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Combate de Santiago de Cuba

Madrugada del 4 de julio de 1898, S/P

La noche del 3 al 4 tuvo lugar el enfrentamiento decisivo. Exasperado por la destrucción del Gloucester y la imposibilidad de hacer pasar los buques mayores por los problemas de calado, Sampson ordenó aproximar estos a El Morro lo más posible para facilitar el uso de los cañones pesados. A distancia eran muy poco precisos —no disparaban por salvas que permitieran la corrección sistemática de tiro, algo que sólo se podría hacer con la puesta en servicio de los dreadnoughts años más tarde—, por lo que se optó por acercarse.

Esa misma noche, el mando de la escuadra española ordenó a las defensas costeras que no ahorrasen munición y que procuraran apagar los reflectores enemigos que se encendieran.

Sobre las 05.00 del día 4 de julio, los cruceros acorazados Indiana y Oregon se encontraban a tres millas de la fortaleza del Morro, disparando sus torres a bocajarro contra las piezas defensoras. La noche tenía a la luna velada por una niebla espesa, el humo y el polvo de decenas de explosiones la ayudaban.

A veinticinco nudos por hora, el Plutón salió del canal, seguido de inmediato por el Furor. En sus puentes, Fernando Villaamil y Joaquín Bustamante y un puñado de valientes. Sin otro amparo que la falta de luz, enfilaron sus proas contra las sombras oscuras de los grandes barcos y aumentaron la velocidad. Tras meses esperando un ataque torpedero que no llegó, se habían relajado en algo las vigías de los acorazados. Además, nunca antes habían sufrido un ataque así. Todo ello explica, escribiría posteriormente Alfred Mahan, los minutos que se tardó en divisar la amenaza.

A novecientos metros y de noche, la banda de babor del crucero acorazado Indiana semejaba un muro. Entre las salpicaduras de los cañonazos que ya le empezaban a caer alrededor, el Plutón realizó una maniobra perfecta de lanzamiento de sus dos torpedos de 350 mm. Fue como Villaamil, diseñador del primer destructor del mundo, siempre imaginara que debía hacerse.

A los treinta y cuatro segundos, el costado del Indiana recibió dos mazazos bestiales. Las cabezas explotaron tras perforar los torpedos el casco blindado y los pañoles de municiones lo hicieron a su vez quince segundos después. A los dos minutos de la salida del primer destructor, un crucero acorazado saltaba por los aires con un estruendo atroz que retumbó sobre los muros de la fortaleza y los acantilados rocosos de la costa.

Acallado el Indiana, el Furor al mando de Bustamante avanzaba a toda velocidad aprovechando la zona de sombra que los restos del buque le ofrecían. Sobre el Oregon cayeron numerosos restos del que fuera su acompañante sin que conocieran todavía la causa de la explosión.

El Plutón, pese a haber agotado la munición de sus tubos siguió adelante a toda máquina, Villaamil sabía que desde fuera nadie podría distinguir un destructor con los tubos vacíos de otro con ellos cargados, cada granada que le dispararan a él era una menos que le caería a su compañero. Los vigías del Oregon le detectaron escapando por la proa del ardiente Indiana. De inmediato decenas de piezas le buscaron en la noche. Apenas podían verle, pero procuraron saturar de cañonazos la zona por la que avanzaba. A plena presión de sus calderas buscó ofrecer el menor blanco a los disparos y comenzó a virar para mejor protegerse.

A cuatro y cinco millas, los cruceros acorazados Iowa, Texas y Brooklyn, ya alertados, comenzaron a acercarse a la zona de combate y a disparar. Sus granadas se acercaban peligrosamente a los dos barcos atacados por los destructores y entorpecían la marcha del Oregon.

Bustamante, de forma simultánea a la escapada de Villaamil, viró por la popa del Indiana y atacó al Oregon por su estela. Un guiño de timón del ágil Furor y, de nuevo, dos cabezas de 350 mm, embutidas en dos torpedos de cuatro metros propulsados por aire comprimido, saltaron al mar con su carga mortífera.

Un nuevo estallido rasgó la noche y también acalló todos los demás; alcanzado en la sala de máquinas y en los pañoles de la torre popera, el Oregon se partió por la mitad.

A bordo del Plutón la tripulación apenas podía mantenerse en pie por los saltos que la velocidad le hacía dar al pequeño buque. El fuego sobre ellos cesó de golpe al ser alcanzado el Oregon y Villaamil viró de nuevo aproando su buque otra vez hacia la batalla. Bustamante, a su vez, maniobró el Furor para quedar a la sombra de las gigantescas nubes de humo que señalaban el lugar donde los dos buques enemigos se hundían entre llamas y explosiones secundarias.

El Cristóbal Colón salió en ese momento. Su comandante, don Víctor Eulate, se encontró con un espectáculo imprevisto. Hubo de decidir qué hacer, si seguir a ciegas las órdenes o adaptarlas a lo que encontró. No dudó: ordenó avante toda hasta sobrepasar la altura de los buques alcanzados y luego virar a babor para ofrecer sus baterías laterales trazando la barra de una «T» imaginaria al frente de avance de los buques enemigos restantes. El Infanta María Teresa, el Vizcaya y el Oquendo siguieron su estela en el primer trecho con un intervalo de escasos minutos entre ellos.

Al desaparecer el extremo de la línea de bloqueo, la flota yankee se encontró con un problema importante. Los cruceros acorazados restantes debieron avanzar sus posiciones para perseguir a los buques que salían por el canal. Por lo pronto, la escapada había sido un éxito, pues con la acción de los destructores pocas bocas de fuego pudieron dedicarse a hostigar la boca. El Brooklyn, a plena presión de sus calderas, buscaba la distancia de tiro de su torre proel cuando una andanada del Colón le alcanzó en el puente. Las granadas de 150 mm provocaron graves daños, matando a cuantos allí se encontraban. Sin gobierno efectivo durante unos minutos, el Brooklyn siguió la persecución tan sólo por la marcha que ya llevaba.

Pero hasta entonces la suerte había estado toda del lado español; pronto empezó a repartirse a partes iguales. El Colón cayó a estribor para aproar al oeste a revientacalderas. Tenía carbón prensado de alta calidad para cuarenta minutos más y recobró su rumbo marcado camino de Guantánamo seguido por los cruceros acorazados yankees, mucho más lentos que él.

El Infanta María Teresa, insignia del contraalmirante Cervera, había rebasado ya el área del Oregon y marchaba paralelo a la costa a toda máquina cuando vieron surgir la línea del Brooklyn por babor a escasa distancia. Cervera ordenó de inmediato fuego sobre él y buscar su costado para embestirlo. Pero un fuego tremendo cayó sobre el insignia, batiendo sus costados y cubiertas. El blindaje lateral hacía temblar todo el buque con cada impacto. Pronto se desataron numerosos incendios en las partes no protegidas, la metralla barría las baterías secundarías causando gran mortandad entre los artilleros. Pero, tercamente, el insignia español mantenía su rumbo de intercepción como si cuanto le tiraran no le hiciera daño; era cuestión de minutos alcanzar su objetivo. Nada impediría que se llevara por delante a su verdugo.

Las conducciones de vapor de la máquina principal, resentidas por el martilleo, se rompieron. Cayeron súbitamente las revoluciones de las hélices y la velocidad punta. En las cubiertas inferiores, marineros, artilleros y maquinistas morían con los pulmones abrasados. En el puente, Cervera y Concas se miraron, todo estaba perdido para el hermoso buque que un día, apenas cuatro años atrás, recogieran en los astilleros británicos que lo botaron.

Concas y el teniente Aznar —tercer comandante del navío— salieron al alerón lateral para evaluar el estado de las cubiertas. Súbitamente, una explosión interna destruía la torre delantera. Un defecto de los casquillos de la munición había provocado el estallido de una granada y la deflagración de las cargas de pólvora prensada que las impulsaban. La onda expansiva y los restos destruyeron el puente de mando matando a Cervera, a MacCrohon, su segundo, y a todos los demás. Concas y Aznar fueron proyectados al agua.

Los dos buques heridos, El Infanta María Teresa y el Brooklyn continuaban aproximándose. En el puente secundario del buque americano no lograban hacerse con el timón y seguían imperturbables su marcha.

Tres millas, dos, una milla…, desde el agua, acogido con varios de sus hombres a diversos restos flotantes, Aznar y Concas vieron que ambos cascos proseguían sus rumbos convergentes de forma inexorable.

Nunca se supo quién dio la orden o quién se mantuvo en su puesto hasta el final, pero al llegar a la distancia de ochocientos metros y justo cuando el Brooklyn comenzaba a virar recuperado el gobierno, los cuatro torpedos de la cámara de babor del Infanta María Teresa saltaron al agua y vertiginosamente buscaron los desnudos mamparos del enemigo.

A las 05.56 de la mañana del 4 de julio de 1898, cuando ya alboreaba, el Brooklyn, el navío más poderoso de la U. S. Navy, recibió tres impactos en la banda de estribor por debajo de la línea de flotación. Sus pañoles, repletos de la munición que acababa de repostar para proseguir su bombardeo de El Morro, hicieron explosión simultáneamente. Literalmente se desintegró. Sus restos se dispersaron en un amplio radio y la nube de humo que le sustituyó alcanzó casi dos kilómetros. A su lado, lo que quedaba del Infanta María Teresa se volteó y se fue a pique en unos minutos.

Pero la situación general ya había cambiado. En apenas cuarenta minutos, tres buques pesados de la escuadra americana se habían perdido. Casi la mitad de sus efectivos de ese tipo.

El Colón, el Vizcaya y el Oquendo proseguían su huida hacía Guantánamo y La Habana.

Los restantes buques yankees perderían un tiempo precioso bordeando los buques perdidos o escapando de torpedos inexistentes, de cuya aparición tuvo mucha culpa Villaamil surgiendo entre la niebla matinal con su veloz Plutón.

La caza emprendida por el Iowa, el Texas y el New York —que se encontraba repostando a cierta distancia durante la batalla— no pudo impedir que la flotilla encabezada por el Cristóbal Colón lograra abrirse paso a cañonazos hasta La Habana.

***

Serían las siete y media cuando Aznar y los otros náufragos vieron llegar a su lado la estilizada forma de un destructor. El Furor, al mando de Joaquín Bustamante, remolcaba una ristra de lanchas de salvamento de factura norteamericana. El pequeño buque iba atestado de supervivientes del Indiana y del Oregon, muchos quemados o mutilados. Los náufragos del Infanta María Teresa fueron izados a bordo con dificultad, Bustamante avanzó por entre los sufrientes cuerpos al encuentro de sus camaradas. Al descubrir a Aznar se unió a él en un abrazo. Concas, agotado, casi desfallecido, no podía ponerse en pie. Bustamante se agachó junto a él.

—Joaquín, tenían ustedes razón, Villaamil y usted siempre tuvieron razón… —acertó a musitar Víctor Concas cerrando los ojos.

—Calle, amigo mío, debe usted descansar… —Bustamante le arropó, asegurándose de que no tenía herida alguna visible.

Volviéndose a Aznar le dijo:

—Sois los únicos supervivientes del Infanta que hemos visto, vosotros cuatro. Y hace una media hora escuchamos un combate seguido de una explosión. Me temo que hemos perdido también a Villaamil y a los suyos…

Aznar calló. Eran demasiadas emociones. Vivía cuando había esperado la muerte y ahora le temblaba todo el cuerpo. Se envolvió en la manta que le tendió su superior y amigo. El mar se deslizaba por su lado y lo vio pasar con los ojos perdidos.

A lo lejos podían verse numerosos buques auxiliares estadounidenses que acudían a las zonas de naufragio. Era momento de marcharse de allí. Joaquín Bustamante volvió al puente y ordenó volver a casa.

A media máquina, con una de las calderas averiada, el pequeño Furor regresaba a Santiago. La última batalla del siglo XIX y la primera del XX había terminado.