Jueves, 12 de abril de 2001
Edificio Presidente, Los Remedios, Sevilla
Había empezado en el momento en que él había entrado en la sala y había visto aquella cara.
Había recibido la llamada a las 8:15 de la mañana, cuando se preparaba para salir de casa: un cadáver, posible asesinato, y la dirección.
Semana Santa. Parecía justo que hubiera al menos un asesinato en Semana Santa, aunque eso no tendría ningún efecto en las multitudes que seguirían las procesiones diarias de Vírgenes meciéndose en sus pasos, camino a la catedral.
Sacó el coche de la enorme casa de la calle Bailén que había pertenecido a su padre. Los neumáticos traquetearon sobre los adoquines de las calles estrechas y desiertas. La ciudad, renuente a despertarse en cualquier época del año, estaba especialmente tranquila a aquella hora durante la Semana Santa. Entró en la plaza frente al Museo de Bellas Artes. Las casas encaladas, con bordes ocres, estaban en silencio tras las altas palmeras, los dos enormes ficus y los altos jacarandas, que todavía no habían florecido. Abrió la ventanilla a la mañana todavía fresca por el rocío de la noche y se dirigió al Guadalquivir y la avenida de árboles del paseo de Cristóbal Colón.
Mientras pasaba junto a las puertas rojas de la Puerta del Príncipe de la fachada barroca de la Plaza de Toros de La Maestranza, donde estaban a punto de celebrarse las primeras corridas de la semana anterior a la Feria de Abril, pensó que se sentía bastante satisfecho.
Últimamente, aquello era lo más próximo a la felicidad que experimentaba y le duró hasta que dobló a la derecha pasada la Torre del Oro y, dejando el casco antiguo de la ciudad a su espalda, cruzó el río, que estaba cubierto de neblina en la luz temprana de la mañana. En la plaza de Cuba se desvió de su ruta habitual para ir al trabajo y entró en la calle Asunción. Más tarde intentaría volver a capturar aquellos momentos porque serían los últimos de lo que hasta entonces había creído una vida bastante satisfactoria.
El nuevo y jovencísimo juez de guardia, que lo esperaba en el impoluto vestíbulo de mármol blanco del piso grande y caro de Raúl Jiménez, en la sexta planta del Edificio Presidente, intentó advertirlo. De eso se acordaba.
—Prepárese, inspector jefe —dijo.
—¿Para qué? —había preguntado Falcón.
Durante el incómodo silencio que siguió, el inspector jefe Javier Falcón había escrutado atentamente los detalles superficiales del traje del juez de guardia, que le pareció italiano o de algún famoso diseñador español, quizás Adolfo Domínguez. Caro para un joven juez como Esteban Calderón, de treinta y seis años y apenas un año de antigüedad.
La aparente falta de interés de Falcón hizo que Calderón decidiera no querer parecer ingenuo ante el inspector jefe del Grupo de Homicidios de Sevilla, que tenía cuarenta y cinco años y había pasado veinte viendo asesinatos en Barcelona, Zaragoza y Madrid, y ahora en Sevilla.
—Ya lo verá —dijo, con un encogimiento nervioso de hombros.
—¿Procedo, pues? —preguntó Falcón, manteniendo el procedimiento correcto ante un juez, con el que no había trabajado nunca antes.
Calderón asintió y le comunicó que la Policía Científica acababa de entrar en la casa y que él podía empezar a hacer las observaciones iniciales de la escena del crimen.
Falcón cruzó el pasillo que partía del vestíbulo hacia el estudio de Raúl Jiménez mientras pensaba que debía prepararse pero sin saber cómo. Se paró en la puerta de la sala y frunció el ceño. La habitación estaba vacía. Se volvió hacia Calderón, que en ese momento le daba la espalda y dictaba algo a la secretaria del juez mientras el médico forense escuchaba. Falcón miró en el comedor; también lo encontró vacío.
—¿Se estaban mudando? —preguntó.
—Ya lo ve, inspector jefe —dijo Calderón—, el único mobiliario que queda en el piso es una cama en una de las habitaciones de los niños y el estudio completo del señor Jiménez.
—¿Significa eso que la señora Jiménez ya está en la nueva casa con los niños?
—No estamos seguros.
—Mi ayudante, el inspector Ramírez, debería llegar dentro de poco. Mándemelo enseguida.
Falcón siguió caminando por el pasillo consciente de repente de cada paso que daba sobre el pulido parqué del piso vacío. Tenía los ojos fijos en un clavo en la pared vacía, al final del pasillo, debajo del cual había un cuadrado menos marcado que los demás, donde probablemente había habido un espejo o un cuadro.
Se puso un par de guantes de goma, se los encajó bien en las muñecas y flexionó los dedos. Entró en el estudio, dejó de mirarse los guantes, levantó la vista y topó con la cara horripilante de Raúl Jiménez, que lo miraba fijamente.
Y entonces fue cuando todo empezó.
No es que después mirara atrás y se diera cuenta de que aquel había sido un momento decisivo. El cambio no fue sutil. Una diferencia en la química corporal tiene sus recursos para hacerse notar inmediatamente. Las manos le sudaron dentro de los guantes y la frente justo en la línea del pelo. El tenso ritmo de su corazón se detuvo y empezó a tener dificultades para extraer oxígeno del aire. Inspiró y espiró durante varios segundos y tuvo que pellizcarse la garganta para intentar respirar con más normalidad. Su cuerpo le decía que había algo que temer, mientras su cerebro le indicaba otra cosa.
Su cerebro estaba haciendo las habituales observaciones racionales. Los pies de Raúl Jiménez estaban descalzos y sus tobillos, atados a las patas de la silla. Algunos muebles estaban fuera de lugar y rompían el orden del conjunto de la habitación. Las marcas en la cara alfombra persa mostraban la posición normal de la butaca. El cable de la televisión y el vídeo estaba tensado al máximo porque el mueble con ruedas estaba a varios metros de distancia de su posición normal en la pared de un rincón. Una bola de ropa, que parecía consistir en unos calcetines empapados de saliva y sangre, estaba tirada en el suelo junto al escritorio. Las ventanas de cristales dobles estaban cerradas y las cortinas, corridas. Encima de la mesa había un gran cenicero de esteatita lleno de colillas aplastadas y filtros enteros y limpios que habían sido separados de los cigarrillos de un paquete de Celtas situado al lado. Tabaco barato. El más barato. Un tabaco barato para Raúl Jiménez, dueño de cuatro de los restaurantes más frecuentados de Sevilla, junto con dos más en Sanlúcar de Barrameda y El Puerto de Santa María, en la costa. Un tabaco barato para Raúl Jiménez en su piso de noventa millones de pesetas de Los Remedios, con vistas al recinto de la Feria, con fotografías de celebridades colgadas de la pared detrás de su escritorio revestido de cuero. Raúl con el Cordobés. Raúl con la presentadora de televisión Ana Rosa Quintana. Raúl, Dios santo, con un cuchillo detrás de un jamón que debía de ser un Pata Negra de la mejor calidad, porque a su lado estaban Antonio Banderas y Melanie Griffith, la cual parecía anonadada ante la pezuña hendida que le apuntaba directamente al pecho derecho.
El sudor no se detuvo sino que se extendió por todas partes. Por el labio superior, los riñones, la axila, hasta descender a la cintura. Sabía lo que estaba haciendo. Estaba disimulando, autoconvenciéndose de que en aquella habitación hacía calor, de que el café que acababa de tomar… No había tomado café.
La cara.
Para ser un muerto era una cara que tenía presencia. Como los santos de El Greco cuyos ojos nunca te dejaban en paz.
¿Lo estaban siguiendo?
Falcón se movió hacia un lado. Sí. Luego hacia el otro. Qué tontería. Eran trucos de la mente. Se serenó, cerró el puño enguantado en látex.
Saltó por encima del cable tensado desde la pared hasta el televisor y el vídeo y se colocó detrás de la butaca del muerto. Miró hacia el techo y después bajó la mirada hacia el pelo lanoso de Raúl Jiménez. La parte de atrás de la cabeza estaba enmarañada, negra y roja, donde había chocado repetidamente contra el escudo de armas tallado en el respaldo de la silla. La cabeza seguía atada con cable a la silla. Al principio, el cable debía de estar muy tenso pero Jiménez lo había aflojado un poco con su forcejeo. El cable se había introducido profundamente en su carne por debajo de la nariz y había subido hasta cortar el material cartilaginoso del tabique e incluso se lo había serrado hasta el hueso del puente de la nariz. La nariz le colgaba fuera de la cara. El cable también le había penetrado en la carne de las mejillas al menear la cabeza de lado a lado.
Falcón apartó la vista del perfil e inmediatamente vio toda la cara reflejada en la pantalla apagada del televisor. Parpadeó, deseoso de cerrar aquellos ojos fijos, que, incluso reflejados, resultaban penetrantes. Su estómago se revolvió ante la idea de las imágenes de horror que lo habían llevado a hacerse aquello. ¿Estarían todavía allí, impregnadas en la retina, o aún más adentro, en su cerebro, en alguna forma cubista digitalizada?
Meneó la cabeza, poco habituado a que pensamientos descontrolados como aquel interfirieran en su frialdad investigadora. Se movió un poco para ver de frente la cara espeluznante, aunque no del todo porque el mueble del televisor y el vídeo estaba pegado a las rodillas del hombre y, en aquel momento, Javier Falcón experimentó su primera flaqueza física. No podía doblar las piernas. Ninguno de los habituales mensajes motores podía superar el pánico creciente de su pecho y su estómago. Hizo lo que el juez de guardia había aconsejado y miró por la ventana. Notó la luz de la mañana de abril, recordó el desasosiego que sintió al vestirse en la oscuridad detrás de las persianas bajadas, la inquietud que había dejado tras sí un largo y solitario invierno con demasiada lluvia. Tanta que incluso él había notado cómo los parques de la ciudad florecían imitando la densidad de la selva y el esplendor de una rica exposición botánica. Miró hacia el recinto de la Feria, que dentro de dos semanas se transformaría en una Sevilla entoldada llena de casetas y marquesinas, para la sesión semanal de comer, beber fino y bailar sevillanas hasta el amanecer. Respiró hondo y acumuló fuerzas para enfrentarse a la cara de Raúl Jiménez.
El horrible efecto de la mirada fija lo producían los glóbulos oculares del hombre, que sobresalían de la cabeza como si tuviera un problema de tiroides. Falcón echó un vistazo a las fotos. Jiménez no tenía los ojos salidos en ninguna de ellas. Eso lo causaba… Sus sinapsis se tambaleaban como coches que chocaran en cadena. El glóbulo ocular visible. La sangre en la cara. La coagulación en la mandíbula. ¿Y eso? ¿Qué eran aquellas cosas delicadas en la parte delantera de la camisa? Pétalos. Cuatro. Pero gruesos, exóticos, carnosos como orquídeas, con aquellos finos filamentos, como papamoscas. Pero ¿pétalos?…, ¿allí?
Retrocedió, tropezó con el cable del televisor y lo arrancó del enchufe, levantó el borde de la alfombra y cayó al suelo de parqué. Retrocedió sobre las palmas de las manos y los pies hasta que dio con la pared y se sentó con las piernas estiradas, los muslos doloridos y los zapatos inclinados hacia el suelo.
Los párpados. Dos superiores. Dos inferiores. Nada podía haberlo preparado para aquello.
—¿Se encuentra bien, inspector jefe?
—¿Es usted, inspector Ramírez? —preguntó, incorporándose despacio y con torpeza.
—La policía científica está preparada para entrar.
—Haga venir al médico forense.
Ramírez desapareció del marco de la puerta. Falcón se sacudió para serenarse. Apareció el médico forense.
—¿Ha visto que a este hombre le han cor…, le han eliminado los párpados?
—Claro, inspector jefe. El juez de guardia y yo teníamos que comprobar que estaba muerto. He visto que le habían extraído los párpados y… lo tengo todo anotado. La secretaria también lo ha anotado. No es fácil pasarlo por alto.
—No, no, no tenía ninguna duda…, sólo me ha sorprendido que no me lo comentaran.
—Creo que el juez Calderón estaba a punto de decírselo, pero…
El médico forense meneó la cabeza calva.
—Pero ¿qué?
—Creo que se lo impidió el respeto por su experiencia en estas lides.
—¿Tiene alguna opinión sobre la causa y la hora de la muerte? —preguntó Falcón.
—La hora, hacia las cuatro o cuatro y media de la madrugada. La causa, en fin…, vamos a ver, el hombre tenía setenta años, le sobraban unos quilos, fumaba mucho y encima les quitaba el filtro a los cigarrillos y, como buen restaurador, se tomaba sus vasos de vino. Incluso a un hombre joven y en forma le habría resultado difícil sobrevivir a estas heridas, a este dolor físico y mental. Ha muerto de paro cardíaco, de eso estoy seguro. La autopsia lo confirmará…, o no.
El médico forense se calló, azorado por la imperturbabilidad de la expresión de Falcón y molesto por la tontería que había dicho al final. Salió del umbral, que inmediatamente fue ocupado por Calderón y Ramírez.
—Empecemos —dijo Calderón.
—¿Quién llamó a los servicios de urgencia? —preguntó Falcón.
—El conserje —contestó Calderón—. Después de que la criada…
—¿Después de que entrara la criada, hallara el cuerpo, saliera corriendo del piso y bajara en ascensor a la planta baja…?
—… y aporreara histéricamente la puerta del piso del conserje —acabó Calderón, irritado por la interrupción de Falcón—. Le ha costado un buen rato entenderla y luego ha llamado al 091.
—¿El conserje ha subido?
—No hasta que llegó el primer coche patrulla y la policía sellara la escena del crimen.
—¿La puerta estaba abierta?
—Sí.
—Y la criada…, ¿dónde está ahora?
—En el Hospital de la Virgen de la Macarena, sedada.
—Inspector Ramírez…
—Diga, inspector jefe…
Todos los intercambios entre Falcón y Ramírez empezaban así. Era la forma que tenía Ramírez de recordar al inspector jefe que se había trasladado desde Madrid y le había quitado el puesto que él siempre había asumido que sería suyo.
—Dígale al subinspector Pérez que vaya al hospital y en cuanto la criada se… ¿Cómo se llama?
—Dolores Oliva.
—En cuanto se recupere… le pregunte si ha visto algo raro… Bueno, usted ya sabe lo que tiene que preguntar. Y pregúntele cuántas vueltas tuvo que dar a la llave en la cerradura para abrir la puerta y cuáles fueron exactamente sus movimientos antes de encontrar el cadáver.
Ramírez repitió la orden al subinspector.
—¿Han encontrado ya a la señora Jiménez y a los niños? —preguntó Falcón.
—Creemos que están en el Hotel Colón.
—¿En la calle Bailén? —inquirió Falcón.
Era el hotel de cinco estrellas donde se alojaban los toreros; estaba apenas a cincuenta metros de su…, de la casa de su difunto padre: una coincidencia que no era tal.
—Hemos mandado un coche —respondió Calderón—. Me gustaría terminar con el levantamiento del cadáver cuanto antes y llevármelo al Instituto Anatómico Forense antes de que llegue la señora Jiménez.
Falcón asintió con la cabeza y Calderón los dejó trabajar. Los dos miembros de la Policía Científica, Felipe, de cincuenta y tantos años, y Jorge, que rayaba los treinta, entraron murmurando «buenos días». Falcón miró el enchufe del televisor en el suelo y decidió no comentar su traspié. Ellos fotografiaron la habitación y entre los dos empezaron a reconstruir un escenario: Jorge tomó las huellas dactilares a Jiménez y Felipe buscó huellas en el mueble del televisor y el vídeo y en los dos estuches que había encima. Decidieron cuál era su posición normal y que Jiménez debía de ver la televisión habitualmente desde una gran butaca de piel cuya base giratoria dejó al descubierto una marca circular en el parqué al levantarla. El asesino había inmovilizado a Jiménez, había girado la butaca de piel, que no le servía para su propósito, y había movido una de las sillas de respaldo alto para poder hacer girar el cuerpo con un solo movimiento. A continuación, había atado las muñecas de Jiménez a los brazos de la silla, le había quitado los calcetines de los pies, se los había metido en la boca y le había atado los tobillos. Después había desplazado la silla balanceándola sobre las patas hasta encontrar la posición ideal.
—Sus zapatos están aquí debajo —dijo Jorge, señalando con la cabeza debajo del escritorio—. Un par de mocasines de color marrón rojizo con borlas.
Falcón señaló un pedazo de parqué más gastado delante de la butaca de piel.
—Le gustaba quitarse los zapatos, sentarse delante del televisor y lustrar el suelo de madera con los pies.
—Viendo películas porno —dijo Felipe, espolvoreando uno de los estuches—. Esta se llama Cara o culo I.
—¿Y la posición de la silla? —preguntó Jorge—. ¿Por qué movió los muebles?
Javier Falcón caminó hacia la puerta, se volvió y extendió los brazos abiertos hacia los forenses.
—Impacto máximo.
—Un auténtico showman —asintió Felipe, meneando la cabeza—. En este otro estuche pone La familia Jiménez en letras rojas inclinadas y hay una cinta en el aparato con el mismo título y la misma letra.
—No me parece muy terrorífico —replicó Falcón, y todos miraron la cara ensangrentada y aterrorizada de Jiménez antes de seguir con su trabajo.
—A él no le gustó el programa —dijo Felipe.
—No se debe mirar si no se puede soportar —apuntó Jorge desde debajo del escritorio.
—A mí nunca me ha gustado el terror —dijo Falcón.
—A mí tampoco —reconoció Jorge—. No soporto toda esa…, esa…
—¿Esa qué? —preguntó Falcón, sorprendido de su propio interés.
—No lo sé…, la normalidad, esa portentosa normalidad.
—Todos necesitamos un poco de miedo para estimularnos —dijo Falcón, mirándose la corbata roja y el sudor que volvía a caerle de la frente.
Jorge se golpeó la cabeza contra la parte interior del escritorio y se oyó un golpe sordo.
—Joder. ¿Sabe lo que es esto? —preguntó Jorge, retrocediendo para salir de debajo del escritorio—. Esto es un pedazo de la lengua de Raúl Jiménez.
Los tres hombres se callaron un momento.
—Guárdelo —ordenó Falcón.
—No encontraremos huellas —dijo Felipe—. Estos estuches están limpios, como el vídeo, el televisor, el mueble y el mando. Ese tipo se preparó para el trabajo.
—¿Tipo? —preguntó Falcón—. Todavía no hemos hablado de eso.
Felipe se colocó unos lentes de aumento ante la cara y empezó a inspeccionar minuciosamente la alfombra.
Falcón estaba asombrado por la actitud de los dos forenses. Estaba seguro de que no habían visto nada tan horripilante en toda su vida profesional, al menos en Sevilla. No obstante parecían tan… Sacó del bolsillo un pañuelo perfectamente planchado en forma de cuadrado y se secó la frente. No, el problema no lo tenían Felipe y Jorge. Lo tenía él. Ellos se comportaban así porque así era como se comportaba él normalmente y les había dicho que era la forma correcta de trabajar en una investigación de asesinato. De manera fría. Objetiva. Sin apasionamiento. Se oyó a sí mismo en la sala de conferencias de la academia diciendo que el trabajo de un detective era un trabajo objetivo.
¿Qué era diferente en el caso de Raúl Jiménez? ¿Por qué aquel sudor en una mañana fresca y clara de abril? Sabía cómo lo llamaban a sus espaldas en la Jefatura Superior de la calle Blas Infante. El Lagarto. Le gustaba pensar que era por su rigidez física, por sus rasgos pasivos, su tendencia a mirar a las personas con intensidad mientras las escuchaba. Inés, su exesposa, su recién divorciada esposa, le había aclarado aquel malentendido. «Eres frío, Javier Falcón. Eres un tipo frío. No tienes corazón». Y esto que retumba en mi pecho ¿qué es? Se golpeó la solapa de la americana con el pulgar y se descubrió a sí mismo con los dientes apretados mientras Felipe lo miraba con sus ojos de pez de acuario desde el nivel de la alfombra.
—He encontrado un pelo, inspector jefe —dijo—. De treinta centímetros.
—¿De qué color?
—Negro.
Falcón se acercó al escritorio y miró la fotografía de la familia Jiménez. Consuelo Jiménez llevaba un abrigo de piel que le llegaba a los pies y el pelo rubio recogido sobre la cabeza en una especie de pastel, mientras sus tres hijos miraban con sonrisa forzada a la cámara.
—Guárdelo —dijo, y llamó al médico forense.
En la fotografía, Raúl Jiménez, junto a su esposa, sonreía con sus dientes de caballo, y sus mejillas eran tan flácidas que parecía más bien el padre de su esposa. Un matrimonio tardío. Dinero. Relaciones. Falcón examinó la sonrisa deslumbrante de Consuelo Jiménez.
—Estupenda alfombra —observó Felipe—. De seda. Mil nudos por centímetro. Un pelo muy espeso para que los muebles luzcan perfectamente encima.
—¿Cuánto cree que pesaba Raúl Jiménez? —preguntó Falcón al médico forense.
—Ahora mismo entre setenta y cinco y ochenta kilos, pero por la flacidez de su torso y su cintura diría que había llegado a pesar casi cien.
—¿Problemas cardíacos?
—Su médico lo sabrá, si no lo sabe su esposa.
—¿Cree que una mujer podría haberlo levantado de aquella butaca baja y haberlo puesto en aquella silla de respaldo alto?
—¿Una mujer? —preguntó el médico forense—. ¿Cree que una mujer puede haberle hecho esto?
—No le he preguntado eso, doctor.
El médico forense perdió su cordialidad: Falcón le había hecho sentir idiota por segunda vez.
—He visto a enfermeras que levantaban hombres más pesados. Hombres vivos, por supuesto, que es más fácil…, pero supongo que sí.
Falcón se dio la vuelta y dejó de prestarle atención.
—Si se trata de enfermeras, pregúntele a Jorge, inspector jefe —dijo Felipe, con el trasero levantado, prácticamente oliendo la alfombra.
—Cállate —ordenó Jorge, harto de la bromita.
—Dicen que se trata de un juego de caderas —dijo Felipe— y del contrapeso de las nalgas.
—Eso son sólo teorías, inspector jefe —replicó Jorge—. Nunca ha podido experimentarlo de forma práctica.
—¿Y tú qué sabes? —preguntó Felipe, incorporándose, agarrando una imaginaria grupa y dándole unas rápidas embestidas con la ingle—. Yo también fui joven.
—Y no te comías un rosco —dijo Jorge—. En tu época eran todas unas estrechas.
—Las españolas sí —asintió Felipe—. Pero yo soy de Alicante. Benidorm estaba a cuatro pasos. Y las inglesas de los sesenta y los setenta…
—En tus sueños —dijo Jorge.
—Sí, siempre he tenido sueños muy excitantes —admitió Felipe.
Los forenses rieron y Falcón observó cómo se inclinaban hacia el suelo, oliendo como cerdos en busca de bellotas, con el fútbol y el sexo luchando por la supremacía en su cerebro. Le resultaban vagamente repugnantes y se volvió a mirar las fotografías de la pared. Jorge señaló a Falcón con la cabeza y murmuró la palabra «mariquita» a Felipe.
Volvieron a reírse. Falcón no les hizo caso. Su mirada, al igual que cuando miraba un cuadro, se desvió hacia los márgenes del despliegue fotográfico. Se apartó de la sección central de celebridades y encontró una foto de Raúl Jiménez en la cual apoyaba los brazos en los hombros de dos hombres más altos y corpulentos que él. El de la izquierda era el jefe superior de la policía de Sevilla, el comisario Fermín León, y el de la derecha el fiscal jefe Juan Bellido. Falcón sintió una presión sobre los hombros y se estremeció.
—¡Ajá! Esto sí que es algo —dijo Felipe—. Este sí. Un pelo púbico, inspector jefe. Negro.
Los tres hombres se volvieron simultáneamente hacia la ventana porque habían oído voces sofocadas tras los cristales dobles y el sonido mecánico de un ascensor. Tras la baranda del balcón aparecieron dos hombres con monos azules, uno con el pelo negro y largo atado en una coleta y el otro cortado al uno y con un ojo morado. Estaban gritando al equipo que maniobraba el elevador desde dieciocho metros más abajo.
—¿Quiénes son estos idiotas? —preguntó Felipe.
Falcón salió al balcón, sobresaltando a los dos hombres de la plataforma, que estaba suspendida de una escalera que salía de un camión situado en la calle.
—¿Se puede saber quiénes son ustedes?
—Somos la empresa de mudanzas —dijeron, y se volvieron para mostrar unas letras amarillas grabadas en sus monos que decían: «Mudanzas Triana Transportes Nacionales e Internacionales».