ANEXO I

De la Restauración a la República. Memorias de un marino, Bustamante, Joaquín. Cádiz, 1907, pp. 37-42.

«(…) Cuando en 1896 regresé de París donde había estado haciendo las pruebas de un telémetro naval que diseñé durante mi etapa como director de la Escuela de Torpedos, la guerra contra los insurrectos cubanos llevaba ya dos años. Todavía era diputado por el distrito de El Ferrol (“O Ferrol”, como decían mis electores aldeanos) y había mucha preocupación en todas partes con las noticias de América; entre los paisanos y la gente sencilla, por las levas continuas; entre los milites, por el reto terrible que se intuía acabaría produciéndose; y entre la clase política, por el temor a hacer o a no hacer lo correcto, que nunca se sabe. En los mítines en los que participé resultó muy difícil contestar las acusaciones que realizara Pablo Iglesias, el dirigente de los socialistas; concurría este en casa, era natural de aquella comarca, y denunciaba de forma implacable el escándalo que suponía la exención por dinero del servicio militar, lo que condenaba a las clases menos favorecidas a soportar el peso de las contiendas coloniales. En eso no podía menos que darle la razón.

»Tras una etapa difícil en la insurrección cubana, Weyler, el capitán general, la estaba venciendo día a día. En el Congreso de los Diputados todos sabíamos que la victoria militar no arreglaría nada sin la concesión de la autonomía en la isla; sin el fracaso de la reforma de Maura a causa de la estupidez de los recalcitrantes de ambos bandos, lo más seguro es que no hubiera llegado a estallar aquella nueva contienda civil en Cuba; en la carrera de San Jerónimo, liberales, conservadores y republicanos coincidíamos plenamente, en los pasillos, claro; luego, en los debates, era otra cosa. Mi condición de militar era vista con dosis intercambiables de atracción y rechazo; unos se alegraban de que los milites acudiéramos a las lides electorales como los demás y otros, sencillamente, recelaban, no sé por qué. Era la época en la que, tras unos pocos años de estabilidad en la nación, nadie quería aumentar los gastos militares y mucho menos que nuestra influencia creciera. Eso podía tener sentido, pero no lo tenía mantener unas estructuras como las de la milicia sin dotarlas de medios para su función. Para nuestro país, un ejército grande era algo que no podíamos permitirnos, pero una Armada poderosa era una necesidad clara; piénsese que la situación estratégica de nuestra presencia en el mundo nos permitía controlar —si hubiéramos tenido los medios y el desarrollo industrial y económico preciso— el Caribe, los accesos al futuro Canal de Panamá, la costa del Sur de Estados Unidos y todo el Pacífico oriental y central, sin entrar a valorar nuestra situación en el Mediterráneo.

»La diferencia entre nuestra indigencia y las potencialidades que nuestras posesiones en el mundo nos brindaban era de tal cuantía que una sensación de fracaso y resignación a la decadencia eran moneda corriente.

»El mundo estaba cambiando deprisa; nuevas potencias querían derribar a las del Viejo Continente y España semejaba un riquísimo cadáver al que se podría despojar impunemente. En Madrid creía la mayoría que el resto del mundo no existía; ocurre que nuestro principal reto nacional es la modernización de nuestra patria, el desarrollo de su industria y el progreso de sus gentes en el orden de la cultura, la educación y la mejora de las condiciones de vida cotidiana; muchos veían en el mantenimiento del imperio más un peso sobre las débiles espaldas de la nación que una oportunidad para el desarrollo y el progreso de todos los españoles, peninsulares o ultramarinos. Tan grande era la extensión de nuestra soberanía, al menos de nombre, que podríamos pasar otro siglo encerrados en nosotros mismos sin aburrirnos, tanto era lo que estaba pendiente por hacer.

»Pero aquello no era así. El temor a una guerra con Estados Unidos o con Japón estaba más que justificado. La Armada y el Gobierno lo tenían previsto, pero como un dato, como un hecho posible; inexorable quizá. Los presidentes del Consejo de Ministros de su Majestad, Cánovas, primero, y Sagasta, después, se comportaron como quienes sabiendo que el ataque se producirla bastaría con no intentar ofender para que el matón se aplacase. Tal era, se dijo, la única diplomacia posible en los que se saben débiles. Yo, tengo que decirlo, no compartía esa posición. “Si eres débil, hazte fuerte; si no puedes, busca alianzas poderosas, aprovecha tu margen de maniobra”.

»Nada de eso se hizo.

»Lo cierto es que mal que bien se había construido una flota en aplicación del Plan del ministro Rodríguez Arias de 1884. No entraré en detalles. Era la flota de alguien modesto que ya tenía un imperio oceánico y que no quiere pegarse con nadie, no la de quien busca construirse uno a golpes con medio mundo. Apréciese la diferencia. Nuestra opción defensiva estratégica se basaba en un puñado de cruceros acorazados de diseño inglés, rápidos y con gran autonomía, capaces de ir a Filipinas desde Cádiz sin repostar. Bien utilizados podrían asegurar las comunicaciones y hacer guerra de corso a un enemigo poderoso. “Si eres débil en la mar, busca al enemigo donde no está, si eres fuerte búscale donde esté”. O lo que es igual: requerían un uso audaz y decidido, caso de tener que luchar contra fuerzas superiores. Pero para la guerra colonial que teníamos entre manos en Cuba y Filipinas casi eran sobrados. Casi. Se optó por aquellos buques, dotar de torpedos y minas a los puertos y bases, mejorar las defensas y por un tímido programa de construcción de torpederos y destructores para ese mismo cometido. Como la estrategia francesa de la Jeune École (barcos baratos y pequeños con muchos torpedos frente a los torpes gigantes enemigos) pero en pobre, si me permiten.

»En realidad, si los norteamericanos no atacaron en la década anterior era por que el desnivel con nosotros no les daba confianza todavía. En la década de los noventa ellos comenzaron su desarrollo naval y temían que pese a nuestra parquedad de medios lográramos construir buques modernos en cuantía suficiente para vender cara nuestra derrota, seguros como estaban de vencer. Por ello se decidieron a la escalada que llevó a la guerra; buscaban una guerra rápida, sin mucho coste, en lo que sería su primera aventura exterior desde la violación de México. Tenían que hacerlo antes de que nuestro propio programa de armamentos, aunque modesto, pudiera llegar a permitirnos una defensa digna. Nos enfrentábamos a una ideología racista y primitiva, basada en la supuesta moralidad del dominio de los fuertes, que les legitimaba en su intención de subyugar el continente entero y controlar a su antojo a nuestros hermanos de América. Se sabían poderosos: cuando el conflicto finalmente estalló, nosotros obteníamos 600 000 toneladas de acero por año en nuestros altos hornos; los norteamericanos, más de 9 millones. Era lógico que estuvieran confiados en nuestra pronta derrota.

»Los acontecimientos se precipitaban. El presidente Cánovas fue asesinado en un complot del que no fue ajena la plata de los independentistas cubanos y el estímulo indirecto de Washington; el general Weyler recibió la orden de volver a la Península y las operaciones militares se suspendieron; el nuevo gobierno deseaba la paz y el entendimiento con los insurrectos. En Madrid se quería lograr para Cuba una paz duradera basada en alguna forma de autonomía como la que tenía Puerto Rico con gran éxito. Era tarde, Estados Unidos buscaba la anexión o instalar un protectorado; que le diéramos la autonomía a la isla era para ellos peor receta que la continuación de la guerra civil allí: con la contienda siempre les quedaba la posibilidad de enmascarar su ambición imperial con un halo de humanidad. ¡Canallas!

»En febrero de 1898 la guerra era inminente. Estados Unidos ofreció públicamente un soborno millonario a quienes vendieran la isla de Cuba. El gobierno se negó; las amenazas y las provocaciones continuaron. Cuando estalló el viejo acorazado Maine durante una estancia en La Habana que nunca debió haberse consentido, nos acusaron de forma infame de estar detrás del hecho. La reina regente citó a todos los partidos y ofreció el nombramiento de presidente del Consejo de Ministros a cualquiera que pudiera lograr la paz y asumir una negociación que cortase la escalada bélica; imposible aceptar la ignominia y la humillación que nos ofrecía Estados Unidos, nadie aceptó y todos expresaron la voluntad de resistir. La actitud de Washington era tan repugnante, tan impropia de una nación civilizada, que todo lo que ocurría parecía irreal, fruto de una pesadilla.

»Pronto se vio que nuestro gobierno no disponía de nada práctico para aprestar la nación y sus fuerzas armadas para la guerra. Weyler, el prestigioso general, futuro artífice de la República de Abril, quizá el mejor estratega y hombre de acción que hayamos tenido, rabiaba por los errores y la inacción, pero temerosos de su mala prensa en Estados Unidos le arrinconaron en un puesto de lujo, ministro de la Guerra, donde, paradójicamente, no tendría responsabilidades directas en las acciones. Don Valeriano había previsto durante su mando en Cuba la entrada en guerra con Estados Unidos y proponía una defensa avanzada. Según él, disponíamos de algunas ventajas estratégicas importantes. La primera era que contábamos con decenas de miles de hombres bien entrenados y con armamento moderno a 90 kilómetros de Cayo Hueso, Florida. Si estallaba la contienda, los yankees tardarían semanas en movilizar sus fuerzas de tierra, por otra parte inferiores en número, entrenamiento y calidad del material, al menos a corto plazo; en los primeros días se podría desembarcar en Florida con cincuenta mil soldados y marchar a tierra quemada hacia Tampa, donde se encontraba la base naval más importante de Estados Unidos en el Golfo de México. Su idea era llevarles la guerra a casa, atrincherarse, resistir y dar tiempo a los políticos y diplomáticos a preparar una paz negociada. Nadie le hizo caso en esa ocasión.

»Me incorporé a la llamada Flota de Instrucción basada en Cádiz. Reunía esta a los cruceros más modernos y rápidos, pero estaban faltos de pertrechos y entrenamiento artillero. La escasez del presupuesto lo había impedido. El mejor navío, el Cristóbal Colón, no disponía aún de sus torres principales. Con cinco buques como el Colón me hubiera comprometido a derrotar una por una las escuadras americanas. Pero no los teníamos.

»En abril salimos para Cabo Verde sin estar en condiciones de entrar en campaña. Una flotilla de destructores y torpederos al mando del capitán Villaamil había recibido orden de ir a reforzar los puertos cubanos, pero la inmediatez de la guerra y unidades yankees en aguas portuguesas les llevaron hasta ese archipiélago africano en busca de refugio; pareció necesario nuestro concurso para recogerles y escoltarles hasta la Península. El contraalmirante don Pascual Cervera, comandante de la Flota de Instrucción, con quien ya había servido en el Pacífico, me nombró su jefe de Estado Mayor.

»Nuestra sorpresa fue enorme al llegar a la isla de San Vicente, se rompían las relaciones diplomáticas con Estados Unidos y se producía la declaración de guerra a las pocas horas. ¡Con el núcleo de nuestra flota a miles de kilómetros de sus bases más cercanas! Se nos comunicó el arribo inmediato de los dos cruceros desplegados en… América ¿A santo de qué se les ordenaba un doble cruce del Atlántico? ¡Ah… si el Oquendo se hubiera quedado en La Habana! ¡Cuántos sufrimientos nos habríamos ahorrado! Piénsese que también se ordenó al crucero Vizcaya acudir a Cabo Verde desde Nueva York. Otro error.

»Las unidades ligeras de Villaamil se dividirían en dos grupos: las más débiles y las averiadas volverían a Canarias o a Cádiz junto con el transporte San Francisco, las demás serían remolcadas por los navíos mayores en su paso del océano, pues el grueso de la flota —en realidad el de toda la Armada española— debería partir inmediatamente para las Antillas.

»Era una solemne estupidez. No estábamos en condiciones. Lo lógico era ir a Canarias a repostar, concentrarnos luego en Cádiz y ultimar todas las unidades para el combate de la forma debida. Esperar incluso al retorno de los arsenales franceses del Carlos V y del Pelayo, donde nuestros dos acorazados estaban en reparación. La simple existencia de la Armada bastaba para que el enemigo actuara condicionado. Pero partir al combate sin estar dispuestos era condenarnos al desastre seguro.

»Se reunió el Estado Mayor y la mayoría defendió esto que he expuesto. En mi opinión, lo mejor hubiera sido volver a la Península pero divididos, pasando los buques más rápidos y mejor anillados por la costa norteamericana. Así lo dije: una descubierta en el este de Estados Unidos, unos cañonazos a la costa, unas presas al corso ante Nueva York y luego ¡a escape para casa! El revuelo resultante sería tal que el bloqueo de Cuba se cuartearía, desplazarían unidades al norte, a España. ¡Tomar la iniciativa, golpear… y correr!

»Inútil. Salvo Villaamil, nadie me hizo caso en mi propuesta ofensiva. Cervera defendió la obediencia ciega al gobierno, pero dejó que Víctor Concas, su segundo, redactara noticia de la disconformidad ante las instrucciones del ministro, el voto particular de buena parte de los oficiales del Estado Mayor contra aquellos planes absurdos. O volver, o marchar al matadero. Se eligió lo segundo. En realidad las órdenes nos daban libertad para acudir al lugar de las Antillas que mejor nos pareciera de acuerdo con la situación táctica; pero la imaginación y la audacia no nos gobernaban precisamente, ni en Madrid ni, siento tener que reconocerlo, en el puente del Infanta María Teresa.

»El resto es sabido. Cruzamos el Atlántico; estábamos todos, las unidades más rápidas y modernas, aunque con problemas de mantenimiento: los cruceros acorazados Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo y Cristóbal Colón, más los destructores Furor y Plutón. Caímos sobre la Martinica y luego sobre Curaçao; perdimos a los carboneros con los que estábamos citados y el cepo de la diplomacia británica y el temor de los neutrales nos impidió repostar como era debido. La noticia horrenda del aplastamiento de la Flota de Montojo en Cavite nos produjo un efecto moral demoledor. Cervera estaba convencido de que acabaríamos igual.

»Casi sin carbón, marchamos hacia la boca del lobo; podríamos haber ido a San Juan de Puerto Rico —donde nuestra simple llegada habría reforzado la moral de forma decisiva y quizá obligado a alejar de Cuba las flotas de maniobra yankees— para repostar y volver después a Canarias o a la Península, pero se optó por intentar alcanzar la Gran Antilla. La orden de Madrid autorizándonos el regreso inmediato la perdimos por unas escasas horas. Cruzamos los estrechos entre Jamaica y el oriente cubano sin ser detectados; desaparecimos de la vista de medio mundo. Logramos llegar a Cuba, donde nos precipitamos a la muy escondida bahía de Santiago.

»Diez días tardaron en saber los norteamericanos dónde nos habíamos metido y dos semanas en bloquearnos allí. Y nosotros ¿qué hicimos entretanto? Vegetar, quejarnos de la falta de carbón, de suministros, del estado de los barcos. La segunda noche, cuando todavía nos buscaban lejos, podríamos haber salido hacia La Habana, donde nuestra flota, al amparo de los poderosos cañones del Morro, podría haber causado graves disturbios a los enemigos. No lo hicimos. Los días pasaron y pronto una poderosa escuadra enemiga cerró la salida. El enemigo tuvo hasta tiempo de variar sus planes y desembarcó una fuerza de veinte mil hombres cerca de Santiago al objeto de asegurar una base de aprovisionamiento cercano para sus buques y permitir un asedio terrestre de la plaza.

»Meternos en Santiago llevó el centro de gravedad de la guerra al oriente de la isla de Cuba, única región donde sobrevivía la insurrección. Aquello era para la flota una maldita ratonera. La única ventaja era que, mientras estuviéramos allí —intactos, claro—, fijaríamos a nuestra posición al grueso de las fuerzas yankees. No obstante, a medio plazo teníamos que escapar o sucumbir (…).»