CAPÍTULO 3

Nadaske permanecía de pie en el lago hundido hasta la cintura, arrojándose agua contra el cuerpo, frotándose la sangre que manchaba su piel. Se inclinó para meter la cabeza bajo la superficie y sorber agua en su boca y expulsarla. Cuando hubo escupido el último rastro de sangre y carne y se hubo limpiado por completo, vadeó hasta la orilla y apuntó con sus cuatro pulgares a Imehei, que permanecía sentado en abrumada desesperación. Era un gesto de oscuridad y desesperación también, de pérdida de esperanza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kerrick, abrumado por los terribles acontecimientos que acababa de presenciar.

Nadaske se agitó, pero no respondió. Tampoco lo hizo Imehei, no durante largo rato. Luego se agitó y se frotó los rasguños en brazos y muslos. Finalmente se puso en pie con lentitud y giró unos ojos grandes y vacíos a Nadaske.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Nadaske.

—Con las dos, creo que el tiempo suficiente.

—Podrías estar equivocado.

—Pronto lo sabremos. Debemos regresar de inmediato al lugar de descanso.

—Nos vamos.

Imehei se tambaleó, pero no se movió. Nadaske fue hacia él de inmediato y apoyó un fuerte brazo sobre sus hombros. Lo ayudó a avanzar, arrastrando los pies. Recorrieron juntos la orilla del lago y desaparecieron entre los árboles. No miraron hacia atrás ni hablaron con Kerrick, como si hubieran olvidado su presencia.

Había preguntas que deseaba hacer, pero no las hizo. Tenía la sensación de que se hallaba en presencia de una gran tragedia, pero una que no podía comprender en absoluto. Recordó las canciones que los machos acostumbraban a cantar en el hanale, canciones llenas de lúgubres referencias a su gran miedo a las playas.

—¡Ya basta!

Lo dijo en voz alta, mirando a su alrededor, a los muertos y desgarrados cuerpos. Deseaba saber qué le ocurriría a Imehei…, pero eso tendría que esperar. Ya habría tiempo suficiente más tarde para descubrir el significado de los horribles acontecimientos que había presenciado. Por ahora podían ocuparse de ellos mismos. En estos momentos tenía al resto de su sammad que tomar en consideración. ¿Cuál era su futuro? ¿Qué consecuencias tendrían aquellos tres cadáveres y sus pertrechos?

Tres yilanè en una partida de caza. Ahora todas muertas. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que fuera notada su ausencia? No había forma de decirlo, no había forma de saber si acudirían otras en su busca. Sin embargo, debía actuar como si eso fuera una certeza. Tenía que arreglar las cosas de modo que no quedaran huellas de los crímenes cometidos allí. Primero los cadáveres. ¿Debía enterrarlos? Poco aconsejable. Los carroñeros no tardarían en olerlos, los desenterrarían y dejarían los huesos como testigos. Tenían que desaparecer sin ningún rastro. El lago, esa era la única respuesta.

Una tras otra, arrastró a las muertas yilanè por entre las cañas y los bajíos hasta el borde de la parte más profunda del lago. Se quedaron flotando allí, con el agua teñida de rosa a su alrededor. No servía. Disgustado, regresó chapoteando a la orilla y rebuscó en sus mochilas. Contenían algunas pieles recién despellejadas, algunos otros artículos, pero principalmente vejigas de carne. Rasgó con su cuchillo la resistente cubierta y arrojó la carne lejos, al agua: los peces se encargarían de ella. Luego llenó las vejigas con grava y guijarros de la orilla.

Fue un trabajo duro y desagradable, pero finalmente estuvo hecho. Cuando las vejigas estuvieron atadas a los cuerpos, los empujó a aguas profundas, los hundió allí fuera de la vista. Los insectos y la lluvia se ocuparían de la sangre que había empapado el suelo. Si los equipos de búsqueda pasaban alguna vez por allí, no habría nada que pudieran ver. La desaparición de las cazadoras se convertiría en un misterio.

Kerrick sacudió la cabeza, incrédulo, cuando vio que Nadaske había olvidado su hesotsan. Las armas eran esenciales para la supervivencia…, y él simplemente la había olvidado, se había alejado sin ella. Una medida de su dolor más segura que cualquier cosa que hubiera podido decir. Kerrick utilizó tallos trenzados de hierba para formar un flojo hato con ella y las otras tres armas que las cazadoras habían traído consigo. Los hesotsan extra serían bien recibidos: al menos, esto de bueno había traído el terrible encuentro. Tomó su propia arma, echó un detenido vistazo a su alrededor para asegurarse de que no olvidaba nada, luego se puso a andar de nuevo a lo largo de la orilla.

Ahora que tenía tiempo para pensar, un hecho se hizo dolorosamente claro. Tenían que alejarse de aquel lago, todos. Si las cazadoras yilanè podían llegar hasta allí, como realmente habían hecho, entonces el sammad estaba demasiado cerca de la ciudad. Otras podían venir en busca de aquellas tres. Y, aunque no vinieran, el campamento seguía estando demasiado cerca. Un día sería descubierto, y entonces sería demasiado tarde. Tenían que ir al norte. Pero deberían aguardar a que naciera el niño. Armun no estaba en condiciones de viajar ahora. Después del parto, cuando Armun se hubiera recuperado, entonces partirían. No iba a ser fácil. Habían hecho bien matando al mastodonte que los había llevado hasta allí; hubiera resultado imposible ocultarlo, y hubiera sido visto por las criaturas volantes que los buscaban. Pero ahora lo echarían en falta. No importaba. Tomarían consigo sólo lo que pudieran cargar. Construiría una rastra, y tiraría él mismo de ella. Harl era lo bastante grande y fuerte como para tirar de otra. Todo lo que tendría que hacer Ortnar era avanzar por sus propios medios. Lo haría; no bien, pero al menos lo haría.

Algo oscuro se movió bajo los árboles ante él. Kerrick se agachó y corrió rápidamente a protegerse en unos arbustos. Había murgu ocultos allí, asesinos silenciosos. Se deslizó hacia delante, con el arma preparada.

Hasta que se dio cuenta de que estaba mirando a los dos machos yilanè, uno de ellos tendido en el suelo y descansando, el otro sentado a su lado.

—Atención a presencia —llamó; se puso en pie y avanzó.

Nadaske se limitó a girar un ojo lo suficiente como para mirar a Kerrick, luego lo apartó de nuevo con lentitud. Aparte esto, no dijo nada ni se movió. Imehei permanecía tendido a su lado, con los ojos cerrados, inmóvil.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Kerrick. Nadaske respondió con un esfuerzo, y cuando lo hizo su significado quedó enturbiado por una palpable tristeza.

—Ha ido a la playa. Los huevos están en su bolsa.

—No entiendo.

—Eso es porque, aunque eres macho, no eres un macho yilanè. Vosotros los ustuzou ordenáis las cosas de una forma diferente. Tú me has dicho que vuestras hembras llevan los huevos, aunque en realidad no comprendo cómo es posible eso. Pero ya has visto lo que le ha ocurrido a Imehei hoy. Ellas se lo hicieron. Ahora los huevos están en su bolsa, y sus ojos están cerrados en el sueño que no es sueño. Permanecerá así hasta que los huevos eclosionen y los pequeños entren en el agua.

—¿Hay alguna cosa que podamos hacer para detenerlo?

—Nada. Una vez se inicia, ha de seguir hasta el final. Permanecerá así hasta la eclosión.

—¿Morirá?

—Probablemente sí, probablemente no. Algunos mueren, algunos viven, sólo podemos esperar. Debe ser llevado de vuelta y cuidado, alimentado y vigilado. Yo debo hacerlo por él.

—¿Lo llevamos?

—No. El agua. Debe permanecer en el agua, el agua cálida de la playa del nacimiento. Para que los huevos maduren y eclosionen. Si mueren ahora, él morirá también. Esto tiene que seguir su curso. Ayúdame a llevarlo al lago.

Imehei estaba inconsciente y era pesado, difícil de mover. Trabajando juntos consiguieron mover su torpe cuerpo hasta la orilla y arrastrarlo por entre las cañas Una vez en el agua resultó más fácil empujarlo.

Kerrick ayudó hasta que el lago fue lo bastante profundo como para que Nadaske pudiera nadar. Sujetó a Imehei por debajo de los hombros y pateó con sus recias piernas, efectuando lentos pero firmes progresos. Kerrick vadeó de vuelta a la orilla, cogió los hesotsan y se alejó rápidamente. Era tarde, y deseaba estar de vuelta a su campamento antes de que se hiciera oscuro.

Estaban aguardando su regreso. Armun miró el sendero tras él y vio que estaba vacío. Asintió su aprobación.

—Bien. Has matado a los murgu. Ya era hora.

—No, todavía siguen con vida. Al menos por ahora. —¿Cómo podía explicarles lo que había ocurrido…, cuando ni él mismo estaba seguro?—. Había cazadoras murgu de la ciudad ahí fuera, tres de ellas. Yo maté a una. Nadaske mató a las otras dos. Imehei está… herido, inconsciente. Nadaske lo trae de vuelta.

—¡No! —gritó Armun—. Los odio, odio que estén aquí, no los quiero de nuevo.

—Hay cosas más importantes de las que hablar que esto, y no tenemos necesidad de preocuparnos por ellos ahora. Lo principal es que ya no estamos seguros en este lugar. Si las cazadoras de la ciudad pueden llegar hasta aquí, seguro que otras las seguirán. Algún día aparecerán.

—Han venido a causa de estos dos, son de su propia raza, debes matarlos rápidamente…

Kerrick sintió deseos de gritarle, pero se controló pues sabía por qué estaba tan alertada. El niño tardaba en nacer, y se sentía enferma y preocupada. Tenía que comprenderla. Necesitaba ser tranquilizada.

—Todo irá bien. Tenemos que aguardar hasta que nazca el niño, hasta que te sientas mejor. Entonces nos marcharemos de aquí, iremos al norte, no podemos quedarnos si las cazadoras están tan cerca.

—¿Y qué hay de estos murgu que tanto te preocupan?

—Se quedarán aquí. Nos iremos sin ellos. Esto es suficiente por ahora. Tengo hambre y quiero comer. Y mira esto…, tenemos otros tres palos de muerte. Todo irá bien.

Todo iría bien para ellos, pensó mientras masticaba la fría carne. Pero ¿y los machos? Tendrían que quedarse allí. Con Imehei inmóvil en el lago, sería imposible se marcharan. Sin embargo, el resto de su sammad tenía que irse tan pronto como fuera posible. Eso era todo lo que había que decir. No había otra elección.

Era última hora de la tarde del día siguiente antes de que Nadaske apareciera finalmente, arrastrando a Imehei. Estaba agotado y se movía con lentas brazadas, una tras otra, flotando y descansando a menudo. Kerrick cogió el hesotsan de Nadaske y fue a ayudarle, tras detener a Arnhweet cuando intentó seguirle. El muchacho hizo lo que le habían ordenado, se quedó donde estaba y se mordisqueó los nudillos, preocupado e inseguro, sabiendo sólo que algo malo les había ocurrido a sus amigos. Observó en infeliz silencio mientras el inconsciente Imehei era arrastrado a la orilla hasta que su cabeza descansó en la arena, con la parte inferior de su cuerpo aún en el agua.

Kerrick creyó que estaba inconsciente hasta que sus labios se agitaron y dijo algo con lánguidos movimientos de sus brazos. Era como si estuviera hablando en sueños, porque sus ojos no se abrieron ni un momento.

—Comida…, quiero comer…, hambre.

Nadaske fue a buscar un pez del pequeño estanque que habían cavado con grandes esfuerzos para guardar sus presas vivas. Arrancó pedazos de pescado y los apretó contra la boca abierta de Imehei. El cual cerró las mandíbulas con lentitud y masticó plácidamente.

—¿Cuánto tiempo seguirá así? —preguntó Kerrick.

—Mucho tiempo. No hay cuenta de los días que yo sepa. Puede que otros lo sepan, pero este no es un conocimiento que yo tenga.

—¿Y al final de ese tiempo?

Nadaske hizo un encogimiento de esperanza/miedo, conocimiento/ignorancia.

—Los huevos eclosionan, los elininyil se alimentan, entran en el lago. Imehei vive o muere. Sólo entonces lo sabremos.

—Voy a tener que marcharme con los otros, tan pronto como Armun pueda viajar, para ir al norte. Será peligroso permanecer aquí.

Nadaske giró un ojo en su dirección e hizo signo de conocimiento sospechado.

—Entraba en mi consideración que harías eso. Seguro que otras seguirán a esas que fueron muertas. Pueden cazar en esta dirección. No puedo venir contigo.

—Lo sé. Pero volveré a por ti, a por los dos, tan pronto como hayamos hallado un lugar seguro.

—Te creo, Kerrick yilanè/ustuzou. He aprendido lo que sientes sobre estas cosas y sé que tienes que considerar primero a tu propio efenburu ustuzou. Llévalos a la seguridad.

—Hablaremos de nuevo de esto. Todavía pasarán unos días antes de que podamos marcharnos.

Cuando Kerrick se volvió y emprendió el regreso, descubrió que Ortnar había bajado hasta la playa y lo estaba esperando.

—El niño vendrá pronto. Ella me dijo que te lo dijera. No sé nada de estas cosas y no puedo ayudarte.

—Protégenos de todo peligro, Ortnar, eso es lo que un cazador fuerte puede hacer. Yo sé tan poco como tú de estos asuntos, pero debo intentar ayudarla.

Se volvió y echó a correr. Este era un día de muchos acontecimientos. Uno que avanzaba quizás hacia la muerte, uno que con toda seguridad nacía a la vida.

Darras alzó la vista cuando entró, pero no soltó ni un momento la mano de Armun. Armun sonrió débilmente, con el pelo empapado y la transpiración perlando su rostro.

—No parezcas tan preocupado, mi cazador. Es un bebé tardón, pero fuerte. No te preocupes.

Él era quien tendría que estar dándole ánimos a ella, pensó Kerrick, no al revés. Pero este asunto se hallaba más allá de su conocimiento. Eran las mujeres las que siempre se ocupaban de sí mismas.

—Nunca hubiéramos debido abandonar los otros sammads —dijo—. No estarías ahora aquí sin ayuda.

—Hago lo que muchas mujeres han hecho antes. Mi propia madre, nuestro sammad era pequeño, no había otras mujeres. Así es como son las cosas, como siempre han sido. Tienes que irte, comer y descansar. Enviaré a Darras a llamarte cuando sea el momento.

Kerrick no pudo decir nada, hacer nada. Salió al fuego, donde Ortnar estaba cocinando algo de carne. Alzó la vista, luego cortó un trozo y se lo pasó a Kerrick, que lo masticó en silencio. Harl y Arnhweet, con los rostros bien untados de grasa, permanecían sentados al otro lado del fuego, terminando su cena. Ortnar contempló la creciente oscuridad, luego hizo una seña a Harl, que se levantó y pateó arena sobre el fuego. Debían permanecer en guardia, particularmente ahora.

La luna estaba alta, la noche era cálida, los pájaros de los pantanos se llamaban suavemente entre sí mientras se aposentaban en sus nidos. Kerrick apenas podía distinguir la oscura forma de Imehei allá donde descansaba, medio dentro, medio fuera del agua, al borde del lago. Sabía que no había nada que pudiera hacer ahora por los machos, nada.

Oyó un murmullo de voces tras él en la tienda, y se volvió para mirar. Pero había oscuridad allí, sólo oscuridad. Kerrick arrojó a un lado la carne sin terminar; bruscamente, no tenía apetito. Se culpó a sí mismo por lo que estaba ocurriendo ahora. El niño podía morir, peor aún, no se atrevía a pensar en ello, Armun podía morir. Por culpa de él. Si hubiera regresado a los sammads con los demás, ahora estarían todos juntos todavía. Las otras mujeres sabrían cómo ocuparse de estas cosas. Todo era culpa suya.

Se puso en pie, incapaz de permanecer sentado, desgarrado por el temor y la preocupación, caminó bajo el árbol para contemplar el lago a la luz de la luna. Miró pero no lo vio, tan sólo vio sus temores internos. No deberían estar allí, se dijo. Deberían estar con los sammads ahora, a salvo en el valle de los sasku, todos a salvo.