CAPÍTULO 27

Kerrick se detuvo, se dejó caer hacia atrás y se apretó contra la pared de tierra. Harl yacía derrumbado ante él. Su boca colgaba abierta y sus ojos miraban sin ver al cielo. El fajo de hesotsan estaba apoyado contra su pecho, con las criaturas agitándose lentamente contra sus ataduras.

Estaba muerto. Abatido por un hesotsan. Una yilanè, tenía que haber sido una yilanè la que estaba ahí fuera, al acecho. Había sido una trampa limpiamente planeada. No había forma de salirse de ella. Si se movía o intentaba retroceder, quedaría expuesto. No podía ir hacia delante…, y no había camino hacia atrás. Al instante mismo en que le vieran dispararían: un ustuzou merodeador era siempre muerto a primera vista.

Así que tenía que ser yilanè de nuevo.

—¡Atención al habla! —gritó. Luego añadió—: ¡Muerte…, negativo! —No tenía mucho sentido, pero deseaba que quienquiera que fuese que aguardaba ahí fuera vacilara antes de disparar. Dejó el fajo de hesotsan a un lado, se puso lentamente en pie…, luego salió de su protección haciendo tanto ruido como le fue posible, brazos y pulgares exhibidos en sumisión—. Estoy desarmado. No me mates —dijo, tan firme y claramente como le fue posible. Su piel se estremeció, esperando el dardo que traería consigo la muerte instantánea. La yilanè estaba justo delante de él, en los densos matorrales. Había salido del abrigo de los árboles. Su hesotsan apuntaba directamente hacia él. Parecía estar sola. Todo lo que podía hacer él era permanecer rígidamente inmóvil, haciendo signo de sumisión.

Intèpelei le miró, sin mover en absoluto su arma. Pero no disparó.

—Tú eres el ustuzou que es yilanè. Te conozco.

—Soy Kerrick que es yilanè.

—Entonces, tú tienes que ser el que fue a Ikhalmenets y mató los uruketo de nuestra ciudad. ¿Eres tú ese?

Kerrick pensó en mentir: pero no serviría de nada.

—Lo soy.

Intèpelei hizo signo de placer de descubrimiento…, pero siguió apuntando el hesotsan a su pecho.

—Entonces debo llevarte a Lanèfenuu, que ha hablado mucho de los ustuzou y de su odio hacia ti. Creo que desea verte antes de que mueras. ¿Mataste tú a las tres yilanè y las echaste al pozo con los hesotsan?

—Yo no las maté.

—¿Pero vosotros los ustuzou lo hicisteis?

—Sí.

—Era mi pensamiento que esta era la explicación de sus muertes. Nadie estaba de acuerdo conmigo. Hice lo que había que hacer. He tenido a fargi ocultas cerca de este lugar desde aquel día. Fargi con instrucciones de avisarme si aparecía algún ustuzou. Una acudió a mí hoy. Ahora iremos a hablar con Lanèfenuu.

—Ya casi es oscuro.

—Entonces apresúrate. Porque si se hace oscuro antes de que lleguemos al ambesed, te mataré. Muévete rápido.

Kerrick echó a andar, reluctante, buscando una forma de salirse de aquello sin hallar ninguna. Aquella yilanè era una cazadora, podía afirmarlo, sabía que lo mataría al instante si intentaba atacar. Hizo signo con sus pulgares superiores mientras echaba a andar tras él. Luego se estremeció y casi cayó.

La flecha hizo un ruido sordo al hundirse profundamente en su espalda.

Alzó el hesotsan, con manos temblorosas, lo apunto hacia Kerrick. Chasqueó una vez, falló. Lo levantó más.

La segunda flecha se hundió en su cuello, y cayó. Herilak avanzó en silencio por el sendero, contempló los dos cuerpos.

—No vi. al marag hasta que mató al muchacho. No tuve un buen blanco hasta que se situó en el sendero.

—Nos seguiste.

—Sí. No traje ningún palo de muerte, pero os seguí. Había peligro con sólo vosotros dos. Debemos librarnos de los cuerpos. En el pozo…

—No, no es necesario —dijo Kerrick cansadamente—. Hablé con esa antes de que tú la mataras, ya me oíste. Tenía guardias apostadas para vigilar este camino. Ellas le dijeron que habíamos venido.

—¡Debemos marcharnos rápidamente!

—No, es una cazadora, vino aquí sola. Ahora es demasiado oscuro para que otras la sigan. Pero las que vigilaban y que nos vieron y la avisaron están en la ciudad. Vendrán otras por la mañana. No podemos ocultar el hecho de que estuvimos aquí. Ahora ya lo saben. No deseaba muertes. Pensé que sería mejor sin ti. Pero nos seguiste de todos modos. Debemos enterrar a Harl.

—Tonterías, es una pérdida de tiempo. Su tara está en las estrellas, y a él no le importa la carne que ha dejado atrás. Recuperaré mis flechas, tomaremos los palos de muerte y nos marcharemos. Por la mañana, cuando vengan, estaremos muy lejos en el sendero.

Kerrick sentía una gran debilidad. Se arrodilló al lado del muchacho muerto y retiró el fajo de hesotsan. Luego enderezó los miembros de Harl y cerró sus ojos. Se puso lentamente en pie.

—Yo lo maté —dijo amargamente—. Yo lo traje aquí.

—El marag lo mató. Ahora tenemos nuevos palos de muerte. Déjalo aquí…, y abandona todo pensamiento de él. Era joven pero era un buen cazador. Tomaré su lanza y su arco. Otro muchacho que desee ser un cazador podrá extraer gran fuerza de ellos.

No había nada más que decir, nada que pudiera decirse. Tenían las armas. Con los fajos colgando de sus hombros, echaron a andar hacia el norte, desaparecieron rápidamente de la vista. Era ya casi oscuro entre los árboles y las sombras se posaron sobre los dos cuerpos, tan extraños el uno del otro, ahora unidos por el inescapable vínculo de la muerte.

No había grandes carroñeros dentro de la ciudad, así que los cadáveres no fueron molestados durante la noche. Al amanecer, los cuervos los descubrieron. Se posaron vacilantes y avanzaron dando saltitos, muy suspicaces ante el enorme e inesperado regalo. Empezaban ya a desgarrar la carne cuando fuertes gritos los sobresaltaron, y se alejaron aleteando rápidamente. Las primeras fargi, sujetando vacilantes sus hesotsan ante ellas, avanzaron por el sendero. Fueron arriba y abajo, examinaron el bosque, siguieron un tramo del sendero. Sólo cuando apareció Muruspe, que había tenido la precaución de dirigirlas desde la retaguardia, se restableció un poco el orden. Anatempé permanecía a su lado, haciendo signo de dolor y shock.

—¿Cuál es el significado de esto? ¿Qué ocurrió?

—Resulta muy claro lo que ocurrió —dijo Muruspe, exhibiendo enorme desagrado—. Intèpelei recibió advertencia de intrusión, vino sola, murió por su valor. Ella debió matar un ustuzou, los otros la mataron a ella. Tú eres una yilanè de ciencia que ayuda a Ukhereb. ¿Puedes decirme cuándo ocurrió esto?

Anatempé se acuclilló y tocó la piel de los dos cuerpos. Hizo signo de no claridad de conclusión.

—No esta mañana. Quizá durante la noche, probablemente al anochecer de ayer.

—Probablemente. Las fargi que vigilaban aquí ayer han dicho que vieron a dos ustuzou. Ahora uno está muerto, el otro ha desaparecido. ¿Qué estaban haciendo aquí? ¿Para qué vinieron?

Anatempé se volvió para contemplar la pared del pozo de los hesotsan. Muruspe siguió su mirada.

—¿Tiene algo que ver con los hesotsan?

—Alpèasak es una gran ciudad. Dos veces los ustuzou asesinos han venido a ella. Dos veces se han producido muertes junto al pozo de los hesotsan.

—Y los ustuzou utilizan los hesotsan como nosotras. —Muruspe guardó silencio con pensamientos interiores, luego hizo signo de atención a órdenes—. Llevaremos los cuerpos al ambesed. Este es un asunto para la eistaa.

Hubo expresiones de dolor y desánimo cuando la lúgubre procesión cruzó la ciudad. Las fargi se apartaron de ella, impresionadas por la muerte de una yilanè, Por la visión de un ustuzou muerto. Los dos cuerpos fueron colocados en el suelo mientras Muruspe informaba a la eistaa.

Lanèfenuu contempló los cadáveres tendidos en la hierba ante ella, sumida en silenciosos pensamientos. El silencio llegó también al ambesed, puesto que nadie se atrevió a interrumpirla. Las dos científicas, Ukhereb y Akotolp, habían examinado ya los cuerpos y admitido lo que probablemente había ocurrido.

El ustuzou había sido muerto por el dardo de un hesotsan, indudablemente el arma de Intèpelei. La cazadora había sido muerta a su vez por dientes de piedra ustuzou; había heridas mortales en su espalda y cuello.

—¿Por qué vino este ustuzou a mi ciudad? —preguntó finalmente Lanèfenuu, mirando al círculo de sus consejeras—. Las muertes de ustuzou han terminado. Yo misma acabé con ellas. Vaintè ya no está. Permanecemos dentro de nuestra ciudad…, pero ellos no permanecen dentro de la suya. Tú conoces a esas criaturas, Akotolp. Las conociste cuando viniste la primera vez a Alpèasak, antes de que huyeras de su destrucción, antes de que regresaras. ¿Por qué vienen aquí?

—Sólo puedo suponer.

—Entonces hazlo. Sin conocimientos, eso es todo lo que podemos pedir.

—Creo que… vinieron en busca de hesotsan. Poseen sus propios dientes de piedra con los que matar, pero también les gusta matar con nuestros hesotsan. Vinieron a robárnoslos.

—Ese es también mi pensamiento. Debemos descubrir más sobre este asunto. Tres cazadoras desaparecidas en el norte, tres yilanè muertas dentro de mi ciudad. Ahora, Akotolp, tú has estado buscando. ¿Qué has descubierto?

—Nada. Ninguna evidencia de ustuzou cerca de la ciudad…, o incluso tan al norte como el lago redondo. Los pájaros vuelan, y yo obtengo imágenes.

—Entonces haz que los pájaros vuelen más allá. Esas sucias criaturas están ahí hiera, y quiero saber dónde. Encuéntralas. ¿O debo enviar cazadoras en su busca?

—Eso no sería sensato, porque esos ustuzou son más astutos que cualquier otro animal salvaje. Atrapan y matan a nuestras cazadoras. Hay otra cosa que hicimos cuando se ocultaron de los pájaros. Hay búhos que pueden volar de noche, llevando criaturas que pueden ver en la oscuridad.

—Haz esto también. Tienen que ser hallados.

—¿Habéis hallado a las que hemos venido a buscar? —preguntó Fafnepto mientras subía al lomo del uruketo. El agua del mar chorreó de su cuerpo mientras secaba cuidadosamente las fosas nasales de su hesotsan para asegurarse de que podía respirar fácilmente.

—No están en la costa de esta isla —dijo Vaintè—. Aunque pudieron haber venido aquí: es importante que las hayamos buscado. Es un lugar rico y fértil. Fue juicioso examinarlo.

—La caza es muy buena también. Hallé a esos pequeños ustuzou con cuernos de los que me hablaste, los maté. Su carne es muy dulce. —Hizo signo a Gunugul, que estaba escuchándolas desde la parte superior de la aleta—. Hay carne fresca en la orilla para ti. ¿Hay alguna forma de traerla?

—Gratitud/placer de comer. Me encargaré de ello.

Las tripulantas nadaron a la orilla, arrastrando vejigas vacías para sostener los apilados cuerpos. Fafnepto se había excedido y había devastado la población animal local. Mientras aguardaban a que la carne fuera cargada a bordo, Gunugul extendió sus mapas y apoyó su pulgar en su localización exacta.

—Al norte de nosotras está el continente de Gendasi. Aquí está la ciudad de Alpèasak. Parece que esta ciudad se halla cerca de la punta de una gran península de tierra…, ¿es eso cierto?

Vaintè inclinó su mano afirmativamente.

—Es exactamente como lo describes. He viajado hacia arriba por la costa este, desembarcamos y matamos ustuzou allí. Pero, si vas demasiado al norte, todo se vuelve frio y es siempre invierno.

—¿Debemos ir en esa dirección?

—Mi primera reacción es negativa. Como Fafnepto no aconsejado, intento pensar como aquellas a las que seguimos. Para ir al norte, primero tienen que pasar Alpèasak y arriesgarse a ser descubiertas. Después de es o, cuanto más avancen, más frío encontrarán. No creo que fueran hacia el este. Sin embargo, hay un cálido océano y un cálido continente hacia el oeste, allá donde tus mapas muestran una superficie en blanco. He ido hacia esa zona en uruketo, y he desembarcado también, y prosigue durante mucho trecho. Hay un gran río ahí por el que he viajado. Y a todo lo largo de la costa hay ensenadas, tras ellas bosques llenos de animales. Tengo la seguridad de que fueron en esa dirección.

—Entonces también lo haremos nosotras —dijo Gunugul—. Sentiré gran placer en añadir nuevas tierras a esos mapas.

De esta forma alcanzaron la costa de Gendasi, navegando entre las doradas islas hasta que alcanzaron las arenosas orillas. Alpèasak estaba fuera de su vista al este, y ellas navegaron hacia el oeste. La costa se deslizó por su lado, con una tormenta estival azotando los árboles con su lluvia, ocultándolos y luego revelándolos de nuevo. Los enteesenat saltaban alto, complacidos con la variedad de peces que podían atrapar en aquellas cálidas y poco profundas aguas. Gunugul trazó su mapa, las tripulantas se atiborraron de la carne fresca que Fafnepto había proporcionado. Vaintè estaba atenta, observando la orilla con infinita paciencia, pensando con gran anticipación en la muerte de todos aquellos que se habían opuesto a ella.