CAPÍTULO 8

Kerrick ordenó un alto cuando el calor bajo los árboles les se hizo opresivo.

—Es demasiado pronto para detenernos —dijo Harl, sin intentar ocultar su desacuerdo con la decisión. Aquel era su decimosexto verano, y se sentía ahora más cazador y menos muchacho.

—Para ti, quizá. Pero el resto de nosotros permaneceremos aquí durante el calor del día, y seguiremos la marcha cuando haga más fresco. Si el fuerte cazador no desea descansar, puede explorar el sendero más adelante. Quizá su lanza consiga hallar carne fresca.

Harl dejó caer alegremente las varas de su rastra y estiró su cansada espalda. Mientras recogía de nuevo su lanza, Kerrick le detuvo.

—Toma también el palo de muerte.

—No es bueno para cazar.

—Es bueno para matar murgu. Tómalo.

Harl se alejó en silencio por el sendero, y Kerrick se volvió hacia Armun, que estaba sentada, con aire cansado, con la espalda apoyada contra un árbol.

—Hubiera debido pararme antes —dijo.

—No, está bien. A menos que camine, no recuperaré mis fuerzas. —Darras, que había estado llevando a la niña, se la pasó a su madre. Armun llevaba solamente una piel suelta en torno a su cintura debido al calor, de modo que se limitó a acercar la niña a su pecho. Arnhweet no se sintió complacido por toda esta domesticidad y falta de atención y tiró del brazo de Kerrick.

—Quiero ir a cazar con Harl. Mi lanza está sedienta de beber la sangre de un animal.

Kerrick sonrió.

—Grandes palabras para un chico pequeño. Has estado escuchando demasiadas de las historias de caza de Ortnar. —Alzó la vista cuando dijo esto y miró hacia atrás, bajo los árboles y a lo largo del sendero por el que habían venido. Estaba vacío. El cojeante cazador tardaría algún tiempo en alcanzarles porque avanzaba muy lentamente. Esta marcha iba a ser larga. Kerrick tomó la carne ahumada que le tendía Darras, se sentó a su lado y empezó a comer. Arnhweet, olvidada la caza a la vista de la comida, se sentó también cerca de él. Ya casi habían terminado cuando hubo movimiento bajo los árboles. Kerrick cogió su hesotsan y Arnhweet se echó a reír.

—Es sólo Ortnar. No le dispares.

—No lo haré. Pero mi vista no es tan buena como la del poderoso pequeño cazador.

Ortnar apareció cojeando lentamente, arrastrando su pierna inútil, empapado en sudor. Darras se apresuró a su encuentro con la calabaza del agua y él la vacío, luego se deslizó a lo largo del tronco de un árbol hasta quedar sentado en el suelo.

—Os detenéis demasiado pronto —dijo.

—Armun se cansa rápido. Seguiremos cuando no haga tanto calor.

—Mantén tu palo de muerte apuntado hacia mí —dijo el cazador en voz baja—. Hay algo ahí fuera, lleva siguiéndome desde hace un rato.

—Ven a mi lado, Arnhweet —dijo Armun suavemente—. Tú también, Darras. Dejad esas cosas, moveos con lentitud.

La muchacha se estremeció pero hizo lo indicado. Kerrick se dirigió a un lado a fin de poder ver el bosque sin que Ortnar se interpusiera en su camino.

Hubo un repentino crujir, y la forma moteada, verde y blanca, saltó de la maleza hacia él.

Cuando alzó su arma, el animal gritó ferozmente, con las mandíbulas muy abiertas. Kerrick apretó el hesotsan, pero el marag no se detuvo. Apretó de nuevo cuando se cernía ya sobre él, retrocedió mientras la bestia caía pesadamente, casi a sus pies.

Hubo un rápido movimiento en el aire, y la pequeña lanza de Arnhweet se clavó contra el cuerpo ahora inmóvil.

—Bien hecho, gran cazador —dijo Ortnar, con una desacostumbrada sonrisa en sus labios—. Lo has matado.

Arnhweet avanzó, más que un poco asustado de la criatura, luego se inclinó y liberó su lanza de un tirón.

—¿Qué es?

—Un marag. —Ortnar escupió sobre el cadáver—. Observa los dientes: un carnívoro.

—¡Entonces nos lo comeremos nosotros a él, en vez de que él lo haga con nosotros!

—No son comestibles, su carne es veneno.

—Entonces le cortaré la cola.

Ortnar sonrió.

—Sólo la cola es más grande que tú. Pero toma una de las garras de su pata trasera. Puedes colgarla en tomo a tu cuello, junto al cuchillo, para que todos la vean.

—¿Habrá más de ellos? —preguntó Armun, apretando a la niña contra su cuerpo y alejándose del cadáver a lo largo del sendero. Su olor era horrible.

—No lo creo —dijo Ortnar—. He visto anteriormente a otros de esta clase, y cazan solos. Su olor mantiene alejados a todos los demás murgu.

—A mí también —dijo Kerrick, yendo a reunirse con Armun y los demás. Ortnar se quedó donde estaba, con la lanza preparada, para esperar al muchacho. Harl regresó poco después y admiró la presa.

—No hay caza por aquí. Creo que este marag ha asustado a todo lo que vivía en el bosque. No estamos lejos de un amplio sendero. Hay marcas de rastras en él.

—¿Marcas nuevas? —preguntó esperanzada Armun.

—Muy viejas. Son difíciles de ver. —Tomó su cuchillo de pedernal y fue a ayudar a Arnhweet a cortar la garra.

No fue un largo viaje, pero avanzaron aún más lentamente ahora. Ortnar protestó, pero Kerrick insistió en que Harl se quedara con él, armado con un hesotsan. Kerrick iría delante con los demás y los protegería contra las mortíferas criaturas del bosque.

Habían transcurrido ocho noches más siguiendo el sendero, el principal que conducía al norte y que habían usado los sammads, antes de que Harl acudiera corriendo detrás de ellos, gritando.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kerrick, alzando su arma.

—Nada. Pero Ortnar dice que habéis pasado el sendero que debemos tomar. No muy atrás.

Ortnar estaba reclinado sobre su lanza cuando llegaron junto a él. Señaló con satisfacción una rama rota y colgante que quedaba casi completamente oculta por la maleza.

—Yo la señalé, cuando estuve aquí la última vez. Este es el camino.

Ortnar fue primero, y los demás se vieron obligados a ir tan lentos como él. Pero no era lejos, a lo largo de una loma y a través de una poco profunda corriente de agua. Desde la cima de la siguiente loma pudieron ver la orilla del océano. La ribera sin olas de un perezoso río, altas cañas y pájaros, y al otro lado de una estrecha franja de agua la masa de una isla.

—Más allá de la isla hay una ensenada, mucho más amplia que este río, antes de alcanzar las pequeñas islas a lo largo de la costa —dijo Ortnar.

—Entonces estableceremos nuestro campamento a este lado de la isla, entre los árboles de aquí, donde no podamos ser vistos desde el mar. Debemos conseguir madera para una balsa. Si lo hacemos ahora, podremos cruzar antes del anochecer.

—Me gusta más que el Lago Redondo —dijo Armun—. Creo que estaremos seguros aquí. Lejos de los murgu. De todas clases.

Kerrick ignoró sus palabras, puesto que sabía perfectamente a qué se refería. Pero ella tenía razón, sería más feliz aquí lejos de los machos yilanè. Pero ¿y él? Ya echaba en falta la intensidad de su charla, las sutiles referencias y gestos, todas las implicaciones de todo tipo que no podía expresar en marbak. Eran parte de su sammad, y se sentía un poco disminuido por su ausencia.

—¿Es buena aquí la caza? —preguntó Arnhweet.

—Muy buena —dijo Ortnar—. Ahora ayuda a Harl a recoger la madera para la balsa.

Había sido un verano cálido y seco. Debido a esto, el gran río estaba muy bajo. Los prados junto al agua, inundados durante el invierno y la primavera, se extendían ahora verdeantes a lo largo del borde del río y estaban alfombrados por una hierba intensamente verde. Los ciervos pastaban en ellos, hundidos en la hierba hasta las ancas. Cuando los sammads llegaron al borde del risco encima de los prados, la vista sólo reflejaba felicidad.

Se abrieron y establecieron sus campamentos a las frescas sombras bajo los árboles. Después de oscurecer, una vez hubieron comido todos, los sammadars se dirigieron uno tras otro a sentarse en el fuego de Herilak. Ya no era su líder de guerra, porque ya no estaban en guerra. Pero era algo natural acudir a su fuego mientras los sammads viajaran juntos.

—Los mastodontes están flacos —dijo a Abolla—. Podríamos detenernos en este lugar, los pastos son buenos. Eso es lo que voy a hacer yo.

—No son los mastodontes lo que me preocupa…, es la caza —indicó Herilak, y hubo varias exclamaciones de confirmación—. Y estoy cansado de matar murgu. Algunos de ellos son buenos para comer, pero nada tiene el sabor del ciervo. Habéis visto los campos de abajo. También necesitamos pieles…, la mayoría de vosotros os parecéis a los sasku, con charadas tejidos en vez de cálidas pieles.

—Las pieles son demasiado calientes en verano —dijo Kellimans, hosco y poco imaginativo como siempre.

—Por supuesto —dijo Herilak—. Pero la caza es buena aquí, vendrá el invierno, puede que tengamos que cazar en el norte en medio del frío. Pueden ocurrir muchas cosas. Pienso detenerme aquí con mi sammad para cazar. Luego seguiremos adelante.

Hubo gritos de asentimiento, ninguna voz en contra. Las mujeres que estaban escuchando asintieron también. Aquí podían descubrir cosas que estaban acostumbrados a comer y que ya casi habían olvidado, raíces y bayas, setas, tubérculos enterrados en el suelo que sabías descubrir una vez localizadas las plantas adecuadas que debías cavar. Ya había chicas jóvenes que nunca habían hecho aquello: tenían que aprender. Una parada allí sería buena cosa.

Merrith deseaba quedarse allí tanto como los demás. Pero descubrió a alguien que no se sentía feliz al respecto.

—Te han pegado, por eso Horas —le dijo a la muchacha—. Ningún cazador tiene derecho a hacerte eso. Toma un trozo de madera y devuélvele el golpe. Si él es más fuerte que tú, entonces pégale cuando esté dormido.

—No, no es nada de eso —dijo Malagen, con las lágrimas brillando en sus oscuros ojos. Como todos los sasku, era mucho más delgada y baja que los tanu, y su piel olivácea y sus ojos negros formaban un agudo contraste con su pelo rubio y su pálida piel—. Newasfar es bueno conmigo, por eso me fui con él. Soy una tonta actuando así.

—Nadie es tonto. Echas en falta a tus amigos, tu sammad, incluso la forma en que hablamos es distinta.

—Estoy aprendiendo.

—Cierto. Yo nunca aprendí ni una palabra de vuestro sasku.

—Se llama sesea, ese es el nombre de nuestro lenguaje. Y lo que dices no es cierto. Te he oído decir tagaso, eso es sesea.

—Porque me gusta comerlo, así que resulta fácil de recordar.

—Tengo un poco de tagaso seco; puedo cocinarlo para ti.

—Guárdalo. Lo querrás para ti. Y mañana tendremos muchas cosas nuevas para que las pruebes. Recogeremos bayas y haremos ekkotaz. Te gustará.

La muchacha sasku era bajita, no más alta que sus hijos cuando eran pequeños. Merrith sintió deseos de adelantar una mano y acariciar su pelo. Pero eso no era correcto, no con una mujer adulta. La muchacha parecía sentirse mejor ahora. Merrith paseó por entre los fuegos, simplemente deseando estar sola. O quizá no deseaba estar sola, y ese era el problema. Sus hijas habían crecido y ya no estaban con ella. Soled había muerto en la ciudad murgu. Molde estaba ahora con su cazador, con el sammad Sorbí. Nadie sabía dónde estaban, porque habían ido hacia el norte cuando los demás habían huido hacia el oeste. Quizá todavía estuviera viva en alguna parte. Pero el propio cazador de Merrith, Ulfadan, ya no estaba tampoco. Ella sabía que los tanu no lloraban a sus muertos, sabían que cada cazador hallaba el lugar que le correspondía cuando su tharm iba allá a las estrellas. Alzó la vista hacia el estrellado cielo, luego volvió a bajarla a los fuegos y suspiró. Mejor un cazador vivo que un tharm en el cielo. Era una mujer fuerte. Pero también estaba sola.

—No te alejes demasiado de los fuegos —dijo una voz—. Hay murgu ahí fuera.

Frunció los ojos a la luz de las fogatas para ver quién era el guardia.

—Ilgeth, he matado más murgu de los que tú hayas visto nunca. Limítate a mantener tu palo de muerte apuntado hacia fuera, y yo me ocuparé de mí misma.

Los sammads dormían, pero los fuegos brillaban altos. Los guardias vigilaban el bosque. Algo se agitó en la oscuridad y hubo un breve chillido de dolor. Siempre era así. Sin los palos de muerte no podrían permanecer tan al sur. Sólo los pequeños pero mortíferos dardos podían matar los grandes murgu que cazaban por allí.

Los sonidos de muerte en el bosque despertaron a Herilak, que tenía el sueño ligero. Alzó la vista al cielo iluminado por las estrellas a través de la puerta abierta de la tienda. Algo zumbó junto a su oído, y aplastó al insecto volador. La caza sería buena mañana. Pero no deseaba quedarse allí demasiado tiempo. Kerrick estaba ahí fuera en alguna parte, y tenía que encontrarle. Eso significaba buscar cuidadosamente a lo largo del sendero mientras avanzaran, para ver si había otras huellas. Tenía que haber otros sammads por ahí, quizá Kerrick estuviera con uno de ellos. Tan pronto como hubieran cazado y los mastodontes hubieran comido lo suficiente, seguirían adelante.

Una brillante línea de fuego cruzó el cielo, luego murió. Un nuevo tharm, quizá. No el de Kerrick, esperaba que no fuera el de Kerrick.

Enge hantéhei, até embokéka iirubushei kaksheisé, héawahei; hévai'ihei, kaksheinté, enpeleiuu asahen enge

Apotegma yilanè

Abandonar el amor del padre y entrar en el abrazo del mar es el primer dolor de la vida; la primera alegría son los camaradas que se reúnen contigo ahí.