Kerrick no deseaba hablar de lo que había visto, como si mantener en silencio la existencia de aquella mancha pudiera hacer que se desvaneciera como si nunca hubiera existido. Arnhweet aprobó su silencio mientras avanzaba delante a largos pasos. Lanzó su flecha a un lagarto que estaba tomando el sol, casi le acertó mientras se escabullía entre la hierba. Luego se sentó en la proa del bote todo el camino de vuelta, arrastrando sus dedos en el agua. Kerrick fue a advertirle con el repentino recuerdo de haber hecho lo mismo cuando era un muchacho, el horror del marag surgiendo del mar. Pero eso había ocurrido hacía mucho tiempo: no había nada que temer en estas aguas poco profundas entre las islas. Varó el bote, le dio la vuelta, y Arnhweet corrió por delante de él a la tienda. Kerrick miró de nuevo el hesotsan. El punto aún estaba allí.
Hubo silencio en torno a su fuego. Armun sabía dónde habían ido, y su desaprobación era evidente en todos sus movimientos. Esta vez Kerrick no intentó hablar con ella, hacerle olvidar su visita a la isla: permaneció tan en silencio como ella. Arnhweet, cansado del día, estaba dormido antes incluso de que aparecieran las primeras estrellas. Kerrick echó arena con el pie sobre el casi apagado fuego, luego fue al arroyo a lavarse manos y brazos. Se frotó concienzudamente, luego volvió a hacerlo una segunda vez. Aunque, si él había traído la enfermedad al hesotsan, ya era demasiado tarde para aquello. Sacudió las manos para secárselas y se dirigió por el sendero a la tienda de Herilak.
Cuando entró en el claro vio que Merrith había trasladado su tienda, situándola justo al lado de la del sammadar. Darras estaba sentada en aquellos momentos ante el abierto faldón, con una muñeca hecha con hierba tejida entre los brazos. Seguía siendo una niña silenciosa, pero le sonrió aunque no le habló. El faldón de la tienda de Herilak estaba cerrado, y oyó risas dentro. Iba a llamar cuando se dio cuenta de que una de las risas era de mujer. No había sabido nada de aquello antes. Era una buena cosa. Se sentó en la piel al lado de Darras.
—Nunca había visto esta muñeca antes.
—Mi abuela la hizo. La miré hacerla. ¿No es bonita? Se llama Melde. Así se llamaba mi madre también.
—Es una muñeca muy bonita.
Añadió algunas ramas secas al fuego y lo removió hasta que la madera chisporroteó y las llamas se hicieron más altas. El faldón de la otra tienda se abrió, y Merrith salió y se sentó cerca de él.
—Darras estaba hablándome de su nueva muñeca. Se siente muy feliz con ella.
Merrith sonrió y asintió.
—No es la única que se siente llena de placer.
Herilak le envió su saludo, y Kerrick fue a reunirse con él. Se sentaron en la oscuridad ante la tienda, mirando a la mujer y a la niña a la parpadeante luz del fuego. Herilak parecía tan feliz como Merrith. Kerrick no sentía deseos de estropear aquello; Herilak había permanecido mucho tiempo hosco y sin sonreír. Hablaron de la caza, de los otros sammads y del valle de los sasku. Hicieron esto hasta que Merrith metió a la niña en la tienda y cerró el faldón.
—Puede que haga mucho calor aquí en verano —dijo Herilak—. Pero nunca hará frío en invierno. Esta isla es un lugar muy bueno para los sammads.
—¿Volveremos alguna vez a las montañas? Eso fue lo que dijo el viejo Fraken al morir.
—El viejo Fraken era un viejo tonto. Te lo he oído decir muchas veces. El invierno que nunca cesa todavía sigue en el norte.
—Creo que mi palo de muerte tiene la enfermedad.
Herilak se mantuvo completamente inmóvil durante largo rato. Cuando finalmente habló, la hosca infelicidad de otros tiempos había vuelto a su voz.
—Tenía que ocurrir algún día. Todos lo sabíamos. Esta vez debemos obtener los nuevos palos de muerte antes de que los viejos mueran, mantenerlos separados.
—¿Quieres decir ir de nuevo a la ciudad? ¿Robar más de ellos? ¿Matar más murgu?
—¿Puedes pensar en algo distinto?
Kerrick no tenía una respuesta rápida para esto. Permaneció sentado en silencio, con las manos entrelazadas ante sí, apretando los dedos de tal modo que sus nudillos chasquearon. La luna se alzó por encima de los árboles y bañó el claro con su fría luz. Un búho planeó en silencio sobre sus cabezas: un animal nocturno lanzó su distante llamada en el bosque.
—No —dijo Kerrick con gran reluctancia—. No puedo pensar en ninguna otra cosa. Ahora sabemos dónde están los palos de muerte. Pero si somos vistos de nuevo…
—Esta vez no necesitas ir. Ahora sé dónde está el pozo.
—¡No tengo miedo de ir allí!
—No he dicho que lo tuvieras. Sólo quería indicar que hay otros que pueden correr el riesgo. Tú ya hiciste tu parte, y más, muchas más veces de las necesarias.
—Eso tampoco es lo importante. Lo que más temo es nuestra dependencia a los murgu y la ciudad. Ahora iremos porque necesitamos hacerlo, luego, otro día, tendremos que ir de nuevo. Pero una vez, cuando vayamos, ocurrirá. Una vez, cuando estemos en la ciudad, seremos vistos por los murgu. ¿Y qué entonces?
—Te preocupas demasiado. La vida hay que tomarla día a día.
—Eso ya no es cierto. Cuando vivíamos en las montañas y seguíamos al ciervo podías decir eso. Pero ya no. Estamos en una trampa, y no hay forma de salir de ella.
—Esta vez seremos un grupo de caza mayor. Traeremos de vuelta muchos palos de muerte.
—No. Imposible. El riesgo es demasiado grande. Dos cazadores como máximo. Y dejaremos nuestros propios palos de muerte aquí. Luego, cuando estemos lejos de los sammads, nos lavaremos nosotros y las pieles que llevemos, muchas veces. Si se trata de una enfermedad, no debe pasar a los palos de muerte que traigamos.
—No comprendo lo que dices de lavarse y enfermedad.
—Yo tampoco —dijo Kerrick, con una sonrisa retorcida—. Pero me fue dicho por una que sabía. Esto fue antes de que nos conociéramos, y yo había estado muy enfermo…
—Entonces, ¿fue un marag quien te dijo eso?
—Sí. Y después del ataque sobre la ciudad, luego en el valle donde hicieron crecer plantas especiales sólo para matamos, puedes ver claramente lo mucho que saben de las cosas vivas. Esta marag de gran conocimiento me dijo que las enfermedades, las infecciones, son difundidas por pequeñas cosas vivas.
—He visto larvas en heridas.
—Criaturas vivas mucho más pequeñas que eso, tan pequeñas que no puedes verlas. Sé que resulta difícil de creer, pero simplemente te estoy diciendo lo que me dijeron. Así que quizá lo que está matando a los palos de muerte pase de unos a otros. No lo sé. Pero si podemos detenerlo lavándonos, entonces tenemos que hacerlo.
—Por supuesto que tenemos. Y cualquier cazador olerá mucho mejor tras un buen lavado. Entonces, seremos tú y yo. Iremos.
—No —dijo Kerrick con repentina firmeza—. Tú eres un sammadar y no puedo decirte lo que tienes que hacer. Llevaré a alguien que me obedezca, que haga lo que yo ordene. Iremos en silencio y evitaremos los murgu. Evitaremos matar si vemos alguno. Si tú estuvieras allí y ocurriera esto, ¿obedecerías una orden de no matar?
—No podría. Dices la verdad en eso. Pero ¿a quién puedes llevar? Tu sammad es pequeño, el muchacho Harl es el único cazador que tienes.
—Es hábil y silencioso en el bosque. Irá conmigo. Así es como tiene que ser.
—Estás cometiendo un error…
—Es posible…, pero es mi error.
Herilak frunció furioso el ceño, pero no pudo pensar en nada más que decir. La decisión había sido tomada.
—¿Cuándo irás?
—Muy pronto. Esta vez debemos ir allí y coger los palos de muerte, traerlos aquí antes de que los otros que tenemos mueran. Tienen que estar preparados para nosotros cuando los necesitemos.
Había poco más que añadir, y se separaron en silencio.
Kerrick despertó al día siguiente con la primera luz, tras haber dormido poco durante la noche. Permaneció tendido sin moverse, escuchando la suave respiración de Armun, hasta que la luz del sol tocó la pared de la tienda. Sólo entonces se deslizó fuera en silencio y fue al refugio donde guardaba el hesotsan, para desenvolverlo cuidadosamente y alzarlo a la luz. La zona muerta estaba allí, mayor ahora, todavía allí.
El faldón de la tienda de los cazadores había sido echado hacia atrás, y Ortnar permanecía sentado a la luz del sol de la mañana. Su pierna muerta estaba extendida ante él en el suelo, su perpetuo ceño fruncido araba surcos en su rostro.
—Quiero hablar con Harl —dijo Kenick.
—Yo dormía todavía cuando se marchó, antes de amanecer. Sabe de un lugar junto al arroyo donde va el ciervo cuando nace la luz. Seré un buen cazador algún día.
—Hablaré con él cuando vuelva. —No había nada que añadir. Ortnar nunca hablaba demasiado. Kerrick se alejó y volvió a su propia tienda. Armun estaba despierta, reviviendo el fuego.
—Te vi. mirar el palo de muerte. Te preocupas demasiado por él.
—Es más que una preocupación. Tiene la enfermedad.
—¡No otra vez! —Las palabras fueron un grito de dolor arrancado de su garganta.
—Sí. Tendré que ir a la ciudad murgu. De nuevo.
—No, tú no. Hay otros que pueden ir.
—Seguro que otros irían…, pero no volverían nunca. Sólo un tanu que sea medio marag puede comprender esa ciudad murgu. Ahora comeré y descansaré. He dormido poco esta noche.
El sol estaba alto en el cielo cuando despertó. Brillaba intensamente, y le cegó con su resplandor. Harl estaba sentado fuera, aguardándole en paciente silencio. Al verle así, con la mente aún nublada por el sueño, Kerrick pensó en un extraño. Ya no era el muchacho que conocía, sino un cazador adulto. Tan pronto como vio que Kerrick estaba despierto, se puso en pie y se dirigió a la tienda.
—Ortnar me dijo que viniste a verme, que querías hablar conmigo.
—Me comunicó que habías salido a cazar. ¿Vino el ciervo?
—Directamente debajo de mí. Dos están muertos. ¿Qué es lo que deseas? —Como Ortnar, no tenía tiempo para la charla inútil. Usaba las palabras como flechas, rápidas y afiladas.
—Te necesito. ¿Vendrás a la ciudad murgu conmigo? Mi palo de muerte tiene la enfermedad.
—¿Cuántos iremos?
—Tú y yo solos.
Harl abrió mucho los ojos.
—La última vez fuiste con el sammadar Herilak.
—Lo hice. Y él mató a los murgu con los que nos encontramos. Esta vez quiero confiar en la habilidad en el bosque y no en la muerte. Quiero ver y no ser visto. ¿Vendrás conmigo?
Harl sonrió y tendió los puños cerrados, uno encima del otro.
—Iré. ¿Traeremos de vuelta palos de muerte?
—Sí. Pero tienes que prometerme una cosa ahora. ¿Harás todo lo que yo ordene? Si vemos a los murgu de la ciudad, no tienen que ser muertos. ¿Harás eso?
—Estás pidiendo algo difícil.
—Lo sé. Pero, si no lo haces, entonces otro lo hará. Tú eres de mi sammad. Si haces lo que pido, entonces no habrá otro cazador. Es tu decisión.
—Entonces decido ir contigo. Haré lo que ordenes, sammadar. ¿Cuándo partimos?
—Por la mañana. Sólo lanza y arco. El palo de muerte se queda aquí.
—¿Qué haremos si nos topamos con un marag grande que no podamos matar con lanza o flecha?
—Moriremos. Así que es tu habilidad en el bosque lo que nos conducirá lejos de ellos. ¿Puedes hacerlo?
—Sí. Haré lo que el sammadar diga.
Partieron al amanecer, y en pleno calor del día estaban ya muy adentro en el sendero que conducía al sur. Cuando llegaron al vado que cruzaba el estrecho río, se turnaron para lavarse concienzudamente en la limpia agua, uno lavándose mientras el otro montaba guardia. Harl no podía ver la razón de aquello, pero así se le había dicho que hiciera. Gruñó acerca de mojar su arco y su carcaj, extendió las flechas en la hierba para que se secaran. Kerrick contempló sus mochilas con la carne seca y el ekkotaz.
—No puedes lavar la comida —dijo Harl.
Kerrick sonrió.
—Cierto. Pero podemos comerla. Antes de que entremos en la ciudad arrojaremos todo lo que no hayamos terminado, las mochilas también. La última vez corté la piel de una de ellas para atar los palos de muerte. La enfermedad pudo transmitirse de esa forma. Esta vez utilizaremos ramillas y lianas para sujetarlos. No deben coger la enfermedad de nuevo.
El segundo día, Harl se detuvo con una mano alzada y escuchó el bosque allá delante. Había algo allí, grande. Dieron un amplio rodeo por entre los árboles hasta la orilla, avanzaron por la arena durante el resto del día. Sólo cuando la costa se volvió pantanosa e imposible de cruzar regresaron tierra adentro. No hubo más problemas después de esto, e hicieron un buen tiempo. Cuando alcanzaron las ahora familiares inmediaciones de la ciudad, Kerrick indicó alto.
—Regresaremos al último arroyo que cruzamos. Nos desprenderemos de las mochilas de carne y nos lavaremos de nuevo.
—Primero comeremos toda la carne que podamos.
—Sí, por supuesto. Luego avanzaremos de nuevo por la tarde. —Harl frunció el ceño ante aquello, pareció que no le gustaba—. Hay una buena razón para aguardar. Los murgu en la ciudad no están despiertos por la noche. Si están cerca del pozo de los palos de muerte, se marcharán a tiempo para estar de vuelta dentro de la ciudad cuando llegue la oscuridad. Si lo alcanzamos al anochecer, podremos coger los palos de muerte y hallar nuestro camino de vuelta…, aunque ya sea oscuro. ¿Puede hacerse así?
—Si veo un sendero de día puedo caminar por él por la noche. Será como tú dices, sammadar.
A media tarde, con sus ropas de piel aún mojadas y frías contra su piel, penetraron el muro exterior de la ciudad. Kerrick fue primero, cortando y empujando a un lado las venenosas plantas y espinas. Una vez pasada esta barrera, susurró instrucciones a Harl, que ahora abrió camino. Cada vez más y más lentos, arrastrándose en el último tramo hasta el terraplén de tierra del pozo de los hesotsan, Harl se adelantó, luego hizo signo a Kerrick de que le siguiera.
—No hay nadie, ninguna huella desde la última lluvia.
—Pero sigo deseando permanecer fuera de la vista hasta que sea más oscuro. Podemos utilizar esas lianas para hacer redes en las que llevar los palos de muerte.
Empezaba a anochecer cuando Harl se izó por el terraplén, miró a su alrededor e hizo signo a Kerrick de que avanzara. Los hesotsan hormigueaban en las someras aguas de abajo y en la arenosa orilla. Kerrick arrojó terrones de tierra abajo para alejar a los activos, luego saltó al pozo. Había hesotsan cerca en la arena, moviendo débilmente sus patas, incapaces de escapar.
—Esos son los que queremos —dijo—. Te los subiré.
Pasó tantos como podían transportar fácilmente, luego se sujetó a la mano de Harl y se izó fuera. Los hesotsan sisearon débilmente cuando fueron atados e intentaron morder sus dedos. La operación fue realizada rápidamente. Luego se echaron las atadas criaturas al hombro y cogieron sus armas.
—¡Lo hemos hecho! —dijo Kerrick, y sintió que la tensión se relajaba—. Ahora…, salgamos de aquí.
Harl abrió la marcha en la suave pendiente, en dirección al camino que habían seguido para entrar en la ciudad.
Cuando giraba el extremo del terraplén, hubo el seco crujir de un hesotsan, y se derrumbó. Muerto antes de alcanzar el suelo.