CAPÍTULO 5

Cuando Ambalasi despertó aquella mañana no se sintió descansada, aún estaba tan agotada como al cerrar los ojos al anochecer del día anterior. No se sentía en absoluto complacida con aquello, porque sabía que ya no era una fargi fresca y recién salida del mar. Ni siquiera una yilanè joven, repleta con los frescos jugos de la vida. Era vieja, y por primera vez desde que podía recordar se sentía vieja. ¿Cuáles eran las expectativas de vida de una yilanè? No lo sabía. Una vez había intentado efectuar una investigación sobre este tema, pero finalmente se había visto obligada a admitir su fracaso. Nunca se habían llevado Registros de los sucesos principales: ninguna yilanè a nivel individual se atrevería nunca a aventurar una presunción acerca de su edad. Ambalasi había registrado acontecimientos durante diez años, utilizando las constelaciones del cielo nocturno para señalar el paso de cada año. Pero algunas de las yilanè a las que estaba registrando habían abandonado la ciudad, ninguna había muerto…, y finalmente había perdido los registros. ¿Cuánto tiempo hacía de esto? No lo sabía…, porque no había llevado ningún registro sobre sí misma.

—No pertenece a la naturaleza de las yilanè tomar nota del paso del tiempo —dijo, y tomó un fruto de agua y bebió abundantemente.

De todos modos, era vieja. Sus garras se veían amarillentas por la edad, la piel de sus antebrazos colgaba en arrugadas carnosidades. Tenía que enfrentarse a ello. El mañana del mañana seguiría siendo como el ayer del ayer, pero en uno de esos mañanas ella no iba a estar allí para apreciarlo. Habría una yilanè menos en este mundo. No era que a nadie fuera a importarle, excepto a ella misma, y ella estaba más allá de que le importara. Encajó su mandíbula con disgusto ante este morboso pensamiento tan pronto en un día empapado por el sol, tendió la mano y apretó fuertemente el gulawatsan allá donde colgaba de la pared. La criatura dejó escapar un fuerte y satisfactorio sonido estridente y ensordecedor, y muy pronto Ambalasi oyó las apresuradas garras de Setessei sobre el suelo.

—Ambalasi empieza pronto sus labores. ¿Debemos visitar hoy de nuevo a los sorogetso?

—No. Hoy no voy a trabajar. Me concederé un día de contemplación, disfrutaré del calor del sol, de los placeres de la meditación.

—Ambalasi es la más sabia entre las sabias. Las fargi trabajan con sus cuerpos, sólo Ambalasi posee la mentalidad excepcional que le permite trabajar únicamente con sus pensamientos. ¿Debo pintar tus brazos con dibujos delicados para mostrar a todas que las labores corporales están por debajo de ti?

—Excelencia de pensamiento; exactitud de sugerencia. Cuando Setessei salió apresuradamente en busca de sus potes y pinceles, miró hacia atrás con placer para ver que Ambalasi había hallado un lugar en el sol, se había sentado sobre su cola y estaba relajándose en el calor. Aquello era estupendo. Pero cuando se volvió de nuevo, encontró su camino bloqueado por una delgada yilanè a la que conocía demasiado bien.

—He oído un gran sonido procedente del lugar donde Ambalasi trabaja/duerme. Deseo hablar con ella —dijo Far‹.

—Prohibido/equivocado/desastroso —dijo Setessei, con modificadores añadidos de firmeza de mando.

—Es un asunto de cierta importancia.

—Es un asunto de mayor importancia que Ambalasi no hable con nadie hoy. Es una orden dicha personalmente a mí por Ambalasi. ¿Deseas ignorar esta orden?

Far‹ empezó a hablar, recordó la ira de Ambalasi, cambió de opinión e hizo signo de negación.

—Muy juicioso —dijo Setessei—. Ahora ve por toda la ciudad y deja claro a las demás que te encuentres que ninguna debe acercarse o hablar a la gran Ambalasi mientras el sol esté en el cielo este día.

El sol era muy reconfortante; Ambalasi se relajó y disfrutó al máximo de él. Transcurrió un período de tiempo antes de ser consciente de los ligeros contactos en sus brazos; abrió los ojos para mirar con aprobación los dibujos que habían sido trazados allí.

—Este es un día de gran importancia, Setessei. La cesación de trabajos físicos, la inauguración de la celebración, han producido ya importantes resultados. Ahora debo mirar a esta ciudad que he hecho crecer y tomar nota de su fecundidad.

—He ordenado con alguna firmeza que nadie te moleste hoy en tu deambular por la ciudad.

—Eres la perfecta ayudante, Setessei. Reconoces mis deseos antes incluso que yo.

Setessei bajó la cabeza en humilde aceptación, con su cresta llameando en color. Este día debería ser recordado, porque nunca antes le había hablado Ambalasi de aquella manera. Aprobación de trabajos/aceptación de asistencia era todo lo que ella requería.

Saciada su sed y pintados sus brazos, Ambalasi echó a andar por la ciudad de Ambalasokei que ella había creado en aquella orilla hostil. Mientras la recorría, observó y tomó nota de su crecimiento, y nadie habló ni se acercó a ella.

Desde el grueso tronco del creciente árbol central, la ciudad se extendía en todas direcciones. Dentro del abrazo de sus ramas y raíces, centenares de otras formas de vida crecían, interactuaban, proliferaban. El agua era sorbida por las raíces al dosel protector de hojas de arriba, era recogida por los frutos de agua, alimentaba a las plantas comensales, era bebida por los animales simbióticos. Ambalasi caminó por el colchón viviente del suelo que era mantenido limpio por los hambrientos insectos de abajo. Vio los huertos de frutos que alimentaban al pequeño rebaño de elinou en su recinto cercado. Su lento avance la llevó a la orilla del río y al recio muelle donde descansaba el uruketo, mirándola inexpresivamente con un gran ojo rodeado por una protección ósea. Siguió andando por la pared de espinos, ahora florecientes y altos, un recia protección contra cualquier tipo de intrusos.

Allá, se alejó del agua y siguió el muro viviente a través del istmo hasta la otra orilla. Las redes estaban siendo recogidas, y una gigantesca anguila era arrastrada en aquellos momentos a la orilla. Agitaba su cuerpo en suaves culebreos, pero no representaba ningún peligro porque había sido atontada con la toxina que Ambalasi había proporcionado. Dentro de la ciudad de nuevo, pasó por delante de un portal sellado. Al verlo se detuvo, inmóvil, y descansó sobre su cola durante un largo momento. Cuando contempló la puerta que nunca había sido abierta, su significado se hizo inmediato y sus pensamientos fueron mucho más allá de él. El sol trazó su lento arco a través del cielo, hasta que la sombra de un árbol la envolvió y fue consciente del frío con un estremecimiento. Esto la devolvió a la vida, y regresó de nuevo a la luz del sol. Cuando sus rayos la hubieron calentado de nuevo siguió adelante. Pasó junto a un huerto donde flores silvestres crecían entre los árboles, se detuvo y pensó en su significado, su novedad. Por supuesto…, no había allí huertos de flores decorativas como los que se podían encontrar en otras ciudades yilanè. Quizá las flores eran como el pintarse los brazos, algo demasiado frívolo y poco importante para las muy serias Hijas. Siguió caminando y se dirigió lentamente hacia el ambesed. Allí, donde el corazón de la ciudad debería pulsar con vida, sólo halló vacío. Allí, en la parte más cálida de la pared que daba al sol, donde debería sentarse la eistaa, sólo había áspera corteza. Con un paso más lento aún cruzó hasta allí y reclinó su espalda contra la corteza en el lugar elegido. Permaneció envuelta en sus pensamientos hasta que un destello de movimiento penetró en su concentración. Giró un ojo hacia la yilanè que cruzaba el ambesed.

—¡Atención al habla! —rugió en su cascada voz. La yilanè se detuvo, sorprendida, se volvió para mirarla.

—Está prohibido molestarte…

—Vuestro hablar-y-no-escuchar es lo que me molesta. Silencio y atención a las órdenes. Encuentra inmediatamente a Enge. Dile que su presencia es requerida de forma imperativa. Ve.

La Hija de la Vida empezó a hablar de los principios de Ugunenapsa relativos a recibir órdenes, vio el ominoso gesto del cuerpo de Ambalasi, se lo pensó mejor, cerró la boca y se alejó apresuradamente.

Ambalasi se relajó y gozó del placer de la cogitación y la falta de trabajos físicos hasta que un movimiento penetró en sus pensamientos. Enge estaba de pie delante de ella, con los brazos curvados en espera de órdenes.

—Las recibirás, Enge. El tiempo de la decisión ha llegado. Quiero reunirme con esas pocas Hijas de cierta inteligencia para discutir el futuro de esta ciudad. Te diré los nombres de aquellas que deseo que estén presentes.

—Dificultad de ordenar, gran Ambalasi. Las Hijas de la Vida ven la igualdad en todo. Las decisiones deben ser tomadas por todas.

—De eso puedes encargarte tú si lo deseas. Una vez haya hablado con aquellas con las que deseo hablar. ¿Hallas dificultad en arreglar esto?

—Hay dificultad, pero se hará como has ordenado.

—¿Qué dificultad?

—A cada día que pasa, las Hijas se muestran más reacias a seguir tus órdenes como si tú fueras una eistaa. Dicen que la ciudad ya está ahora completamente desarrollada…

—Ahórrame sus pensamientos. Soy muy consciente de lo que piensan, y es por eso por lo que deseo esta reunión con aquellas de mi propia elección. Tú estarás aquí, al igual que mi ayudante Setessei, y Elem, que manda el uruketo y respeta el conocimiento. Y Far‹, que representa los pensamientos de Ugunenapsa a su manera más simplista y argumentativa. ¿Hay algunas otras de inteligencia que desees que estén presentes?

—Con gratitud, las hay. Efen, que es la más cercana a mí. Omal y Satsat también, porque son las únicas supervivientes de aquellas que fueron enviadas a Alpèasak.

—Que así sea. Ordena que acudan todas ahora.

—Deberé pedir su presencia con sugestiones de urgencia —dijo Enge, mientras se daba la vuelta y se marchaba.

La rápida furia de Ambalasi fue reemplazada por apreciación. Una yilanè de cierta inteligencia. Si tan sólo pudiera elevarse por encima de los pensamientos de Ugunenapsa, podría ser una notable científica, una eistaa de una gran ciudad. Era una pérdida increíble.

Llegaron una a una, con las últimas dos apresurándose con las bocas abiertas puesto que habían venido de la mayor distancia. Ambalasi las miró en silencio, luego retorció su cola en el rápido movimiento que significaba atención.

—Y silencio también, particularmente tú, Far‹, porque eres una interruptora nata, hasta que haya terminado de hablar. Os hablaré de asuntos de cierta importancia. Y después vosotras me hablaréis en respuesta. Luego, como Enge me ha informado, todas las hermanas hablarán entre sí a la vez y dilatadamente, pero yo ya no estaré aquí. Ahora escuchadme en silencio, interrupciones prohibidas. Como todos los grandes pensadores y oradores, voy de lo general a lo específico, de la observación a la conclusión.

»Observación. Mirad a vuestro alrededor. ¿Sabéis dónde estáis en este momento presente? Por supuesto que lo sabéis porque sois yilanè, y cada yilanè conoce el ambesed, porque cada ciudad tiene un ambesed. Los cromosomas para su crecimiento estaban en la semilla de la ciudad, como lo estaban los del hanale. Fui allí hoy y contemplé la puerta que nunca ha sido abierta porque no hay machos aquí que poder encerrar detrás de esa puerta.

Hizo una pausa por un momento para que pudieran pensar sobre esos hechos, y vio que Far‹ adoptaba disposición de hablar. Hasta que Setessei, que lo había anticipado, le dio un fuerte pisotón. Ambalasi registró silenciosa aprobación: una perfecta ayudante…, luego cambió a desaprobación cuando sólo vio inexpresividad en sus cuerpos.

—Poseéis mentes y no las usáis. Os doy hechos, pero no extraéis conclusiones. Así que tendré que pensar por vosotras como he hecho en el pasado, como indudablemente tendré que hacer en el futuro.

»La conclusión que se alcanza ineludiblemente es que esta es una ciudad incompleta…, del mismo modo que vosotras, Hijas de la Incapacidad, sois una sociedad incompleta. Ahhh, os agitáis con desaprobación y falta de comprensión. Al menos estáis escuchando. Explicación/definición de una sociedad. Este es un término técnico que sin duda ignoraréis, como ignoráis muchas otras cosas. Una sociedad es un grupo apretadamente integrado de organismos de la misma especie, unidos por la dependencia mutua y que muestra división de trabajos. Siguen ejemplos.

Insectos. El hormiguero es una sociedad con trabajadores, soldados, asistentes larvales, una eistaa que produce huevos, un grupo que trabaja en armonía. Observad también al ustuzou ciervo, donde el macho de largos cuernos mantiene a los predadores a raya para que las hembras puedan criar a sus pequeños. Pensad en un efenburu en el océano, donde todas las elininyil trabajan juntas en la persecución de la comida. Ya son suficientes ejemplos. Ahora pensad en la ciudad a la que fuisteis como fargi, y donde crecisteis y os convertisteis en yilanè. Fue modelada como todas las ciudades, como esta ciudad, con un ambesed, donde la eistaa gobernaba y ordenaba. Y con un hanale, para contener a los machos que garantizarían la continuidad de la ciudad cuando llegara para ellos el momento de ir a las playas. Eso es una ciudad viviente…, una sociedad viable. Aún veo incomprensión de conocimiento. Una sociedad viable es una sociedad que vive y crece y nunca muere.

Ambalasi miró a su alrededor y registró disgusto hacia su silenciosa audiencia.

—¿Y qué tenéis aquí? Tenéis una sociedad muerta. Una ciudad que vive sólo cuando yo lo ordeno, que morirá cuando yo la abandone. Y un sistema de creencias agonizantes porque las palabras de Ugunenapsa morirán cuando vosotras muráis. Quizá sea correcto llamaros Hijas de la Muerte. Porque moriréis, y las palabras de Ugunenapsa morirán con vosotras. Lo cual, por una vez, estoy empezando a pensar que no es mala idea en absoluto.

Asintió su aprobación ante la jadeante audiencia, los inadvertidos movimientos culturales de desaprobación y desacuerdo.

—Ahora —dijo, con ciertos armónicos de apreciación y regocijo inmediato—, ahora que he atraído vuestra atención a asuntos imperativos, es vuestro turno de hablar.

Se produjeron entonces movimientos de miembros y gritos de atención al habla. Sólo cuando Enge hizo signo de urgencia de habla cesaron las demás sus protestas. Señaló a Ambalasi con movimientos de apreciación mientras se dirigía a todas ellas.

—Debéis reemplazar la ira por la gratitud hacia la sabia Ambalasi que lo ve todo, lo sabe todo. ¿Matáis a la mensajera que trae la mala noticia? ¿Es eso lo que os enseñó Ugunenapsa? Le damos las gracias a Ambalasi por señalar la verdad de nuestra existencia, las realidades de nuestras vidas. Un problema sólo puede ser resuelto cuando una es consciente de él. Ahora podemos dedicar toda nuestra inteligencia a su solución. Debemos buscar el significado en las palabras de Ugunenapsa, porque sé que la respuesta tiene que estar ahí. Porque si no está ahí entonces moriremos…, tal como Ambalasi ha dicho.

Alzó un pulgar, lo mantuvo en alto.

—Un problema con dos lados. Ambos lados están en blanco, vacíos, y debemos llenarlos. Estamos de pie en un vacío, el ambesed. No tenemos una eistaa…, pero necesitamos un sistema de orden para esta ciudad, un orden tal y como es representado por el ambesed. Este es el problema que debemos resolver primero. Sólo cuando lo hayamos conseguido podremos ocuparnos del vacío hanale. Cuando ordenemos nuestros pensamientos ordenaremos nuestras vidas. Cuando ordenemos nuestras vidas ordenaremos la ciudad. Entonces, y sólo entonces, podremos considerar la continuidad de esta ciudad. De nuevo Ambalasi tiene terriblemente razón. ¿Qué hacemos aquí? Una ciudad de perfecta armonía…, y perfecta muerte. Nos haremos viejas y moriremos, una a una, y sólo quedará el vacío. Pensad en ello.

Un estremecimiento de dolor recorrió a las yilanè que escuchaban, dejando sólo de lado a Ambalasi, que asintió su hosca aprobación. Las Hijas de la Vida estaban ahora tan silenciosas como la muerte. Excepto Far‹, por supuesto. Su voz sonó aguda por la emoción, los movimientos de sus miembros se hicieron erráticos por el estrés. Pero esto no le impidió hablar.

—He oído lo que has dicho, Enge, pero estás confundida. Ambalasi puede ser una científica de conocimiento, pero no es una seguidora de Ugunenapsa. Ese es su fallo y su falta. Ahora nos confunde con charléis de una eistaa y del gobierno de una eistaa. Esto es algo que hemos rechazado, y nuestro rechazo nos ha conducido a este lugar. Escuchamos los pensamientos corruptores de Ambalasi y olvidamos a Ugunenapsa. Olvidamos el tercer principio de Ugunenapsa. Efeneleiaa, el Espíritu de la Vida, que es la gran eistaa de la ciudad de la vida, y nosotras somos moradoras de esta ciudad. Debemos pensar en esto y rechazar la cruda ciudad de Ambalasi con su ambesed y su primitivo hanale. Nos confunde cuando nos habla de esas cosas. Debemos volver nuestras espaldas a ella y dirigir nuestros rostros a Ugunenapsa y seguir allá donde ella nos conduzca. Debemos salir de este ambesed y sellar su entrada, del mismo modo que debemos hacer crecer enredaderas sobre la puerta del hanale, porque no tenemos necesidad de ninguna de las dos cosas. Si esta ciudad no es adecuada para nosotras, entonces debemos abandonar esta ciudad. Ir a las playas y a los bosques y vivir libres como hacen los sorogetso. No necesitamos eistaa, no necesitamos machos cautivos. Iremos a la orilla cuando los jóvenes efenburu emerjan de las olas. Hablaremos con las fargi mientras aún estén mojadas del mar, las conduciremos a la luz y la vida que son nuestras bajo la guía de Ugunenapsa…

Dejó de hablar, impresionada, cuando Ambalasi hizo el más rudo sonido conocido, pronunció la frase más cruda jamás oída, movió sus miembros en el insulto más vulgar jamás concebido.

—Tus pensamientos son como los excrementos de un millar de nenitesk gigantes, una sola boñiga de los cuales bastaría para llenar este ambesed —retumbó Ambalasi—. Te ordené que pensaras…, no que proclamaras tu estupidez tan grande como el mundo. ¿Abandonar la ciudad? Por favor, hazlo…, para ser devorada por el primer carnívoro que pase por ahí. ¿Recibir a las fargi que emerjan en la orilla del océano? Hazlo…, pero tendrás que esperar mucho tiempo, puesto que la playa más próxima del nacimiento está a un océano de distancia.

Avanzó lentamente para enfrentarse por turno a cada una de las Hijas, con su cuerpo arqueado despectivamente, sus garras rasgando grandes surcos en el suelo mientras se movía en una incontrolable furia.

—Me marcho ahora mismo, puesto que no estoy dispuesta a oír más de esta estupidez. Hablad entre vosotras después de que yo me haya ido. Esta ciudad es vuestra, vuestras vidas son vuestras. Decidid qué hacer con ellas. Tendréis todo el tiempo que necesitéis, porque parto ahora mismo con el uruketo por el gran río arriba en un viaje de exploración. También para relajarme un poco, porque mi salud está siendo destruida por vosotras, Hijas de la Desesperación. Ahora, tú, Elem, ¿guiarás el uruketo por mí, o deberé hacerlo yo personalmente?

En el impresionado silencio que siguió, todos los ojos se clavaron en la comandanta del uruketo. Esta permaneció de pie, con la cabeza pensativamente bajada, durante algún tiempo. Luego habló.

—Sigo a Ugunenapsa allá donde ella me conduzca. También soy una seguidora de la ciencia, y la sigo igualmente allá donde me conduzca. Ugunenapsa y la ciencia nos condujeron aquí, ambas encarnadas en Ambalasi, que ha hecho esta ciudad y nuestras vidas posibles. Enge, y las demás aquí, son sabias en la interpretación de las palabras de Ugunenapsa. Las seguiré allá donde me conduzcan, así que no necesito estar aquí mientras vosotras decidís. En consecuencia, guiaré y protegeré a Ambalasi mientras vosotras consideráis nuestro futuro. Creo que Far‹ está equivocada porque Ambalasi sólo habla la verdad. Digo no la escuchéis. Hallad un sendero en el mañana que tanto Ambalasi como Ugunenapsa puedan hollar. Eso es lo que tengo que decir, y ahora me voy.

Se volvió y abandonó el ambesed. Setessei se alejó también apresuradamente para efectuar todos los preparativos necesarios para el viaje. Ambalasi la siguió a un paso más tranquilo, volviéndose antes de marcharse, puesto que suya era siempre la última palabra.

—Tenéis vuestro futuro entre vuestros pulgares, Hijas de la Desesperación. Creo que todas moriréis porque sois demasiado estúpidas para vivir. Así que…, demostradme que estoy equivocada, si podéis.

Lanèfenuu, eistaa de Ikhalmenets, permanecía sentada en su lugar de honor en el ambesed, con la gran talla del uruketo y las olas alzándose a sus espaldas, y no se sentía feliz. En absoluto. Aquel era su ambesed, su ciudad, su isla. Todo lo que se extendía delante o alrededor de ella era suyo. Causa de placer antes, causa de negrura de humor ahora. Miró más allá de las paredes del ambesed, a los árboles del otro lado, allá donde trepaban por las laderas del volcán muerto hacía mucho tiempo. Hasta la cima cubierta por el casquete nevado, horriblemente blanco durante todo el calor del verano. Su cuerpo se arqueó y se estremeció con movimientos de odio, de tal modo que Elililep, que estaba pintando sus brazos, tuvo que retirarse rápidamente a un lado para no ser golpeado. El otro macho, que sujetaba la bandeja de pigmentos, se estremeció delicadamente ante las fuertes emociones de Lanèfenuu.

Ella captó el movimiento, le miró con un ojo, luego volvió a contemplar el pico de la montaña. Un macho atractivo, delicado. ¿Quizá debiera tomarlo ahora? No, no hoy, no el día en que todo terminaba.

Elililep estaba temblando también ahora, tanto que le resultaba imposible controlar el pincel en su mano.

—Termina la pintura —ordenó Lanèfenuu—. Quiero la montaña y el océano aquí en mi pecho, con el mayor detalle.

—Gran eistaa, se dice que abandonamos esta isla hoy. —Lo hacemos. La mayoría ya se han ido. Cuando abordemos el uruketo, seremos los últimos.

—Yo nunca he estado en un uruketo. Tengo miedo. Lanèfenuu acarició su cresta e hizo signo de abandono de miedo/irracionalidad.

—Esto es sólo porque tú eres un simple macho, sacado del mar, criado en el hanale, como es justo y correcto. Nunca has abandonado esta isla…, pero ahora tienes que hacerlo. Todos tenemos que hacerlo. Cruzaremos el océano, y te ordeno que abandones tu miedo. Iremos a la ciudad de Alpèasak, que es más grande que Ikhalmenets, y llena de nuevos/deliciosos animales, y posee un hanale de placentero tamaño.

Elililep, que era sensible a otros sentimientos, como lo eran la mayoría de los machos, no se calmó.

—Si esta distante ciudad es tan espléndida, entonces, ¿por qué la eistaa muestra furia y dolor?

—Furia ante la blancura del invierno que me empuja fuera de mi ciudad. Dolor por tener que abandonarla. Pero ya basta. Lo que está hecho, hecho está. Nuestra nueva ciudad nos aguarda en las orillas del distante Gendasi, una ciudad de playas doradas. Muy superior a esta roca en el océano. Vamos.

Se puso en pie y cruzó el ambesed con paso firme, con los machos apresurándose tras ella. Con la cabeza alzada, llena de orgullo y fuerza. Quizá fuera mejor abandonar este ambesed para siempre, dejar este lugar donde el ustuzou la había humillado, le había ordenado obediencia. Hizo restallar sus pulgares ante el recuerdo, pero recordó también que no había tenido otra elección. Dos de sus uruketo muertos. No había podido hacer otra cosa. Mejor aquello que terminar. Ya habían muerto bastantes. Si ella no hubiera escuchado el consejo de Vaintè, nada de aquello hubiera ocurrido. Su cuerpo se estremeció, al tiempo que fuertes emociones se apoderaban de ella. Todo aquello formaba parte del pasado, y podía ser olvidado junto con esta ciudad y su isla.

Su uruketo aguardaba, los otros ya se habían marchado tal como ella había ordenado. Hizo subir a los machos a bordo, empezó a seguirles, se volvió para mirar una última vez pese a sí misma. El verde abajo, el blanco arriba.

Su mandíbula colgó agitada por poderosas emociones…, hasta que la cerró de golpe. Ya basta. Aquello había terminado. Su ciudad era ahora la cálida Alpèasak. El invierno podía acudir a Ikhalmenets. Ya no era cosa suya.

Sin embargo, permaneció en lo alto de la aleta, sola, hasta que Ikhalmenets se hundió finalmente en el mar y desapareció.

Es alithan hella, man fauka naudinzan. Tigil hammar tharp i theisi darrami thurla.

Proverbio tanu

Si el ciervo se va, los cazadores lo siguen. Una flecha no puede matar a un animal en el siguiente valle.