CAPÍTULO 29

Aunque el aire era sofocante bajo los árboles y los insectos mordedores un tormento cuando cruzaban las zonas pantanosas, era bueno avanzar de nuevo por el sendero. Por placentera que fuera la vida en la isla, se había convertido en algo un poco demasiado parecido al valle de los sasku. Los sammads se habían aposentado ahora en un lugar, y parecía como si fueran a quedarse allí. En el pasado había habido la caza de invierno y la caza de verano, las bayas y las setas en el otoño, los brotes y las raíces frescas en primavera. Todo esto había cambiado. Ahora la caza estaba siempre cerca, los frutos maduros todo el año, había más de todo de lo que pudieran llegar a comer nunca. Pero el ciclo de los años estaba en la sangre tanu, y empezaban a sentirse inquietos cuando llevaban demasiado tiempo en el mismo lugar. Ahora estaban alejándose, cuatro de ellos, camino al norte. Hanath y Morgil exploraban delante, a veces se quedaban detrás y acechaban algo de caza, luego corrían para reunirse con los otros. Para Kerrick y Armun el viaje en si era el mayor placer. Estaban juntos…, y eso era suficiente. No lamentaban haber dejado a los niños atrás, Puesto que estaban mucho más seguros en medio de los sammads de lo que hubieran estado aquí en el sendero.

Si Kerrick lamentaba algo era la fría despedida que había tenido con Nadaske. Había ido dejándola para el último momento, un día tras otro, siempre había demasiadas cosas que hacer. Luego, llegó el día de la marcha. Hubiera sido fácil simplemente marcharse, seguro que esto hubiera complacido a Armun, pero se daba cuenta de que no podía hacerlo de este modo. Arnhweet tampoco estaba allí, se hallaba en alguna parte con los otros chicos. Estaban listos para marchar. Lo último de la carne ahumada y del ekkotaz había sido empaquetado encima de los cuchillos de piedra, luego más tela de charadis que Armun deseaba llevar. Era tiempo de irse. Cuando Kerrick se dio cuenta de esto simplemente se volvió y echó a andar hacia la orilla. Ignoró la voz de Armun a sus espaldas; estaba haciendo lo que tenía que hacer.

—¿Te marchas de aquí? —dijo Nadaske, haciendo signo de muerte instantánea—. Adiós para siempre entonces. Afilados dientes de piedra darán cuenta de Nadaske tan pronto como tú estés fuera de la vista.

—Volveré muy pronto. Voy al norte a comerciar, eso es todo.

—¿Eso es todo? Eso lo es todo. Nuestro efenburu se hace más pequeño cada vez. Imehei ya no está. Miro a mi alrededor y no veo al joven blando-mojado. Ahora ya no vendrá más, porque tú no estarás tampoco. Sólo queda soledad en este lugar.

—Estás vivo aquí…, y no tienes que ir a las playas.

Nadaske no se puso furioso ante aquello, en vez de ello se dio la vuelta y miró al vacío océano, a la playa virgen a lo largo de la orilla, la señaló.

—Aquí hay playas de soledad. Quizá hubiera debido ir a las playas de la muerte con los demás del hanale.

Kerrick no pudo decir nada, añadir nada. La desesperación de su amigo era firme. Permanecieron un rato sentados en silencio hasta que Kerrick se levantó para irse. Nadaske lo miró con un ojo pero no respondió cuando él le habló. Finalmente Kerrick sólo pudo alejarse y dejar la solitaria figura en la playa, mirando al vacío mar.

Pero eso había quedado atrás ahora, olvidado en los placeres del camino. Llevaban caminando varios días, la cuenta de más de la mitad de la cuenta de un cazador, cuando Hanath descubrió las señales de otros a lo largo del sendero que estaban siguiendo.

—Mirad…, aquí y aquí, han doblado ramas como señal para aquellos que vienen tras ellos. Y eso podría ser un sendero.

—Abierto por los animales —dijo Kerrick.

—Eso también, pero por aquí han pasado también tanu —Morgil estaca de cuatro patas y olisqueaba el suelo—. Lo han hecho, tienen que haber ido por el borde del agua.

El sendero allí rodeaba una amplia bahía, luego cruzaba un río. En vez de seguir el camino marcado fueron a lo largo del río hasta que Morgil husmeó el aire.

—¡Humo! —exclamó—. Hay tanu aquí. Era oscuro antes de que llegaran a los otros sammads, los mismos que habían dejado atrás cuando Herilak y su sammad fueron al sur. Llamaron, y los cazadores acudieron corriendo, con el sammadar Har-Havola a la cabeza.

—Os buscamos, nunca os encontramos —dijo.

—No fuisteis lo suficiente al sur —dijo Kerrick—. Estamos bastante al sur. No hay nieve aquí en el invierno, la caza y la pesca son buenas.

—Y vuestros palos de muerte…, ¿viven?

—Por supuesto. Uno fue pisado y murió. Los otros están como siempre.

—Entonces tenemos mucho que contaros. Nuestros palos de muerte murieron, pero ahora tenemos otros. Har-Havola se mostró inquieto.

—Tenéis que hablarnos de esto. Venid, comeremos, habrá una fiesta. Hay muchas cosas buenas que comer aquí, y las probaréis todas.

Se quedaron un día, luego otro, con los sammads, hasta que al tercer día decidieron que tenían que irse.

—El camino es largo —indicó Kerrick—. Y debemos ir al norte y regresar también.

—Cuando cacemos la próxima vez iremos más al sur —dijo Har-Havola—. Encontraremos tus sammads en la isla de la que nos has hablado, les diremos que os hemos visto. Pero mantendremos nuestros palos de muerte apartados de los suyos tal como nos has advertido. Que vuestro viaje sea corto y volváis sanos y salvos.

Siguieron adelante en el calor del verano. Pero el otoño se estaba acercando día a día, y cada día estaban más al norte. Ahora hacía frío antes del amanecer, el rocío se acumulaba sobre sus pieles de dormir. Cuando las profundas marcas de las rastras en el camino que seguían condujeron hacia la orilla, el océano se abrió ante ellos, gris pizarra bajo un cielo gris. Olieron la sal en la espuma de las olas al romper, y Armun rio en voz alta.

—Es frío y húmedo…, pero me encanta.

Hanath gritó con placer y arrojó la lanza en un alto arco, abajo a la playa, donde se clavó enhiesta en la arena. Dejó caer su mochila y echó a correr para recogerla, con Morgil gritando y corriendo tras él. Regresaron, jadeantes y felices.

—Me alegro de haber hecho este viaje —dijo Kerrick—. Aunque los paramutanos no estén aquí, habrá valido la pena venir.

—Estarán aquí. ¿Acaso no dijo Kalaleq que volvería, que ningún océano era demasiado ancho para detenerle?

—Sí…, y también dijo que, si no tenía barco, cruzaría el océano a nado. Los paramutanos son unos grandes fanfarrones.

—Espero que vengan.

Siguieron la playa hacia el norte, y aquella noche encendieron su fuego al abrigo de las dunas de arena. La lluvia que empezó a caer después de oscurecer era fría, y la niebla que rodaba hacia tierra firme desde el mar era terriblemente húmeda e incluso fría. El otoño no estaba demasiado lejos.

Por la mañana Kerrick agitó el fuego y le echó los últimos troncos. La madera a la deriva que habían recogido, incrustada con sal, crepitó y ardió fuertemente, con llamas amarillas y azules. Armun extendió sus pieles delante para que se secaran. Los dos cazadores permanecían aún tendidos envueltos en las suyas, reluctantes a emerger. Kerrick les aguijoneó con el mango de su lanza y sólo obtuvo gruñidos.

—¡Arriba! —llamó—. Necesitamos más madera para el fuego. Animales perezosos…, ¡salid!

—Será mejor que vayas tú mismo —dijo Armun.

Asintió, se envolvió los pies con las húmedas pieles y echó a andar hacia la cresta de la duna. La lluvia había cesado y la niebla se estaba levantando, y los claros rayos del sol ponían pinceladas de color en el mar. Había algas frescas, conchas y otros restos señalando el límite de la marea alta de la noche. Cualquier madera estaría demasiado empapada. Pero había un árbol muerto entero un poco más allá en la playa. Podría romper algunas ramas. Kerrick olió el aire del mar y miró más allá del romper de las olas y la espuma. Algo oscuro cabalgó una ola a lo lejos, luego desapareció. Se dejó caer en la arena…, ¿un uruketo? ¿Había yilanè tan al norte? Escudó sus ojos e intentó descubrirlo de nuevo entre las espumosas crestas de las olas.

Ahí estaba…, pero no era un uruketo.

—¡Una vela! —gritó—. ¡Una vela, ahí fuera…, llegan lo paramutanos!

Armun corrió a su encuentro, y los dos cazadores se levantaron finalmente y fueron tambaleantes tras ella.

—Es una vela —dijo Armun—. Pero van hacia el sur. ¿Qué están haciendo ahí fuera?

—Las algas —exclamó Kerrick—. Hanath…, corre y recoge unas cuantas, y madera también, aunque esté mojada. ¡Hay que avivar el fuego de modo que puedan ver el humo!

Kerrick agitó el fuego hasta que ardió intensamente mientras los dos cazadores regresaban tambaleándose bajo sus cargas. Extendió las algas en capas finas por encima, de modo que prendieran y ardieran pero no extinguieran el fuego; blancas nubes de humo ascendieron hacia el cielo.

—Siguen yendo al sur —exclamó Armun—. No lo han visto.

—¡Traed más!

El fuego rugió y la columna de humo se espesó y trepó más arriba antes de que Hanath gritara desde la playa:

—¡Se han detenido, están virando, nos han visto!

Aguardaron en la cresta de la duna mientras el ikkergak bailoteaba en el agua, con la vela chasqueando, luego atrapaba el viento desde el otro lado y la vela se hinchaba de nuevo. Avanzó a enorme velocidad hacia la orilla, se alzó sobre las olas y fue arrastrado hacia delante arando la arena del fondo en medio de un surtidor de espuma. Oscuras figuras agitaron las manos y les gritaron mientras uno de ellos se colgaba de la proa, se soltaba, caía al agua y se dirigía chapoteando a la orilla. Los dos cazadores vacilaron, pero Kerrick y Armun corrieron hacia el barco.

Una ola tumbó al paramutano, pero volvió a ponerse en pie, chorreando y escupiendo agua y gritando alegremente.

—¡Aquí, increíble, pelo color sol, amigos de años!

—¡Kalaleq! —exclamó Kerrick, mientras el paramutano salía tambaleándose y riendo del mar. Aferró a Kerrick por los brazos y lo sacudió, se volvió a Armun y gritó alegremente, la rodeó también con sus brazos hasta que ella tuvo que apartarlo cuando sus fuertes dedos agarraron sus nalgas.

—¿Hacia dónde navegabais? —le preguntó.

—Hacia el sur…, pero hace demasiado calor, ved que no llevo nada excepto mi piel. —Cuando ella bajó la vista, él dejó caer su cola para revelar sus partes íntimas, pero ella le dio un golpe en el brazo y él volvió a alzarla a su sitio. Los paramutanos nunca cambiaban.

—¿Por qué… al sur? —preguntó Kerrick torpemente, intentando recordar el complejo lenguaje.

—A buscar cazadores. Aguardamos en la playa al norte, pero no vino ninguno. Tenemos pieles y muchas cosas buenas. Entonces pensamos en ir más al sur, buscar a los cazadores. Nunca pensamos que nuestros amigos nos esperaran aquí.

Hanath y Morgil se acercaron, y hubo un intercambio de saludos mutuamente incomprensibles. Otros paramutanos se unieron pronto a ellos. Lanzando gritos de placer y trayendo los inevitables regalos de pescado crudo y podrido. Los ojos de Morgil se desorbitaron y lagrimearon mientras se esforzaba en tragar un hediondo bocado. Luego todos fueron al fuego para compartir la carne fresca de allí. Kerrick cortó trozos de carne cruda de la caza de ayer, y estos fueron recibidos con gritos de intenso placer. Kalaleq engulló el suyo en unos segundos, embarrándose todo el rostro con sangre, mientras le contaba a Armun todo lo que había sucedido desde que ellos se habían ido.

—La caza es buena, el ularuaq llena tanto el mar que puedes caminar sobre sus lomos. Todas las mujeres han tenido hijos, a veces tres y cuatro a la vez. Hemos descubierto cómo atrapar y matar los grandes pájaros. ¿Y vosotros aquí? Debéis contármelo para que pueda decírselo a Angajorqaq, o de otro modo me pegará salvajemente si no recuerdo y se lo cuento todo.

—Estamos todos juntos, hay paz aquí. Hay bebés…, pero como los paramutanos, porque nosotros no mentimos tan bien como vosotros. Pero todo está bien.

Cuando toda la carne hubo sido consumida los paramutanos corrieron al ikkergak, ahora varado en la marea menguante, y extrajeron los fardos de pieles. Hanath y Morgil trajeron sus cuchillos y puntas de lanza a la playa y, con mucha excitación y gritos, empezó el intercambio. Armun estaba en gran demanda para la traducción. Kerrick se sentó en la duna, lejos de todo el torbellino, y Kalaleq se acercó a reunirse con él. El lenguaje paramutano volvía poco a poco a Kerrick, y el hablar resultaba más fácil.

—Nos sentimos llenos de miedo cuando descubrimos que los cazadores no estaban —dijo Kalaleq.

—Huyeron del norte y las nieves. Tenemos un campamento lejos de aquí, al sur. La caza es buena y hace calor todo el tiempo.

—¡Me moriría! Incluso aquí el calor arde. —Kerrick sonrió ante aquello, con sus ropas de piel apretadas sobre su cuerpo contra el helado viento del océano—. Hemos atrapado muchos peces, buscado algunas plantas que necesitamos para el takkuuk, hojas y la corteza interior de algunos árboles para poner en infusión con agua para beber. Pero la necesidad de cuchillos es grande, y lloramos con el temor de que tuviéramos que regresar sin ellos. Ahora lloramos con la alegría de haberos encontrado…, y de las puntas de lanza también.

Armun se acercó a reunirse con ellos, tendió a Kalaleq un doblado cuadrado de tela de charadis. Kalaleq lo abrió y lo sostuvo hacia el cielo.

—¿Qué es esto? ¡Increíble! Suave como la piel del culo de un bebé. Y huele bien también.

—Es para Angajorqaq —dijo Armun—. Puede llevarlo en torno a la cabeza así, déjame demostrártelo. Está tejido con las fibras de una planta. Es algo que hacen los sesek. Son cazadores que viven tierra adentro, lejos del mar.

—Oh, qué habilidades tienen, aunque deben llorar cada día por no ser capaces de ver el océano. Hay tantas maravillas aquí, este charadis, vuestras lanzas, vuestros arcos, vuestras puntas de lanzas, vuestros cuchillos, el ekkotaz… ¡Tengo que comer más!

—Vosotros también tenéis muchas maravillas —dijo ella, riendo y apartando las manos del paramutano. Comida y sexo, eso lo era todo para ellos—. Vuestros ikker-gak con los que navegáis, vuestros arpones para cazar, los botes pequeños con velas, las bombas y los silbatos.

—Tienes razón…, ¡somos muy buenos! Hacemos tantas cosas que mi mente da vueltas y vueltas con sólo pensar en ellas.

Kerrick sonrió ante los alardes de todos los artefactos que se decían unos a otros, de todas las cosas que hacían. Tanu, paramutanos…, incluso sasku. Eran tan diferentes, y sin embargo eran muy parecidos. Hacían cosas. Tan distintos de los yilanè, que no sabían hacer nada. Sólo los machos yilanè eran creativos. Eran artistas, hacían esculturas de metal, los dos que habían escapado del hanale incluso habían aprendido a pescar y a cazar. Pero las hembras no construían nada. Todo lo que tenían eran cosas que habían hecho crecer. Eran bastante buenas en ello, al menos las científicas. Pero aún eran incapaces de hacer algo tan simple como una lanza.

Entonces Kerrick se quedó completamente inmóvil cuando el pensamiento lo aferró. La comprensión de que el mundo no era lo que siempre había creído que era. Había nacido tanu pero había sido educado como yilanè, y mucho de su pensamiento era aún yilanè.

¡Pero no más! Ahora podía ver el futuro con una mayor claridad. Sabía exactamente qué era lo que tenía que hacer.

eistaapeleghè eistaaii, yilanè'ninkuru yilanè gebgeleb

Apotegma yilanè

¿Una yilanè con dos eistaa? ¡Repugnantemente imposible!, inconcebible.