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Colina de la Caldera

1 de julio de 1898, S/P. 12.20

El cabo Lertxundi escupió sangre mientras caía al fondo de una trinchera atestada de humo, disparos y barro. Se retorció de dolor hasta conseguir recogerse contra la pared contraria del parapeto. La bala le había alcanzado en el fusil y este, al partirse, le golpeó con dureza en la cara. El susto había sido espantoso. Durante unos minutos se quedó como paralizado, mirando sin ver la danza de sus compañeros con la muerte que entraba y salía de la posición.

El asalto enemigo había cesado hacía una media hora, pero el hostigamiento era continuo. La mayoría de los hombres de la compañía de Lertxundi aprovecharon para acurrucarse a cubierto; una persona por sección mantenía la vigilancia en su porción del frente de trinchera. Y en una de estas el disparo aquel le reventó en las narices.

El capitán Sánchez se inclinó sobre el herido y pronto se dio cuenta de que estaba simplemente conmocionado, sin herida alguna salvo el choque. El navarro Lertxundi era el mejor tirador, con diferencia, de la compañía. Había que echarle una mano, se dijo el oficial. De inmediato, ordenó a dos hombres que le llevaran al puesto de socorro.

—Esto se le cura con un cubo de agua en la cara. Lleváoslo ahora mismo al sanitario. Y procurad estar de vuelta con él antes de que empiece el baile de nuevo —dijo.

Tomás Lomba y Luis García, soldados del regimiento Asia, tomaron a Lertxundi y le ayudaron a levantarse.

—¡Venga, coño! Que no hay pa' tanto —le animaba García mientras recorrían el ramal hacia el centro de la Colina.

Se le llamaba a esta «de La Caldera», por tener una depresión en lo más alto, donde en tiempos hubo eso, una caldera de tratamiento de la caña de azúcar. Ahora consistía en un montón de chatarra rodeado de pertrechos militares, armas y decenas de heridos y cadáveres. El llamado puesto de socorro no era más que un espacio a sotafuego donde recoger a los heridos en espera de su traslado a la retaguardia. La situación en la que se encontraba la posición, sufriendo asaltos consecutivos desde hacía seis horas, volvía eso imposible. Dos camilleros con insignias de la Cruz Roja intentaban remediar en algo el sufrimiento de los heridos con vendajes, torniquetes, algo de yodo y mucho ron de caña.

Lomba se acercó a un tonel de agua y tomando un cubo lo arrojó como quien baldea una cubierta sobre el rostro de Lertxundi. Pingando, este se echó atrás y estalló en toses.

—¡Pero qué haces, desgraciado! —exclamó.

—¡Vaya, cabo, si resulta que está usted vivo!

—¡Vivo y revivo, rediós! ¡Ag! Qué me habéis hecho… —Escupía y sacudía la cabeza.

El revuelo que causaron con todo aquello hizo que muchas miradas se volvieran hacia ellos. Luis García empujó a sus compañeros hacia el borde terroso de la hondonada convertida en fortín donde se encontraban y logró que se sentaran.

—Cabo, si está usted mejor deberíamos volver a la trinchera —dijo. Estaba más temeroso de que uno de los estúpidos oficiales que por allí pululaban les dijera algo que de afrontar las balas enemigas.

—¡Eh, mirad eso! —Lomba señaló a un grupo de marineros que arrastraban una especie de pequeña pieza de artillería.

Efectivamente. La depresión de la caldera no sólo reunía los heridos del sector, era el depósito de la unidad, pero ahora parecía todo un fortín. Allí se había estado trabajando a destajo, decenas de marineros estaban colocando sacos terreros en todo el perímetro superior de la hondonada y protegiendo especialmente algunos puntos. Pesadas cajas de munición y piezas de extraña forma eran allí conducidas.

—¿Qué es todo eso, cabo? —preguntó Lomba.

El novedoso panorama espabiló a Lertxundi.

—Eso, muchacho, son ametralladoras Maxim navales. ¡Parece que se va a animar un poco más este baile! —respondió.

Luis García golpeó su cantimplora y dijo a sus compañeros:

—Un traguito de ron con miel al estilo canario nos vendrá muy bien antes de regresar al matadero…

—A saber dónde conseguiste la miel, ladrón… —rio Lomba al tiempo que tomaba un buche.

Eran muy buenos amigos. Lomba era un federal convencido y le caía muy bien Lertxundi, cuyo padre también lo había sido. Ninguno de ellos se pudo librar del reclutamiento obligatorio; habían ido a parar a Cuba cuando estalló la insurrección tras el fracaso de la propuesta de la autonomía de Maura. Tomás siempre decía que la culpa de la guerra la tenían los opuestos a la autonomía plena, los que él llamaba «los reaccionarios»; era un apelativo que no se le caía de la boca; como buena parte de la oficialidad se había formado en la lucha contra el carlismo tradicionalista, no era algo que le causara muchos problemas. El navarro, su cabo, siempre le pedía que cerrara el pico «por si las moscas».

Sánchez, el capitán, que era masón y republicano, conocía las simpatías de su subordinado; cuando Estados Unidos entró en guerra, comentó varias veces en voz alta lo ingenuo que había sido Pi i Margall al defender como modelo de democracia la estadounidense. Serán muy federales, pero estos vienen a Cuba para quedársela, no se cortaba en decir a quien quisiera oírle.

Desde hacía tres horas, y con mayor intensidad durante el tiempo muerto empleado por el enemigo para concentrar sus fuerzas para un nuevo asalto, los defensores de La Caldera recibían la llegada de numerosos refuerzos: casi trescientos marineros e infantes de marina. No se les reconocía solamente por sus uniformes azules y sus Lepantos con el nombre de sus buques en el frente; se les notaba también mejor comidos y descansados que los sufridos miembros de la infantería. En otra circunstancia esto quizá hubiera causado suspicacias, pero ahora todos veían con alivio su llegada.

—¡Eh, ustedes! —Un oficial de la Armada se dirigía a ellos. Era… ¡un capitán de navío!—. ¿Qué demonios hacen aquí?

Se cuadraron los tres ante él. El cabo, ya repuesto, contestó:

—Hemos evacuado un herido y regresamos a la posición avanzada, mi capitán.

El padre de Lertxundi había sido marinero durante los asedios carlistas de Bilbao, incluso sirvió con Sánchez-Barcáitegui; desde niño, aprendió a distinguir por la mayonesa de las bocamangas los empleos de marina. Por su parte, Lomba se quedó con la boca abierta de la sorpresa, reconoció de inmediato al marino; no recordaba su nombre, pero era el tipo aquel que se había presentado a diputado por Ferrol y batido en las urnas a Pablo Iglesias. Con pucherazo, seguro, pensó. Se dijo, no obstante, que por muy «reaccionario» que fuera, si había dejado las Cortes para venir a hacerse matar en aquella asquerosa colina merecía un respeto.

—Muy bien, pues ya tenemos guías —dijo el marino exdiputado. Era pequeño de cuerpo, pero enérgico. Llevaba una breve barba y sus ojos claros eran muy expresivos. Volviéndose hacia otro grupo de marineros exclamó—: Avisen a la compañía del Oquendo, ¡nos vamos a la posición!

Fue gritarse aquello cuando una granada estalló a unos metros del borde de la hondonada y un montón de tierra y polvo cayó sobre todos.

—¡Vamos, vamos, hemos de llegar allí antes de que comience el próximo asalto! —apuraba a todos el capitán.

Al poco, Lertxundi abocó el ramal que conducía a las trincheras y salió el primero. Con él, sus compañeros; detrás, un centenar de marineros con los fusiles cruzados y las bayonetas caladas. No sabía cómo acabaría la historia esta; el capitán Sánchez era un profesional, todos le respetaban, pero los oficiales del Cuerpo General de la Armada…; su padre siempre dijo que «por marina tratas con más mulas que si vas por artillería de montaña».

El fuego artillero arreciaba por momentos. Dos tercios del perímetro de la colina estaban expuestos al enemigo y se recibía un tiro incesante. Agachados, avanzaron y avanzaron por entre los parapetos. La trinchera de la compañía del capitán Sánchez estaba destrozada. Los recién llegados se distribuyeron, cubriendo de nuevo la línea de tiros maltrecha por las numerosas bajas habidas en las últimas horas. Sánchez estaba muerto, caído de espaldas sobre otros tres cadáveres; media cara permitía reconocerle, la otra media estaba dispersa sobre un metro de barro repugnante. Incluso sin oficial al mando, la tropa mantenía la línea, pero apenas quedaba ya gente.

El capitán de navío se encontró con que era ahora el único oficial superior en la posición y dudaba. Lertxundi se puso a su lado y echó una mirada por encima del parapeto.

—Si atacan debemos marcar las rondas de fuego de los hombres con un silbato, mi capitán —comenzó a decirle. Al tiempo, dirigió su mirada hacia el campo enemigo, unos seiscientos metros ladera abajo—. ¿Tiene usted prismáticos?

El capitán sacó unos de una funda de cuero. Echó para atrás su quepis blanco para que la visera charolada no le molestara y se puso a observar.

Era tremendo. Abajo, fuera de la línea de tiro preciso de los fusiles, se veía una masa grande de tropas enemigas. Incluso se divisaban banderas regimentales por encima de las altas cañas que ocultaban los detalles. Tenían ante sí a los seis regimientos de las dos brigadas de la División Summer concentrándose: más de cuatro mil hombres. Cuando llegaron los marinos a La Caldera, no quedaban más de trescientos defensores ilesos.

—Dígame, cabo, ¿puede decirme si reconoce eso…? —El capitán señaló a unos hombres que arrastraban penosamente hacia el pie de la colina unas grandes cureñas de madera con ruedas de radios.

Tomando los gemelos, el cabo observó:

—Sí, creo que sí. Las hemos visto en el combate de Las Guásimas. Son ametralladoras Gattling. —Se le heló la sangre—. Si las emplazan estamos acabados…

—Puede usted jurarlo. Cabo, toque ese silbato maldito. —De inmediato, comenzó a gritar volviéndose a un lado y a otro de la trinchera—. ¡Fuego, fuego, muchachos, fuego sobre la primera línea enemiga…!

La situación se había tornado muy peligrosa. Las trincheras seguían un trazado regular, circunvalando la parte media y superior de la colina. Eran rectas para asegurar una frecuencia y densidad de tiro defensivo mayores; incluso seguían el llamado modelo carlista, con la arena excavada esparcida por detrás del borde para marcar este menos y mimetizarse mejor con el entorno; pero frente a un ataque con ametralladoras ese trazado era mortal. Una sola máquina podría barrer la posición por completo, destrozando las cabezas de los defensores que osaran asomarse para hacer frente al asalto enemigo. Quedaban unos minutos hasta que las Gattling fueran dispuestas. Después…

Los estallidos de las granadas enemigas retumbaban. Arreciaba el granizo ardiente que recibía La Caldera, pero sus defensores continuaron el fuego; pronto la totalidad de las bocas de sus fusiles se volvió hacia los ametralladores enemigos que arrastraban sus máquinas, pero estaban fuera de tiro. Las baterías artilleras yankees comenzaron a concentrarse en la Colina para cubrir la acción decisiva. Abajo, a unos metros tras la primera línea enemiga, el 10.º de Caballería y el 1.º de voluntarios Rough Riders esperaban su momento para encabezar el asalto definitivo.

Tres silbidos casi fundidos en uno cruzaron sobre las cabezas de Lertxundi y sus compañeros. Tres estallidos tremendos casi acallaron el fragor general. Luego otros tres y otros tres más. Pronto, una nube completa. Sobre la posición enemiga, en el sector en el que se comenzaba a emplazar las Gattling, explotaban granadas a unos metros sobre el suelo, dejando caer millares de bolas de acero. Una lluvia de Spranhel, las cargas de metralla antipersonal de fabricación alemana usadas por la artillería de campaña, devastó el área bajo los estallidos. Pronto la Colina dejó de recibir disparos de artillería. Estos se volvieron ahora hacia el origen de aquel fuego salvador.

La batería del capitán Patricio De Antonio.

—¡Bravo, bravo! Así, así, muchachos… —Lertxundi y sus compañeros gritaban. Volviéndose hacia el capitán de navío le dijo—: Nuestros cañones dejaron de disparar hace dos horas. Todos pensábamos que habían agotado la munición, pero… ¡No era así! ¡Nos han salvado!

El capitán de navío calló. Ocultó su rostro incluso. Sabía muy bien lo que sus hombres de confianza, como el alférez Aznar y otros, habían tenido que hacer para robar la reserva de munición y hacerla llegar a primera línea.

Pero la suerte de la jornada aún no se había decidido. Con un puñado de hombres maltrechos deberían resistir un asalto masivo. La sombrilla artillera enemiga se había desplazado, pero podría volver en cualquier momento.

Las baterías yankees redoblaron su pulso con las tres piezas Krupp del capitán De Antonio y sus artilleros.

Hacían fuego. Fuego sobre San Juan.