CAPÍTULO 4

Las venenosas enredaderas murgu que orillaban el valle de los sasku se habían vuelto amarronadas, luego habían muerto y caído al suelo del valle. Habían sido empujadas al río y eliminadas, retiradas de la vista junto con los recuerdos del último ataque murgu.

Herilak estaba sentado junto al fuego, dando vueltas una y otra vez entre sus manos al brillante cuchillo. El cuchillo de Kerrick de metal celeste. Lo había llevado siempre en torno a su cuello, colgando de la sólida banda de metal que los murgu le habían puesto allí. Al otro lado del fuego, frente a él, Sanone asintió con la cabeza y sonrió.

—En mi ignorancia, pensé que significaba su muerte —dijo Sáneme.

—Su vida y nuestra vida, eso es lo que significa.

—Al principio no pude creerlo, viví con el temor de que Kadair nos hubiera abandonado, de que nos hubiéramos extraviado del sendero que él había marcado para nosotros.

—No me importa tu Kadair, Sanone, sólo me importa Kerrick, que nos salvó. Sostengo este cuchillo a fin de no olvidar que lo hizo…

—No me siento complacido cuando hablas de Kadair de esta forma Herilak miró por encima del fuego al viejo, dijo lo que pensaba porque los dos estaban solos y habían llegado a comprenderse el uno al otro.

—Me importa tan poco tu Kadair como a ti te importa Ermanpadar que guía a los tanu. Esa es la verdad. Ahora dejemos a un lado esa charla sobre los poderes invisibles que controlan nuestras vidas y hablemos, en cambio, de lo que debemos hacer. Me refiero a dos de mis cazadores…

—No oiré sus nombres, no los pronunciaré en voz alta porque su ofensa fue grande. El porro sagrado a Kadair, lo robaron y lo bebieron.

—Para ti sagrado, para ellos una cosa muy interesante de hacer. Mientras, los demás cazadores los envidian, y me han pedido que te pregunte si tienes más de esa bebida.

—¡No puedes hablar en serio!

—Lo hago, y hay algo más, aún más importante, de lo que debemos hablar. Los cazadores que bebieron tu porro han sido expulsados de este valle. Ahora tienen su tienda muy arriba en el río. Se me ocurre que los sammads se reunirán con ellos allí.

Sanone miró a las llamas, las agitó con un palo antes de hablar. Su voz era tranquila de nuevo, desaparecida la furia.

—He estado aguardando a que dijeras eso, amigo mío. Hablaremos de eso, no del porro, nunca más debes volver a hablar de él. ¿Ha llegado el tiempo de vuestra marcha?

—Ha llegado. Cuando luchamos juntos, vivimos en paz juntos. En la ciudad junto al océano, luego aquí en el valle. En la guerra contra los murgu, todo lo demás fue olvidado. Ahora la batalla ha terminado, los murgu han desaparecido, y mis cazadores se sienten inquietos. Beber el porro fue sólo una señal. Para vosotros este valle es el hogar. Para ellos es una trampa que les impide salir a las llanuras y a los bosques, les roba la libertad de marcharse, quedarse, hacer lo que quieran. Y hay otra razón para mí.

Sanone vio que los ojos de Herilak descendían de nuevo hasta el cuchillo, y comprendió.

—Es Kerrick. Me has hablado de las diferencias que nacieron entre vosotros. ¿Todavía existen?

Herilak sacudió lentamente la cabeza.

—No lo sé. Y eso, creo, es lo que debo averiguar. Está vivo, eso es lo que supongo, o los murgu hubieran seguido con su ataque y ahora todos nosotros estaríamos muertos. Pero ¿está viva Armun…, y su hijo? Si están muertos, entonces es culpa mía. Debo decírselo. Ya no lo veo como mi enemigo. Me pregunto por qué lo fui alguna vez. Pero puede que él todavía piense en mí como en alguien que le ha fallado enormemente. Eso tiene que terminar. Nunca hubiera debido ocurrir. Ahora he llegado a convencerme de que todo fue culpa mía. Mi odio hacia los murgu me llenó por completo, se hinchó y cubrió a todos los que pensaran de forma distinta a mí.

—¿Todavía sigues albergando esos odios dentro de ti?

—No. —Alzó el cuchillo—. Esta es la diferencia. Pese a lo que le he hecho, pese a mi tratamiento de su sammad, él hizo esto. Detuvo a los murgu e hizo que nos enviaran esto para hacernos saber que era él quien había detenido los ataques.

Herilak bajó el cuchillo y miró por encima del fuego.

—Dime, Sanone, ¿hemos hecho todo lo que prometimos hacer? Cuando nuestros palos de muerte murieron y fuimos a la ciudad en la orilla, Kerrick nos dijo lo que había que hacer, y todos los sammadars estuvieron de acuerdo en hacer lo que él pedía. Recibimos nuevos palos de muerte sólo cuando aceptamos que nos quedaríamos contigo en la ciudad y la defenderíamos. ¿Hicimos eso?

—Ahora ya ha terminado todo. La ciudad estuvo bien defendida hasta que nos vimos obligados a abandonarla. Tú atacaste a los murgu que nos siguieron con toda la habilidad de los cazadores de los tanu. Ahora estamos seguros, porque creo como tú que este era el mensaje del cuchillo. Si tu deseo es marcharte, y es también el deseo de los cazadores de los sammads, entonces debéis iros.

—¿Y los palos de muerte?

—Son vuestros por derecho. ¿Qué opinan los otros sammadars al respecto?

—Están de acuerdo, todos están de acuerdo. Sólo hace falta tu palabra para liberarnos.

—¿Y adónde iréis?

—¡Al norte! —Las aletas de la nariz de Herilak temblaron como si oliera los bosques y la nieve—. Esta tierra cálida no es para nosotros, no para pasar en ella todos los días de nuestras vidas.

—Entonces, ve ahora a los demás. Diles lo que ambos sabemos ahora. Que Kerrick nos liberó de los murgu. Así que ya no hay necesidad de que os quedéis.

Herilak saltó en pie, sujetó en alto el cuchillo y gritó su placer, y su voz resonó en las paredes del valle. Sanone asintió, comprensivo. Este valle era el hogar de los sasku, su refugio, su existencia. Pero para los cazadores del norte sólo era una trampa.

Sabía que antes de que el sol se hubiera puesto de nuevo se habrían marchado. Sabía también que, cuando los otros sammads fueran a los bosques a cazar como siempre habían hecho, Herilak no les seguiría. Él iría al este, hacia el océano, luego al sur de nuevo, a la ciudad murgu. Su vida no sería suya, no hasta que se la hubiera ofrecido a Kerrick para que la tomara o la rechazara.

Era casi el amanecer antes de que el cansancio cerrara los ojos de Kerrick. El sueño no quiso llegar antes. Había permanecido sentado junto al muerto fuego mirando a través del lago. A las tranquilas aguas y las estrellas que cruzaban lentamente el cielo, los tharms de los guerreros muertos en su desfile nocturno. Avanzaban firmemente sobre su cabeza hasta desvanecerse de su vista en las aguas del lago. Cuando la luna se hubo puesto también y la noche se oscureció, entonces fue seguramente cuando se quedó dormido.

Despertó con un sobresalto, con el gris del amanecer a su alrededor, al sentir un contacto en su hombro. Rodó sobre sí mismo para ver a la muchacha, Darras, a su lado.

—¿Qué ocurre? —Se atragantó con las palabras, lleno de miedo.

—Debes venir. —Se volvió y se alejó apresuradamente, y él se levantó y corrió tras ella, la pasó y apartó bruscamente la piel que cubría la entrada de su tienda.

—¡Armun!

—Todo está bien —dijo la voz de ella desde la oscuridad—. No pasa nada. Ven a ver a tu hija.

Él apartó del todo la piel de la entrada y, a la débil luz, vio que le estaba sonriendo.

—Estaba tan preocupada —dijo ella—. Tenía mucho miedo de que la niña saliera como yo, con mi labio, pero ahora este miedo ha desaparecido.

Él se dejó caer a su lado, débil por el alivio, y apartó las pieles del rostro de la niña. Estaba enrojecido y todo arrugado. Tenía los ojos cerrados, y parecía maullar débilmente al respirar.

—Está enferma…, ¡algo va mal!

—No. Así es como son siempre los bebés después de nacer. Ahora dormirá, pero sólo después de que tú le hayas puesto un nombre. Es sabido que un bebé sin un nombre se halla en un gran peligro.

—¿Y cuál debe ser ese nombre?

—No me corresponde a mí decidirlo —dijo ella con firme desaprobación—. Es tu hija. Tú debes ponerle el nombre. Un nombre de chica, uno que sea importante para ti.

—Armun, este es el nombre de mayor importancia para mí.

—Eso no se hace, dos mujeres del mismo nombre en la familia. El mejor nombre es el de alguien que ya murió y que fue de importancia.

—Ysel. —El nombre brotó a sus labios sin él pensarlo; no se había acordado de ella en años—. Ella murió, yo viví. Vaintè la mató.

—Entonces, ese es un muy buen nombre. Que muriera para que tú pudieras vivir es el nombre más importante que haya oído nunca. Ysel y yo dormiremos ahora.

La luz del sol era cálida, el aire fresco, el día nuevo, toda la existencia era tal como debía ser. Kerrick caminó lleno de felicidad hasta la orilla para lavarse y hacer los planes para el día. Había mucho que hacer antes de marcharse. Pero había dicho que se irían, tan pronto como Armun estuviera dispuesta. Ella era quien debería decidir. Pero tenía que tenerlo todo preparado para aquel día. Se echó agua al rostro, frotó. Se secó los ojos con el antebrazo y vio los primeros rayos del sol brillando entre los árboles, iluminando cálidamente la arena.

Y la inmóvil forma de Imehei tendida medio dentro, medio fuera del agua. Nadaske estaba ya a su lado, sentado en la absoluta inmovilidad yilanè.

El día dejó de ser brillante. Kerrick se dirigió lentamente hacia ellos en silencio, se detuvo en silencio a su lado y contempló al inmóvil Imehei. Respiraba lentamente a través de su boca entreabierta. Una burbuja de saliva se formó, luego se desvaneció. Nadaske movió un ojo para mirar a Kerrick, luego lo apartó de nuevo.

—Atención al habla —anunció Kerrick, y aguardó hasta que Nadaske le miró de nuevo antes de hablar—. En unos pocos días nos marcharemos. Cazaremos, os dejaremos carne.

—No lo hagas. Se volverá verde y olerá mal. Yo pescaré, habrá suficiente para los dos. ¿Por qué no te marchas ahora?

Armun y la niña, el inconsciente Imehei allí con su no deseada carga de huevos: había una desagradable similitud en ello que Kerrick no deseaba señalar.

—El momento no es el adecuado, hay que hacer preparativos. Traeremos carne.

Nadaske guardó silencio de nuevo, y no había nada más que Kerrick pudiera hacer allí, nada más que decir. Regresó lentamente a su propio campamento. Ortnar estaba despierto y supervisando a Harl, que fijaba puntas de flecha a sus astiles.

—Serán necesarias más flechas —dijo Ortnar—. Cuando se caza y se viaja, las flechas que fallan su blanco no siempre pueden ser recuperadas. Ahora que la niña ha nacido ya podemos irnos.

—Sólo cuando Armun esté dispuesta. Pero debemos hacer los preparativos de modo que podamos marcharnos tan pronto como ella diga. Y también debemos considerar esto…, ¿adónde iremos?

—Más fuerte, la cuerda ha de estar más tensa, o de otro modo la punta de la flecha se perderá. Usa los dientes. —Ortnar giró lentamente sobre su pie sano hasta que estuvo mirando al norte, entonces señaló con su barbilla—. Ese es el único camino hacia donde ir. Lo conozco bien. Y creo que sé de un lugar donde podemos quedarnos todo el tiempo que queramos mientras tengamos los palos de muerte. Con ellos no podemos ir a la nieve, porque morirán con el frío. Y tampoco deseamos estar cerca de la ciudad de los murgu. Ahora te enseñaré lo que he estado pensando.

Usó la punta de su lanza para dibujar una línea en la arena, luego la clavó en su extremo inferior.

—Esto es la orilla del océano, y aquí al fondo la ciudad de los murgu. Ahora estamos aquí.

Trazó el círculo del lago en la arena. Luego recorrió con la lanza una línea hacia arriba y la empujó de nuevo hacia abajo, a la orilla.

—Aquí está el lugar que conozco. Cazamos en una ocasión allí. Está tan al norte de este lago o más de lo que este lago está al norte de la ciudad. ¿Es lo bastante lejos?

—Tendrá que serlo. Cerca o lejos, podrán encontrarnos si lo desean. Si nos buscan, podemos correr hasta las nieves, y ellas estarán inmediatamente detrás nuestro a cada paso del camino. ¿Qué encontraste cuando cazaste allí?

—Un río de agua dulce, luego una laguna poco profunda llena de revoloteantes pájaros. Luego, más allá del agua, hay una isla. Al otro lado de ella hay más agua e islas más estrechas de nuevo a todo lo largo del océano. Pensé esto. Si vamos a la isla grande podemos matar a los murgu peligrosos de allí. La caza y la pesca son muy buenas. Pero la isla grande no está en el océano. Si las criaturas murgu que navegan por el agua van a la orilla, incluso si desembarcan, no sabrán que nosotros estamos allí. Es lo mejor en lo que puedo pensar.

—Es un plan mucho mejor que el que yo hubiera podido trazar. Iremos allí…, tan pronto como Armun esté dispuesta. Hasta entonces deberemos cazar y ahumar carne, preparar ekkotaz. Cuanto menos tiempo empleemos para cazar cuando estemos de camino, más rápido llegaremos a ese lugar.

De la tienda detrás de él le llegó el repentino y fuerte grito de un bebé. Arnhweet llegó corriendo y cogió su mano, alzó la vista con ojos preocupados. Kerrick le sonrió y le revolvió la densa mata de pelo.

—No te asustes. Todos los bebés gritan así. Ahora tienes una hermana, y tiene que ser muy fuerte para gritar con esos pulmones.

Arnhweet pareció dubitativo, pero aliviado.

—Me gustaría hablar con mis amigos.

Cuando dijo «amigos», movió sus brazos para decirlo mismo en yilanè. Era evidente que eran de mucho mayor interés para él que su hermana pequeña.

—Sí, ve con ellos. A Nadaske le gustará. Pero no podrás hablar con Imehei. Duerme en el agua. Es una cosa que sólo hacen los yilanè y que resulta difícil de explicar.

—Se lo preguntaré a Nadaske; él podrá explicármela.

Quizá sí, pensó Kerrick, luego se volvió y desechó sus preocupaciones con un encogimiento de hombros. Había mucho que hacer allí.

enotanké ninenot efendasiaskaa gaaselu

Segundo principio de Ugunenapsa

Todas moramos en la Ciudad, de la Vida.