Capítulo 3

Jueves, 12 de abril de 2001

Edificio Presidente, Los Remedios, Sevilla

Falcón ordenó a Ramírez que interrogara a los hombres de la mudanza, concretamente para saber cuándo habían llegado y se habían marchado, y si habían dejado su maquinaria sin vigilancia en algún momento mientras estaban fuera.

—¿Cree que es así como entró? —preguntó Ramírez, incapaz como siempre de limitarse a cumplir órdenes.

—No es fácil entrar o salir de esta finca sin ser visto —dijo Falcón—. Si la criada confirma que la puerta estaba cerrada con llave cuando llegó por la mañana, es posible que utilizara el elevador para entrar. Si no es así, tendremos que examinar con lupa las cintas del circuito cerrado.

—Se necesitan nervios templados, inspector jefe —dijo Ramírez—, para esperar aquí dentro más de doce horas.

—Y después escabullirse cuando entró la criada y encontró el cuerpo.

Ramírez se mordió la lengua, poco convencido de que existiera un hombre con tales nervios de acero. Salió de la habitación como si otras preguntas estuvieran a punto de hacerle dar la vuelta.

Falcón se sentó detrás del escritorio de Raúl Jiménez. Todos los cajones estaban cerrados con llave. Intentó abrirlos con una llave de un juego que estaba sobre la mesa, y le sirvió para todos los cajones de ambos lados, pero necesitó otra para abrir el cajón central. Sólo los dos primeros cajones contenían algo. Falcón hojeó un fajo de facturas, todas recientes. Una le llamó la atención, no sólo porque era la factura de un veterinario por vacunar a un perro, y no habían encontrado ni rastro de ningún perro en la casa, sino porque la consulta era la de su hermana y la firma de la factura era de ella. Inexplicablemente, aquello lo puso nervioso. Decidió que se trataba de otra coincidencia.

Examinó el cajón central, que contenía varios paquetes vacíos de Viagra y cuatro cintas de vídeo. Por los títulos parecían películas porno. Entre ellas estaba Cara o culo II, la secuela del vídeo cuyo estuche habían dejado vacío en el mueble del televisor. Se le ocurrió que no habían encontrado el vídeo porno que veían en el televisor mientras Raúl estaba con la prostituta. Cerró el cajón. Empezó una inspección detallada de las fotografías colgadas detrás de la mesa. Pensó que Raúl Jiménez podía haber conocido a su padre. Al fin y al cabo, su padre era un pintor famoso, una persona muy conocida en la sociedad sevillana, y Jiménez parecía ser un coleccionista de celebridades. Fue mirando desde el centro hacia el extremo y constató que se trataba de una colección de una clase distinta de famosos. Estaban Carlos Lozano, presentador de El precio justo; Juan Antonio Ruiz, conocido en el ruedo como Espartaco; Paula Vázquez, la presentadora de «El Euromillón». Eran todas caras de la televisión. No había escritores, pintores, poetas o directores de teatro. Ningún intelectual anónimo. Aquella era la cara superficial de España, la gente del ¡Hola! Y cuando no eran estos, era la burguesía. Policías, magistrados, funcionarios que podían hacer la vida más fácil a Raúl Jiménez. El glamour y el chanchullo.

—¿Ha encontrado a quien buscaba? —preguntó la señora Jiménez desde atrás.

Ya no llevaba el abrigo, sino un suéter negro, y se apoyaba en una silla. Tenía los ojos rojos a pesar de haberse retocado el maquillaje.

—Lamento que haya tenido que verlo —dijo él, indicando con un gesto de la cabeza el televisor.

—Me lo había advertido —reconoció ella, sacando un paquete de Marlboro Lights del bolsillo del suéter y encendiendo uno con un Bic que cogió de la mesa.

Tiró el paquete sobre la mesa, ofreciéndole uno. Él lo rechazó con la cabeza. Falcón estaba acostumbrado a ese ritual de calibramiento. No le importaba. Además le daba tiempo.

Vio a una mujer aproximadamente de su misma edad y muy arreglada, quizá demasiado. Llevaba muchas sortijas en los dedos y sus uñas eran demasiado largas y demasiado rosas. Los pendientes sobresalían de los lóbulos de las orejas y resplandecían bajo la rubia corona del pelo. El maquillaje, incluso teniendo en cuenta que era un trabajo de reparación, era exagerado. El cárdigan era lo único sencillo en ella. El vestido negro habría estado bien de no haber terminado en un dobladillo de encaje que, más que evocar aflicción, situaba el sexo curiosamente en primer plano. Tenía los hombros rectos, el pecho alto y un cuerpo lleno pero sin grasas excesivas. La forma en que los músculos de su cuello sostenían la laringe y los músculos de sus pantorrillas, que se perfilaban debajo de las medias negras, delataba el régimen de gimnasio. Era guapa sin ser hermosa.

Ella veía a un hombre con el cuerpo en forma y un traje de buen corte, con una buena mata de pelo prematuramente gris, pero en la cabeza de una persona que jamás pensaría en devolverle su negro original. Un hombre que llevaba zapatos con cordones y, por la pulcritud de los nudos, pensó que no debía desabrocharse la americana muy a menudo. El pañuelo que le sobresalía del bolsillo del pecho siempre estaría allí, pero nunca lo usaría. Se imaginó que tenía muchas corbatas y que siempre llevaba una, incluso los fines de semana, o hasta en la cama. Vio a un hombre contenido, apuntalado y bien atado. No hablaba demasiado, lo cual podía ser una actitud profesional, pero ella creía que no. No vio a un sevillano, al menos uno típico.

—Doña Consuelo, antes ha dicho que usted y su marido tenían pocos secretos.

—Deberíamos sentarnos —dijo ella, señalándole la silla del escritorio de su marido con los dedos que sostenían el cigarrillo y girándola con cierta destreza.

Se sentó rápidamente, se apoyó en uno de los brazos de la silla y cruzó las piernas de modo que el dobladillo de encaje le subió por la pantorrilla.

—¿Está casado, inspector jefe?

—Esta es una investigación del asesinato de su marido —contestó él, inexpresivamente.

—Tiene que ver.

—Estuve casado —dijo él.

Ella fumó y se contó los dedos con el pulgar.

—No era necesario que me dijera eso —comentó ella—. Bastaba con decir que sí.

—No deberíamos perder el tiempo con juegos —dijo él—. Cada hora que pasa nos aleja más de la muerte de su esposo. Estas horas son importantes. Son mucho más importantes que las horas de los próximos días.

—¿Se ha separado de su esposa? —preguntó ella.

—Doña Consuelo…

—Seré rápida —dijo ella, e intentó apartar el humo que se había formado entre ellos.

—Estamos separados.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace dieciocho meses.

—¿Cómo la conoció?

—Es fiscal. La conocí en el Palacio de Justicia.

—Vaya, una unión entre cazadores de la verdad —dijo ella, y Falcón intentó detectar ironía.

—No avanzamos, doña Consuelo.

—Yo creo que sí.

—Podría estar satisfaciendo su curiosidad…

—Es algo más que curiosidad.

—Está dando la vuelta al procedimiento. Soy yo el que debería saber más de usted.

—Saber si maté a mi esposo —dijo ella— o lo hice matar.

Silencio.

—Mire, inspector jefe, acabará por saberlo todo de nosotros, excavará en nuestras vidas. Examinará minuciosamente los negocios de mi marido, descubrirá detalles desagradables, sus películas porno, sus prostitutas baratas, sus cigarrillos baratos.

Se inclinó y recogió el paquete de Celtas, pero luego lo lanzó sobre la mesa con tanta fuerza que cayó en el regazo de Falcón.

—Y no me dejará en paz. Seré su primer sospechoso. Ha visto aquella cosa horrible —dijo, señalando el televisor con la mano.

—Calle Río de la Plata número 17.

—Exactamente. Mi amante, inspector jefe. También se pegará a él, sin duda.

—¿Cómo se llama? —preguntó él, sacando el bolígrafo y el cuaderno de notas por primera vez; por fin se ponían a trabajar.

—Es el tercer hijo del marqués de Palmera. Se llama Basilio Tomás Lucena.

¿Detectó un deje de orgullo? Lo apuntó.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y seis, inspector jefe —dijo ella—. Ha empezado antes de que pudiera terminar.

—Estamos avanzando.

—¿Ella conoció a otro?

—¿Quién?

—La fiscal.

—Esto no es…

—¿Conoció a alguien?

—No.

—Eso es duro —dijo ella—. Creo que es más duro.

—¿El qué? —preguntó él, enfadándose instantáneamente consigo mismo por haber mordido el anzuelo.

—Que lo deje porque prefiera estar sola.

Eso lo hirió como una aguja ardiendo. Se recuperó gradualmente.

La señora Jiménez echó un vistazo a la habitación, como si fuera la primera vez que entraba allí.

—¿Sabía que su marido tomaba Viagra? —preguntó él.

—Sí.

—¿Lo sabía su médico?

—Supongo que sí.

—Debía de ser consciente del riesgo que representaba para un hombre de setenta años.

—Era fuerte como un toro.

—Había adelgazado.

—Ordenes del médico. Colesterol.

—Debía de ser muy disciplinado.

—Yo era disciplinada por él, inspector jefe.

—Pensaba que siendo restaurador…, con tanta comida alrededor…

—Yo contrato y controlo a todo el personal de los restaurantes —dijo ella—. Corrían el riesgo de ser despedidos si le daban aunque fuera una miga.

—¿Tuvo que despedir a muchos?

—Son sevillanos, inspector jefe, y como sin duda sabe pocas veces se toman nada en serio. Tuve que despedir a tres antes de que lo comprendieran.

—Yo soy sevillano.

—Entonces es que ha estado fuera mucho tiempo a juzgar por su… seriedad.

—Estuve doce años en Barcelona y cuatro en Zaragoza y en Madrid antes de volver aquí.

—Suena como si lo hubieran degradado.

—Mi padre estaba enfermo. Pedí el traslado para estar cerca de él.

—¿Se recuperó?

—No. No llegó a ver el nuevo milenio.

—Nos habían presentado, inspector jefe —dijo ella, apagando el cigarrillo.

—Pues no me acuerdo.

—En el funeral de su padre —aclaró ella—. Estamos hablando de Francisco Falcón.

—Antes le parecía imposible —dijo él, pensando: «A ver cómo reacciona ahora».

—¿Era a él a quien buscaba en las fotografías? —preguntó ella, y él asintió con la cabeza—: No lo encontrará aquí. No era el tipo de celebridad que le gustaba a Raúl. Su padre no frecuentaba nuestros restaurantes. No creo ni que los conociera. Yo asistí al funeral porque lo conocía. Tengo tres cuadros suyos.

Se imaginó a su padre con Consuelo Jiménez. A su padre le gustaban las mujeres atractivas, sobre todo si le compraban sus estúpidos cuadros…, pero ¿esta? Tal vez aquella le había interesado. La mujer estupenda que vestía de un modo algo vulgar, tenía una lengua afilada y una intuición igualmente aguda. Las personas que normalmente compraban aquellos cuadros solían intentar hacer algún comentario «inteligente» acerca de ellos, cuando no había nada inteligente que decir. Consuelo Jiménez no lo habría hecho. Ella habría encontrado algo diferente que decir a su padre, quizás habría hecho una observación personal, incluso podría haber insinuado una opinión, algo que la mayoría no se atrevía a hacer ante el poderoso halo de su fama colosal. Sí. Y su padre habría picado. Sin duda.

—¿Entonces usted estaba plenamente involucrada en los negocios de su marido? —preguntó.

—¿Qué fue de la casa de la calle Bailén?

—Ahora vivo yo allí —contestó él—. Entonces sabría si su marido tenía enemigos.

—¿Sólo?

—Igual que él —respondió Falcón—. Su marido… podría haber pisado algún callo al abrirse paso en el mundo de los negocios. Seguramente hay personas que querrían…

—Sí, hay personas por ahí que se alegrarían de verlo muerto, especialmente aquellos a los que corrompió y que ahora están libres del peso de su obligación.

Hizo un gesto despreciativo con el dedo hacia el extremo de la exposición fotográfica.

—Si sabe algo… podría ayudarnos.

—No me haga caso. Bromeaba —dijo ella—. De haber habido alguna corrupción, yo no lo habría sabido. Yo llevaba los restaurantes. Diseñaba los interiores. Organizaba los adornos florales. Supervisaba que los productos de la cocina fueran de la mejor calidad. Pero, como puede imaginar, incluso sin conocer a mi marido, no tenía contacto con una sola peseta de dinero contante y sonante, ni tenía relaciones con los poderes legales o de otro tipo que permitían a Raúl construir, le concedían permisos, y que procuraban que no se presentaran… circunstancias imprevistas.

—Entonces es posible que…

—Poco probable, inspector jefe. Si algo de eso va mal, el mal olor corre enseguida por los restaurantes y a mis oídos no llegó nada que oliera tan mal.

Falcón decidió que ya había dejado divagar bastante a aquella mujer. Ya iba siendo hora de que entendiera lo que había ocurrido. Hora de que dejara de considerar aquel asunto como algo que no le concernía. Hora de ponerla al día.

—En este momento están efectuando la autopsia a su marido. A su debido tiempo tendremos que ir al Instituto Anatómico Forense para que usted identifique el cadáver. Podrá ver personalmente que el asesinato de su marido fue extraordinario, lo más extraordinario que he visto en todos mis años de trabajo.

—Ya pude ver parte del trabajo del asesino, inspector jefe. Para espiar de ese modo a una familia hay que estar profundamente perturbado.

—Usted pudo ver los últimos minutos de la cinta cuando llegó. Quizá no era consciente de lo que estaba viendo —dijo el inspector—. Su esposo se entretenía con una prostituta aquí ayer por la noche. El asesino lo filmó. Creemos que se introdujo en el piso mucho antes, hacia la hora del almuerzo, utilizando el equipo elevador de la empresa de mudanzas, y que estaba aquí escondido, esperando el momento.

Ella abrió mucho los ojos. Buscó los cigarrillos y encendió uno; se frotó la frente con la mano.

—Ayer por la tarde estuve aquí con los niños antes de ir al Hotel Colón —dijo mientras se levantaba y caminaba junto a la mesa.

—Encontramos a su esposo sentado en una silla como esta —siguió Falcón, sin dejar de mirarla—. Sus antebrazos, tobillos y cabeza estaban atados con un cable. Estaba descalzo porque le habían metido los calcetines en la boca. Lo obligaron a mirar algo en la pantalla, algo tan horrible para él que forcejeó con todas sus fuerzas para no verlo.

Mientras lo decía se le ocurrió que aquello sólo era una media verdad. El horror de la pantalla podía haber sido el principio, pero lo que había impulsado a Raúl Jiménez a forcejear compulsivamente fue la angustia de descubrir que un loco le había cortado los párpados. Después de aquello debió de darse cuenta de que no tenía nada que perder y habría peleado como un perro hasta que el corazón le falló.

—¿Qué lo obligaron a ver? —preguntó ella, desorientada—. Yo no vi…

—Lo que usted vio era horrible hasta cierto punto para ustedes personalmente. Que te acechen es angustioso, pero por eso nadie forcejearía hasta el punto de automutilarse.

La mujer se sentó muy erguida, con las rodillas juntas como una niña buena. Se inclinó hacia delante y se agarró las espinillas como si quisiera abrazarse.

—No puedo pensar —dijo ella—. No se me ocurre nada así.

—A mí tampoco —admitió Falcón.

Ella dio una calada al cigarro y soltó el humo como si la asqueara. Falcón buscaba cualquier indicio de fingimiento.

—No puedo pensar —repitió ella.

—Tiene que pensar, doña Consuelo, porque tiene que repasar todos los minutos que pasó con Raúl Jiménez más todo lo que sabe de su vida antes de conocerlo y tiene que contárnoslo todo…, contármelo y entonces quizás entre los dos podremos encontrar la pequeña rendija…, la…

—¿La pequeña rendija?

Falcón se quedó en blanco. ¿De qué rendija estaba hablando? De una abertura. Un punto débil. Pero ¿para ver qué?

—Podríamos encontrar algo que nos diera un punto de partida —dijo él—. Sí, un punto de partida.

—¿De qué?

—De lo que su marido temía —dijo Falcón, al tiempo que perdía el hilo.

—No tenía nada que temer. En su vida no había nada peligroso.

Falcón se sumió en sus pensamientos. ¿Miedo? ¿En qué pensaba? ¿Qué podía explicar el miedo de aquel hombre?

—Su marido tenía ciertos… gustos —siguió Falcón, tocando el paquete de Celtas con los dedos—. Estamos en una de las fincas residenciales más prestigiosas de Sevilla, o al menos lo era hace quince años…

—Que fue cuando compramos el piso —dijo ella—. A mí nunca me gustó.

—¿Y adónde iban a mudarse?

—A Heliópolis.

—Otra zona residencial cara —apuntó Falcón—. Tiene cuatro de los restaurantes más famosos de Sevilla, frecuentados por los ricos, poderosos y famosos. Sin embargo…, Celtas, que él fumaba quitándoles el filtro. Sin embargo…, prostitutas baratas que recogía en La Alameda.

—Eso era una novedad. Hace unos dos años…, desde que…, desde que apareció la Viagra. Antes de eso estuvo tres años impotente.

—Sus gustos en cuestión de tabaco probablemente se remontan a una época en que no tenía dinero. ¿Cuándo fue eso?

—No lo sé, nunca hablaba de ello.

—¿De qué ambiente procedía?

—Tampoco hablaba nunca de ello —contestó la mujer—. Los españoles no tenemos un pasado tan glorioso que su generación se regodeara en él.

—¿Qué sabe de sus padres?

—Los dos han muerto.

Consuelo Jiménez ya no lo miraba a los ojos. Sus fríos ojos azules vagaban por la habitación.

—¿Cuándo se conocieron?

—En la Feria de Abril de 1989. Un amigo común me invitó a su caseta. Él bailaba muy bien sevillanas…, no las habituales payasadas de los hombres. Lo llevaba dentro. Hacíamos buena pareja.

—Usted tendría treinta y pocos años. Y él, más de sesenta.

Ella fumó con ganas y apagó el cigarrillo. Se acercó a la ventana, donde se convirtió en una silueta oscura contra el cielo azul y brillante. Se cruzó de brazos.

—Sabía que pasaría esto —dijo finalmente, con la boca contra el frío cristal—. Las preguntas. Las indiscreciones. Por eso quería saber algo de usted primero. No quería vomitar toda mi vida en la maquinaria policial, que encierra vidas en unos cuantos folios, que no da espacio al matiz o la ambigüedad, para la cual no existen grises sino blancos y negros, que sólo tiene ojos para lo negro.

Se volvió. Falcón se agitó en su asiento, intentando colocarse de modo que le pudiera ver la cara. Encendió la lámpara de la mesa y se puso a estudiar a Consuelo Jiménez bajo esa luz más cálida. Quizá la dureza inicial de que había hecho gala era lo que había aprendido viviendo y trabajando con Raúl Jiménez. La ropa, las joyas, las uñas, el pelo: quizás así era como Raúl Jiménez la quería y ella lo llevaba como una armadura.

—Mi trabajo es llegar a la verdad —apuntó él—. Hace más de veinte años que trabajo en esto. En este tiempo, yo… y la ciencia policial hemos desarrollado centenares de técnicas para ayudarnos a encontrar la verdad demostrable. Me gustaría poder decirle que ahora es una ciencia exacta, que es realmente científica, pero no puedo, porque, como la economía, otra disciplina denominada ciencia, las personas están involucradas y cuando las personas están involucradas existe variabilidad, imprevisibilidad, ambivalencia… ¿Se tranquiliza así su inquietud, doña Consuelo?

—Tal vez al fin y al cabo su trabajo no sea tan diferente del de su padre.

—No la comprendo.

—Olvídelo —dijo ella—. Me preguntaba por mi marido. Cómo nos conocimos. La diferencia de edad.

—Simplemente me parece raro que una mujer atractiva de treinta y pocos años…

—… se ate a un viejo sapo como Raúl ——terminó ella—. Seguramente podría inventarme algo plausible acerca de la estabilidad emocional y económica que puede ofrecer un hombre mayor, pero creo que hemos llegado a un acuerdo, ¿verdad, inspector jefe? Y se lo diré. Raúl Jiménez me persiguió sin descanso. Me acosó, me presionó y me suplicó. No paró hasta que dije «sí». Y después de meses de evitar esa palabra, y de decir «no, no, no», en cuanto lo dije… me liberé.

—¿De qué tenía que liberarse?

—Imagino que habrá conocido la decepción —aventuró ella—. Por ejemplo, cuando su mujer lo abandonó. ¿Cuántos años tenía ella, por cierto?

—Treinta y dos —dijo él, sin molestarse en resistir sus digresiones.

—¿Y usted?

—Entonces cuarenta y cuatro.

La mujer se sentó en la butaca de piel, cruzó las piernas y se balanceó de lado a lado.

—Como ya habrá deducido, no soy sevillana —dijo ella—. Hace quince años que vivo aquí pero no soy una de ellos. Soy madrileña. De hecho, procedo de un pueblo de Extremadura, al sur de Plasencia. Mis padres se marcharon de allí cuando yo tenía dos años. He vivido siempre en Madrid.

»En 1984, yo trabajaba en una galería de arte y me enamoré de uno de los clientes, el hijo de un duque. No lo aburriré con los detalles…, sólo le diré que quedé embarazada. Él me dijo que no podíamos casarnos y me dio dinero para que fuera a Londres a abortar. Nos separamos en el aeropuerto de Barajas y desde entonces sólo lo he vuelto a ver en las páginas del ¡Hola! Me trasladé a Sevilla en 1985. Ya había estado aquí de vacaciones. Me gustaba la alegría de la ciudad. Después de cuatro años, y no mucha alegría, si he de ser sincera, conocí a Raúl. Estaba a punto para Raúl. La decepción me había preparado para él.

—Tal como lo dice, parece como si él estuviera loco por usted. Ha tenido tres hijos de él. Parece que le gusta su trabajo. Como usted misma ha dicho, su decisión de aceptarlo finalmente debió de simplificarle las cosas.

Ella se acercó a la mesa y rebuscó por los cajones hasta que encontró un montón de fotografías en blanco y negro; las repasó rápidamente, eligió una y se la colocó en el pecho.

—Así fue —dijo ella—, hasta que vi esto.

Le alargó la fotografía. Falcón miró primero la fotografía y luego a la mujer, y otra vez la fotografía.

—De no ser por la peca que ella tenía sobre el labio superior no podría distinguirnos, ¿verdad, inspector jefe? —preguntó ella—. Aunque parece que ella era un poco más bajita que yo.

—¿Quiénes?

—La primera esposa de Raúl —dijo ella—. Ya lo ve, inspector jefe, una Consuelo es siempre una Consuelo.

—¿Qué fue de ella?

—Se suicidó en 1967. Tenía treinta y cinco años.

—¿Algún motivo?

—Raúl dijo que sufría una depresión. Era su tercer intento. Se tiró al Guadalquivir; no del puente, sino de la orilla, lo que siempre me ha parecido una forma insólita de suicidarse —explicó ella—. Ni atiborrarse de somníferos, ni cortarse brutalmente las venas de las muñecas, ni saltar desde un piso alto cuando todos pueden verte, sino simplemente dejarse caer.

—Como una basura.

—Sí, algo así —asintió ella—. De hecho, Raúl no me contó nada de esto. Lo supe por un amigo suyo de la época de Tánger.

—Yo viví de pequeño en Tánger —dijo Falcón, incapaz de resistir otra no coincidencia—. ¿Cómo se llama el amigo de su marido?

—No me acuerdo. Fue hace diez años y desde entonces he conocido a demasiada gente, por el trabajo de los restaurantes.

—¿Su esposo tenía hijos de aquel matrimonio?

—Sí. Dos. Un chico y una chica. Ahora tienen cincuenta años o casi. Lo de su hija sí es interesante. Un año más o menos después de casarnos llegó una carta de un lugar llamado San Juan de Dios.

—Es una institución mental en las afueras de Madrid, en Ciempozuelos.

—Como sabe cualquier madrileño —dijo ella—. Pero cuando le pregunté a Raúl, se inventó una historia absurda hasta que le presenté directamente una factura de la institución y tuvo que confesarme que su hija estaba internada allí desde hacía más de treinta años.

—¿Y el hijo?

—No lo conozco. Raúl no quería hablar del asunto. Se cerraba en banda. Era un capítulo cerrado. No se hablaban. No sé ni dónde vive, pero supongo que ahora tendré que descubrirlo.

—¿Sabe cómo se llama?

—José Manuel Jiménez.

—¿Y el segundo apellido?

—Bautista, sí, y la madre tenía un nombre curioso: Gumersinda.

—¿Los dos hijos nacieron en Tánger?

—Supongo que sí.

—Lo buscaré en el ordenador.

—Ya me lo imagino —comentó ella.

—¿Su marido hablaba alguna vez de su época de Tánger?

—Eso fue hace muchos años. Estamos hablando de los años cuarenta y cincuenta. Creo que se marchó poco después de la independencia, en 1956. No creo que se instalara directamente aquí, pero no estoy segura. Lo único que sé es que en 1967, cuando su esposa se suicidó, él vivía en un ático de una de las fincas de la plaza de Cuba. En aquel entonces eran pisos nuevos.

—Y cercanos al río.

—Sí, ella debió de contemplar mucho ese río —dijo ella—. Puede ser un poco hipnotizador un río, de noche, negro; y las aguas que se mueven lentamente no parecen tan peligrosas.

—¿Qué sabe de las relaciones de su marido?

—Llámelo Raúl, inspector jefe.

—¿Qué sabe de las relaciones empresariales y personales de Raúl entre, pongamos, la muerte de su primera esposa y la Feria de 1989, cuando ustedes se conocieron?

—Eso es historia antigua, inspector jefe. ¿Cree que es relevante?

—No, no lo creo, es para situarme. Tengo que aprenderme una vida en una mañana. Tengo que situar a una víctima en su contexto para tener posibilidades de descubrir un motivo. Las personas que son asesinadas casi siempre lo son por alguien que conocen.

—O creían conocer.

—Exactamente.

—El asesino nos conocía, por supuesto. La familia feliz, los Jiménez.

—Sabía algo.

Sin más ni más, su cara se desmoronó, se echó a llorar en sollozos desesperados y se inclinó hacia delante. Falcón se le acercó, no muy seguro de lo que había que hacer en aquella situación. Ella lo notó y levantó una mano. Falcón le alcanzó una caja de pañuelos de papel, patoso como un mal camarero. Ella volvió a apoyarse en el respaldo de la silla, jadeando, con los ojos negros y brillantes.

—Me preguntaba por sus relaciones personales y empresariales —dijo ella, mirando hacia la ventana.

—Tenía cuarenta y cuatro años cuando su primera esposa murió. No creo que estuviera veinte años sin…

—Por supuesto que hubo mujeres —interrumpió ella brutalmente, tal vez enfadada con él por su curiosidad y su torpeza—. No sé cuántas. Supongo que muchas, pero ninguna duró. Muchas vinieron a verme…, la ganadora del afecto de Raúl. Muchas tenían las uñas preparadas, dispuestas a arañar con todo su despecho. ¿Sabe cómo me enfrenté a ellas, inspector jefe? Dándoles la satisfacción de pensar que yo no era más que una fulana tonta. Una cursi más. Eso las hizo felices. Se sentían superiores. Pronto me dejaron en paz. Algunas son buenas amigas mías ahora… en un sentido sevillano.

—¿Y sus negocios?

—No se dedicó a los restaurantes hasta el auge turístico de los años ochenta, cuando la gente empezó a descubrir que en España había algo más que la Costa del Sol. Al principio era una distracción. Era una persona muy sociable y le parecía que podía sacar partido de ello. Empezó con el restaurante de El Porvenir para sus amigos ricos, luego el de Santa Cruz para los turistas, y después el grande de la plaza de la Alfalfa. Después de casarnos abrió dos más en la costa y el año pasado abrió el de La Macarena.

—¿De dónde salió el dinero para empezar?

—Hizo mucho dinero en Tánger después de la segunda guerra mundial, cuando era un puerto franco. En aquella época había miles de empresas radicadas allí. Incluso tuvo su propio banco y una constructora. Entonces era un buen lugar para hacerse rico fácilmente, y estoy segura de que lo sabe.

—Era muy pequeño. No tengo recuerdos del lugar —contestó Falcón.

—Puso una empresa consignataria de buques en Sevilla en los años sesenta. Creo que incluso tuvo una fábrica de prensado de acero una temporada. Luego se metió en inmobiliarias y se asoció con la empresa constructora Hermanos Lorenzo, pero disolvió la sociedad en 1992.

—¿Fue una separación amistosa?

—Los Lorenzo son clientes asiduos de los restaurantes. Solíamos ir con los niños a su casa de Marbella todos los veranos hasta que Raúl se cansó.

—Por consiguiente cree que desde la muerte de su primera esposa y los problemas mentales de su hija no ha habido mayores problemas en la vida de Raúl.

Ella calló durante un rato, mientras miraba por la ventana y balanceaba el zapato con los dedos del pie.

—Empiezo a creer que Raúl era la quintaesencia de lo español, quizá también la quintaesencia de lo sevillano. ¡La vida es una fiesta! —dijo, y alargó las manos en dirección al recinto de la Feria—. Era tal como lo ve en las fotografías. Sonriente. Feliz. Encantador. Pero era una fachada, inspector jefe. Era una fachada para disimular su absoluta desdicha.

—Tal vez también un antídoto —replicó él; pero no estaba de acuerdo con ella: él también era español y no se consideraba desdichado.

—No, un antídoto no, porque su alegría no contrarrestaba nada. Nunca puso remedio a su situación esencial, que era, créame, de absoluta desdicha.

—¿Y nunca llegó a comprender por qué?

—Él no quería que lo supiera y yo no quería saberlo. Pronto se dio cuenta de que, por mucho que yo fuera el sustituto visual de su esposa, no era su clon. Después de perseguirme sin descanso, era incapaz de amarme. De hecho creo que lo hice aún más desdichado al recordárselo constantemente. Sin embargo, mantuvo su parte del trato, tengo que reconocerlo.

—¿En qué consistía?

—Él no quería más hijos y yo los deseaba mucho. Le dije que no me casaría con él si no podía tener hijos. De modo que… copulamos, creo que esta es la palabra exacta, en las tres ocasiones necesarias. Con el pequeño casi no lo conseguimos. Aquellos eran los días anteriores a la Viagra.

—Y luego conoció a Basilio Lucena.

—Todavía no he terminado de contar lo de los niños —dijo ella, cortante—. Después de decir que no quería más hijos, sin embargo se dedicó a ellos con devoción y se mostraba increíble y obsesivamente protector con ellos. Estaba siempre pendiente de su seguridad. Procuraba que siempre fueran a recogerlos a la escuela. Nunca iban a ninguna parte solos. Ni siquiera podían jugar sin vigilancia. ¿Ha visto la puerta principal de este piso? La pusieron cuando nació el pequeño. Dentro de la puerta hay seis cerrojos de acero, que se van cerrando con cada vuelta de llave. Ni siquiera en la oficina tenemos una puerta como esa y allí guardamos una caja fuerte.

—Por las noches ¿quién cerraba la puerta habitualmente?

—Él. A menos que estuviera fuera y entonces me llamaba a la una o las dos de la madrugada para preguntarme si lo había hecho.

—¿Habría cerrado la puerta estando solo?

—Estoy segura de que sí. Siempre repetía que debíamos convertirlo en un acto rutinario para no olvidarnos nunca.

—¿Alguna vez le preguntó la razón de este comportamiento tan obsesivo?

—Me conmovía que se preocupara tanto por los niños.

Ramírez llamó a Falcón al móvil. Había terminado con los mozos de la mudanza. Le había costado un buen rato hacerlos hablar, pero finalmente habían reconocido que se habían ido a almorzar dejando el elevador porque todavía les faltaba bajar una cómoda. Habían dicho que el elevador no funcionaba sin el motor del camión en marcha, pero que la plataforma tenía raíles, que eran como una escalera. En cuanto bajaron la cómoda, nadie volvió a entrar en el piso. Falcón le ordenó que fuera a ver las cintas con Fernández y el conserje, y colgó.

—Me gustaría hablar de Basilio Lucena —dijo.

—No hay nada que decir.

—¿Tenían planes?

—¿Planes?

—Su marido era un hombre mayor. ¿No se les ocurrió que…?

—No, jamás. Basilio y yo lo pasamos bien juntos. Tenemos relaciones sexuales, por supuesto, pero no es una gran pasión. No nos amamos.

—Pensaba en el hijo del duque que ha mencionado antes.

—Aquello era diferente —dijo ella—. No tengo ninguna intención de profundizar en mi relación con Basilio. De hecho, creo que incluso la terminaré.

—No me diga.

—Creía que usted, teniendo un padre famoso, comprendería cómo se posarán en mí los ojos de la sociedad. Hablarán y pensarán mal, no será muy diferente de las sospechas que tiene usted como servidor del estado. Será muy frívolo… pero también perverso, y tengo que proteger a mis hijos.

—¿Es usted o su esposo el que tiene enemigos?

—Se me considera una persona poco merecedora de lo que tengo, una aprovechada, alguien que no habría llegado a ninguna parte de no ser por Raúl Jiménez. Pero ya verán —dijo ella, con la mandíbula tensa—. Ya verán.

—¿Estaba al corriente del contenido del testamento de su marido?

—Nunca lo vi firmarlo, pero conocía sus intenciones —contestó ella—. Nos lo dejaba todo a mí y a los niños y habría algún fondo para su hija, su hermandad y su obra de caridad favorita.

—¿Cuál era?

—Nuevo Futuro, y lo que le interesaba en particular eran los niños de la calle.

—¿Los niños de la calle?

—¿Por qué no?

—La gente tiene sus razones para subvencionar obras de caridad. Una esposa muere de cáncer y el marido dona dinero para la investigación del cáncer.

—Me dijo que había empezado a contribuir después de un viaje por Centroamérica. Se emocionó con el sufrimiento de los huérfanos causados por las guerras civiles en aquellos países.

—Quizás él también quedó huérfano en la guerra civil.

La mujer se encogió de hombros. El bolígrafo de Falcón jugueteó sobre el cuaderno de notas, donde la palabra «putas» estaba subrayada.

—¿Y las prostitutas? —preguntó, lanzando la palabra a la habitación—. No ha visto la parte de la cinta donde se filmó a su marido frecuentando La Alameda. Podría haberse pagado algo mejor en un entorno más seguro. ¿Por qué cree…?

—No me pregunte por qué los hombres van con prostitutas —dijo ella, y luego—:… Por su desdicha, supongo.

—Y sobre esto no puede aportar nada.

—Las personas sólo hablan de estas cosas si quieren, y si saben cómo. Lo que tanto había afligido a mi marido posiblemente estaba tan profundamente soterrado que ni siquiera él se daba cuenta de que estaba allí. Era su estado natural. ¿Cómo se empieza a hablar de una cosa así?

Las palabras de Consuelo Jiménez hicieron entrar en trance a Falcón. Su mente volvió a las primeras horas de la investigación y sintió de nuevo aquel miedo: un principio de pánico. Estaba en el pasillo, como el asesino, sus pisadas y las del asesino se acercaban a la pared vacía con el clavo solitario iluminado por la luz de la sala del horror. Luego la cara, y los ojos en la cara, y la angustia aterrorizada de lo que habían visto.

—Don Javier —dijo ella, sin utilizar su título, lo que lo hizo volver a la realidad.

—Perdóneme, por favor —pidió él—. Me he despistado. Estaba en otra parte.

—No parecía un buen lugar donde estar —dijo ella.

—Estaba repasando algunos datos mentalmente.

—Entonces es que ha visto cosas horribles. Usted mismo ha dicho que el asesinato de Raúl era el más extraordinario de su carrera.

—Sí, lo he dicho, pero esto no tenía nada que ver —puntualizó él, casi a punto de confesarse, lo cual no le pareció nada propio del inspector jefe del Grupo de Homicidios.