Fue una despedida feliz, porque esa era la forma paramutana. Todo el mundo sabía que, si uno mostraba infelicidad antes de un viaje, sólo podía traer la peor de las malas suertes, tormentas, desastres. Hanath y Morgii se sentían igualmente felices ante el resultado de sus intercambios, riendo y empapándose al lado de los paramutanos mientras les ayudaban a empujar el ikkergak al mar. Las olas eran grandes y rompieron por encima de ellos antes de que el barco flotara libre. Kalaleq fue el último en subir a bordo, izado chorreante del agua por fuertes manos, cogido por los brazos y por la cola.
—Después del invierno vendremos aquí de nuevo. Habrá mucho que comerciar. ¡Volved!
—¡Lo haremos! —gritó Armun para ser oída por encima del ruido de las olas al estrellarse contra la playa—. Estaremos aquí.
—¿Qué dijo el peludo? —preguntó Hanath castañeteando los dientes, azul por el frío. Se envolvió en una de las nuevas pieles.
—Quiere que volvamos para comerciar de nuevo.
—¡Lo haremos! La próxima vez vendremos antes y haremos porro. Les gustará.
—Ni siquiera lo sugieras —dijo Kerrick—. No hasta que hayáis pasado todo un invierno rodeados por la nieve con ellos. Son un pueblo muy extraño.
—Me gustan —afirmó Morgil—. Saben cómo divertirse. Ahora puedes decirnos qué es esa horrible inmundicia negra que enterraste. Todavía puedo olería.
—Eso es lo que va a mantenernos vivos cuando estos mueran —dijo Kerrick, alzando su hesotsan—. Los paramutanos hacen un poderoso veneno llamado takkuuk. Puede matar a las criaturas más grandes del mar. Matará también a los murgu. Ahora sabemos cómo hacerlo. Yo no sé cómo pero Armun lo recuerda, ella lo hizo con Kalaleq. Parece muy difícil.
—No tanto —dijo ella—. Sólo son entrañas y sangre hechas pudrir de una manera especial, tras lo cual se les añaden ciertas raíces. Conozco la planta, siempre se nos ha dicho que no nos acerquemos a ella ni la toquemos. Ahora sé por qué.
—El hedor nos matará antes de que mate a ningún marag —dijo Hanath.
—No lo creo así. —Kerrick alzó su lanza—. Cuando el veneno es enterrado la segunda vez, estará en pequeñas bolsas de piel que serán envueltas en torno a las puntas de las lanzas. Enterraremos las lanzas también, lanzas especiales sólo para matar murgu. Luego, cuando las clavemos en un marag, la punta de la lanza atravesará el saquito y se clavará en la carne, y la cosa morirá.
—Eso podemos hacerlo —dijo Morgil con gran entusiasmo—. Te ayudaremos, Armun, haremos gran cantidad de lanzas takkuuk. Luego podremos intercambiarlas con los demás sammads. Incluso podremos viajar hasta el valle de los sasku, intercambiarlas por ropas.
—Puede que no vuelvas a cazar nunca —dijo Armun— A partir de ahora te dedicarás al comercio.
—Por supuesto que no. También podemos cazar, si queremos. Pero nos gusta comerciar.
Había tantas pieles y rollos de cuero que los dos comerciantes tuvieron que cortar palos para hacer una rastra. Estaba terriblemente cargada, y se turnaron en tirar de ella cuando emprendieron el camino de regreso al sur. Las noches eran frías, los días frescos, las nuevas pieles un placer para dormir por la noche. Las estrellas parecían más brillantes aquí que en la isla, pensó Kerrick, tendido despierto y contemplándolas después de que Armun se hubiera dormido. Quizá porque eran los tharms de los cazadores, y en consecuencia brillaban más fuerte en el norte, allá donde los cazadores habían muerto. Un día las nieves se fundirían de nuevo y podrían volver a las montañas. Mientras tanto vivían, los sammads se hacían grandes, los murgu ya no serían una amenaza cuando los hesotsan murieran. £1 mañana de mañana iba a ser bueno. Esta era una frase yilanè que ellos utilizaban muy a menudo, y cuando pensó en ella sus piernas se arquearon y sus manos moldearon el significado. Armun gimió en su sueño, como reacción a sus movimientos, y él permaneció quieto. Olvida el yilanè, ya tienes bastante con ser tanu.
Fue un viaje fácil hacia el sur a lo largo del sendero familiar. Sólo dos veces fueron atacados por murgu lo bastante grandes como para tener que matarlos con los palos de muerte. Y comieron bien. Cualquiera de los dos cazadores que no tiraba de la rastra se metía en el bosque. Poco después los alcanzaba con un marag o un ciervo recién muerto. Encendían un fuego cada noche y asaban la carne fresca, comían la suficiente para resistir todo el día siguiente. De esta forma avanzaban firmemente hacia el sur.
Cuando llegaron al sendero que se desviaba hacia el campamento de los otros sammads hubo cierta discusión acerca de la posibilidad de detenerse. Hanath y Morgil deseaban comerciar con ellos. A Kerrick no le importaba, pero Armun se mostró firme.
—No. Esos sammads pueden haber ido al sur. Si no lo han hecho, vosotros dos siempre podéis volver a ellos. Nosotros regresamos a nuestro propio sammad. Tengo niños allí…, y quiero verlos. —Miró a Kerrick de manera muy acusadora.
—Yo también. No nos detendremos. Iremos directamente a la isla.
Los días se iban haciendo más cortos, la distancia que Podía recorrerse con luz era menor también. Armun estaba preocupada por su lento avance. Empezó a hacerles emprender la marcha antes de que se hiciera de día, continuar después de oscurecer.
—Estoy cansado —dijo Hanath una tarde, mirando al cada vez más oscuro cielo—. Creo que sería mejor si nos detuviéramos aquí.
—Yo voy a seguir —dijo ella firmemente—. Yo también estoy cansada…, pero si alcanzamos el lugar de acampada junto al arroyo esta noche, entonces estaremos de vuelta en la isla antes de que se haga oscuro mañana. Seguiré yo sola si vosotros no deseáis continuar. Dadme uno de los palos de muerte.
—Seguiremos, seguiremos —murmuró Hanath, apoyando su peso contra las correas de la rastra.
Llovió durante la noche, pero aclaró antes del amanecer. Armun los despertó, riendo ante sus quejas. Pero, una vez de camino, todos se mostraron ansiosos por llegar. No se detuvieron, sino que comieron algo de carne fría mientras seguían caminando. Sin beber nada tampoco porque todos eran capaces de seguir sin agua hasta el oscurecer. Kerrick no vio el sendero lateral hasta que Morgil lo señaló, tuvo que apartar nuevas ramas para meterse en él. Antes de alcanzar el cruce del río oyeron gritos delante y se toparon con una partida de caza. Hubo cálidos saludos y exclamaciones de apreciación ante las pieles. Los cazadores se sintieron felices de ayudar a transportar aquellas nuevas posesiones, y así avanzaron más rápido.
Herilak lanzó un estentóreo saludo cuando llegaron entre los sammads. Malagen salió de su tienda sujetando a la niña. Rio y les llamó, y Armun cogió a Ysel y la apretó fuerte contra su pecho.
—Los paramutanos estaban allí y veo que hicisteis buen intercambio —señaló Herilak, palpando la suavidad de las pieles.
—Mejor de lo que imaginas, sammadar —dijo Kerrick—. Hay una cosa que ellos hacen y que se llama takkuuk, y que ahora sabemos cómo hacer nosotros. Va a ser muy importante para todos los tanu.
—¿Dónde está Arnhweet? —preguntó Armun, sin soltar a la niña, mirando a los chicos que se habían apresurado a rodearles—. ¿Adónde ha ido?
—No está aquí…, pero no sé dónde está —indicó uno de los muchachos—. Va a la isla prohibida solo, y allí agita el cuerpo con el marag que hay en aquel lugar.
Se agitó en burlón remedo, pero su risa se convirtió en un grito de dolor cuando Armun le dio un sonoro bofetón que lo arrojó de culo al suelo.
—No lo sabrías si no hubieras ido tú también…, y eso está prohibido. No debería estar allí solo. —Miró furiosa a Kerrick cuando dijo eso.
—Lo traeré de vuelta —dijo este, recogiendo su palo de muerte—. Camina conmigo, Herilak, porque tengo muchas cosas que contarte.
—Lo haré —dijo el otro, y fue a buscar su arco y su carcaj.
—¿Hemos alcanzado el lugar? —preguntó Vaintè, alzando la lámina con la imagen a la luz del sol, luego mirando a la cercana orilla.
—Así es —dijo Akotolp, señalando con el dedo—. Estamos aquí. Cerca de estas pequeñas islas junto a la costa. La que ves aquí fuera oculta la más grande que hay junto a tierra firme, donde se halla la guarida de los ustuzou.
—¿Nos llevará hasta allí el uruketo? —Desgraciadamente no. El agua entre las islas es demasiado poco profunda.
—Comprendido. Ahora, ¿dónde está el lugar donde fue descubierta la yilanè?
—Aquí, en esa isla que mira al mar
—Entonces ahí es donde desembarcaremos. Hablaremos con ella. Las criaturas ustuzou son mortíferas. Cuando las ataquemos, será sólo para matarlas. Ella podrá ayudarme, decirme si el que busco está aquí, ayudarme a encontrarlo. Los otros pueden vivir o morir, no me importa. Es la muerte de ese lo que debo conseguir. —Hizo brusco signo de instrucciones a Elem—. Hacia esa isla, acércate todo lo que puedas. Ordena a Enge que suba.
Estaban en el límite de rompientes cuando Enge se reunió con ellas en la aleta.
—Nada hasta la orilla —ordenó Vaintè—. Akotolp irá contigo. No olvides que ella lleva su hesotsan. Yo me reuniré con vosotras con el mío. Si Elem tiene algún pensamiento de marcharse una vez hayamos alcanzado la playa, te mataremos. ¿Queda eso entendido?
Enge hizo signo de comprensión de malevolencia, rechazo de hablar, luego descendió al lomo del uruketo. Estaba en el agua y nadaba hacia la orilla mucho antes de que la jadeante Akotolp pudiera seguirla. No hizo ningún intento de escapar, sabiendo que Vaintè mataría a las del uruketo si lo hacia. En vez de ello, aguardó en la playa hasta que Akotolp llegó. Vaintè, nadando rápidamente, iba cerca detrás de ella.
—Yo iré primero —dijo—. Permaneced detrás de mí. Trepó lentamente la duna, con sus afiladas garras clavándose profundamente. En la cresta había matojos de resistente hierba; se detuvo y la apartó lentamente para ver lo que había al otro lado. Permaneció inmóvil, con sólo su mano a su espalda haciendo signo de silencio. Miró a las dos figuras debajo de ella, escuchó lo que hablaban.
—Prueba de nuevo —dijo Arnhweet, sujetando el hardah por un tentáculo y manteniéndolo suspendido delante de Nadaske.
—Grardal —dijo Nadaske, modelando su mano en el mismo gesto de Arnhweet, como si sujetara otro hardalt.
—No grardal —dijo Arnhweet—. Hardalt, sólo hardalt…, y no pongas la mano así.
—Tú lo has hecho.
—Por supuesto que lo he hecho. Pero cuando hablas marbak no te mueves, sólo haces el sonido.
—Estúpida/fea habla. Apta sólo para ustuzou —Nadaske captó el movimiento más arriba, miró con un ojo…, se zambulló dentro del refugio.
—Cese instantáneo de movimiento —ordenó Vaintè, descendiendo a largas zancadas—. Si tienes un hesotsan ahí dentro, tócalo sólo si quieres morir. ¡Emerge… con las manos vacías!
Nadaske se volvió lentamente, reluctante, salió de nuevo a la luz del sol, con las manos colgando fláccidas a sus costados. Vaintè lo miró atentamente, se inclinó hacia delante y olisqueó con deleite.
—¡Es un macho! Uno de familiar aspecto.
—Nos hemos conocido antes, Vaintè. Tú no debes recordarlo. Yo sí. Eras eistaa de Alpèasak cuando me enviaste a las playas del nacimiento. Regresé.
Vaintè expresó frío regocijo ante la evidente y presuntuosa furia de un simple macho. Hizo brusco signo de que se sentiría feliz de enviarlo de nuevo a las playas, en aquel mismo momento si era preciso. Pero su atención estaba fija en Arnhweet, que retrocedió un paso, los ojos muy abiertos por el miedo, mirando de ella a los otros murgu que bajaban detrás. Los dos que sujetaban hesotsan se movían con dura angularidad, en absoluto como Nadaske. Dio otro paso atrás, pero se detuvo cuando el primer murgu hizo signo de cesación de movimiento.
—Te he oído hablar con este macho. Eres yilanè, y eso es inusual/imposible. Pero ha ocurrido. Acércate, es una orden. ¿Me entiendes?
Arnhweet avanzó arrastrando los pies, temblando de miedo, hizo signo de comprensión de significado. Vaintè se inclinó más, el niño pudo oler la fetidez de su aliento, adelantó un pulgar y tocó el cuchillo de metal que colgaba en torno a su cuello.
—¿Qué significa este artefacto de metal? Este es más pequeño, pero he tenido otro igual en mi mano. Y este más pequeño lo he tenido también, hace mucho tiempo. El más grande me fue enviado como signo de que debía cesar la guerra que estaba ganando. Colgaba del cuello del ustuzou de muerte, Kerrick. Explica al instante.
Arnhweet comprendió lo que decía aquella yilanè, aunque no comprendió el nombre que mencionó, puesto que la forma en que Vaintè pronunció Kerrick resultaba incomprensible. Pero el significado estaba claro.
—Sólo hay otro cuchillo como este. Cuelga en torno al cuello de mí… efensele. —Aquello era lo más aproximado que podía expresar, no conseguía pensar en ningún término para padre en yilanè.
—Entonces tú eres efensele del que busco. Pero ¿dónde está, por qué estás tú solo? Infórmame rápidamente del significado de esto, macho —ordenó, mirando a Arnhweet con un ojo, a Nadaske con el otro.
Nadaske no se molestó en contestar. La libertad había terminado, la vida había terminado. Aquella era Vaintè, conocida por su crueldad. Se sentiría inmensamente disgustada por su escapatoria del hanale y la muerte de la ciudad, y luego por el hecho de hubiera vivido tan libre como una hembra. Haría que sufriera de muchas formas antes de morir en las playas. Todo había terminado. Hubo un movimiento entre los arbustos y miró en aquella dirección. Un animal de algún tipo, no importaba, nada importaba ya ahora.
Kerrick y Herilak apenas habían alcanzado la ensenada cuando Dali salió corriendo de entre los arbustos al otro lado y se arrojó al agua, cruzó a nado a toda velocidad, sollozando y jadeando. Herilak lo sacó del agua y lo sacudió.
—Te pegaron antes por venir aquí. Ahora vas a recibir otra paliza…
—¡Murgu…, ahí fuera! Vienen del mar, murgu…
Herilak lo cogió por la barbilla y lo acercó más a él.
—¿Qué clase de murgu? ¿El tipo que mata con palos de muerte?
—Sí —dijo Dali, luego se echó al suelo, lloriqueando. Herilak giró en redondo para seguir a Kerrick, que se había lanzado al agua. Lo atrapó al otro lado, lo retuvo con una mano.
—Lenta y silenciosamente, no te precipites o nos precipitarás a nuestra muerte. —Colocó una flecha en su arco.
Kerrick apartó su mano y echó a correr, sin escuchar sus palabras. Había yilanè allí…, y tenían a Arnhweet. Corrió por la arena, con Herilak pisándole los talones. Corrió a lo largo de la orilla y más allá de la duna que protegía el pequeño campamento de Nadaske. Se detuvo con un grito de horror.
Herilak se detuvo también, vio a los cuatro murgu, dos de ellos armados, y al muchacho allí también. Se llevó el arco a la barbilla, soltó la cuerda.
Kerrick dio un brusco golpe a su brazo, y la flecha golpeó contra la duna.
—¡No lo hagas! Lo matarán. Deja caer tu arco. Hazlo por mí, Herilak, haz esto por mí.
Dejó caer su propio palo de muerte al suelo, pero Herilak se mantuvo firme, viendo solamente a los que debía matar. Viendo a uno de ellos apuntar a Arnhweet. Si hubiera sido su hijo no hubiera dudado; aunque hubiera significado la muerte del chico, hubiera acabado con todos ellos. Pero Arnhweet era el hijo de Kerrick. A causa de Herilak, el muchacho había estado a punto de morir ya en una ocasión. No podía permitir que muriera ahora, aunque eso significara la muerte del propio Herilak. Lentamente, sin apartar ni un momento los ojos de las figuras que tenía delante, se inclinó y depositó el arco en el suelo. El feo marag detrás de Arnhweet gruñó y se agitó, y su mandíbula se abrió para mostrar los agudos y afilados dientes.
—Eres correcto en obediencia —dijo Vaintè, con los brazos triunfalmente arqueados, la mandíbula abierta en signo de comida-de-victoria.
—Deja ir al pequeño —murmuró Kerrick—. Yo me quedaré en su lugar.
—¿Valoras tu efensele por encima de tu propia vida?
—Puede que sea un asunto de gran importancia para estos ustuzou —dijo Akotolp—. He estudiado a esos animales. Hay un nacimiento sin huevos, una gran unión entre pequeños efenburu… —Guardó silencio ante la seca orden de Vaintè, su victoriosa habla.
—Todo terminará aquí, Kerrick. Has luchado contra mí demasiado tiempo, has matado a demasiadas. Esta es mi victoria. Tengo mi propia ciudad ahora. Crecerá y prosperará. Tú y estos otros dos ustuzou moriréis ahora. Pero moriréis en el conocimiento de que vuestras muertes son sólo las primeras. Porque volveré con fargi y criaturas de muerte hechas crecer por la siempre leal Akotolp. Regresaré y perseguiré a tu raza a través de todo Gendasi. Buscaré en todas vuestras hediondas madrigueras y mataré hasta el último de vosotros. Piensa en eso mientras mueres. Piensa en ello, lenta y cuidadosamente. Te doy tiempo para que puedas morir con este pensamiento por encima de todos tus demás pensamientos.
Vaintè hizo signo de triunfo en todo mientras alzaba su arma. Hubo un silencio, con la quietud del horror a todo su alrededor. Enge no podía moverse ni actuar, duramente aferrada por el conflicto entre creencias y afecto. Arnhweet estaba aterrado, Nadaske tan inmóvil como una estatua. Sólo Akotolp hizo signo de comprensión, perfección de acción.
Nadaske se movió, y Vaintè lanzó una cautelosa mirada hacia él, luego de nuevo a Kerrick cuando vio que el infeliz macho se estaba dando la vuelta, incapaz de mirar.
Nadaske se enfrentó al asustado muchacho, colocó unos pulgares de simpatía y comprensión sobre sus hombros.
Vaintè alzó el hesotsan, apuntó a Herilak.
—Tú serás el último, Kerrick. Contempla primero morir a tu efensele.
Nadaske bajó las manos, sujetó el cuchillo de metal que colgaba del cuello de Arnhweet, lo liberó de un tirón y se volvió rápidamente.
Golpeo con todas sus fuerzas el lado del cuello de Vaintè.
El tiempo se detuvo. Los ojos de Vaintè se abrieron tremendamente por el dolor; jadeó, se estremeció, sus manos se cerraron con tanta fuerza en torno al hesotsan que este se agitó convulsivamente en su presa. Nadaske aún mantenía el cuchillo apretadamente sujeto entre sus fuertes pulgares. La sangre brotó en un abundante chorro cuando lo retorció.
Vaintè se tambaleó, cayó, se giró y disparó el arma mientras se derrumbaba. El seco crujir quedó ahogado cuando Nadaske cayó sobre ella.
Akotolp, nunca una yilanè de acción, se quedó simplemente contemplando aterrada los dos cuerpos. Incluso antes de que pensara en alzar su propio hesotsan, Enge se lo arrancó de las manos.
—¡Las muertes han terminado! —gritó con voz fuerte Enge, alzando el arma muy por encima de su cabeza y arrojándola con fuerza al agua.
—Las muertes han terminado —hizo eco Kerrick en marbak, apoyando suavemente su mano sobre el brazo de Herilak cuando este se agachaba para recoger de nuevo su arco—. Esa es amiga mía. No mata.
—Quizá esa no, pero…, ¿qué hay del marag gordo?
—Esa muere —dijo Kerrick, con el frío del invierno en su voz. Primero en marbak, luego hablando en yilanè—. Tú mueres, ¿no es así, Akotolp? Hubieras debido morir cuando murió Alpèasak, pero veo que escapaste. Ahora eres una seguidora de Vaintè. Pero ella está muerta. Tu ciudad muerta, tu eistaa muerta. ¿Por qué sigues viva? No hay necesidad de matarte, porque tú misma morirás. La seguirás a ella en la muerte.
Con una gran oleada de miedo, Akotolp supo que el ustuzou tenía razón en lo que decía. Era el fin, el fin…
Sus ojos estaban velados cuando cayó, grotescamente despatarrada en la arena. Aún moviéndose: pronto muerta.
| Llorando fuertemente, Arnhweet corrió hacia su padre, se aferró a sus piernas. Kerrick alzó al muchacho y apretó fuertemente contra sí.
—Todo ha terminado —dijo con suave debilidad en su voz—. Nuestro amigo Nadaske está muerto, pero no hubiera podido morir de mejor manera. Cuando seas mayo lo entenderás. Nunca tendrá que volver a ir a las playas. Siempre será recordado…, porque mató a la que nos hubiera matado a todos nosotros. —Miró a Enge—. ¿Hay otras?
—No…, sólo Hijas de la Vida. No otras como esa.
Kerrick bajó los ojos hacia Vaintè, muerta al fin. La criatura de la muerte, muerta debajo del que la había matado. Una amarga bilis ascendió por su garganta y sintió un terrible pesar.
—No deseo oír hablar de muerte de nuevo, pensar en ella, verla. —Se volvió a Herilak y soltó suavemente las manos de Arnhweet, se lo entregó al gran cazador—. Lleva al muchacho a su madre. Dali habrá dado la alarma. Detén a los cazadores, envíalos de vuelta, no hay nada para ellos aquí. Cuéntale a Armun lo que ha ocurrido, dile que volveré pronto con ella.
Herilak tomó al muchacho, asintió.
—Se hará como tú dices, sammadar. Vi a esos dos matarse el uno al otro, vi a ese otro simplemente caer al suelo y morir. ¿Qué fue lo que ocurrió?
—Cuando regrese te lo contaré. Por ahora es suficiente saber que esta que yace tendida aquí sobre su propia sangre fue la que acaudilló a los murgu contra nosotros. Con su muerte, la guerra contra nosotros ha terminado. Ya no habrá más batallas.
—Entonces…, ¿hemos vencido?
—No puedo responder a eso. ¿Llegamos a ganar o perder alguna de las batallas que libramos? Ya basta. Todo ha terminado.
Observó mientras Herilak se alejaba lentamente con su hijo. Se volvió a Enge, que había permanecido de pie rígida en silencio desde que había desarmado a Akotolp.
—Acabo de decirle a mi pueblo que la batalla entre nosotros ha terminado. ¿Es eso cierto, maestra?
Enge hizo signo de afirmación y triunfo.
—Terminado realmente, mi alumno. Camina conmigo hasta la playa, porque quiero olvidar la violencia aquí. Mis compañeras en el uruketo deben saber de inmediato que su miedo ha terminado también. Hay mucho que debo contarte. Cuando eras pequeño te hablé de las Hijas de la Vida, pero no creo que comprendieras mucho entonces. Pero comprenderás ahora que hay muchas de nosotras. No matamos, tenemos una ciudad propia, y es una ciudad de paz.
—Quizá todas las ciudades sean ciudades así ahora. Nosotros no deseamos nada de los yilanè excepto vivir en paz…, como vosotras.
Llegaron a la cresta de la duna encima del mar; un uruketo permanecía flotando tranquilamente en el cercano océano, con pequeñas olas recorriendo su lomo. Enge hizo signo de atención y nadar-hacia-ella en el más simple lenguaje de las fargi. Lo hizo de nuevo, luego de nuevo, hasta que una yilanè hizo signo de comprensión y bajó de la aleta y se deslizó al mar. Sólo entonces se volvió hacia Kerrick y expresó esperanza y dudas entremezcladas.
—Creo que las ciudades yilanè dejarán a los vuestros en paz, puesto que toda eistaa sabe ahora la terrible muerte que traéis con vosotros. Pero ¿dejaréis vosotros a las ciudades en paz?
—Por supuesto. Les diré a los míos lo que ha ocurrido, permanecerán lejos de Alpèasak.
—¿Para siempre? Tú morirás un día, Kerrick. ¿Y qué harán los tuyos cuando tú ya no estés y vean Alpèasak tan rica y tan próxima? Y tan indefensa contra los de tu clase.
—Ese día nunca llegará.
—Puede que tengas razón en lo que dices. Aunque veo paz ahora, mientras tú vivas y yo viva, pienso en el mañana de mañana. Veo a los tuyos, muchos de ellos, acudiendo a mi ciudad de paz y arrebatándosela a las Hijas de la Vida que estén allí.
—Eso no ocurrirá.
Kerrick observó mientras la yilanè del uruketo salía del agua, permanecía rígida con placer mientras Enge hacía signo de fin del conflicto/fin de las muertes. Se dio cuenta de que ella no le había respondido.
Pero sí, tenía que admitir que existía la posibilidad. Las yilanè nunca cambiarían, no podían cambiar. Pero los tanu aprendían nuevas cosas y cambiaban constantemente. Si un conflicto entre las dos razas llegaba a producirse alguna vez…, ¿cabía alguna duda respecto al resultado final?
—Hay cosas que desearía decirte, pero debemos partir —dijo Enge.
—Mucho que decir, poco tiempo para decirlo. ¿Nos veremos de nuevo, Enge?
—Mi esperanza es que podamos, mi creencia que no podamos.
—La mía también. Mi amigo, Nadaske, está muerto. Tú eres la única otra yilanè a la que puedo llamar amiga. Recordaré esa amistad. Pero después de hoy, después de ver a Vaintè muerta al fin, tengo la sensación de que deseo olvidar todo lo yilanè. Fui llevado entre vosotras por la fuerza, viví con violencia, la cosa ha terminado en muerte. Ya es suficiente, Enge. Soy tanu. Sigo siendo tanu.
Enge pensó en hablarle de Ugunenapsa y del Espíritu de la Vida que los unía, vio la frialdad en su cuerpo, cambió de opinión.
—Tú eres lo que eres. Yo soy lo que soy.
Se volvió, se deslizó al agua, se alejó a nado. Él observó cómo la otra se le reunía y ambas trepaban a bordo del uruketo que aguardaba. Cuando enfiló mar abierto, se volvió y trepó la duna de nuevo. Los tres yilanè muertos estaban donde los había dejado, aunque las moscas ya los habían encontrado ahora. Se inclinó y arrancó el cuchillo de metal del cuello de Vaintè, lo enterró en la arena para limpiarlo. Los cadáveres debían ser enterrados. Y aquel último abrazo de la muerte no era aceptable. Apartó el cuerpo de Nadaske de encima del de Vaintè, cerró los ojos sin vida y enderezó su cuerpo sobre la arena. Cuando se volvía para marcharse, recordó el nenitesk.
Estaba en un pequeño estante en la parte de atrás del refugio de Nadaske. El metal de la escultura era frío entre sus dedos, las pulidas piedras brillaron a la luz del sol cuando lo alzó.
Con la escultura en una mano, el cuchillo de su hijo en la otra, dio la espalda a los yilanè y echó a andar para reunirse con los tanu.