Allá, justo después de donde rompían las olas, había un lugar muy satisfactorio donde permanecer. Vaintè flotaba con su cuerpo sumergido y la cabeza fuera del agua. Las olas se alzaban y caían bajo ella con un relajante movimiento de vaivén, avanzando desde el océano en firme sucesión. Alzándola, pasando por encima, retorciéndose y chocando contra la arena en un blanco espumear. Cuando las olas se alzaban al máximo miraba hacia la orilla y podía ver más allá del verde muro de la jungla hacia una cadena de grises montañas muy tierra adentro. ¿Las había visto antes? No podía recordarlo; no importaba. Abrió las aletas de su nariz y sopló para limpiarlas de agua, inhaló una y otra vez. Las membranas transparentes se deslizaron sobre sus ojos cuando se sumergió bajo el agua, buceó profundamente.
Más y más profundamente, hasta que el agua se oscureció y la superficie fue un distante brillo espejeante muy por encima de ella. Era una nadadora resistente ahora, casi parte del mundo subacuático. Los lechos de algas estaban justo debajo de ella, saludándola con sus ondulaciones en las subcorrientes de la orilla. Allí se refugiaban pequeños peces, que se escabulleron como flechas hacia la seguridad cuando avanzó hacia ellos. No valía la pena perseguirlos. Frente a ella vio algo mejor, un gran banco de planos peces multicolores que avanzaban como un arco iris submarino. Vaintè giró sobre sí misma y pateó en su dirección, con los brazos extendidos, la cola y las piernas agitándose al unísono para empujarla hacia delante.
Oscuras formas se lanzaron hacia las profundidades ante ella. Giró a un lado; no era la única que había visto los peces. Más de una vez se había visto perseguida por grandes predadores y había tenido que escapar nadando hacia la playa. ¿Eran los mismos? No, eran más pequeños y más numerosos, y de alguna forma familiares. Durante demasiado tiempo había existido en un estado intemporal, viendo sin pensar, sin hacer ningún esfuerzo para analizar racionalmente lo que había delante de sus ojos, de modo que al principio no los reconoció. Flotando inmóvil en el agua, con un débil hilillo de burbujas brotando de sus fosas nasales, observó mientras se aproximaban. Sólo cuando estuvieron muy cerca se dio cuenta de que estaba contemplando a otras yilanè.
El dolor en su pecho y la creciente oscuridad ante sus ojos la obligaron a darse cuenta de que llevaba demasiado tiempo sumergida y la empujaron hacia la superficie en busca de aire. El shock de ver yilanè en aquel lugar vacío desgarró la bruma que ensombrecía su mente, ociosa durante tanto tiempo. Un efenburu de jóvenes en el mar, llegadas hasta aquí desde alguna distante ciudad, eso debía ser. Pero los jóvenes elininyil nunca se aventuraban tan lejos de sus playas del nacimiento. Y había algo más, algo diferente. Esas criaturas eran demasiado grandes para ser un efenburu que aún no había emergido. Eran adultas. Y, si así era…, ¿qué estaban haciendo allí?
Una cabeza asomó a la superficie cerca de ella, luego otra y otra. Del mismo modo que ella las había visto, también la habían visto a ella. Sin pensar, Vaintè giró en el agua y nadó hacia la orilla, lejos de su presencia. En la línea de resaca, se arrastró por la arena, luego luchó contra las olas que la empujaban hacia atrás en dirección a la familiar playa más allá. Cuando sus pies abandonaron la arena y pisó barro, se detuvo y miró los árboles y el pantano delante de ella. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué era lo que deseaba hacer? ¿Estaba huyendo de ellas?
Preguntas desacostumbradas, pensamientos desacostumbrados. Se sintió inquieta, trastornada ante la idea de intentar escapar. Nunca antes se había retirado, nunca antes había intentado huir de las dificultades. Entonces, ¿por qué lo estaba haciendo ahora? Aunque había permanecido de pie con los brazos colgando flojamente y la cabeza baja, cuando se volvió para mirar hacia el océano su cabeza estaba alta y su espina dorsal recta. Oscuras figuras emergían de entre las olas, y caminó lentamente hacia ellas y se detuvo en el borde de la arena.
Las que estaban más cerca de ella se detuvieron, hundidas hasta las rodillas en las olas, y la miraron con expresiones de duda en sus parcialmente abiertas bocas. Ella les devolvió la mirada, evaluándolas. Fargi adultas. Pero permanecían de pie con una inexpresividad de movimientos que comunicaba muy poco.
—¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó.
Aquella a la que se dirigió, la más cercana, retrocedió unos pasos en el agua. Al tiempo que lo hacía, alzó las palmas de sus manos. Los colores se agitaron en el más simple de los esquemas, sin ser acompañados por sonidos de ningún tipo.
Juntas, dijo. Juntas.
Vaintè hizo signo de lo mismo como respuesta, sin darse apenas cuenta de que lo estaba haciendo. No había hecho aquello desde que había emergido por primera vez del mar, hacía una eternidad. Necesitó un esfuerzo para recordar exactamente lo que significaba. Sí, por supuesto, era el simple reconocimiento entre efensele en el mar. Juntas.
La que había hablado fue empujada rudamente a un lado, trastabilló y cayó. Una fargi más grande avanzó por la arena pero se detuvo al borde del agua.
—Haz… lo que yo diga… hazlo.
Sus expresiones eran torpes, sus vocalizaciones burdas y difíciles de comprender. ¿Quién era esa criatura? ¿Qué estaban haciendo todas allí?
Esas consideraciones fueron arrojadas a un lado por un brote de furia, una emoción que no sentía desde que había llegado a aquella playa, a aquel lugar. Las aletas de su nariz se dilataron y su cresta llameó una tormenta de color.
—¿Quién es esta fargi, un gusano erguido sobre su cola que se planta delante de mí y me da órdenes?
Sus palabras brotaron imperiosas, automáticas. La fargi abrió enormemente la boca, en un gesto de incomprensión, sin captar nada de su rápida comunicación. Vaintè se dio cuenta de ello y empezó a comprender un poco. Habló de nuevo, ahora lentamente y de forma más sencilla.
—Silencio. Eres inferioridad ante superioridad. Te ordeno. Pronuncia nombre —tuvo que repetir esto último de una forma más simple, casi todo movimientos de brazos y cambios de color, antes de lograr ser comprendida.
—Velikrei —dijo la otra. Vaintè observó con aprobación que los hombros de la fargi se habían hundido y su cuerpo estaba ahora inclinado en una curva de inferioridad. Como debía ser.
—En la arena. Sentada. Habla —ordenó Vaintè, sentándose erguida sobre su cola mientras lo hacía. La fargi se dejó caer sobre la arena y se sentó, con los brazos indicando gratitud. Esta criatura que había intentado avasallarla estaba agradeciéndole ahora que le diera órdenes. Viendo esto, las otras salieron lentamente del mar, se apiñaron ante ella formando un semicírculo de ojos muy abiertos y bocas colgantes. Formaban un grupo familiar, y estaba empezando a comprender quiénes eran y qué estaban haciendo exactamente allí.
Era una buena cosa que así fuera, porque Velikrei podía explicar muy poco. Vaintè tenía que hablar con ella porque era la única que era siquiera ligeramente yilanè. Las otras eran poco más que elininyil grandes, jóvenes inmaduras. Ninguna de ellas parecía tener ni siquiera nombres. Se comunicaban sólo con los más simples movimientos y colores que habían aprendido en el mar, con un ocasional sonido duro como énfasis.
Descubrió que pescaban durante el día. Dormían en la orilla por la noche. ¿De dónde procedían? Un lugar, una ciudad, esto lo sabía sin necesidad de preguntarlo. ¿Dónde estaba? Cuando finalmente Velikrei comprendió la preguntas, miró con la boca abierta al vacío océano y finalmente señaló hacia el norte. Podía añadir muy poco más. Las siguientes preguntas no consiguieron nada. Vaintè se dio cuenta de que aquel era el límite de inteligencia que podía extraer de Velikrei. Era suficiente. Ahora sabía quiénes eran.
Eran las rechazadas. De las playas del nacimiento habían ido al océano. Habían vivido allí, crecido allí, hasta emerger del mar a la madurez, físicamente capaces al fin de vivir en tierra firme, libres de caminar por las playas por primera vez hasta la ciudad más allá. Para ser aceptadas por la ciudad, ser alimentadas por la ciudad, ser absorbidas por la ciudad.
Quizá. En todas las ciudades yilanè la existencia era siempre lo mismo. Lo había observado por sí misma en todas las ciudades que había visitado. Estaban las yilanè atareadas en sus múltiples tareas, las fargi apresurándose a ayudarlas. La eistaa encima de todas, y las incontables fargi debajo. Esas se hallaban siempre presentes, indistinguibles las unas de las otras. Moviéndose de un lado para otro en muchedumbres por las calles, deteniéndose para mirar cualquier cosa de interés, sin rostro, sin nombre, idénticas.
Pero no siempre idénticas. Aquellas que poseían inteligencia y habilidad aprendían a hablar, mejoraban su habla hasta que se convertían en yilanè. Una vez poseían el poder de comunicación, avanzaban gradualmente de entre la masa de incipientes fargi hasta alcanzar el status de yilanè, las dotadas del habla. Para convertirse en una parte vital del funcionamiento de la ciudad. Las de mayor habilidad podían incluso alzarse más arriba, al aprendizaje de las yilanè de ciencia, donde adquirirían experiencia y avanzarían en su habilidad en el trabajo y status. Cada eistaa había sido en su tiempo una fargi en la playa; no había límite a las alturas hasta las que podía elevarse una fargi.
Pero ¿y aquellas de habilidad limitada, que no podían comprender el habla rápida y las órdenes de las yilanè que se dirigían a ellas? Las que seguían siendo yileibe, incapaces de hablar. Esas eran las silenciosas, las que se apartaban constantemente de la intercomunicación de la inteligencia en vez de ir hacia ella. Idénticas, indistinguibles, condenadas a permanecer por siempre en el borde externo de la existencia yilanè. Comiendo y bebiendo y viviendo, porque la ciudad daba vida a todas.
Pero, al igual que la ciudad aceptaba a aquellas que tenían habilidad, también podía rechazar a las que carecían de ella. Era inevitable. Siempre habría aquellas que permanecían en las orillas de las multitudes, que eran las últimas en comer y que recibían los trozos de comida más pequeños y los rechazados por las demás. Que pasaban sus días boqueando su incomprensión. Su status era el más bajo, y apenas tenían la habilidad necesaria para comprender eso. Día a día eran empujadas a un lado, permanecían cada vez más alejadas de las multitudes, pasaban más y más tiempo en las playas vacías, donde no serían turbadas por ningún sentimiento de rechazo, regresando a la ciudad sólo para comer. Quizás empezaran a pescar peces de nuevo en el mar, algo que sabían cómo hacer, su única auténtica habilidad. Y, cada vez que volvieran a la ciudad, se enfrentarían de nuevo a la humillación de no saber siquiera por qué eran humilladas. Con lo que irían cada vez menos y menos a menudo, hasta que un día simplemente no regresarían. No podía llamarse a eso crueldad. Era simplemente el imparable proceso de la selección natural. No podía ser condenado ni alabado. Simplemente, existía.
Vaintè miró a su alrededor, a los desiguales rangos de rostros y cuerpos que mostraban incomprensión. Ansiosas de comprender; destinadas a no conseguirlo nunca. La ciudad no las había rechazado, porque la ciudad nunca podía hacer eso. Ellas mismas se habían rechazado. Muchas, indudablemente, habían muerto una vez se habían alejado de las protegidas orillas de la ciudad. Atrapadas en su sueño por las criaturas nocturnas. Así que estas no eran las más bajas de las bajas; esas ya estaban muertas. Estas eran las rechazadas que aún seguían con vida. Vaintè sintió un repentino sentimiento de hermandad hacia ellas, porque ella también había sido rechazada y estaba viva. Miró a su alrededor, a los simples rostros, e hizo signo de calor y paz. Luego, el más simple de todos los simples signos:
—Juntas.
—¿Habéis aprendido finalmente las Hijas a trabajar juntas en armonía y paz tal como fue indicado por Ugunenapsa? —preguntó suspicazmente Ambalasi.
Enge hizo signo de confirmación modificada.
—Ugunenapsa no lo expresó exactamente de este modo, pero sí, estamos aprendiendo a comprender las directrices de Ugunenapsa, y las hemos aplicado a nuestras vidas cotidianas.
—Deseo observación del resultado.
—Instantáneamente disponible. Creo que la preparación de la comida será lo más conveniente. Necesaria para la vida, igualmente necesaria la cooperación.
—¿Estáis empleando de nuevo a los sorogetso en esta tarea? —armónicos de hosca sospecha. La rápida reacción de Enge fue una seca negativa.
—Los sorogetso ya no entran en la ciudad.
—La mitad del problema. ¿Alguien de la ciudad los visita?
—Tus órdenes fueron claras.
—Mis órdenes siempre son claras…, sin embargo, la vil Ninperedapsa, a la que insistís en llamar Far‹, fue allí con sus seguidoras y sus entusiasmos proselitistas.
—Y fue seriamente mordida, como sabes, puesto que tú fuiste la que curó su herida. En estos momentos descansa, y aún no se ha recuperado; sus seguidoras permanecen a su lado.
—Ojalá su recuperación sea lenta —dijo Ambalasi con entusiasta malicia, luego señaló a la gigantesca anguila que se agitaba débilmente en la orilla del río—. ¿Todavía no hay escasez de esas criaturas?
—En absoluto. El río hormiguea con ellas. Ahora mira, aquí verás un perfecto ejemplo del espíritu de Ugunenapsa al trabajo.
—Veo a las Hijas de la Lentitud trabajando realmente. Me siento abrumada.
—Observarás que quien dirige la operación es Satsat, que fue mi compañera en Alpèasak. Las trabajadoras la eligieron a causa del castigo que recibió allí por sus creencias, y por su supervivencia frente a toda adversidad.
—No es exactamente lo que yo llamaría cualificaciones de primera para una líder destripapescados.
—Como la sabia Ambalasi sabe, esta es una ocupación que no necesita ninguna habilidad especial y que cualquier yilanè de inteligencia puede hacer. Puesto que todas nosotras trabajamos igual en el espíritu cooperativo de Ugunenapsa, es un gran honor ser elegida para supervisar el trabajo de las demás. Satsat es doblemente apreciada porque ha organizado el trabajo tan bien que, si todas trabajan con el mismo brío y entusiasmo, si se consigue eso, entonces siempre hay la posibilidad de que el trabajo se termine pronto y ella pueda hablarles con detalle de los principios de Ugunenapsa. Hoy les hablará del octavo principio…, que sé que no has oído aún. Mira, ahora se detienen para escuchar. Tienes mucha suerte.
Ambalasi hizo girar sus ojos hacia el cielo en apreciación de oportunidad.
—¿Arreglaste tú mi suerte?
—Ambalasi lo ve todo, lo sabe todo. Hablé del hecho de que tú estarías aquí y de que te sentirías agradecida por iluminación relativa al octavo principio. Que yo no tuve oportunidad de revelarte.
Ambalasi no vio ninguna forma de escapar de aquella bien preparada trampa. Se aposentó sobre su cola con un gruñido.
—Tiempo para una breve escucha, pues estoy fatigada. Breve.
Satsat habló tan pronto como Enge le hizo signo, subiéndose a una de las cubas de enzimas a fin de poder ser oída claramente.
—El octavo es el último y el principio que guía claramente nuestras vidas una vez hemos aceptado las palabras de Ugunenapsa. Este principio afirma que las Hijas de la Vida tienen la responsabilidad de ayudar a todas las demás a conocer el espíritu de la vida, y en consecuencia a descubrir la verdad del camino de la vida. Pensad en el significado de esta tan breve y sin embargo tan clara afirmación. Las que conocemos el Camino debemos ayudar a las demás a aprender y comprender, a seguir conscientemente el espíritu de la vida. Sin embargo, tan pronto como es percibida esta verdad, surgen dos cuestiones inmensamente importantes. En primer lugar: ¿cómo podemos intentar hacer esto frente a aquellas que buscan nuestra muerte por hablar en voz alta? En segundo lugar: ¿cómo podemos mantener la paz y la armonía que afirma, mientras seguimos viviendo causando muerte? ¿Debemos dejar de comer para evitar matar que nos alimenta?
Se detuvo cuando Ambalasi se puso trabajosamente en pie, avanzó unos pasos y atrapó un trozo de pesca del baño de enzimas para llevárselo a la boca.
—Vaciad este antes del anochecer. Gratitud por informar sobre el octavo principio, necesidad de marcharme ahora.
—Mi agradecimiento por tu presencia, Ambalasi. Quizá quieras escuchar mis amplificaciones…
—Para responder con una respuesta sucinta: no. Comprendidos ahora todos los Ocho Principios, apreciada la aplicación del séptimo; ahora debo irme. —Se volvió e hizo signo a Enge de que la siguiera.
De camino, le dijo:
—Me siento complacida. Tus Hijas son realmente capaces de hacer trabajo de fargi pese a sus disputas sobre la inteligencia. Debo ir río arriba por unos cuantos días, así que siento mucho placer ante el hecho de que la ciudad funcionará bien durante mi ausencia.
—Esta es Ambalasokei, la ciudad de Ambalasi. Tú nos la has dado, y con ella nos has dado a nosotras la vida. Es un placer ampliar/mejorar ese regalo.
—Bien hablado. Y ahí está mi ayudante Setessei aguardando junto al uruketo. Ahora nos vamos. Espero ser testigo de otras maravillas de organización a mi regreso.
Setessei depositó en el suelo el gran contenedor que llevaban para ayudar a Ambalasi a subir al amplio lomo del uruketo, luego hizo signo a Elem en la aleta de arriba.
—¿Le has dado instrucciones? —preguntó Ambalasi.
—Como ordenaste. Iremos primero a la playa encima del lago, donde una tripulanta aguarda ya en un bote.
—¿El bote está mejor entrenado que el último?
—Es la misma criatura, pero ahora se halla mucho más bajo control.
El viaje fue corto, y el traslado a la orilla mediante el bote mucho más fácil de lo que Ambalasi había esperado. Gruñó cuando bajó a la playa, e hizo signo a Setessei de que la siguiera.
—Trae el contenedor, sígueme. Vosotras, tripulantas, quedaos con el bote hasta que regresemos.
Recorrieron los senderos familiares hacia la isla en el tributario donde vivían los sorogetso. Cuando se acercaron al árbol-puente, vieron a alguien cruzarlo en dirección a ellas.
—Empezamos aquí —dijo Ambalasi—. Abre el contenedor.
Hubo preocupación además de obediencia en el cuerpo de Setessei cuando depositó el contenedor en el suelo y lo abrió. Extrajo el hesotsan y se lo tendió a Ambalasi.
—Inseguridad y miedo —hizo signo.
—La responsabilidad es mía —dijo Ambalasi con hosca certidumbre—. Se hará. No hay otro camino.
La pequeña sorogetso, Morawees, avanzó confiada; nunca antes había visto un arma.
Se detuvo e hizo signo de bienvenida.
Ambalasi alzó el arma, apuntó cuidadosamente. Y disparó.
La sorogetso se derrumbó al suelo y quedó inmóvil.