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Carretera de Manzanillo-Santiago

31 de junio de 1898, S/P. 22.30

Caigo en el vacío. Son unos segundos pero parece que me voy a matar. Un cenagal me frena. Chapoteo como puedo y me arrastro buscando tierra firme. Tallos y ramas me hieren; no veo nada, es noche cerrada y debo estar en una zona hundida donde todavía se ve menos. Gritos. A la derecha, a unas decenas de metros, voces recias. ¡Alto, alto! ¿Quién vive? ¡Cabo de guardia…! Son centinelas y, por su acento, peninsulares. Debo estar justo al lado de sus posiciones. Las cañas altas que bordean el fangal me indican que debo estar efectivamente en Cuba. El flashazo de la máquina me ha dejado a un metro de altura sobre un mar de barro. El susto que me ha dado la caída todavía me dura. Estoy sucio de tierra y agua por todas partes; mi flamante uniforme blanco de hace un rato, es decir, el de dentro de catorce años, está quedando destrozadito con todo esto. Corro peligro cierto de que estos tipos de ahí arriba me vuelen la cabeza, así que elevo las manos y les grito que estoy allí, que no tiren, que soy yo. Creo que estoy empezando a ponerme nervioso.

Un terraplén de tierra y arena; varias sombras caen a mi alrededor; empujones y gritos, un culatazo entre los hombros me derriba; me arrastran, me llevan en volandas hasta la trinchera cercana, atrás resuenan disparos, uno, dos, luego un montón. Los de enfrente se han despertado con todo este lío, pero ya estamos a salvo. Por ahora.

Paso unos momentos de angustia, los soldados están más asustados que yo; es una de esas situaciones en las que te pueden matar a la mínima y sin preguntas. El uniforme y mi acento me salvan. El cabo de guardia me traslada al mando cercano; atravesamos una red de trincheras y nos alejamos del frente. Tras una línea de sacos terreros y alambre de espinos, ante una casa de una planta junto a la carretera de tierra batida que sale de Santiago (no me queda duda alguna al respecto), se encuentra un oficial rodeado de soldados. La luna destella en sus bayonetas y en las insignias regimentales que llevan en los cuellos. Es un tipo alto, con bigotes y patillas «a lo Francisco José», su guerrera de rayadillo está muy bien cortada y porta una especie de quepis negro y blanco con insignias doradas; un fino tahalí escarlata sostiene su sable; la funda de cuero del revólver me recuerda de inmediato las usadas por los oficiales de Ming en la serie Flash Gordon. ¡Estoy desvariando! Le llaman; es el capitán Baltar, oficial de los voluntarios cubanos, un gallego de La Habana, muy respetado entre sus hombres. Los datos del informe previo vienen a mi mente a borbotones; debe ser el miedo. Pero Baltar es uno de los que se nombran como actores en esta historia, así que todo va bien, no va a fusilarme. No, no creo.

—Bien, ¿qué tenemos aquí, Martín? —dice el capitán dirigiéndose al brigada que manda mi escolta.

—Un desertor, mi capitán —suelta el sujeto.

Todos me miran…

—Le cogimos cuando saltó nuestras líneas, los centinelas le dieron el alto y huyó, pero los hombres se tiraron a por él y le hemos pillado —sentencia.

¡Será cabrón!, pienso. Ahora es cuando si me callo acabo ante un pelotón. Recuerdo las palabras de Victoria, mi instructora: «Usted fue convincente, estuvo allí y lo hizo, la prueba es que estamos aquí». No acabo de creérmelo, pero ahora no tengo tiempo, si no digo lo que debo estoy acabado, y Victoria también, donde quiera o cuando quiera que se encuentre.

—Capitán, exijo que me desate. Sus hombres no han atendido a mis razones. —Les devuelvo la mirada a todos, mis ojos acaban en los de Baltar—. Soy el teniente de navío Enrique Alberdi del Servicio de Información Naval, vengo desde Manzanillo con noticias y órdenes importantes para la flota y la defensa de la ciudad. Mis documentos están en la cartera. —Señalo con un gesto al brigada, quien se la entrega al capitán.

Baltar, asombrado, cambia de expresión al reconocer los sellos en los documentos. La falsificación es perfecta, me digo. ¡Como que es auténtica! Les digo que vengo en avanzadilla de la columna Escario, quien se encuentra a dos días de marcha; al oír esto les brillan los ojos. Mi escolta ha caído en una emboscada y yo trataba de llegar aprovechando la noche a las defensas de Santiago y cruzarlas sin que me matasen ni los insurrectos ni los leales. Así que le pido que me lleve lo antes posible con el mando de las fuerzas navales desembarcadas. Se lo exijo.

Parece que ha colado, pero los tipos no se fían. Baltar ordena que me conduzcan a Dos Caminos. Bien, allí está Bustamante. El gallego viene con nosotros.

Una hora más tarde, en un carro de mulas, llegamos ante una casa de planta baja con un elegante porche cubierto. Hay vivacs de marinos por todas partes. Los fuegos tiemblan ante el fresco nocturno y tiñen las lonas de las tiendas de campaña. Debe haber aquí más de doscientos hombres, parte de la reserva que entrará en combate mañana. La última noche para muchos.

Baltar se atusa los bigotes y entra; de inmediato me hacen pasar a mí.

Él está allí.

Es el mismo de hace unas horas, el mismo de dentro de 14 años. Su foto venía en toda la prensa de Manila. Es don Joaquín Bustamante, capitán de navío, jefe de Estado Mayor de la Flota de Cervera, comandante de las fuerzas de infantería de marina y de marinería que han acudido a la defensa de Santiago. Casi parece más viejo ahora, tiene menos canas, está más delgado pero acusa la tensión del momento. El hombre que tengo ante mí vive la víspera de su muerte, está desesperado; recuerdo a mi hermosa instructora de nuevo: «Cuanto propuso [Bustamante] para que la flota se librara de su destino de destrucción fue desoído; si el desembarco de sus fuerzas no hubiera contado con todo el material necesario y presente en los barcos, aquella acción habría acabado en fracaso y posiblemente este hombre se hubiera hecho matar en el frente. Tu presencia y el mensaje que le vas a transmitir le darán la esperanza que necesita».

Un oficial joven de los que estaba dentro de la casa sorprende mi mirada curiosidad y me pregunta qué clase de espía soy. Sonrío y le miro a los ojos. De los suyos, señor teniente, le digo. De inmediato les cuento la historia preparada, que si hay noticias llegadas por cables, que si el mando de La Habana me ha desplazado con información vital, todo eso; consigo que se fijen en la cartera con los informes, allí están los mapas del dispositivo americano y la relación de fuerzas: pasan de preguntarse quién soy a considerar si deben tomar en cuenta esta información. Coincide con lo que ellos saben, lo complementa. Bustamante pide a todo el mundo que se retire a excepción de Aznar —así se llama el teniente— y Luis Baltar.

Van a interrogarme, todavía no saben si fusilarme por desertor o darme un mando. Decido adelantarme.

—Capitán Bustamante. Es imprescindible desmontar cierto material de los barcos, apenas restan unas horas de esta noche para hacerlo y poder llevarlo al frente —digo.

—¿Desmontar el qué dice usted? —Bustamante me toma por loco, está a punto de pedir al brigada que entre y me conduzca a algún agujero.

—Sí, capitán, los barcos no pudieron partir de Cádiz con toda su dotación de pertrechos y el Ministerio de Marina ha sabido que en algunos de los casos se trató de sabotaje. En la batalla que se aproxima, la diferencia entre victoria y derrota puede estar en que se le hayan negado a nuestros hombres medios para su defensa. —Digo esto muy convencido; con mis manos, ya libres, busco y saco una relación. Se la entrego.

Bustamante la mira con detalle.

—Esto se ha debatido ya, caballero, y se optó por no desmontar ningún material más… —Me fulmina con la mirada.

—Capitán, no lo entiende usted. El Ministerio le está haciendo llegar datos sobre el dispositivo de ataque enemigo. En Canadá y en Washington hay compañeros que se están jugando la vida para recabar estas informaciones. Mañana se atacaran estos puntos, es preciso que se les espere allí con todo lo que se tenga y si por un sabotaje repugnante faltaran medios decisivos, tarea suya es poner remedio a eso y asegurar la victoria.

He acertado. La mención a la red de espías españoles en Canadá les ha supuesto un choque; si yo conozco ese dato es que debe ser cierto lo que afirmo, todos se han quedado muy sorprendidos, no deben saber nada de esa red canadiense. No, Bustamante ha dado un respingo al oírme, sabe de qué hablo, él sí. Discuten entre ellos. Ahora sí que me han escuchado. Es evidente que estas opciones que les propongo las han valorado, pero ahora se ven obligados a retomarlas.

Mañana, las Lomas de San Juan, la Colina de la Caldera y El Caney serán duramente atacadas, ¿qué hará Bustamante?

¿Tomará una iniciativa que será decisiva, como parece que alguien está intentando frenar, dejando sin dientes a sus fuerzas?

¿Se quedará quieto cumpliendo órdenes y se pondrá a la cabeza de un contraataque suicida cuando la batalla se encuentre ya perdida como ocurrió en mi propia línea temporal?