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Bahía de Manila

4 de diciembre de 1912, S/P (Secuencia Principal)

Bajó corriendo por el camino que llevaba desde los últimos bastiones de la batería hasta el embarcadero del río Pasig. Casi al pie de las murallas de la fortaleza que amparaba tanto a la ciudad de Manila como a los barcos puestos a su abrigo, el llamado muelle de San Rafael estaba muy concurrido; la zona de fondeo era muy amplia y podía uno perderse con facilidad. Un hombre alto y delgado, con el blanco uniforme de un alférez de navío de la Armada, se encaminó por el malecón hacia el extremo, donde las embarcaciones más ligeras buscaban su acomodo. A lo lejos pudo ver la airosa torre del faro que marcaba la desembocadura del río y la entrada a la zona portuaria; era realmente hermosa, un símbolo claro de la vitalidad y el desarrollo de la nueva Filipinas.

Abocó un largo pantalán lleno de gente; palos y jarcias de los barquichuelos de pesca que hacían cola para acercarse a tierra se amontonaban al lado de los numerosos veleros y vapores mercantes fondeados al abrigo de la fortaleza. El sol caía sobre todos, inmisericorde; el bosque de sus arboladuras no daba sombra alguna.

La mayoría de las personas que le salían al paso eran chinos o tagalos, portaban sus gorros cónicos de caña trenzada y apenas le miraban, demasiado atareados con sus cestas de pescado o sus fardos de volumen inconcebible. Se veían, aquí y allá, los azules y blancos de los uniformes de marineros europeos venidos de los buques, la casi totalidad, civiles. Dispuesto a sumergirse en todo aquello, el joven, pues de un hombre en la raya de los veinte años se trataba, alzó su vista buscando la falúa del crucero.

Por entre la barahúnda de gentes, palos, chinos y fardos asomó una nube de vapor inequívoco. Al instante escuchó el silbato de la máquina de la falúa. Saltó al interior y emprendieron la marcha. En el pantalán quedaron los tres infantes de marina que, discretamente, le habían escoltado desde Capitanía; hizo un gesto a los hombres que le saludaban y luego se volvió hacia proa mientras la falúa se alejaba.

En el interior de la bahía numerosos buques de guerra se aprestaban para una salida inmediata. Las chimeneas arrojaban cantidades constantes de humo y se habían levado anclas; todo parecía dispuesto. Varios remolcadores ayudaban en la maniobra a los navíos, mientras avisos y falúas recorrían de continuo la formación, transportando quizá las últimas órdenes o llevando a sus destinos a oficiales rezagados. Desde las popas de los cruceros, casi rozaban el agua las enormes banderas de combate con los colores de la joven república que había traído la libertad y la igualdad para el pueblo filipino tras siglos de colonialismo. Los gallardetes eran legión y competían con las bandadas de gaviotas que llenaban los aires.

El buque insignia del almirante era un crucero acorazado de nuevo tipo, una mole gris oscuro realmente imponente: al abarloarse a su amura, la falúa recibió unas estachas para asegurarse y una escalerilla descendió hasta ella. Agarrando bien fuerte una cartera de cuero que portaba, el oficial trepó con rapidez mientras en cubierta una guardia de infantes de marina le hacía los honores. Les mandaba un curtido profesional, veterano, a la luz de las insignias de su hombro, de la campaña de Cuba. Silbaron su paso los contramaestres y por un instante se vio perdido; de inmediato le condujeron al castillo de proa y, abriendo las escotas blindadas, le hicieron pasar al interior de este. Un capitán de fragata, con los cordones dorados que indicaban su condición de ayudante de un alto jefe de la Armada, le salió al paso. Le acompañó hasta una salita de espera; le indicó que el almirante estaba ocupado y que le recibiría en breve; después se marchó.

Desde la reforma naval que había seguido a la última guerra, la Armada había multiplicado el número de sus efectivos. Aquel crucero en el que se encontraba era buena prueba de la extraordinaria calidad de los nuevos buques: un modelo diseñado por un joven ingeniero italiano que había tenido que acudir al extranjero para poder llevar al mar sus proyectos. A decir verdad, no todos los mastodontes surtos en la bahía eran de estreno como el que portaba la insignia de la Flota del Pacífico; no faltaba algún venerable cascajo como el viejo Charlestown que luchó a las órdenes de Dewey, aunque, eso sí, modernizado varias veces desde entonces y relegado a tareas defensivas en bases como la de Subic o Cavite.

La tensión que acumulaba el oficial era grande; la espera, más que darle tiempo para tranquilizarse, le estaba poniendo nervioso. Ya no se trataba del desconocido contenido de aquellas órdenes llegadas a última hora y que a todos habían sorprendido; en realidad pensaba en que iba a estar ante el almirante; un hombre respetado y admirado por todos, una leyenda viva en la Armada. Su puesto en Capitanía le había permitido conocer a mucha gente, pero ahora se encontraba a punto de enfrentarse a un mito, un héroe de la última guerra, alguien que había sacrificado su puesto en el Congreso por asumir sus responsabilidades en la milicia, alguien que podría haber llegado incluso a presidente.

La puerta forrada de caoba que comunicaba con la sala de conferencias del navío se abrió. Un hombre mayor, con una barba rala pero aseada, de pelo cano y escaso, con un uniforme blanco en cuyas bocamangas se enroscaba la coca del almirantazgo, entró apresurado. Sus vivos ojos claros se volcaron hacia él.

—Muchacho, dígame, ¿es usted quien recibió el pliego del que me han hablado?

—A las órdenes de vuecencia, fui yo mismo, mi almirante.

—¿Lo tiene consigo?

El joven oficial abrió la cartera y sacó dos sobres: uno grande con los sellos del Ministerio de Marina y otro más reducido dirigido a la persona que ahora se lo reclamaba. Con un rápido ademán se los tendió.

El almirante tomó el sobre pequeño y lo sopesó por unos instantes; luego se volvió buscando un lugar donde sentarse.

—Ocúpese de que nadie me moleste. Y no se vaya, quédese aquí mientras reviso esto.

Pasaron unos minutos. Las puertas cerradas separaban la salita de la cámara donde aguardaba el mando de la flota reunido. El joven sintió un escalofrío cuando al cerrar atisbó al interior y se percató del pleno de mandos y jefes que allí había. Se estremeció al cruzar los ojos con los de su superior; este había dejado los sobres sin abrir sobre la mesa y le observaba con interés.

—Cuénteme cómo ocurrió, muchacho. Lo quiero todo —era firme cuando pedía algo; educado pero firme.

—A las órdenes de vuecencia. Estoy destinado en la oficina de claves de Capitanía desde hace seis meses. Hoy a las 07.00 de la mañana me encaminaba a mi despacho cuando me abordó un hombre con el uniforme de capitán de navío al pasar por el boulevard.

—¿Por qué dice usted eso de «un hombre»? ¿Acaso dudó de tu condición de oficial?

—Bueno, me pareció muy joven, con su permiso, para tal empleo y jamás le había visto antes. Estando yo en el destino que tengo no se me hubiera despistado alguien así.

—¡Claro, claro! ¿Qué le dijo ese hombre?

—Me indicó que tenía instrucciones de entregarme a mí, como responsable de cifra, pliegos de órdenes llegados de forma urgente por un medio no revelado. Un material que debería hacerle llegar yo mismo. Me indicó también las palabras exactas que harían que vuecencia me recibiera.

—A fe mía que supo bien indicarle qué debía decirme. Dígame, hijo, ¿cómo era físicamente? ¿Le pareció a usted que pudiera ser extranjero? —el almirante le miró a los ojos.

—En absoluto, era claramente un compatriota. No me fijé mucho en estos detalles pero le calculo unos veinticinco años. Era alto, de pelo y ojos castaños, con un aspecto muy peculiar, así como su acento, que era bastante extraño, del norte, sin duda, muy leve, no sabría definirlo —respondió el joven con decisión.

Desde luego tiene que ser el mismo. ¡No ha cambiado en estos años!, dijo el almirante para sí.

—Pues para no haberse fijado mucho es una buena descripción, muchacho —sonrió—. ¿Es eso todo?

—Apenas me hizo la entrega de esta cartera y hubo ordenado hacerle llegar a vuecencia el mensaje oral que me indicó, dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Informé de ello a mis superiores en cuanto llegué a Capitanía, le transmitimos a vuecencia el mensaje y aquí estoy.

El almirante no contestó.

—Me indicó también que sólo le proporcionara detalles del encuentro a usted.

—Ajá. ¡Vaya, vaya! ¿Y sus palabras fueron «La salvación estaba en la caldera»? ¿Qué le dice a usted esa frase?

—Pues nada en especial. Un contrasentido quizá.

—No crea, muchacho; yo mismo pensé de forma parecida hace unos años —suspiró— ante esa misma idea, pero fue lo más acertado que hacerse pudo —ahora parecía hablar consigo mismo, como en voz alta.

Sus manos rasgaron los sobres. Examinó con nerviosismo los documentos. El primero era una especie de carta personal que le causó una gran impresión; en el otro figuraban listas de buques e indicaciones de derrotas, cartas náuticas y otros materiales. Se aprestó a sentarse y con cuidado repasó el contenido, extrayendo aquí y allá notas que alguna mano había dispuesto para mejor guiar la lectura de los materiales allí reunidos. Pasaron unos minutos que al joven le parecieron inacabables. Finalmente:

—Bien. Hay cosas que no pueden esperar y otras que sí. No sé quién era la persona que le abordó —a la legua se veía que más de una idea al respecto tenía…—, pero el material que nos ha traído por mediación suya, muchacho, es justo el que necesitamos en estos momentos. Desde ahora se queda usted aquí, en calidad de mi ayudante personal. ¿Me ha oído bien?

—A las órdenes de vuecencia.

—Bien. Ahora sigamos por donde íbamos —se puso en pie y penetró en la sala de al lado.

El joven alférez de navío, demasiado sorprendido para pensar nada, se incorporó y le siguió de inmediato. Se encontró en medio de la Sala de Guerra del navío. Allí estaba el pleno del Estado Mayor de la Flota del Pacífico y los comandantes de todos los buques de importancia de la División de Filipinas; unas treinta personas en un espacio válido para la mitad. El almirante puso sobre la mesa el contenido del sobre grande, todas las miradas se centraron en él y este, sin inmutarse, se dirigió a todos.

—Caballeros, la noticia ya está confirmada. La «Renzo Kentai», la Flota Combinada Japonesa, ha partido de sus bases en Corea y Hokkaido y se dirige hacia nosotros, estamos en guerra con el Imperio Japonés desde hace 10 horas.

La sala estalló con rabia contenida al oír eso; era algo que se consideraba posible desde hacía más de treinta años, pero la firma en el año anterior de los Acuerdos de Port-Arthur entre rusos y nipones alejaba el peligro de un enfrentamiento entre estos y, por contra, los volvía más reales hacia Filipinas, las Carolinas y las Marianas. La escalada de la tensión bélica era tremenda en los últimos meses y ello había llevado al gobierno a concentrar la flota en Manila, la llave del Pacífico oriental. Aquel pleno del Estado Mayor tenía por objeto trazar planes defensivos para el archipiélago, pero la confirmación de los temores era un duro golpe; el almirante se impuso, alzó algunos de los informes. Aquello era la guerra.

—Tenemos aquí, y no pregunten cómo, noticia exacta del despliegue enemigo. Hemos de estudiar estos documentos y tratar de adecuar nuestros escasos medios a lo que se nos viene encima.