Lomas de San Juan
3 km al este de Santiago de Cuba
1 de julio de 1898, S/P. 11.00
Las colinas se alargaban paralelas a la rada de la bahía; viniendo desde el este emergían de los campos de caña y las ciénagas. A su espalda, emparedada entre suaves alturas y las orillas, se extendía en un pequeño llano la ciudad de Santiago de Cuba. Viniendo desde El Pozo, los arroyuelos llamados Las Guamas y Aguadores formaban un pequeño valle cubierto de espesa vegetación que desembocaba al pie de las colinas en el río San Juan; unos centenares de metros hacia el norte, en la orilla izquierda de este, se encontraba la llamada Loma de la Caldera, desde la que se dominaba todo el territorio adyacente. Recibía ese nombre por la depresión en forma de cuenco de su cima, en la que existió un ingenio de transformación de caña algún tiempo atrás, ahora en ruinas. Desde lejos semejaba una cafetera y por ello los norteamericanos la habían rebautizado como Kettle.
Las laderas que conducían a los altos estaban cubiertas de hierba no muy alta; se habían dispuesto todo a lo largo varias hileras de alambre de espino cortando las subidas hacia las trincheras y blocaos que jalonaban las crestas; al ser una zona despejada y en altura se divisaba desde allí un amplio panorama, cubriéndose los vallecitos del San Juan y Las Guamas.
Miles de soldados norteamericanos avanzaban a orillas del arroyuelo o por una escueta trocha abierta por los mambises, envueltos en las altas cañas; con las botas metidas en el barro avanzaban penosamente bajo un calor atroz; nubes de mosquitos y de plomo les obligaban a hacerlo con la cabeza baja. Su avance había comenzado de forma silenciosa, intentando acercarse al pie de las Lomas que cortaban su marcha.
Un globo de observación artillera les había jugado una mala pasada; a los minutos de elevarse, el fuego certero de una batería española lo derribó. La metralla esparcida por las granadas alcanzó a numerosos hombres de los que trabajosamente se arrastraban a su pie y los gritos de dolor y la algarabía resultante reveló a las fuerzas que defendían las Lomas la ruta de acceso de los asaltantes. Desde entonces el fuego se volvió hacia ellos y sus bajas crecían. Baterías artilleras yankees contestaron de inmediato, usaban pólvora de factura antigua que dejaba grandes rastros de humo blanco: las dos piezas Krupp españolas del capitán Patricio de Antonio las localizaron con facilidad y las neutralizaron con granadas de Spranhel. Los artilleros yankees cubrieron las bajas de sus compañeros varias veces y comenzó un duelo mortal en el que la escasez española de munición resultaría casi determinante.
Bajo aquel fuego cruzado los infantes avanzaban; tan reducida era la visibilidad de quienes lo hacían que las primeras oleadas de asaltantes no habían podido evitar estrellarse contra un muro de fuego empujados por sus propios compañeros, ansiosos por salir de la espesura. En la linde entre esta y la despejada ladera intentaban desesperadamente reorganizarse bajo fuego directo de las trincheras situadas en la cresta de las Lomas.
El griterío de quienes se veían envueltos ya en la refriega crecía y crecía; el ruido…, el ruido era tremendo. Un reguero inmenso de heridos y fugitivos desandaba el camino poniéndose a salvo hacia puestos de socorro improvisados, pero quienes llegaban de continuo por compañías y batallones no les prestaban atención; mientras esperaban su turno de asalto a distancia segura, lo que ocurriera allí en lo alto, allá al frente, era lo único que les centraba la atención. Otras unidades, los regimientos de caballería de la División del general Summer, se deslizaban de flanco hacia el norte sin perder la protección del juncal concentrándose al pie de la Loma de la Caldera, donde, hasta el momento, el fuego firme de sus defensores también había segado todo avance significativo. Muy pronto les tocaría a ellos intentarlo de nuevo.
El sol había superado ya el mediodía; se podían percibir entre las tenues nubes de pólvora de las descargas trallazos de fuego, rojos como el infierno. Acompasada, regularmente, con un ritmo que helaba la sangre, los cada vez más escasos defensores vomitaban plomo por las aspilleras de sus parapetos; desde la retaguardia norteamericana se les podía ver como una cinta que circundaba las colinas en varias filas y que una y otra vez surgía de la tierra para arrojar un muro de plomo mortífero. La presión se mantenía, no obstante, a lo largo de toda la línea del frente, desde los blocaos y trincheras de la cresta principal de las Lomas hasta la elevación misma de la Caldera más al norte.
A mil metros de distancia de los primeros parapetos, los cadáveres y los heridos llenaban ya el suelo y centenares de hombres buscaban refugio. La fuerza del número y la concentración de fuego que se hacía desde abajo podrían acabar sofocando a los defensores —muy inferiores en efectivos—, pero el coste en vidas que ello supondría estaba siendo espantoso. Eran casi ocho las horas de lucha y la balanza comenzaba a inclinarse a favor de quienes contaban con la posibilidad de ir renovando a los combatientes y arrojar más fuego por más bocas.
Era aterrador, pero a los que llegaban al pie del último trecho las pendientes se les antojaban cortas y, viendo tan cerca la meta, sintiéndose poderosos por lo compacto de sus filas y animados por las explosiones de los obuses que destrozaban las trincheras enemigas, saltaban a la voz de asalto de sus oficiales y, gritando para ahuyentar su miedo, avanzaban a pecho descubierto. Los novatos descubrían entonces en su propia carne que a novecientos metros de distancia una bala de máuser podía atravesar de parte a parte a una persona; eran tantos y estaban tan cerca los asaltantes que ni tan siquiera era necesario apuntarles, caían a racimos, por filas completas. Compañías diezmadas se retiraban en desorden o se apiñaban en el suelo entre los cadáveres de sus propios compañeros, mientras un atroz y certero fuego que surgía de aquellos tipos furiosos y locos, que debieran haber muerto mil veces, cruzaba de nuevo por encima de sus cabezas en busca de las nuevas oleadas de ataque que salían una y otra vez de la manigua. El estupor crecía entre los asaltantes, aquello no era posible, no podría durar mucho más.
***
Theodore Roosevelt —más conocido como Teddy en la prensa que le jaleaba— era, sobre todo, un temerario. Bocazas y fanfarrón, pero arrojado y despreciativo del peligro si este se le plantaba enfrente. No faltaba quien afirmaba que su supuesta valentía era simplemente la inconsciencia de aquel a quien todo le ha ido bien siempre en la vida y se sabe, además, respaldado; en aquella aventura cubana, una guerra que él se había ocupado casi personalmente de organizar, lo estaba realmente bien: toda la naciente potencia humana e industrial de Estados Unidos de Norteamérica se disponía a ocupar la porción del planeta que hombres como Alfred Mahan —el ideólogo naval del expansionismo norteamericano—, Randolph Hearst, el presidente MacKinley o el mismo Teddy Roosevelt habían afirmado que les pertenecían por derecho propio. Su persona representaba los intereses del naciente lobby militar industrial y estaba plenamente identificado con lo que algunos llamaron el destino manifiesto de Estados Unidos. Su nación era la más fuerte del hemisferio y países decadentes como España debieran ser arrojados al otro lado del Atlántico. Eso para empezar; se decía para sí.
Tras abandonar su puesto de Secretaría de Marina desde donde tanto intrigara para facilitar el estallido de la guerra, Roosevelt se incorporó al ejército, recibió el grado de teniente coronel y se puso al frente del 1.er Regimiento de voluntarios de caballería, los pomposamente autodenominados Rough Riders.
Quienes les conocieron en los primeros días podrían haber pensado que iban a ganar la guerra ellos solitos. Un golpe a su orgullo fue tener que librarla sin caballos, pues la deficiente organización del novato ejército de Estados Unidos obligó a dejarlos en Tampa ante la dificultad de su embarque. Casi lo agradecieron aquel tórrido 1 de julio en su doloroso avance hacia San Juan bajo el fuego, pues de nada les habrían servido en aquel asqueroso terreno. En realidad lo accidentado de la zona y la vegetación tropical habían impedido en gran medida el despliegue en orden cerrado de las tropas; aquello sin duda les salvó en un primer momento. Si hubieran atacado de esa forma, confiados en su aplastante superioridad numérica, habrían cosechado casi con seguridad un sangriento fracaso ya en las primeras horas: unida a la inequívoca voluntad de resistencia mostrada en las trincheras aquella mañana frente a Santiago, la superior calidad del armamento de los infantes españoles devenía una fuerza letal; los máuser hispanos ofrecían potencia, alcance y una cadencia de tiro que convertía en obsoletas las carabinas Springfield y los fusiles Krang-Jorgenshen de los norteamericanos. Por parecidas razones, en 1870, ante los pueblos de Saint-Privat y Gravelotte, las tropas francesas hicieron pagar a los prusianos un aterrador precio en sangre por su victoria; nadie había aprendido todavía la lección. Era necesario romper por alguna parte el equilibrio de muerte ante las trincheras.
Los Riders llevaban varias horas esperando su momento y el mismo Roosevelt estaba ansioso por entrar en acción. El mando les tenía como reserva; en los días anteriores, cuando el ejército norteamericano avanzó desde la cabeza de playa de Daiquiri hacia el interior para tender el cerco a Santiago, habían descubierto de golpe que estaban en una guerra de verdad: llenos de estúpida suficiencia se arrojaron sin tomar precauciones sobre el desfiladero de Las Guásimas y los españoles, bien atrincherados, les cortaron en seco. Por alguna extraña razón después de aquello, los enemigos se replegaron. Roosevelt no había sabido qué pensar cuando vio al viejo general Wheeler picando espuelas y gritando ¡Duro con los yankees, que se retiran!, confundiendo aquella campaña con las que viviera durante la guerra entre los estados treinta y cinco años atrás. Se dijo que chalados como Wheeler le darían color a la campaña si acababa en victoria —como no podía ser de otra forma—, pero en caso de sufrir una derrota serían un descrédito absoluto para Estados Unidos. Por lo que a él concernía, no estaba dispuesto a que ningún imbécil arruinara la espléndida victoria que tenían ante las manos si hacían lo que debían y no se dejaban desanimar por unas pocas bajas.
Teddy recordó los toques de corneta de los españoles llamando a reagruparse antes de perderse en la espesura camino de Santiago y se puso enfermo. Aquello transcurrió en escasos minutos, pero fue una lección que esperaba no olvidaran sus hombres; en una guerra, por muy torpe que sea el enemigo, si haces lo que no debes, te matan. Bueno, se dijo, ahora los muchachos ya tenían algo personal con el enemigo; en las ensangrentadas Lomas de San Juan, o en aquella asquerosa colina de la cafetera, iban a demostrar al mundo de qué eran capaces y él, Teddy Roosevelt, sería quien llegara primero a su cima y con ello al corazón de América, gracias a aquella maldita ciudad, de aquella maldita isla, de aquellos malditos españoles, en aquella maldita guerra.
A eso de la 13.00 del día 1 de julio, el teniente coronel Theodore Roosevelt salió de súbito de sus meditaciones y, de bruces sobre el borde de una zanja convertida en improvisada defensa, se volvió hacia un hombre presuroso que se acercaba a toda prisa; barro húmedo cubría todavía sus polainas y pantalones crudos, su guerrera había desaparecido y la camisa azul oscuro de su uniforme aparecía envuelta en sudor; parecía agotado. Le reconoció, era el capitán Mills, uno de los enlaces del Estado Mayor.
—¡Mensaje del mando, señor! —logró este chillar, entrecortado por el esfuerzo de una larga carrera—. ¡De manos del general Shafter para usted!
El baile va a empezar, pensó Roosevelt. Recogiéndolo, se sentó mientras rasgaba el sobre lacrado. Varios oficiales en su torno apenas disimulaban su excitación: unos seguían observando la cercana colina a través de sus prismáticos o pretendían dejar a su jefe que leyera sin molestarle, todos ellos preocupados.
—¡Ajá…! —Su exclamación logró que diez pares de ojos le miraran ansiosos—. Ahora nos va a tocar a nosotros caballeros… Shafter nos ordena que asaltemos y tomemos la colina de inmediato. —Y como quiera que tales noticias parecieron despertar cierta inquietud, insistió—: Se ordena a nuestra brigada que se concentre en el flanco derecho sobre la posición Kettle y que la tomemos al asalto.
Aquello sí tenía sentido, Kettle era una posición relativamente aislada que dominaba la cresta de las Lomas de San Juan. Sólo asaltarla podía resultar ya decisivo, al defenderse no podría cruzar sus fuegos con los de las Lomas, facilitando el ataque a estas. Si caía, las lomas se volverían indefendibles, un último empujón y ¡arriba todos! Santiago a la vista. Alguien pensaba con la cabeza. Ya era hora, se dijo.
Insistió, mirando a sus oficiales:
—La artillería enemiga hace fuego intermitente y la nuestra está redoblando su bombardeo. Dejaremos que ablanden un poco más a esos bastardos antes de ir allí y aplastarlos. ¡Y seremos nosotros, los del 1.º de Caballería quienes lo hagamos! —dijo olvidándose de las dos brigadas con seis regimientos que englobaba la División Summer a la que pertenecían.
Continuaba el fragor y el caos sangriento a unos mil metros al sur, en el frente de las Lomas. Salvo que parecía haber muchos más impactos en la cumbre, todo parecía igual, nadie lograba avanzar más allá de la mitad de la pendiente por mucho que unos lo intentaran por un lado o por otro.
Pero ante Kettle —en cuyo pie, algo retirados se encontraban— los regimientos de la División Summer a la que pertenecían se disponían al contragolpe decisivo.
—Mirad —señaló un capitán agitando sus prismáticos hacia una trocha cercana por la que unos esforzados infantes empujaban unas pesadas cureñas con grandes ruedas de radios. La forma de los tubos que sostenían permitía sospechar la naturaleza de las piezas.
—Parece… parece que están intentando acercar ametralladoras Gattling a la línea de tiro —dijo otro de los hombres de la plana mayor.
—Exacto —afirmó el teniente coronel Roosevelt—. En cuanto emplacen esas Gattling, y que nadie dude de que esos bastardos del ejército lograrán hacerlo, barrerán a todo bicho viviente que intente detenernos al subir a esa asquerosa colina. ¡Maldita sea! Vamos a movernos deprisa, caballeros. Marchen al encuentro de sus compañías e inicien la aproximación. No quiero que esos jodidos negros mestizos de mierda del 10.º lleguen arriba antes que nosotros. ¡Les quiero a todos en las posiciones de asalto dentro de quince minutos!
Guardando el mensaje en un bolsillo de su guerrera añadió:
—Cuando toquen carga espero que nadie se eche atrás o se las tendrá que ver conmigo. ¡Eso es todo, caballeros!