—¿Ha sido todo cargado tal como ordené? —preguntó Ambalasi.
Elem hizo signo de terminación de trabajo.
—Todo lo traído al muelle ha sido colocado en el uruketo y asegurado. También hay suficiente anguila en conserva, bastante agua para un largo viaje, la propia criatura ha sido bien alimentada y se halla descansada. Dudas sólo respecto al destino.
—¡Entoban‹! Fuiste informada. ¿Falla la memoria con la edad?
—La memoria funciona. Sólo que Entoban‹ es un continente grande, muchas corrientes oceánicas fluyen a su alrededor, ciudad/destino específica asegurará viaje más corto.
—Quizá lo que se necesite sea un viaje más largo. Por el momento, para tu información para fijar el rumbo, Entoban‹ es suficiente. Hay muchas ciudades que debo considerar, he de efectuar comparaciones. Estoy cansada, Elem, en muchos aspectos, y esta decisión es importante. Ya no anhelo más viajes después de este, no más vida difícil en los límites de la búsqueda del conocimiento. Quiero una ciudad de confort que me dé la bienvenida, donde otras puedan acudir a apreciar y estudiar lo que he averiguado. Una vida de relajación física y mental.
Con comida un poco más atractiva que la anguila. —Ambalasi miró a su alrededor a los ahora vacíos aposentos, se volvió de espaldas a ellos—. Podemos partir.
—Me han sido dadas instrucciones. Petición insinuada antes, ahora confirmada. Se espera la presencia de Ambalasi en el ambesed antes de la partida.
—Suspicacia de motivos. ¿Discursos y despedidas?
—No he sido informada. ¿Debemos ir?
Murmurando quejas y desinterés, Ambalasi fue. Cuando estuvo cerca oyó el sonido de muchas voces procedentes del ambesed. Se interrumpieron cuando entró.
—Todas hablando de Ugunenapsa —dijo desdeñosamente—. Siento gran alegría de poder olvidar pronto despreciado nombre y seguidoras.
Pese a sus quejas, se sintió complacida al verlas a todas aguardándola, al ver que se retiraban respetuosamente mientras se acercaba. Enge permanecía de pie al lado del lugar de descanso de la eistaa, y ninguna se quejó ahora cuando Ambalasi se sentó allí.
—Evidentemente, hoy no se ha hecho ningún trabajo —dijo.
—Todas estamos aquí. Ha sido un deseo colectivo.
—¿Hay alguna razón para ello?
—La hay. Hubo varios días de discusión…
—¡Puedo creer eso!
—… y muchas fueron las sugerencias respecto a la manera correcta de expresar la gratitud que sentimos por lo que has hecho por nosotras. Tras largas consideraciones, todas fueron rechazadas como insuficientes en reflejar nuestro auténtico aprecio hacia todo lo que has hecho.
Ambalasi hizo un esfuerzo para ponerse en pie.
—Si todas fueron rechazadas, entonces puedo irme.
Hubo un zumbar de consternación ante aquello, y Enge avanzó unos pasos e hizo signo de negación, permanencia, urgencia, apresurándose a hacer rectificaciones.
—Lo has entendido mal, gran Ambalasi, o ha sido mi insuficiencia en el habla. Todas las demás sugerencias fueron rechazadas en favor de honrarte con lo que es más precioso para nosotras. Los Ocho Principios de Ugunenapsa.
Hizo una pausa, y hubo un absoluto silencio.
—Esto es lo que fue decidido. ¡En consecuencia, y para siempre, serán llamados los Nueve Principios de Ugunenapsa!
En los labios de Ambalasi flotó la pregunta de cuándo Ugunenapsa había vuelto para dictar el noveno principio, pero tuvo la sensación de que, incluso para ella, aquello sería un poco demasiado fuerte. Se limitó a hacer signo de cortés atención.
—Este es el Noveno Principio —dijo Enge, y se apartó a un lado mientras Omal y Satsat avanzaban. Cantaron al unísono, y lo que dijeron fue coreado por todas las asistentes.
—El Noveno Principio de Ugunenapsa. Los primeros Ocho Principios existen. No existirían de no ser por la gran Ambalasi.
Ambalasi reconoció aquello por lo que significaba, la mayor expresión de gratitud que las Hijas de la Vida eran capaces de formular. Para ellas, siempre, primero estaban las palabras de Ugunenapsa. Y ahora, unido para siempre a su existencia, estaría el nombre de Ambalasi. ¡Aquellas discutidoras criaturas eran realmente capaces de gratitud! Posiblemente por primera vez en su larga vida, fue incapaz de pensar en una observación insultante. Sólo pudo hacer signo de la más simple aceptación y expresión de gratitud.
Enge vio aquello, conocía a la vieja científica mucho más de lo que la propia Ambalasi hubiera creído posible. Comprendió sus reacciones y apreció su respuesta. Se volvió y se dirigió a la audiencia.
—Ambalasi os ha dado las gracias a todas. Es tiempo de dejarla ir en paz. Aunque hoy se marcha…, todas nosotras sabemos que nunca nos abandonará. Ambalasi y Ugunenapsa, unidas para siempre.
Desfilaron en silencio, hasta que sólo quedó Enge.
—¿Puedo acompañarte hasta el uruketo? Hemos caminado juntas muchas veces y he aprendido mucho de ti, sabia Ambalasi. ¿Nos vamos?
Ambalasi se puso trabajosamente en pie, sintió los fuertes dedos de Enge ayudándola, se irguió y salió lentamente del ambesed con ella a su lado. Cruzaron la ciudad en silencio, hasta que Ambalasi hizo signo de que deseaba descansar en la sombra, porque el sol era muy caliente. Cuando se detuvieron para refrescarse, Enge hizo signo de petición de información.
—Nunca me he negado a ello, Enge, tú lo sabes. Sin mi constante ayuda, el tuyo y todo el mundo yilanè sería un lugar mucho más pobre.
—Eso es cierto. Y esa es la razón para mi pregunta. Estoy preocupada. Siempre hablas de tu incredulidad hacia Ugunenapsa, y eso es algo que considero a la vez desconcertante y difícil de captar. Analizas nuestros problemas con gran precisión y nos ayudas a comprenderlos mejor. Pero ¿qué hay de ti misma? ¿Cuál es tu comprensión personal? Espero que me la digas. ¿Son tus creencias las mismas que las de Ugunenapsa? ¿Los Nueve Principios son correctos?
—No. Bueno, excepto el noveno.
—Entonces, si dudas de lo que es más importante para nosotras…, ¿por qué nos ayudas?
—Una pregunta que nunca pensé que llegaras a formular. ¿Me la haces ahora porque finalmente te has dado cuenta de que no comparto vuestras creencias, y nunca lo haré?
—Ambalasi lo ve todo, lo sabe todo. Esa es ciertamente la razón por la que pregunto.
—La respuesta es simple y evidente…, desde mi punto de vista. Como todas las yilanè de ciencia, me preocupa cómo la vida funciona, se relaciona, prosigue, cambia, muere. Esta es, ha sido, será siempre, la forma de pensar yilanè. Me siento satisfecha con ella. Pero mi mente no está cerrada como las de las demás. Deseaba estudiar vuestro grupo, y a vuestra Ugunenapsa, porque ella es la primera pensadora en formular una pregunta distinta. No cómo funcionan las cosas, sino por qué. De lo más intrigante. Preguntar por qué me ha ayudado en mis propias investigaciones y especulaciones, y me siento agradecida hacia vosotras por ello. Aunque no por todas las dificultades físicas que ha traído consigo. Cuando Ugunenapsa preguntó por qué la primera vez, algo nuevo surgió en nuestro mundo. Preguntar por qué dio origen a sus principios, esos a su vez produjeron a las Hijas de la Vida…, las cuales produjeron interminables problemas al negarse a morir de la forma normal yilanè. Esto produjo una actitud enteramente nueva en la forma de actuar yilanè. Si el acto llega a ser conocido, y creo que debería serlo, debo decir que no me importan en absoluto ni Ugunenapsa ni sus teorías. Lo que realmente me ha interesado es estudiarte a ti.
Enge se sintió abrumada, hizo signo de incomprensión, deseo de explicación.
—Debo proporcionártela, por supuesto. Considera nuestra idiosincrasia, considera las relaciones yilanè, unas con otras. La eistaa gobierna, y todas las que están por debajo obedecen. O mueren. Las fargi emergen del océano y son completamente ignoradas. Se les proporciona comida, sólo porque si murieran eso seria el fin de las yilanè, pero no se les da nada más. Si persisten, y poseen la voluntad y el impulso de aprender, se convierten en yilanè y pueden pasar a formar parte de la vida de la ciudad. La mayoría no lo consiguen. Son rechazadas y, presumo, mueren. En consecuencia, debe decirse que nosotras las yilanè lo único que nos ofrecemos las unas a las otras es el rechazo y la muerte. Tú sin embargo, Enge, ofreces compasión y esperanza. Esto es una cosa nueva y muy inusual.
—La esperanza significa la posibilidad de un mañana mejor. No comprendo el otro término.
—Ni cabe esperarlo, puesto que es mi propia construcción para describir un nuevo concepto. Con ella quiero dar a entender una comprensión de la infelicidad de las demás, unida a un deseo de aliviar sus miserias. Por eso os he ayudado. Para permanecer aquí, permanecer seguras en vuestra ciudad y estudiar el porqué de la vida. Dudo que volvamos a hablar de ello una vez me haya ido.
Era demasiado brusco, la partida había llegado demasiado rápidamente. Y Ambalasi, con su habitual y dura franqueza, acababa de señalar que indudablemente no volverían a verse nunca. El cuerpo de Enge se agitó mientras buscaba las palabras y los movimientos adecuados para expresar lo que sentía y no conseguía hallar nada satisfactorio.
Luego llegaron al borde del agua, y Enge siguió sin poder hallar nada que decir que expresara la profundidad de sus sentimientos. Al fin, simplemente tocó los pulgares de Ambalasi, como haría con alguien de su propio efensele, y retrocedió. Sin una mirada atrás, Ambalasi aceptó la mano tendida de Setessei para ayudarla a subir al uruketo. Elem miró hacia abajo desde la aleta, preparada para dar las órdenes de partir, cuando la tripulanta que estaba a su lado le hizo signo de atención, señaló hacia el río. Se volvió en la dirección indicada, miró con rígida concentración.
—Urgencia de escucha —llamó a las de abajo—. Hay algo distante en el río. Fuerte posibilidad de identificación sugiere… un uruketo.
—Imposibilidad —dijo Ambalasi, intentando escrutar la distancia—. Setessei, con la vista de un ave de presa, ¿qué es lo que ves?
Setessei subió a medias a la aleta. No habló hasta que estuvo segura.
—Es como Elem ha dicho. Un uruketo que avanza en esta dirección.
—Imposibilidad de descubrimiento accidental. Si la delgada Ukhereb o la gorda Akotolp están a bordo, eso significa extremada atención a mis notas. Indudablemente un viaje de investigación propio. Me marcharé de todos modos.
—Las yilanè de ciencia siempre son bienvenidas —dijo Enge, observando el uruketo que se acercaba—. Aprenderemos de ellas…, y es posible que ellas aprendan de nosotras.
Ambalasi no tenía la plácida aceptación de la vida de Enge. Su experiencia era que la mayor parte de las sorpresas resultaban ser a la larga desagradables. Pese a este conocimiento, su curiosidad venció, y no hizo signo a Elem de partir, sino que aguardó la aproximación de la otra criatura con torva suspicacia. Ahora se veían yilanè sobre la aleta del uruketo, sus identidades aún desconocidas. La vida tenía siempre un elemento de azar excesivo. Si hubiera partido ayer, no hubiera estado presente en la llegada del uruketo. Pero no servía de nada considerar esta posibilidad ahora. Como la auténtica científica que era, aguardó impasible nuevas evidencias antes de decidir si las recién llegadas eran bienvenidas. O no.
Setessei habló y decidió esto:
—Una de las que están en la aleta es una cazadora de Yebeisk conocida por ti, la llamada Fafnepto.
—No bienvenida —dijo firmemente Ambalasi—. Ayer hubiera sido un día mucho más conveniente para marcharnos. No podemos esperar nada de beneficio de Yebeisk. ¿Conoces a las otras?
—Una comandanta de uruketo, también de Yebeisk. La tercera no es familiar.
—Es conocida para mí —dijo Enge, con tal temor y odio en su habla que Ambalasi se sintió impresionada, nunca había oído a Enge hablar así antes—. Es conocida como Vaintè, en un tiempo mi efensele, ahora rechazada y despreciada. Era sabia y mandaba. Ahora la muerte es su única seguidora.
El silencio se aposentó sobre ellas mientras observaban la oscura forma del uruketo acercarse al muelle, creando pequeñas olas que chocaban contra la madera. Ambalasi consideró la posibilidad de abordar su uruketo y marcharse, se dio cuenta de que era demasiado tarde cuando Fafnepto alzó un hesotsan allá donde fuera claramente visible. No había forma de ignorar su mensaje. Este uruketo había traído la carga menos deseable.
Fafnepto saltó a la orilla y avanzó hacia ellas, con el hesotsan firmemente sujeto en su mano, con Vaintè, desarmada, sólo un paso más atrás. Ambalasi hizo gesto de rechazo y disgusto.
—¿Hay alguna razón, Fafnepto, para que te acerques de esta manera tan insultante y atraigas una atención negativa hacia esa arma?
—Una buena razón, Ambalasi. Sólo hay un hesotsan presente, y está en mi mano. En consecuencia, yo doy las órdenes. He sido comisionada por Saagakel, eistaa de Yebeisk, para seguirte y hallarte, a fin de devolverte allí con este uruketo que te llevaste sin su permiso.
—Error. Era mío para ser usado con su permiso.
—Para ser usado, sí, pero Saagakel cree que este uso no es el que originalmente se había acordado.
—Un asunto de opinión. Supongo que deseas devolver la criatura a Saagakel. Entonces tómala.
—Y a ti también, Ambalasi. La eistaa quiere que tú vuelvas también. No será aceptada una negativa.
El cuerpo de Ambalasi se curvó con desdén.
—Si me niego…, ¿me matarás, cazadora?
—Sí. Y utilizaré las habilidades de tu ayudante para conservar tu cuerpo a fin de poder volver con él, demostrando así que mi comisión ha sido cumplida. Quizá Saagakel decida hacer colgar tu piel curtida en las paredes de la ciudad.
—¡Silencio! —ordenó Enge, con tanta fuerza que Fafnepto retrocedió un paso y alzó su arma—. El que una criatura de tan poca valía se atreva a hablar de esta forma a una científica de la posición de Ambalasi es inaceptable/despreciable. Ordeno silencio y partida inmediata del uruketo.
Fafnepto mantuvo su arma preparada, miró fríamente a Enge, atenta a cualquier ataque. Vaintè avanzó un paso e hizo signo de amenaza/imposible.
—Esa no puede cometer violencia —dijo—. Es Enge, que es una Hija de la Vida/Muerte y no puede hacer daño a nadie.
Fafnepto bajó el hesotsan e hizo signo de desdén.
—Entonces esa es de quien habló la eistaa. No la necesitamos, así que no es preocupación para nosotras. Sólo el uruketo y Ambalasi regresarán. Estas son mis órdenes. También recibí órdenes de matar a cualquiera que se pusiera en mi camino.
Vaintè hizo signo de asentimiento.
—Una sabía decisión. Esas criaturas sólo difunden disidencia. Matarlas es un acto de piedad. Me sorprende que la eistaa de esta ciudad permita su presencia.
—No hay eistaa aquí —dijo Enge con frío desdén— Marchaos. No sois bienvenidas. Esta es la ciudad de Ugunenapsa, y no sois bienvenidas a ella.
—¿No bienvenidas? ¿A esta espléndida ciudad? Imposible de creer. Hablaré con la eistaa.
—¿No has escuchado, criatura de estupidez? —dijo Ambalasi—. No hay eistaa aquí. Yo hice crecer esta ciudad, así que sé de lo que hablo.
Un sonido ahogado y jadeante de atención al habla sonó con fuerza desde el uruketo. Akotolp estaba bajando de la aleta, torpemente a causa de sus grasas y del contenedor que cargaba.
—Maestra…, Ambalasi —dijo—. Esta es Vaintè, a la que sirvo. Debes escucharla porque es sabia en todos los aspectos. Fui yo quien le mostré tus registros, mira, están aquí ahora, y ella los comprendió y nos trajo a este lugar.
—Creo que ya he oído más de la cuenta de ti, Akotolp —dijo burlonamente Ambalasi—. En nombre de la ciencia te entregué mis investigaciones y mis descubrimientos. ¿Y qué uso les has dado? Has traído hasta aquí a estas repulsivas criaturas. Ahora llévalas de nuevo lejos de aquí.
—Ya basta de cháchara vacía —ordenó Fafnepto—. Estas son mis órdenes —hizo signo a Elem—. Tú y todas las demás a bordo, se os ordena que hagáis partir de inmediato ese uruketo, que regresará a la ciudad a la que pertenece. Partiremos de inmediato hacia Yebeisk…, con los dos uruketo.
—¿Y las demás criaturas? —preguntó Vaintè, señalando a Enge—. ¿Y su ciudad?
—No es asunto mío. Nos vamos.
—Yo me quedo.
—Esa es tu elección. —Fafnepto se volvió hacia Elem, que no se había movido—. ¿No han sido claras mis órdenes? Fuera con el uruketo.
Akotolp había depositado el contenedor que llevaba en el suelo, y lo abrió. Vaintè se inclinó y cogió algo de dentro. Fafnepto se dio cuenta del movimiento, se volvió para ver lo que ocurría. Alzó rápidamente su hesotsan.
Demasiado tarde. El hesotsan que Vaintè había sacado del contenedor chasqueó una sola vez, y la cazadora se derrumbó. Las espectadoras permanecieron rígidas por la impresión. Todas excepto Akotolp, que había estado esperando aquello. Anadeó hasta el caído cuerpo y tomó el hesotsan de su inerte mano. Irradió complacida satisfacción mientras se situaba al lado de Vaintè.
—Ahora —dijo Vaintè—, obedeceréis mis órdenes.