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Lomas de San Juan

Amanecer del día 2 de julio de 1898, S/P

Juan Aznar provenía de una familia de ilustres marinos y jamás pensó que se vería envuelto en un combate típico de la infantería; estaba en la Armada por vocación y siempre creyó que si llegaba el momento de una acción de guerra, la viviría en algún lugar de un navío y no en una trinchera llena de lodo y sangre. Pero allí estaba; desde las 10 de la mañana del día anterior, junto con un centenar de marineros e infantes reforzando las posiciones mantenidas por el ejército de tierra. Bueno, por los soldados de infantería de los regimientos regulares Asia y Constitución, además de los voluntarios de Puerto Rico y los propios cubanos, incluida una compañía de bomberos de Santiago. Tras las bajas del día anterior, no más de setecientos supervivientes mantenían las posiciones. A su alrededor, los hombres velaban penosamente; sentíanse, todos, agotados hasta lo más profundo; se hubieran dejado caer en cualquier parte, dejado morir sin que nada les importara de puro cansancio como sufrían. Dos días casi sin dormir, una batalla librada durante horas contra fuerzas superiores y casi sin esperanza, un tercio de bajas que no se habían podido cubrir. Sin embargo allí estaban todavía; habían aguantado lo indecible pero ya no se podía más.

El capitán Patricio De Antonio, único oficial artillero ileso, le había confesado a Aznar que sólo le quedaban municiones para dos horas de fuego, ¡sin que en Santiago quedara ni un solo obús o granada más para sus piezas! Para los máuser de los defensores la cosa no era demasiado mejor, habían saqueado las cananas de los muertos y recibido unos paquetes extra durante la noche, pero no se podría aguantar una jornada como la del día anterior. Las ametralladoras Maxim de los barcos, y que fueron la clave de la derrota enemiga, estaban casi peor: cuarenta minutos de fuego por pieza. Las condiciones en las que la tropa se encontraba eran pavorosas; rendidos de sueño y cansancio, sin un rancho caliente que llevarse a la boca, con la ropa destrozada, buena parte de los hombres con el calzado hecho trizas, sin un lugar donde guarecerse de la lluvia o del sol.

En pocas palabras: si se producía un asalto de las dimensiones del sufrido el día 1, la línea podría aguantar una hora, quizá dos, después ya no habría nada con qué detener al enemigo salvo las bayonetas. Santiago estaría a merced de los yankees.

Aznar y Antonio oteaban la manigua desde los parapetos; el sol subía y comenzaba a disipar la niebla matinal. Ante ellos las laderas peladas que descendían hasta los campos de caña y los fangales que orillaban los arroyuelos del San Juan y el Aguadores; el espectáculo era penoso, decenas de cuerpos inmóviles tachonaban todo el espacio a la vista; en su frente nadie había logrado acercarse con vida a menos de treinta metros de la defensa. A un lado, a algo más de un kilómetro, la posición de la Caldera estaba cubierta por una neblina húmeda que parecía surgir del propio suelo; los combates allí también habían sido muy duros. El cañizal del fondo del valle ante ellos, más allá de las laderas, aparecía a trozos carbonizado, desde arriba ofrecía una imagen casi pictórica, con sus amarillos y verdes velados por la niebla, el agua y el fuego. Nada se movía; lo que sobrecogía a los dos hombres —y a cuantos aguardaban a su lado— era el silencio. En comparación con el amanecer del día 1, con su fragor terrible, con los miles de gritos, de roces, de estallidos y explosiones que vinieron en oleadas hasta sumergirlo todo, el silencio que vivían se les antojó sobrenatural.

El canto de un pájaro rompió el aire. Un cuco, o algo por el estilo. Aznar se quedó mirando estúpidamente a Antonio.

—Son exploradores nuestros, Juan —dijo el artillero respondiendo a su mirada—, si el sonido ese viene de abajo es buena señal, muy buena.

Pronto fueron varias decenas de hombres los que se abalanzaron sobre el parapeto en aquel sector; ansiosos, buscaban confirmar lo que el capitán Antonio había apuntado. Desde las trincheras otros cantores respondieron a los que se emboscaban en la manigua y se estableció un diálogo que a los marineros presentes se les antojaba imposible.

Tres hombres aparecieron abajo entre las alambradas y comenzaron la subida con tranquilidad. Sus uniformes eran españoles, los fusiles los llevaban en bandolera y parecían muy tranquilos, uno de ellos se volvió y animó a otros, aparentemente detrás, a que salieran al descubierto. Poco a poco surgieron de la espesura muchos más hombres, estos con las armas a la mano.

Era increíble. Unos veinte o veinticinco soldados del regimiento Constitución, inconfundibles, aparecieron escoltando a un nutrido grupo de norteamericanos prisioneros, la mayoría heridos. Formaban una columna en la que quizá cincuenta o sesenta hombres se ayudaban unos a otros a avanzar; muchos portaban sacos, cajas y mochilas. La tropa aquella se fue acercando, sortearon las alambradas y la multitud de cadáveres; llegaron a un tiro de piedra de las trincheras. Pronto se reconocieron los rostros y las sonrisas: no había engaño alguno, era lo que parecía, los fusiles cayeron.

Incontenible, un grito de júbilo estalló en centenares de pechos. Los defensores gritaban su alegría y su sorpresa; sin que nadie pudiera evitarlo, hombres desfallecidos unos segundos antes saltaban y bailaban de alegría, algunos marcharon al encuentro de los que venían y pronto aquello fue una fiesta. Pistola en mano, varios oficiales se vieron obligados a reconducir la situación; se formó un pasillo que permitió a los que llegaban del campo enemigo entrar en la posición.

Algo más tarde, Aznar recibió una visita. Un teniente del Constitución se acercó a su puesto, venía buscándole.

—Teniente Aznar, como ha visto, una descubierta ordenada esta noche por el general Linares ha regresado con algo más que buenas noticias.

El tipo aquel estaba disfrutando.

—El general le pide que regrese al mando de la flota con algunos de los prisioneros. Por lo visto se ha capturado a algunos hombres que pueden tener información vital sobre la situación en el campo enemigo.

—Pero ¿qué está pasando si puede saberse? Porque hace unas horas temíamos un ataque…

—Pasa, amigo mío, que los yankees se han retirado durante la noche hasta El Pozo y la línea del Camino Real. ¡Se ha roto el contacto con ellos!

Aznar y Antonio, quien se mantenía a su lado, cruzaron sus miradas Y se contuvieron; estaban a punto de abrazarse.

—El dogal se ha soltado, el hueso de ayer fue demasiado duro para ellos —continuaba el teniente—. El cerco se mantiene, pero a distancia, y si la descubierta ha sido tan fructífera sólo puede ser por una razón…

—Claro —terció el capitán Antonio—, que no es otra que la retirada de anoche resultó más desordenada de lo que suponemos. Ya no es previsible un ataque en las próximas horas o días. —Se volvió hacía Aznar—. Tuvo usted razón: al estrellarse su línea principal de avance con las posiciones que reforzamos ayer con sus hombres y material, les causamos más bajas de las que podían soportar en una sola jornada. Mereció la pena utilizar las reservas de obuses, han sido la diferencia entre estar aquí para contarlo o no…

Ese era el tema de conversación de todo el mundo. Aznar estaba ya cansado de oírlo. Recordaba que días atrás, Bustamante se jugó un Consejo de Guerra por desobedecer órdenes y marchar al frente con hombres y material que no le correspondían. Lo hizo y triunfó. A un general se le perdona la desobediencia si triunfa, si pierde… Sin Bustamante y sus ametralladoras Maxim navales, la Colina de la Caldera hubiera caído y con ella todo San Juan. Algo lógico, ¡cómo no haberlo hecho, cómo haber dejado las defensas sin el concurso de ese moderno armamento!, pero Aznar sabía que si no hubiera sido por el apoyo de Víctor Concas, Bustamante no habría conseguido de Cervera autorización para desmontarlas.

La noche que el mensajero llegó con las noticias del despliegue enemigo fue clave, sin aquella información y el empuje de las propuestas que realizó el desconocido sobre la necesidad del despliegue de armas quizá no se hubieran atrevido.

Pero lo hicieron y ganaron.

***

Aznar marchó hacia Santiago. Con una columna de marinos y prisioneros americanos, bajaron por las laderas que daban a la ciudad; a unos ochocientos metros se encontraba el fortín de La Canosa, última línea defensiva; tras ella se encontraba ya el caserío urbano. Atravesando el terreno entre las posiciones sufrió un escalofrío. Era un escenario endiablado, descubierto, en cuesta; muy difícil. Si San Juan hubiera caído, a ellos, a los marinos, les habría tocado intentar recuperar las Lomas desde allí. Imposible tarea, suspiró.

La noticia de la retirada americana dio nueva vida a la moribunda ciudad, los planes de evacuación de los civiles se suspendieron, La prioridad era ahora aprovechar el respiro, conseguir alimentos y reforzar las defensas.

Los hombres que llegaron de Manzanillo ese mismo día 2 eran unos tres mil y habían avanzado por doscientos kilómetros de terreno lleno de guerrillas cubanas, abriéndose paso a la bayoneta en una marcha que, ya se decía, había sido épica; lo cierto es que arribaron agotados y con pocas municiones. El mando de la plaza todavía no se creía que la fuerza enemiga se hubiera retirado del perímetro y retrocedido varios kilómetros, pero todo así lo indicaba.

Por su parte, sobre las dos de la tarde, el general Vara de Rey y sus hombres llegaron a Santiago tras haber sido relevados por unidades del Asia y el Constitución. Fueron recibidos con entusiasmo; los trescientos supervivientes del combate de El Caney resumían muy bien la posición de los defensores de todo Santiago. Mientras hubiera posibilidad de resistir lo harían con entereza y determinación. Vara de Rey no estaba dispuesto a rendir Santiago; antes de eso —y se ocupó muy bien de decirlo en público delante de Linares— hubiera evacuado a los civiles y tratado de forzar el cerco con todas las fuerzas disponibles. Su llegada fue un refuerzo moral tremendo.

Si las defensas terrestres habían aguantado el golpe y obtenido un respiro, el mando supremo de la flota no se había percatado todavía del cambio en la situación. El contraalmirante Cervera seguía empeñado en que su situación era desesperada. Tenía razón. A La Habana y luego a Madrid llegaron de inmediato las noticias de las victorias en las Lomas y en El Caney, pero el gobierno les dio poca importancia, no se apercibían del grado del desastre que acechaba al Cuerpo Expedicionario de Estados Unidos. Fue por ello que las órdenes de sacar los barcos de Santiago para evitar un vergonzoso hundimiento sin lucha o su apresamiento al caer supuestamente la ciudad se le hicieron llegar a don Pascual Cervera de inmediato. Las calderas fueron encendidas y los hombres llamados a bordo.

Cuanto se ganara en tierra, estaba a punto de perderse por mar.

***

En Dos Caminos, el puesto de mando de las fuerzas desembarcadas, comenzaron a concentrarse todos los marinos. Bustamante y Aznar se encontraron en el porche de la casa. Por encima de la graduación, don Joaquín se abrazó con su subordinado. Aznar tenía los ojos empañados por las lágrimas y cuantos contemplaron la escena tenían el corazón maltrecho. Todos allí habían viajado al encuentro de la muerte sin otra esperanza que cumplir con su deber, dispuestos al sacrificio último; ahora regresaban victoriosos, a tiempo de sucumbir inexorablemente en la nueva prueba que el destino les impondría al día siguiente a bordo de sus buques.

***

—Es hora, don Juan, de que el espía nos cuente cómo pudo saber con tanto detalle los puntos de avance enemigos… —dijo Bustamante.

—El capitán Baltar le mantiene arrestado en una casa de las cercanías de nuestro puesto. Ordené que se le internara allí la noche en que se acudió a los barcos para desmontar las ametralladoras —respondió Aznar.

Pocos hombres quedaban ya en tierra y Dos Caminos había sido ya evacuado. En unas horas tendría lugar la última reunión del Estado Mayor de la flota y en las primeras horas de la mañana siguiente la salida de la bahía. Pero algunos asuntos estaban todavía pendientes.

—No comprendo cómo podía estar tan seguro de cuándo y cómo. Es imposible, sólo los locos hablan con la certeza en sus labios de cosas que desconocen. Y también que nadie supiera lo que iba a ocurrir en la Colina de la Caldera —aseguró Bustamante.

Aznar no dijo nada. Había allí más de un loco, eso seguro. Por la convicción con la que habló un hombre desconocido, don Joaquín Bustamante se había jugado la carrera y la vida. Tras escuchar los argumentos de aquel que se presentara con el nombre de Enrique Alberdi, su jefe había adoptado como propia la estrategia propuesta. Se decía, comenzaba a extenderse el rumor, que Bustamante había sacado su revólver y amenazado a Cervera con pegarse un tiro en su presencia si no le autorizaba a desmontar las ametralladoras. Incluso parece —esto no es que lo pareciera, es que Aznar sabía seguro que era cierto pues él mismo lo había protagonizado— que soldados y marineros robaron la reserva de proyectiles de las piezas Krupp; las llevaron a la batería del capitán De Antonio en la misma colina de San Juan cuando el ataque americano estaba en su punto crítico. Al resistir los ataques La Caldera, el acceso a San Juan no estaba batido y se les pudo municionar sin peligro. Antonio no preguntó de dónde salieron aquellas cajas, las utilizó, ¡y de qué forma!

—Cuando salió ese hombre… —comenzó a decir Bustamante.

—Discúlpeme, pero ¿no cree usted en su historia, no cree usted que sea un oficial de marina venido con ese cometido tan…, tan especial? —le cortó Aznar.

—No sé qué pensar. Por su graduación deberíamos conocerle, no somos tantos en la Armada. ¿Le suena a usted su cara? No me creo esa parte de su historia, lo que no quita que no conociera la situación mejor que nosotros y que su estrategia, cómo se ha demostrado, fuera la única recomendable en estas circunstancias. Pero lo que le decía es que cuando salió de aquí me miró a los ojos y me dijo: «Recuerde: la salvación está en la Caldera».

—Pues tenía toda la razón. Tampoco yo sé a ciencia cierta quién es, pero desde luego no trabaja para Roosevelt. ¿Sabe usted que se ha recuperado su cadáver frente a esa posición? —Aznar comprobó que su jefe, pese a haber luchado allí, no estaba al tanto de los últimos detalles.

—¡El exsecretario de Marina de Estados Unidos! Comprendo ahora que se hayan desfondado como lo han hecho. Esto es muy importante amigo mío, tenemos que informar a Cervera ahora mismo. Algunos de los oficiales prisioneros han asegurado de forma amenazante que su flota va a forzar la entrada en Santiago y a hundirnos. Con Roosevelt muerto y las fuerzas terrestres en retirada es muy probable que le pasen la papeleta al almirante Sampson. ¡Pero no se da usted cuenta de lo que le digo! —comenzó a gritar.

—Por supuesto. Debemos centralizar los interrogatorios de los prisioneros y estudiar el material y los documentos ocupados. Y eso incluye a Alberdi o como quiera que se llame.

—Pues venga, ocúpese usted mientras me voy a la reunión del mando. —Bustamante se dio la vuelta—. Y mándeme noticia de lo que vaya sabiendo.

—A sus órdenes —respondió Aznar cuadrándose.

Tendría que apresurarse. Se dijo Aznar que quizá lo mejor sería recoger al prisionero y llevarlo a bordo del Infanta María Teresa. Allí se le podría interrogar; además, seguro que Cervera y los demás jefes desearían poder hablar con el que inspiró la acción táctica que permitió la victoria de San Juan. Reunió unos hombres y tomaron algunas monturas de la fuerza de voluntarios cubanos acuartelados cerca de allí. La casa donde Baltar había internado a Alberdi estaba cerca de la zona del frente donde se desplegaba su unidad y el trayecto era bastante largo.

Las campanas de la catedral de Santiago tocaban a fiesta. Celebraban las victorias de San Juan y El Caney para dar ánimos a los habitantes y defensores de la ciudad. Con amargura, Aznar pensó que la alegría aquella duraría pocas horas, pues si la escuadra salía como se proponían Madrid y Cervera sin duda sería destruida. La boca de la bahía era tan estrecha que los barcos solamente podrían salir de uno en uno haciendo frente a los fuegos concentrados y cercanos de la fuerza bloqueadora.

Asomaba ya la casa donde estaba Alberdi al cabo de un recodo del camino cuando les golpeó el retumbar de una explosión. De la casa se elevó una columna de humo tremenda.

—¡Ha volado la casa! —gritaron todos. Picaron espuelas y al galope se acercaron a las ruinas envueltas en polvo.

Martín, el brigada, vagaba lleno de desesperación entre los restos.

—¡Han muerto el capitán y el marino, los dos han muerto! —sollozaba.

***

El capitán Baltar había llegado una hora antes a la casa donde se encontraba el prisionero. Le acompañaba una reducida escolta de su batallón, pero en la puerta les pidió que se quedaran fuera. La guardia interior se reducía a un hombre que permanecía en el vestíbulo. Cuando este vio llegar a Baltar, tiempo le faltó para ponerse en pie y balbucear que todo iba bien y sin novedad. Cuando se le ordenó que saliera lo hizo sin chistar.

—Alberdi, ¿está usted ahí? —preguntó.

Sacó un manojo de llaves y se acercó a una de las puertas abriéndola. Alberdi estaba de pie tras un camastro que allí había.

—No sé si alegrarme o asustarme por su visita —le dijo este.

—Pronto podrá juzgar… —La puerta se había quedado abierta y Alberdi pudo comprobar que el capitán estaba allí solo.

El viajero temporal llevaba preso casi dos días. Apenas había tenido noticias de lo sucedido en ese tiempo. Intuía que si se habían olvidado de él era porque tenían otras cosas que hacer; antes de que le encerraran, supo que Bustamante había asumido sus propuestas. Eso entrañaba esperanzas para su destino inmediato, en realidad nunca llegó a temer por su vida. De todas formas habían sido unas horas de sufrimiento. Ahora, Baltar, su sombra desde su llegada al Santiago de 1898, estaba ante él sacando de un maletín los documentos que trajera para identificarse y un paquete envuelto en tela.

—¿Qué ha ocurrido? No deberían haberme encerrado… —le dijo.

—Tranquilícese, Alberdi. Ahora no se asuste. —Desveló el paquete y sacó varios cartuchos de dinamita—. Apártese, voy a poner esto junto a la pared.

Su interlocutor se quedó con la boca abierta y se apresuró a apartarse. Iba a decir algo pero el gesto y la acción rápida del otro le llevaron a callar.

—Póngase junto a mí. —Alberdi se arrimó a él—. Nos vamos, amigo mío.

Baltar agarró la funda de su sable y lo elevó hasta su pecho. Alberdi le miraba como si viera visiones. Baltar tomó con las dos manos la parte de la empuñadura y se aprestó a girar la cazoleta del sable. Así lo hizo y…

… Una esfera luminosa se expandió hasta englobarles. De nuevo, como en Filipinas, Alberdi se encontró en el interior de un espacio situado fuera del continuum temporal normal; a diferencia de la estación de Manila, en vez de encontrarse en una habitación transformada se hallaban en el interior de una especie de vehículo de dos plazas.

Baltar le empujó a una butaca.

—Se adapta usted muy bien a los cambios rápidos —le dijo.

Alberdi sentía vértigo. En unos segundos había pasado de una habitación cerrada y oscura a un artilugio mecánico salido de la nada. Sentado en una butaca envolvente cerró los ojos y trató de relajarse.

—Es usted un miserable, me ha hecho pasar un miedo atroz. ¡Podía haberme informado de quién era! —farfulló.

—Creo que tiene derecho a protestar lo que desee. Pero le pido que nos comprenda, se ha necesitado de toda su fuerza de convicción para convencer a Bustamante, y toda preocupación extra era contraproducente.

—¡Claro! —dijo irónico Alberdi—. La sensación de náufrago y de títere que tengo ahora es despreciable. Estoy harto de todo esto. Por mí como si revienta el planeta. Mire, cuando le he visto sacar la dinamita pensé que me la iba a poner en el cuello.

Baltar le dejaba hablar. Su aspecto no podía ser más chocante. Con sus patillas del XIX, su uniforme —que a Alberdi le recordaba el de un oficial sudista como los de las películas—, el sable y las botas altas, era un anacronismo viviente allí en medio, manejando los controles del vehículo.

Alberdi se animó a mirar alrededor.

Las butacas estaban puestas en paralelo sobre una plataforma metálica reducida. Al frente y en el centro había una complicada serie de controles y una pantalla de comunicaciones. Las paredes, por llamarlas de alguna forma, eran completamente opacas, eran oscuras, como vidrio polarizado. Era como si se encontraran en el interior de una enorme bola de billar.

—Voy a mostrarle dónde estamos —dijo Baltar. De inmediato, las paredes esféricas se tornaron transparentes, con un ligero efecto óptico.

Flotaban a unos cincuenta metros de la casa en la que había sido retenido. Fuera estaba todavía su guardián, charlando con la escolta de Baltar. A unos centenares de metros, desde Dos Caminos, venían al encuentro de la casa un grupo de jinetes. La superficie interior de la esfera se focalizó en ese cuadrante y aumentó la escena. Eran marinos de guerra; uno de ellos, el teniente de navío Aznar.

—Amigo Alberdi, hemos actuado justo cuando debíamos. Un poco más y habría sido tarde. Vienen a por usted. Resolvamos esto de una vez. Observe… —Le mostró la casa con un gesto.

De súbito una explosión sumió el edificio en una nube de polvo; cascotes de todo tipo saltaron al aire; los hombres del exterior cayeron por tierra pero comenzaron a levantarse y a huir.

—Buena forma de borrar huellas. Dos por el precio de uno; nos darán por muertos.

—Mejor. Por desaparecidos.

—Significa esto que hemos finalizado la misión ¿Tan pronto? ¿Qué va a pasar ahora?

—¡Qué pregunta! Alberdi, usted con su intervención ha contrarrestado el sabotaje que otros viajeros temporales cometieron. Los defensores de Santiago emplearon sus recursos de la mejor manera y vencieron. Sobramos aquí.

—Pero es imposible que la flota española que está en esa bahía gane a la que acecha en mar abierto.

—¿Usted cree? Deje que la historia siga su curso. Hemos superado el Punto Jumbar, si hubiéramos fracasado, la batalla por las colinas habría sido distinta y los barcos se hubieran visto obligados a salir a combatir en muy malas condiciones. La flota hubiera sido destruida y con ello la historia quedaría alterada gravemente.

Alberdi estaba harto de esta monserga. No había forma alguna de que una formación naval como la de Cervera, inferior en blindaje y artillería, pudiera escapar a una encerrona como aquella. Tampoco tenía nada claro cómo o por qué aquella estúpida guerra podía alterar tan gravemente la historia mundial. Lo que estaban tratando de evitar era lo que en su propia línea temporal formaba parte natural del pasado; y tampoco había ido tan mal.

—Escuche, este artefacto es un cronomóvil. Podemos utilizarlo para casi cualquier forma de desplazamiento que imagine. Si lo desea, podemos ir hasta la boca de la bahía y asistir al combate…

—No, por favor. Nada de guerras. No deseo otra cosa que regresar a casa… o por lo menos con los amigos que me acompañaban cuando ustedes me recogieron. —Alberdi recordaba lo que el coordinador de la Central le había dicho en Manila: su condición de náufrago no podía ser alterada.

—Nada más fácil. Yo he de regresar, mi misión ya ha acabado. —Baltar accionó algo en los controles y la ciudad de Santiago desapareció.

El cronomóvil partió para la Central, donde quiera que esta se encontrara. Alberdi recordó por un momento las emociones vividas, las caras y la expresión de los que habían sido sus interlocutores durante su aventura en 1898 y se dijo que algún día trataría de enterarse de qué llegó a pasar con todos ellos y qué hizo que la historia del mundo cambiara tanto por culpa de aquella estúpida y olvidada guerrita. Pero ya es el momento de que me saquen de aquí. Tengo que regresara casa, se dijo.

Quienes, entre tanto, respiraban la brisa húmeda y cálida de la bahía de Santiago de Cuba, aquella tarde del 2 de julio de 1898 no era una posibilidad alternativa: era la realidad, pura y dura. Vivían sus vidas como millones de personas la han vivido desde que el mundo es mundo, sin poder escapar a su trágica progresión Y para muchos, embarcados o no, el amanecer que se avecinaba vendría cargado de muerte.