Capítulo 2

Jueves, 12 de abril de 2001

Edificio Presidente, Los Remedios, Sevilla

El juez Esteban Calderón firmó el levantamiento del cadáver, que había puesto al descubierto otra prueba susceptible de ser guardada en una bolsa. Debajo del cuerpo se encontró un pedazo de trapo de algodón que aún olía a cloroformo.

—Un error —dijo Falcón.

—¿Inspector jefe? —preguntó Ramírez, junto a él.

—El primer error en una operación planificada.

—¿Y los pelos, inspector jefe?

—Si estos pelos pertenecen al asesino…, su pérdida fue un accidente. Pero fue un error dejar un trapo empapado en cloroformo. Durmió a Raúl Jiménez con cloroformo, no quiso guardarse el trapo en el bolsillo, lo tiró sobre la silla y luego colocó a don Raúl encima. No volvió a verlo y se le olvidó.

—No es una pista tan importante…

—Es una indicación de la persona a la que nos enfrentamos. Se trata de una mente cuidadosa pero no profesional. Puede haber sido descuidado en otros aspectos, por ejemplo, el lugar donde obtuvo el cloroformo. Quizá lo compró en Sevilla, en un laboratorio médico o una tienda de productos de laboratorio, o lo robó de un hospital o una farmacia. El asesino ha pensado obsesivamente en lo que quiere hacerle a la víctima, pero no en todos los detalles necesarios para hacerlo.

—Se ha localizado e informado a la señora Jiménez. Un coche acompañará a sus hijos a casa de su tía en San Bernardo y la traerá a ella sola.

—¿Cuándo va a hacer la autopsia el forense? —preguntó Falcón.

—¿Quiere estar presente? —inquirió Calderón, jugueteando con su móvil—. Dijo que iba a hacerla inmediatamente.

—No especialmente —dijo Falcón—. Sólo quiero los resultados. Tengo mucho que hacer aquí. Esta película, por ejemplo. Creo que todos deberíamos ver la película de La familia Jiménez antes de que llegue la señora Jiménez. ¿Hay alguien más de la brigada, inspector?

—Fernández está hablando con el conserje, inspector jefe.

—Dígale que recoja las cintas de las cámaras de seguridad, las vea con el conserje y anote a todas las personas que este no reconozca.

Ramírez fue hacia la puerta.

—Y otra cosa… que alguien investigue los hospitales, laboratorios y tiendas de material médico a ver si se vendió cloroformo a alguna persona extraña o si le han desaparecido frascos. Y también instrumental quirúrgico.

Falcón empujó el mueble del televisor hasta su posición habitual en un rincón del estudio. Calderón se sentó en la butaca de piel y Falcón enchufó el aparato. Ramírez se quedó junto a la silla del cadáver, que estaba envuelto en plástico, preparado para ser trasladado a los laboratorios de la policía científica. Murmuró algo por el móvil. Calderón sacó la cinta, la inspeccionó, la volvió a meter y apretó la tecla de rebobinado.

—Los hombres de la mudanza siguen aquí, inspector jefe.

—Ahora no hay nadie que pueda hablar con ellos. Que esperen.

Calderón apretó «play». Todos se sentaron y miraron en el silencio precintado del piso vacío.

La cinta empezaba con una imagen de la familia Jiménez saliendo del Edificio Presidente. Raúl y Consuelo Jiménez, cogidos del brazo. Ella llevaba un abrigo de piel hasta los tobillos y él, un abrigo de color caramelo. Los niños iban vestidos iguales, de verde y borgoña. Caminaban directamente hacia la cámara, que estaba al otro lado de la calle, y giraban en la calle Asunción. La película mostraba luego al mismo grupo familiar con una ropa diferente, en un día soleado, saliendo de El Corte Inglés de la plaza del Duque de la Victoria. Cruzaban la calle hacia la plaza, que estaba llena de puestos de venta de bisutería y chales, CD, bolsas y carteras de piel. El grupo desaparecía en el Marks & Spencer’s. El grupo familiar volvía a verse una y otra vez, y dos de los tres hombres ya intentaban disimular los bostezos, en centros comerciales, fiestas en la playa, de paseo por la plaza de España y el parque de María Luisa.

—¿Nos está diciendo que ha hecho los deberes? —preguntó Ramírez.

—Es espantosamente aburrido —dijo Falcón, sin pensarlo, porque en realidad se sentía curiosamente fascinado por la cambiante dinámica del grupo familiar en las distintas situaciones.

Le atraía la idea de la familia, sobre todo una como aquella, que parecía feliz, y cómo sería tener una, lo que lo llevó a pensar por qué él había fracasado estrepitosamente en ese ámbito.

Un cambio de dirección de la película lo despejó. Era el primer fragmento de la cinta en el cual la familia no aparecía como grupo. Raúl Jiménez y sus hijos estaban en el estadio de fútbol del Betis en un día que este jugaba contra el Sevilla, a juzgar por las bufandas: un derbi local.

—Lo recuerdo —dijo Calderón.

—Perdimos cuatro a cero —apuntó Ramírez.

—Ustedes perdieron —dijo Calderón—. Nosotros ganamos.

—No me hable —gimió Ramírez.

—¿Usted de qué equipo es, inspector jefe? —preguntó Calderón.

Falcón no reaccionó. No le interesaba. Ramírez miró por encima del hombro, incómodo en su presencia.

La cámara volvía al Edificio Presidente. Consuelo Jiménez sola, entrando en un taxi. Luego pagando el taxi junto a una calle con árboles en la acera, esperando un momento a que el coche se marchara antes de cruzar la calle y caminar hacia una casa.

—¿Dónde es eso? —preguntó Calderón.

—Él nos lo dirá —dijo Falcón.

Una serie de tomas de Consuelo Jiménez llegando a la misma casa en días diferentes, vestida de modo diferente. Luego el número de la casa: 17. Y el nombre de la calle: Río de la Plata.

—Eso está en El Porvenir —dijo Ramírez.

—Esto es el futuro —dijo Calderón—. Creo que tenemos un amante.

Un plano de noche y la parte trasera de un gran Mercedes Clase E con matrícula de Sevilla. La imagen se mantenía un momento.

—No plantea muy bien el argumento —opinó Calderón, que rápidamente había alcanzado su umbral de aburrimiento.

—Suspense —dijo Falcón.

Finalmente, Raúl Jiménez salía del coche, lo cerraba y se apartaba de la luz de las farolas para adentrarse en la oscuridad. Plano de una hoguera en la noche, figuras de pie alrededor de las llamas. Mujeres en minifalda, algunas enseñando las ligas y la parte alta de las medias. Una de ellas se volvía, se inclinaba y acercaba el trasero al fuego.

Raúl Jiménez aparecía a un lado de la hoguera. Seguía una discusión inaudible. Volvía al Mercedes, con una de las mujeres tras él tropezando con sus altos tacones en el suelo desigual.

—Eso es La Alameda —dijo Ramírez.

—Lo más barato para Raúl Jiménez —intervino Falcón.

Jiménez empujaba a la chica al asiento trasero, protegiéndole la cabeza como si fuera una sospechosa de la policía. Luego echaba un vistazo a su alrededor antes de entrar tras ella. El plano mostraba la puerta trasera del Mercedes, y se veían sombras en movimiento tras el cristal. Apenas un minuto después, Jiménez bajaba del coche, se subía la cremallera y alargaba un billete a la chica, que lo cogía. Jiménez se colocaba en el asiento del conductor. El coche se marchaba. La chica escupía con fuerza en el suelo, se aclaraba la garganta y volvía a escupir.

—Sí que ha sido rápido —comentó Ramírez, como era de esperar.

Seguían más planos de la noche. La pauta era la misma, hasta que un cambio brusco de escena situaba la cámara en un pasillo iluminado por una luz que procedía de una puerta abierta en el fondo a la izquierda. La cámara avanzaba por el pasillo gradualmente, mostraba un cuadrado más claro en la pared del fondo con un clavo encima. Los tres hombres se quedaron petrificados de golpe, conscientes de que estaban mirando el pasillo junto a la habitación donde estaban. La mano de Ramírez hizo un gesto en aquella dirección. La cámara temblaba. El suspense aumentó y los tres hombres se agitaron ante el horror de lo que podían estar a punto de ver. La cámara llegaba hasta la luz, el micrófono recogía unos gemidos procedentes de la habitación, un estremecimiento, el lloriqueo de alguien que sufría un terrible tormento. Falcón quería tragar saliva pero su garganta se negaba. No tenía saliva.

—Joder —dijo Ramírez, para romper la tensión.

La cámara ofrecía una panorámica y se internaba en la habitación. Falcón estaba tan espantado que casi esperaba verse a sí mismo sentado allí con los otros dos, mirando la televisión. Primero la cámara enfocaba el televisor, que con el movimiento mostraba ondas y pestañeos, se distinguían bien pero el gráfico acto de una mujer masturbando y haciendo una felación a un hombre cuyas nalgas desnudas se apretaban y relajaban sucesivamente.

La cámara pasaba a un plano más amplio y Falcón pestañeó ante la confusión de sonido y las imágenes esperadas. Raúl Jiménez estaba arrodillado en la alfombra persa y miraba la pantalla del televisor, con las puntas de la camisa colgando a los lados, los calcetines puestos y los pantalones en un montón detrás de él. A cuatro patas delante de él había una chica con el pelo largo y negro, cuya cabeza inmóvil decía a Falcón que miraba a un punto fijo, con la cabeza en otra parte. Emitía los consabidos ruiditos alentadores. Luego su cabeza empezó a girar y la cámara enfocó alocadamente fuera de la habitación.

Falcón se puso de pie y se golpeó los muslos contra el borde de la mesa.

—Estaba aquí —dijo—. Estaba…, por Dios, estuvo aquí todo el tiempo.

Ramírez y Calderón se sobresaltaron en sus asientos ante el estallido de Falcón. Calderón se pasó la mano por el pelo, claramente trastornado. Miró a la puerta desde la que la cámara había estado enfocando la habitación. A Falcón se le disparó la cabeza, ya no sabía qué veía. Imagen o realidad. Se sobresaltó, dio un paso atrás, intentó borrar la visión que tenía en su mente. Había alguien en el umbral. Falcón cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos. Conocía a aquella persona. El tiempo se ralentizó. Calderón cruzó la habitación con la mano alargada.

—Señora Jiménez —dijo—. Soy el juez Esteban Calderón, mi más sentido pésame.

Presentó a Ramírez y a Falcón, y la señora Jiménez, con bastante dignidad, entró en la habitación como si pisara un muerto. Dio la mano a todos los hombres.

—No la esperábamos tan pronto —dijo Calderón.

—No había mucho tráfico —contestó ella—. ¿Lo he sobresaltado, inspector jefe?

Falcón se serenó y borró de su cara los restos de su anterior agitación.

—¿Qué estaban mirando? —preguntó, controlando la situación, como debía de tener por costumbre.

Ellos miraron la pantalla, blanca y con ruido de estática.

—No la esperábamos… —empezó Calderón.

—Pero ¿qué era, señor juez? Es mi casa. Me gustaría saber qué estaban mirando en mi televisor.

Mientras Calderón aguantaba el chaparrón, Falcón se dedicó a observar, y aunque estaba seguro de no conocerla, sí que conocía a las de su clase. Era la clase de mujer que se habría presentado en casa de su padre, cuando el gran hombre todavía estaba vivo, para comprarle una de sus últimas obras. No las obras especiales que lo habían hecho famoso. Todo aquello se había vendido hacía tiempo a coleccionistas americanos y museos de todo el mundo. Estas querían comprar su obra sevillana, más económica, detalles de casas: una puerta, una cúpula de iglesia, una ventana, un balcón… Ella habría sido una de aquellas mujeres con gusto, con marido riquísimo o no detrás, que querían su tajada del viejo.

—Estábamos mirando un vídeo que se ha encontrado en el piso —aclaró Calderón.

—No será uno de los… —dijo ella, con una vacilación perfecta para darles a entender que no era necesario pronunciar la palabra «porno» o «sucio»— de mi marido. No teníamos muchos secretos… y la verdad es que he visto los últimos segundos de lo que estaban mirando.

—Era un vídeo, doña Consuelo —explicó Falcón—, que el asesino de su marido dejó en la casa. Nosotros somos tres agentes de policía que nos encargaremos de la investigación de la muerte de su marido y he considerado importante que viéramos la cinta lo antes posible. De haber sabido que usted aparecería tan pronto…

—¿Lo conozco, inspector jefe? —preguntó ella—. ¿Nos habían presentado?

La mujer se volvió de cara a Falcón, con el abrigo largo de piel abierto y un vestido negro debajo. Nadie la pillaría vestida de forma inadecuada en ninguna ocasión. Le proyectó toda la fuerza de su atractivo. No llevaba el pelo rubio tan repeinado como en la foto de la mesa pero los ojos parecían más grandes, más azules y más gélidos en persona. Sus labios, que controlaban y manipulaban su voz dominante, estaban perfilados con una línea oscura por si acaso uno era tan tonto para pensar que su tierna y flexible boca podía ser desobedecida.

—No lo creo —contestó Falcón.

—Falcón… —dijo ella, tocándose los anillos de los dedos mientras lo estudiaba de arriba abajo—. No, sería absurdo.

—¿Qué sería absurdo, si me permite, doña Consuelo?

—Que un hijo del artista Francisco Falcón fuera el inspector jefe del Grupo de Homicidios de Sevilla.

«Lo sabe», pensó él. «No sé cómo pero lo sabe».

—Así pues, esta película… —prosiguió ella, dirigiéndose a Ramírez, echándose el abrigo hacia atrás y colocándose los puños en la cintura.

Los ojos de Calderón se posaron un instante en sus pechos antes de centrarse en Falcón por encima del hombro izquierdo de ella. Falcón meneó la cabeza lentamente.

—No creo que deba verla, doña Consuelo —dijo el joven juez.

—¿Por qué? ¿Es violenta? No me gusta la violencia —replicó ella, sin dejar de mirar fijamente a Ramírez.

—Físicamente no —dijo Falcón—. Creo que le parecería una agresión a su intimidad.

El vídeo rechinó. Seguía en marcha. La señora Jiménez recogió el mando de un extremo de la mesa y rebobinó la cinta. Apretó «play». Ninguno de los hombres intervino. Falcón se volvió para verle la cara. Ella empequeñeció los ojos, apretó los labios y se mordió la parte interior de la mejilla. Fue abriendo los ojos a medida que la película muda avanzaba. Se le aflojaron las facciones, el cuerpo retrocedió apartándose de la pantalla cuando empezó a darse cuenta de lo que estaba mirando, al ver a sus hijos y a sí misma como objeto de estudio del asesino de su esposo. Cuando llegó al final de su primer viaje en taxi, a lo que ahora sabían que era la calle Río de la Plata 17, paró la cinta, tiró el mando sobre la mesa y salió muy rígida de la habitación. Los hombres se mantuvieron en silencio hasta que oyeron a la señora Jiménez vomitando, gimiendo y escupiendo en su baño de mármol con luces halógenas.

—Deberían habérselo impedido —dijo Calderón, pasándose otra vez la mano por el pelo, como si quisiera compartir la responsabilidad.

Los dos policías no dijeron nada. El juez miró su complicado reloj y dijo que se marchaba. Quedaron para después de comer, a las cinco, en los Juzgados, para presentar los hallazgos iniciales.

—¿Ha visto la fotografía del extremo, junto a la ventana? —inquirió Falcón.

—¿La de León y Bellido? —preguntó Calderón—. Sí, la he visto y si vuelve a mirar verá que también hay una del magistrado juez decano de Sevilla. Spinola, ojos de halcón en persona.

—Este caso va a ser muy delicado —dijo Ramírez. Calderón se pasó el móvil de una mano a otra, lo guardó en el bolsillo y se marchó.