier detalle insólito de los negocios o la vida personal de Raúl en el último año y que llamara al restaurante para saber los nombres y direcciones de las tres personas que habían sido despedidas por proporcionar comida a su marido contradiciendo las órdenes. Sabía que no lo llevarían a ninguna parte, pero quería que ella fuera consciente de su meticulosidad. Se despidieron en la puerta del piso; la mano de él estaba húmeda; la de ella, seca y fresca.
Ramírez lo siguió al estudio de Raúl Jiménez por el pasillo.
—¿Lo hizo ella —preguntó, dejándose caer en la silla de respaldo alto—, o contrató a alguien para hacerlo, inspector jefe?
Falcón daba vueltas a su bolígrafo con los dedos.
—¿Se sabe algo de Pérez, del hospital? —inquirió Falcón.
—La criada todavía duerme.
—¿Y las cintas de seguridad?
—Cuatro personas que el conserje no puede identificar. Dos hombres y dos mujeres. Creo que una de las mujeres es la prostituta, pero parece muy joven. Fernández se ha llevado las cintas a la comisaría y sacaremos alguna foto digitalizada para enseñar en el edificio.
—¿Qué hay de las personas que han utilizado salidas alternativas? Por ejemplo, el garaje.
—Ninguna de esas cámaras funciona. El conserje ha llamado a los técnicos esta mañana pero todavía no han aparecido. Semana Santa, inspector jefe —explicó.
Falcón le dio los nombres y direcciones de los empleados despedidos y le pidió que los interrogara lo antes posible. Ramírez se fue. Falcón cogió la fotografía de la primera esposa de Raúl Jiménez: Gumersinda Bautista. Llamó a Jefatura y pidió que comprobaran el nombre de José Manuel Jiménez Bautista, nacido en Tánger a finales de la década de los cuarenta o principios de los cincuenta.
Se reclinó para examinar las demás fotografías de personas desconocidas. Encontró una foto de Raúl Jiménez en la cubierta de un yate. Estaba casi irreconocible. No había indicio del sapo en que se convertiría. Estaba guapo y seguro de sí mismo y con su postura parecía proclamarlo: las manos en las caderas, los hombros rectos y el pecho henchido. Falcón pasó el pulgar por el torso, pensando que había una mancha en la fotografía. La mancha permaneció e inspeccionándola más de cerca observó que se trataba de algún tipo de herida en su pectoral derecho, cerca de la axila. Miró el dorso de la fotografía y encontró escrito: «Tánger, julio de 1953».
Su móvil sonó. El ordenador de la policía había encontrado una dirección y un número de teléfono de Madrid de un tal José Manuel Jiménez. Lo apuntó y preguntó por Serrano y Baena, otros dos miembros de su grupo. Estaban de vacaciones de Semana Santa. Ordenó que los avisaran y los hicieran presentarse en el piso de Jiménez.
En lugar de repasar sus notas y planear su próximo asalto a las elaboradas defensas de doña Consuelo Jiménez, quien, no podía negarlo, era su principal sospechosa, volvió a coger la pila de fotografías. Había algunas fotos de grupo, también de Tánger, en 1954 según las fechas escritas en el dorso. Examinó las caras, intentando localizar a su padre hasta que se dio cuenta de que se estaba concentrando más en las mujeres y se preguntó si su madre, que había muerto siete años después de que se tomaran las fotografías, estaría entre aquellos desconocidos. Le fascinaba la perspectiva de encontrar una fotografía de ella que no hubiera visto nunca, en compañía de personas de quienes no había oído hablar, en una época en que él aún no había nacido. Algunas caras eran demasiado pequeñas y borrosas y decidió llevárselas a casa y examinarlas con la lente de aumento.
Cogió un cigarrillo del paquete de Celtas y lo olió. Hacía quince años que no fumaba. Lo había dejado a los treinta, el mismo día que había terminado su relación de cinco años con Isabel Álamo. Le había roto el corazón, sobre todo porque ella había dado por supuesto que su conversación privada iba a ser una propuesta de matrimonio. Con aquel mal recuerdo en mente arrancó el filtro, cogió el Bic y encendió el cigarrillo. Era horrible incluso sin inhalar y lo dejó enseguida en el cenicero. Se apoyó en el respaldo de la silla y recordó una noche de Fin de Año de 1963 en Tánger. Se vio de pie vestido con pijama, en la escalera, llegaba a la cintura de los invitados que se marchaban al puerto a ver los fuegos artificiales. Mercedes, su segunda madre y segunda esposa de su padre, lo levantó en brazos y lo subió a su habitación. Aquel olor de Celtas estaba en su pelo; alguien en la fiesta habría estado fumando aquella marca. En aquella época había muchos españoles en Tánger, aunque los días buenos hacía mucho que habían terminado. Mercedes lo había metido en la cama, lo había besado y lo había abrazado contra su pecho. Abandonó el recuerdo en aquel punto. Nunca seguía adelante porque…, simplemente no lo hacía. Le interesaba que aquel nuevo olor lo devolviera a aquella época. Normalmente sólo pensaba en Mercedes cuando sentía el olor de Chanel N.° 5, su perfume preferido.
Un golpe en la puerta lo devolvió al presente. Serrano y Baena estaban en el pasillo.
—Qué rápidos —exclamó Falcón.
Los dos hombres se agitaron incómodos con lo que suponían un sarcasmo por parte de su jefe. Habían tardado cuarenta minutos.
—El tráfico —dijo Baena por los dos.
Falcón se quedó mirando fijamente el cigarrillo reducido a una serpiente de ceniza delante de él. Una mirada a su reloj le hizo descubrir con sorpresa que eran las once pasadas y no había avanzado nada.
Comprobó sus notas para ver a qué hora había apuntado Ramírez el descanso para almorzar de los hombres de la mudanza y ordenó a Serrano y Baena que salieran a la calle a intentar encontrar algún testigo que hubiera visto a alguien, probablemente vestido con un mono, subiendo por el andamio del elevador hasta el sexto piso del Edificio Presidente.
El subinspector Pérez llamó para decir que finalmente Dolores Oliva, la criada, se había despertado. No había querido hablar hasta que tuvo un rosario en la mano y se había pasado toda la entrevista manoseando un llavero de la Virgen del Rocío. Estaba convencida de haber estado en contacto con el demonio y de que este podía haber encontrado un camino dentro de ella. Falcón golpeó la mesa con los dedos. Con Pérez siempre pasaba lo mismo. Ni la academia ni once años de trabajo de campo habían logrado eliminar su necesidad de incluir una historia en sus informes. Tardó ocho minutos en contar que Dolores Oliva había abierto la puerta con cinco vueltas de llave.
Falcón interrumpió a Pérez y le dijo que volviera a Los Remedios cuanto antes para peinar los pisos de la finca con las fotos de las personas no identificadas de las cintas del circuito cerrado. También había que identificar y traer a la prostituta. Colgó y vio que había un mensaje para él del médico forense diciendo que había terminado la autopsia y estaba redactando el informe. Sopesó por un momento si debería dejar que Consuelo Jiménez viera el cadáver en todo su horror y decidió que sería mejor mantener el detalle de la extirpación de los párpados como información de la policía. Llamó al médico forense y le pidió que dejara el cadáver limpio y presentable.
Quedó para recoger a Consuelo Jiménez en casa de su hermana en San Bernardo y, mientras bajaba hacia el coche, llamó a Fernández para pedirle que se pusiera en contacto con Pérez y lo ayudara a visitar los pisos.
Fuera lucía un sol deslumbrante en comparación con la oscuridad del piso y el ambiente era casi cálido. En Semana Santa y la Feria siempre hacía ese tiempo, el más ambiguo del año. Ni frío ni calor. Ni seco ni húmedo. Ni religioso ni laico. Subió al coche y dejó el montón de fotografías antiguas en el asiento. La de Gumersinda, la primera esposa de Raúl, estaba encima. Era una fotografía formal y ella miraba de forma ansiosa a la cámara, pero fueron las palabras de Consuelo Jiménez las que le vinieron a la cabeza: «Fue totalmente incapaz de amarme». Dos ideas absurdas debatían en su cabeza, inyectando adrenalina en su organismo, lo que le hizo arrancar el coche y salir sin mirar. Unos neumáticos chirriaron. Le alcanzó un grito ahogado: «¡Cabrón!».
Efectuó un giro de ciento ochenta grados y cruzó el río por el puente del Generalísimo. Las vías del tren del puerto pasaban a su lado y las grullas formaban una guardia de honor en el enorme puente del V Centenario, que se alzaba por encima de la neblina urbana. La cabeza le hervía de ideas mientras pasaba por el parque de María Luisa hacia el norte y deseaba con desesperación el cigarrillo que había dejado consumirse en el estudio de Raúl Jiménez. Le obsesionaban las palabras de su esposa Inés, a quien él también había sido incapaz de amar: «No tienes corazón, Javier Falcón», y aquel recuerdo estaba entrelazado con la cara de Gumersinda, una mujer de la época de su madre, que le había hecho pensar en su madre biológica, Pilar, y luego en su madrastra, Mercedes. En aquel momento pensaba que había fallado a todas aquellas mujeres inmensamente importantes en su vida.
La idea era tan nueva y peculiar que le provocó unos deseos frenéticos de actividad e inconsciencia.
Se paró en un semáforo, mientras golpeaba el volante con los dedos y murmuraba: «Esto es una locura», porque aquello no le sucedía a él. Él no tenía pensamientos absurdos e inexplicables. Nunca había sido un soñador. Siempre había sido tranquilo y metódico, pero aquellas cualidades no se le podían aplicar en aquel momento. Desde que había visto la horripilante cara de Raúl había vivido un cataclismo similar a una mutación genética. Su mente estaba inundada de recuerdos incómodos, le manaba el sudor de la frente, tenía las manos húmedas y su concentración estaba por los suelos. Ni siquiera tenía la investigación bajo control. No había mirado las ventanas y las puertas que daban al balcón del piso de los Jiménez. Primeros pasos. Y lo del televisor: tropezar con el cable, desenchufarlo y luego no mencionarlo… Era poco profesional. No era propio de él.
Subió hasta el final de la calle Balbino Marrón y llegó a la altura de un edificio que daba al campo de fútbol del Colegio de los Jesuitas. Guardó las fotos en la guantera. Consuelo Jiménez salió de la casa antes de que él llegara. Un niño, probablemente su hijo pequeño, miraba por la ventana. Ella lo saludó con la mano y él le respondió con agitación. Aquello entristeció a Falcón. Se vio a sí mismo en la ventana, abandonado.
Se fueron, cruzaron las principales arterias de la ciudad hasta el centro. Ella miraba hacia delante, sin ver mucho más allá del cristal.
—¿Se lo ha dicho ya a los niños? —preguntó él.
—No —contestó ella—. No quería decírselo e irme luego al hospital.
—Deben de haber notado que algo va mal.
—Notan que estoy nerviosa. No saben por qué están con su tía. No paran de preguntarme por qué no vamos a la casa de Heliópolis y cuándo les traerá papá el regalo que les había prometido.
—¿El perro?
—A veces es impresionante, inspector jefe —dijo ella—. No tiene hijos, ¿verdad?
—No… —contestó él, sin saber cómo acabar la frase.
Continuaron en silencio, en dirección norte hacia La Macarena.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó ella cortésmente, pero distante.
—Todavía es pronto.
—De modo que sólo tiene el motivo obvio para seguir.
—¿Y cuál es?
—La esposa quiere deshacerse de un marido viejo al que no ama, heredar su fortuna y desaparecer con su amante más joven.
—La gente mata por menos que eso.
—Yo le di ese motivo. Nadie podría haberle dicho que Raúl Jiménez no me amaba.
—¿Qué me dice de Basilio Lucena?
—Él sólo sabe que Raúl era impotente y que yo tenía necesidades físicas.
—¿Sabe dónde estuvo él anoche?
—Ah, sí, por supuesto. Sería el amante quien lo llevaría a cabo —dijo ella—. Ya conocerá a Basilio y entonces me dirá si lo cree capaz de hacerlo.
Pasaron frente a la basílica de La Macarena y pocos minutos después pararon ante un edificio gris de aspecto austero en la avenida Sánchez Pizjuán, que albergaba el Instituto Anatómico Forense. Frente a la puerta había un grupo de personas. Falcón aparcó dentro del recinto del hospital. La multitud se les echó encima en cuanto salieron del coche, con los micros preparados. Se oían palabras en cacofonía y cortantes como metralla: «marido», «asesinado», «brutalmente». Falcón la cogió del brazo y tiró de ella hasta que cruzaron la puerta y pudo cerrarla detrás de ellos.
La guio por los pasillos hasta el despacho del médico forense, que los acompañó a la sala de reconocimiento. Un empleado descorrió la cortina y, detrás del cristal, iluminado desde arriba, estaba Raúl Jiménez bajo una sábana que le habían bajado hasta la mitad del pecho. Dos velas ardían al lado de su cabeza. Sus ojos, limpios de sangre, miraban al techo. Estaban vacíos. La nuca, antes manchada de restos de sangre y tejido, estaba limpia. La nariz había sido milagrosamente recolocada y no se veían las cicatrices que había dejado el cable en sus mejillas. La antigua cicatriz en su pectoral derecho que aparecía en la fotografía parecía ahora lo más grave que había tenido que sufrir aquel cuerpo. Consuelo Jiménez identificó formalmente el cadáver. Cerraron la cortina. Falcón le pidió que esperara mientras él hablaba un momento con el forense. Este le dijo que Raúl Jiménez había muerto a las tres de la madrugada. Había sufrido una hemorragia cerebral y un paro cardíaco. Tenía una gran cantidad de Viagra en la sangre. La conclusión del médico era que el aumento de la presión sanguínea y el estado de angustia elevada, combinados con el estado de obstrucción de las arterias de la víctima, habían provocado que Raúl Jiménez poco menos que reventara internamente. Entregó su informe oficial a Falcón.
Llegaron ilesos al coche y, en lugar de cruzar la barrera que estaba bloqueada por los periodistas, Falcón atravesó el recinto de la facultad y salió por el paseo del edificio principal del hospital en la calle San Juan de Ribera.
—Deberían haberle cerrado los ojos —comentó Consuelo Jiménez—. No se puede estar en paz con los ojos abiertos, aunque ya no vean nada.
—No podían cerrarle los ojos —dijo él mientras el semáforo cambiaba y les permitía girar a la izquierda por la calle Muñoz León.
Falcón atravesó la antigua muralla de la ciudad y encontró un sitio para aparcar en la transitada calle. La señora Jiménez se agarró al asidero del techo, con los puños blancos, la cara angustiada por las palabras que adivinaba que estaba a punto de oír. Lo peor de la profesión de Falcón.
Le contó lo sucedido, sin edulcorarlo, su propia y espeluznante versión. Sí, había sido lo peor de toda su carrera. Había tenido que vivir escenas que quizá parecieran peores: entrar en un piso de una torre de un barrio del extrarradio de Madrid, con cuatro muertos en la sala, sangre en las paredes, dos muertos más en la cocina, agujas, jeringas, papel de aluminio flotando entre restos de carne y, en el dormitorio, un niño gimiendo en un catre sucio. Pero todo aquello era un horror esperable en una cultura de la brutalidad. La tortura de Raúl Jiménez era algo respecto a lo que no podía ser objetivo y no sólo porque fuera sensible al tema de los ojos, que eran tan importantes para su trabajo. Era la forma en la que el castigo del asesino a su víctima había estimulado su propia imaginación. Le aterrorizaba la idea de la pura implacabilidad de la realidad, la falta de alivio visual. Como había mencionado la señora Jiménez, ni siquiera muerto podría disfrutar del gran sueño, sino que debería descansar en un eterno horror visual ante la capacidad humana para el mal.
La señora Jiménez había comenzado a llorar. A llorar de verdad. No eran cuatro lágrimas sino sollozos, náuseas, una desesperación total. Javier Falcón era consciente de la crueldad del trabajo policial. No era él quien podía consolar a aquella mujer. Era él quien le había metido aquellas imágenes en la cabeza. Su trabajo, el objetivo de su trabajo en aquel momento, era observar no sólo la veracidad de la reacción emocional sino también percibir la abertura, la grieta en el caparazón por donde podría introducir su palanca. Había sido una táctica consciente meterla en un coche, en una burbuja cerrada en una calle transitada, sin ningún lugar adonde ir, mientras fuera un mundo indiferente ignoraba la enormidad de su horror.
—¿Estaba en el Hotel Colón anoche? —preguntó, y ella asintió con la cabeza—. ¿Estuvo sola después de meter en la cama a sus hijos?
Ella meneó la cabeza.
—¿Estuvo con usted Basilio Lucena?
—Sí.
—¿Toda la noche?
—No.
—¿A qué hora se marchó?
—Cenamos en la habitación. Nos metimos en la cama. Debió de marcharse sobre las dos.
—¿Adónde fue?
—A casa, supongo.
—¿No fue al Edificio Presidente?
Silencio. Ninguna respuesta, mientras Falcón observaba la estructura de su cara.
—¿De qué vive Basilio Lucena? —preguntó.
—De algo inútil en la universidad. Es profesor.
—¿En qué departamento?
—Uno de ciencias. Biología o química…, no me acuerdo. Nunca hablamos de eso. No le interesa. Es un trabajo y un sueldo, nada más.
—¿Le dio una llave?
—¿Del piso? —inquirió ella, meneando la cabeza negativamente—. Tiene que conocer a Basilio antes de…
—¿Cómo sabe que no lo he visto ya?
Silencio.
—¿Ha hablado con Basilio Lucena esta mañana? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué le ha dicho?
—Quería contarle lo que había pasado.
—¿Para que estuviera preparado?
—Si conociera a Basilio Lucena de oídas, inspector jefe, pensaría que es un hombre inteligente. Es una persona con estudios y sofisticada, sin duda. Pero su inteligencia está sintonizada a una onda muy corta y su sofisticación es admirada por una pequeña camarilla. La falta de estímulo de su trabajo lo ha vuelto perezoso. Sus padres le han regalado la casa y el coche. No tiene personas que dependan de él. Sus ingresos le permiten llevar una vida irresponsable. No es de los que han tenido que pensar mucho dónde poner los pies porque normalmente está tumbado. ¿Es ese el perfil de un asesino?
El móvil de Falcón sonó. Pérez le hizo un elaborado informe de las personas no identificadas captadas por la cámara del circuito cerrado. Dos identificaciones positivas, una negativa, y la chica que creían que podía ser la prostituta habían sido enviadas a Antivicio. Ordenó a Pérez que se encargara de la chica y pidió a Fernández que siguiera con los pisos a la hora del almuerzo.
El momento de comunicación con Consuelo Jiménez había pasado. Volvió a meterse en el tráfico, efectuó un giro de ciento ochenta grados y se dirigió hacia el río. Echó una ojeada a su acompañante para ver por dónde iban sus pensamientos. Presentía un punto crucial, empezaba a tener la sensación de que aquel asunto podría resolverse antes de su reunión con el juez Calderón. Así era como solía pasar según su experiencia. O se resolvía todo en veinticuatro horas o se alargaba durante penosos y desoladores meses.
—¿Me lleva otra vez al piso? —preguntó ella.
—Es una mujer inteligente, doña Consuelo.
—Su oportunidad de adularme ya ha pasado.
—Usted tiene que tratar con la gente —contestó él—. Comprende a las personas y creo que entiende las exigencias de mi trabajo.
—Que está obligado a ser tan ofensivamente desconfiado.
—¿Sabe cuántos asesinatos se cometen en Sevilla al año?
—¿En la ciudad de la alegría? —dijo ella—. ¿En esta ciudad de palmas en la calle, cañas y tapas con los amigos? ¿En esta ciudad de guapos y de guapísimos? ¿En esta ciudad dorada de la Virgen Santísima?
—En la ciudad de Sevilla.
—Un par de miles —aventuró ella, dibujando el número en el aire con un dedo lleno de anillos.
—Quince —dijo él.
—Las puñaladas por la espalda son un asesinato metafórico.
—La mayoría de muertes están relacionadas con las drogas. El resto entran en el apartado de «domésticas» o «pasionales». En todos esos asesinatos, en todos, doña Consuelo, la víctima y el asesino se conocen y en muchos casos son íntimos.
—Pues ahora se ha encontrado con una excepción, inspector jefe, porque yo no he matado a mi marido.
Cruzaron el paso subterráneo de la estación de ferrocarril en la plaza de las Armas y siguieron por la orilla del río en el paseo Cristóbal Colón hasta la plaza de toros de La Maestranza, la Ópera y la Torre del Oro. El sol brillaba con fuerza en el agua y los árboles altos estaban repletos de hojas. No era el momento para confesar un asesinato y pasar todas las primaveras de una vida entre rejas.
—La negación es propia de la condición humana… —dijo él.
—No sabría decirle, nunca he negado nada.
—… porque no hay dudas… nunca.
—O bien soy una mentirosa o estoy completamente engañada —replicó ella—. No puedo ganar, inspector jefe. Pero al menos siempre me digo la verdad.
—Pero ¿me la dice también a mí, doña Consuelo? —preguntó él.
—Por ahora…, pero quizá cambiaré de opinión.
—No sé cómo pudo convencer a las antiguas novias de su marido de que era una fulana tonta.
—Me vestí como ellas —dijo la mujer, repicando los dedos—. También sé hablar como ellas.
—Es una actriz estupenda.
—Todo está en mi contra.
Sus ojos se encontraron. Los de él marrones, no muy oscuros. Los de ella de fría aguamarina. Él sonrió. No podía evitar que le cayera bien. Aquella fortaleza. Aquella boca inexorable. Le habría gustado probarla pero se quitó la idea de la cabeza. Cruzaron el puente del Generalísimo y el inspector cambió de tema.
—Antes nunca me había fijado en lo franquista que es este barrio. Este puente. Esta calle se llama Carrero Blanco…
—¿Por qué cree que mi marido vivía en el Edificio Presidente?
—Creía que, como tantos, seguía la moda Paquirri.
—Bueno, sí, a mi marido le gustaban los toros, pero le gustaba más Franco.
—¿Y a usted?
—Fue anterior a mi época.
—A la mía también.
—Debería teñirse el pelo, inspector jefe. Pensé que era mayor.
Aparcaron. Falcón llamó a Fernández con el móvil y le dijo que fuera al piso de los Jiménez. Él y la señora Jiménez cogieron el ascensor hasta el sexto piso. Falcón saludó con un gesto al policía de la puerta. Atravesaron el pasillo hacia el clavo solitario, y la idea de las dos personas que lo habían recorrido anteriormente seguía molestando a Falcón. Se sentaron en el estudio y esperaron en silencio a que llegara Fernández.
—Enséñale las fotos a la señora Jiménez, por favor —le pidió el inspector jefe—. Por orden de aparición en las cintas del circuito cerrado.
Fernández se las fue mostrando y todas recibieron una negativa de Consuelo Jiménez, hasta la última, cuando sus ojos se abrieron y parpadeó.
—¿Quién es, doña Consuelo?
Ella lo miró, hipnotizada, como si la hubieran hechizado.
—Es Basilio —contestó, sin cerrar del todo la boca.