PRÓLOGO

La vida ya no es fácil. Demasiadas cosas han cambiado, demasiados están muertos, los inviernos son demasiado largos. No siempre fue así. Recuerdo claramente el campamento en que nací, recuerdo las tres familias allí, los largos días, los amigos, la buena comida. Durante las estaciones cálidas permanecíamos en la orilla de un gran lago lleno de peces. Mis primeros recuerdos son de ese lago, de contemplar al otro lado de sus quietas aguas las altas montañas que se extendían más allá, de ver sus picos crecer blancos con las primeras nieves del invierno. Cuando la nieve blanqueaba nuestras tiendas y también la hierba a nuestro alrededor, eso significaba que era el tiempo en que los cazadores debían ir a las montañas. Estaba ansioso por crecer, ansioso por cazar el ciervo, y el granciervo a su lado.

Ese mundo sencillo de placeres sencillos ha desaparecido para siempre. Todo ha cambiado…, y no para mejor. A veces despierto por las noches y deseo que lo que ocurrió no hubiera ocurrido nunca. Pero esos son pensamientos estúpidos y el mundo es como es, completamente cambiado ahora, en todos los sentidos. Lo que yo creía que era la totalidad de la existencia ha demostrado ser tan sólo una pequeña esquina de la realidad. Mi lago y mis montañas son sólo la parte más pequeña de este gran continente que un inmenso océano limita por el este.

También sé de los otros, de esas criaturas a las que llamamos murgu, y he aprendido a odiarlas incluso antes de verlas. Les hablaré de ellas.

Así como nuestra carne es caliente, la suya es fría. Nosotros tenemos pelo en nuestras cabezas y un cazador se dejará crecer una orgullosa barba, mientras que los animales que cazamos tienen carne caliente y pelaje o pelo. Pero esto no es así con los murgu. Son fríos y lisos y tienen escamas, y también garras y dientes para rasgar y desgarrar, son grandes y terribles, hay que temerlos. Y odiarlos. Sabía que vivían en las cálidas aguas del océano del sur y en las cálidas tierras del sur. No pueden soportar el frío, así que no nos molestaban.

Todo eso cambió de manera tan terrible que nada volverá a ser jamás lo mismo. Desgraciadamente, sé que nuestro mundo es sólo una pequeña parte del mundo yilanè. Vivimos en la parte norte de un gran continente. Y al sur de nosotros, sobre toda la tierra firme, sólo hormiguean murgu y yilanè.

Y es peor aún. Al otro lado del océano hay continentes aún más grandes…, y allí no hay cazadores. Ninguno. Pero sí yilanè, sólo yilanè. Todo el mundo es de ellos, excepto nuestra pequeña parte.

Ahora les diré lo peor acerca de los yilanè. Nos odian tanto como nosotros los odiamos a ellos. Esto no importaría si sólo fueran grandes bestias insensatas. Podríamos permanecer en el frío norte y de este modo evitarlos.

Pero hay algunos entre ellos que pueden ser tan inteligentes como los cazadores, tan feroces como los cazadores. Y aunque no se puede contar su número, es lo suficientemente grande como para decir que llenan toda la tierra firme de este gran mundo.

Sé todas estas cosas porque fui capturado por los yilanè, crecí entre ellos, aprendí de ellos. El primer horror que sentí cuando mi padre y todos los demás fueron muertos se ha reducido con el paso de los años. Cuando aprendí a hablar como lo hacen los yilanè me convertí en uno de ellos, olvidé que era un cazador, incluso aprendí a llamar a mi gente ustuzou, criaturas sucias. Puesto que todo orden y gobierno entre los yilanè procede directamente de arriba, me tenía a mí mismo en mucha consideración. Debido a que estaba cerca de Vaintè, la eistaa de la ciudad, su gobernante, yo mismo era considerado un gobernante.

La ciudad viviente de Alpèasak fue hecha crecer en estas orillas, establecida por los yilanè del otro lado del océano que habían sido empujados lejos de su distante ciudad por los inviernos que se volvían más fríos cada año. El mismo frío que empujó a mi padre y a los otros tanu hacia el sur en busca de comida envió a los yilanè a investigar al otro lado del mar. Hicieron crecer su ciudad en nuestras orillas, y cuando encontraron a los tanu allí, ante ellos, los mataron. Del mismo modo que los tanu mataban a los yilanè a primera vista. Se trata de un odio compartido.

Durante muchos años no tuve conocimiento de todo esto. Crecí entre los yilanè, y pensaba como lo hacían ellos. Cuando hacían la guerra consideraba al enemigo como sucios ustuzou, no como tanu, mis hermanos. Esto sólo cambió cuando conocí al prisionero, Herilak. Un sammadar, un líder de los tanu, que me comprendió mucho mejor de lo que yo me comprendía a mí mismo. Cuando le hablé a él como a un enemigo, a un extraño, él me respondió como carne de su carne. Cuando el lenguaje de mi infancia volvió a mí, también lo hicieron mis recuerdos de aquella cálida primera vida. Recuerdos de mi madre, de mi familia, de mis amigos. No hay familias entre los yilanè, no hay niños de pecho entre los lagartos que ponen huevos, no hay amistades posibles allá donde gobiernan esas frías mujeres, donde los machos son encerrados fuera de la vista de todos durante toda su vida.

Herilak me mostró que yo era tanu, no yilanè, así que lo liberé y huimos. Al principio lo lamenté…, pero no había manera de volver. Porque yo había atacado y casi matado a Vaintè, la que gobernaba. Me uní a los sammads, los grupos familiares de los tanu, me uní a ellos en su huida de los ataques de aquellos que en su tiempo habían sido mis compañeros. Pero ahora tenía otros compañeros, y una amistad de un tipo que jamás podría conocer entre los yilanè. Tenía a Armun, que vino hasta mí y me mostró lo que yo nunca había ni siquiera sabido, despertó en mí sentimientos que jamás hubiera llegado a conocer mientras vivía entre aquella raza extraña. Armun, que parió nuestro hijo.

Pero aún seguíamos viviendo bajo la amenaza constante de la muerte. Vaintè y sus guerreras persiguieron sin piedad a los sammads. Luchamos…, y a veces vencimos, e incluso capturamos algunas de sus armas vivientes, los palos de muerte que mataban a los animales de cualquier tamaño. Con ellos pudimos penetrar hasta muy al sur, comiendo bien de los abundantes murgu, matando a los malignos cuando atacaban. Sólo para huir de nuevo cuando Vaintè y sus interminables reservas de luchadoras del otro lado del mar nos encontraron y trataron de matarnos.

Esta vez, los supervivientes fuimos donde no podríamos ser seguidos, cruzando las heladas cordilleras montañosas hasta las tierras que se extendían más allá. Los yilanè no pueden vivir en las nieves; creímos estar a salvo.

Y lo estuvimos, durante largo tiempo lo estuvimos. Más allá de las montañas encontramos unos tanu que vivían no sólo de la caza, sino que cultivaban sus cosechas en su oculto valle y podían hacer vasijas de cerámica, tejer telas y realizar otras muchas cosas maravillosas. Son los sasku y son nuestros amigos, porque adoran al dios del mastodonte. Nosotros les trajimos nuestros mastodontes, y desde entonces hemos sido un solo pueblo. La vida fue buena en el valle de los sasku.

Hasta que Vaintè nos encontró de nuevo.

Cuando ocurrió esto, me di cuenta de que ya no podíamos correr más. Como animales acorralados, debíamos revolvernos y luchar. Al principio nadie me escuchó, porque no conocían al enemigo como yo lo conocía. Pero terminaron por comprender que los yilanè no conocían el fuego. Sabrían lo que era cuando lleváramos la antorcha a su ciudad.

Y eso fue lo que hicimos. Quemamos su ciudad de Alpèasak, e hicimos huir a los pocos supervivientes de regreso a su propio mundo y a sus propias ciudades al otro lado del mar. Esto fue bueno, porque una de las que sobrevivieron fue Enge, que había sido mi maestra y mi amiga. Ella no creía en matar como creían todas las otras, y capitaneaba el pequeño grupo conocido como las Hijas de la Vida, que creían en la santidad de toda vida. Ojalá ellas hubieran sido las únicas supervivientes.

Pero Vaintè sobrevivió también. Esa odiosa criatura sobrevivió a la destrucción de su ciudad, huyó en el keto, la gran nave viviente que utilizaban los yilanè, y se perdió en el océano sin senderos.

La aparté de mi mente porque tenía otras cosas más urgentes en que pensar. Aunque todos los murgu en la ciudad estaban muertos, la mayor parte de la ciudad quemada había sobrevivido. Los sasku deseaban quedarse conmigo en la ciudad, pero los cazadores tanu regresaron a sus sammads. Yo no podía volver con ellos debido a que esa parte de mí que piensa como un yilanè me mantenía en esa ciudad yilanè. Eso y el hecho de que dos de sus machos habían sobrevivido a la destrucción. Fui atraído hacia su ciudad medio en ruinas, y hacia ellos, y olvidé mi responsabilidad con Armun y mi hijo. Debo decir, en verdad, que este egoísmo casi condujo a su destrucción.

Trabajamos para convertir esa ciudad murgu en un lugar en el que pudiéramos vivir, y tuvimos éxito. Pero fue en vano. Vaintè había hallado nuevos aliados al otro lado del océano, y regresó una vez más. Armada con la invencible ciencia yilanè. Esta vez no atacó con armas, sino con plantas y animales venenosos. Y, cuando se iniciaron sus ataques, los sammads regresaron del norte. Sus palos de muerte habían muerto en el invierno, y no podían sobrevivir sin ellos. Aquí en la ciudad nosotros poseíamos esas mortales criaturas, así que los sammads tenían que quedarse pese al lento avance de la destrucción yilanè.

Los sammads me trajeron noticias más crueles aún. Puesto que no había regresado junto a ella, Armun había intentado volver a mí. Ella y nuestro hijo se habían perdido en el mortífero invierno.

Hubiera acabado entonces con mi vida de no ser por una pequeña chispa de esperanza. Un cazador que comerciaba muy hacia el norte, con los paramutanos, que viven en esas extensiones heladas, había oído hablar de una mujer y un niño tanu que habían sido vistos entre ellos. ¿Podían ser ellos? ¿Era posible que aún estuvieran con vida? El destino de la ciudad y de los tanu y de los sasku que vivían en ella no importaba nada para mí ahora. Tenía que ir al norte y buscarles. Ortnar, mi amigo y fuerte brazo derecho, lo comprendió y me acompañó.

En vez de Armun casi hallamos la muerte. Si los paramutanos no nos hubieran descubierto, nuestras vidas hubieran terminado allí. Sobrevivimos, aunque Ortnar se halla aún impedido por su pie congelado. Los cazadores del hielo nos salvaron, y para mi gran alegría Armun estaba con ellos. Luego, en la primavera, nos llevaron de vuelta sanos y salvos a la ciudad en el sur.

Que era de nuevo yilanè. Los sammads y los sasku se habían retirado al distante valle de los sasku, y estaban siendo seguidos de cerca por Vaintè y sus fuerzas, oscuros portentos de una muerte cierta. Y yo no podía hacer nada. Mi pequeño sammad y los dos machos yilanè estaban seguros por el momento en nuestro oculto lago. Pero los otros iban a morir, y yo no podía salvarles.

Ya seria bastante difícil salvarnos nosotros mismos, porque era seguro que algún día nuestro refugio sería descubierto. Yo sabía que los paramutanos que nos habían traído hasta allí pronto cruzarían de nuevo el océano para cazar en las lejanas orillas del otro lado. Quizás hubiera seguridad allí. Armun y yo nos reunimos con ellos y cruzamos el mar…, sólo para descubrir que los yilanè habían llegado allí antes que nosotros. Pero de la muerte brotó la vida. Los destruimos, y al hacerlo descubrí dónde estaba Ikhalmenets, la ciudad en la isla que estaba ayudando a Vaintè en su guerra de destrucción.

Lo que hice fue muy valiente o muy estúpido. Quizás ambas cosas. Obligué a la eistaa de Ikhalmenets a detener el ataque, a detener a Vaintè al borde mismo de su victoria. Tuve éxito en ello, y el mundo se halla de nuevo en paz. Mi sammad se ha reunido de nuevo en nuestro oculto lago. La batalla ha terminado.

Sin embargo, habían ocurrido otras cosas que yo no descubrí durante mucho, mucho tiempo. Enge, mi maestra y mi amiga, estaba aún viva. Ella y sus seguidoras, las Hijas de la Vida, habían hallado refugio en una nueva tierra mucho más al sur. Habían hecho crecer una ciudad allá, lejos de las otras yilanè que deseaban su destrucción. Otro lugar de paz, otro fin para la lucha.

Pero aún había otra cosa que yo no sabía. Esa criatura de odio y muerte, Vaintè, aún estaba viva también.

Esto es lo que ocurrió en el pasado. Ahora estoy de pie junto a nuestro oculto lago, frunciendo los ojos al atardecer, e intento ver lo que ocurrirá en los años venideros.

Uveigil as lok at mennet, homennet thorpar ey wat marta ok etin.

Proverbio marbak

No importa lo claro que sea el río, siempre hay alguna oscuridad corriente arriba que baja hacia ti.