CAPÍTULO 25

—He estado aquí antes —dijo Vaintè—. Fue hace toda una vida. O quizá fue en otra vida. Estuve de pie justo donde estoy de pie ahora. Donde estás tú ahora, Fafnepto, estaba la comandanta del uruketo. Ha muerto. Erefnais era su nombre. No he pensado en ella desde hace mucho tiempo. Su uruketo murió, así que ella murió también.

Había sido una travesía fácil. Un poco de lluvia, no auténticas tormentas. Vaintè no había dormido constantemente como las otras, sino que había estado allí, arriba en la aleta, durante la mayor parte del tiempo. Sus pulgares, ahora apretados fuertemente contra la piel llena de cicatrices, podían sentir la vibración del movimiento mientras la criatura surcaba el mar, empujada hacia delante por los poderosos músculos de su cola. Con cada empuje se acercaban a Gendasi…, de donde había sido arrojada dos veces. No habría una tercera vez. Fafnepto había emergido del oscuro interior y permanecía de pie a su lado a la cálida luz del sol. No hablaba mucho, pero era una buena oyente. Deseaba aprender todo lo que había que aprender acerca de aquel nuevo continente, y respetaba el conocimiento de Vaintè. Vaintè se sentía feliz de compartirlo.

Las pupilas de los ojos de Fafnepto eran delgadas rendijas cuando miró al brillante sol, las escudó aún más con una mano mientras señalaba al horizonte.

—Veo algo allí, distante en el agua. Más de una cosa. ¿Son islas?

—Lo son. Ayer, cuando tú estabas abajo, pasamos una gran isla. Esa es la primera cosa que se ve después de cruzar el océano. Ahora llegamos a esta cadena de islas. Su nombre las define, Alakas-Aksehent, la sucesión de piedras doradas caídas. Sus arenas y el agua alrededor de ellas son cálidas durante todo el año. Las islas se extienden en hilera hasta alcanzar la tierra firme. Allá encontrarás la ciudad de Alpèasak. Ese es un lugar al que no debemos ir, el lugar donde el uruketo que buscamos no puede haber ido.

—Esas islas…, ¿es posible que las que buscamos se hallen allí?

—Creo que no. Se me dijo que hay poca vegetación, menos agua. Aquellas que huyeron buscarán una orilla donde haya animales que cazar y comer.

—Comprendo eso. ¿Te das cuenta de que para cazar un animal tienes que pensar como ese animal?

—Nunca había oído eso antes, pero ahora que lo dices lo creo. Y te lo agradezco. Cazamos yilanè que huyen, debemos pensar como lo harían esas yilanè.

—Debes intentar pensar como lo harían aquellas a las que cazas. He hablado muchas veces con la científica cuyo nombre es Ambalasi. Comprendo las partes de ella que piensan como yo, porque ella desea conocer todas las cosas vivas. Le he traído especímenes, he respondido a sus preguntas. Lo que no puedo comprender es por qué tuvo que liberar a las prisioneras, ayudarlas a escapar.

—No puedo responder a esa pregunta. Me resulta inconcebible que ninguna yilanè de sabiduría ayude voluntariamente a las Hijas de la Muerte. Pero puedo hablarte de Enge, que es su líder. Posee una inteligencia impresionante, aunque muy mal dirigida ahora.

—Si ella dirige, entonces…, ¿adónde las puede haber dirigido?

—Esa es la importante pregunta que debe de ser contestada. Respondámosla, y habremos hallado nuestra presa.

—¿Puede haber ido a la gran isla que acabas de mencionar, esa que pasamos ayer?

—¿Maninle? No sé nada de ella excepto su nombre, ella debe de saber aún menos…

Vaintè se interrumpió de pronto, se volvió hacia atrás, a la espuma de las olas detrás del uruketo, y miró más allá de ella en la distancia. Se volvió de nuevo a Fafnepto e hizo signo de respeto y gratitud.

—Eres realmente una cazadora, y has mencionado lo que es de hecho un importante pensamiento. Debemos enviar a buscar a la comandanta. El hecho de que nadie a quien conozca haya visitado nunca esa isla no significa que nadie lo haga nunca. Debemos explorar su línea costera. Si el uruketo está allí, será hallado.

Gunugul estuvo de acuerdo de inmediato. Los enteesenat que acompañaban y alimentaban al uruketo regresaron nadando a gran velocidad cuando este hizo un amplio y lento giro en el mar. Saltaron altos en el agua, chapoteando, luego nadaron al Erente hasta la llegada de la oscuridad. Durante la noche derivaron con la corriente, como hacía el inmenso animal a su cargo, y por la mañana siguieron mientras se acercaban a la arenosa orilla de la isla.

—Montañas y bosque —dijo Vaintè—. Agua dulce y buena caza. Este podría ser un refugio. Debemos comprobar toda la costa.

—¿Cuánto tiempo tomará rodear la isla? —preguntó Fafnepto.

Gunugul hizo signo de falta de conocimiento/dependencia de tamaño.

—Algunos días como mínimo.

—Entonces yo iré a la orilla, ahí junto a ese promontorio —señaló Fafnepto—. Ya he tenido bastante de océano, llevo demasiado tiempo sin bosques. Es mi mayor deseo ver los animales de este nuevo lado de la Tierra. Estaré en este lugar cuando volváis.

—¿Te llevarás comida? —preguntó Gunugul.

—Sólo mi hesotsan. Tendré carne fresca preparada para vuestro regreso.

La cazadora, con el arma en alto, se deslizó al agua y nadó fácilmente hasta la orilla. El uruketo prosiguió a lo largo de la costa, con Vaintè y la comandanta en la aleta examinando atentamente todas las playas y acantilados mientras avanzaban. Era demasiado esperar que pudieran hallar su presa tan fácilmente, tan rápidamente. Sin embargo, la caza había empezado. Vaintè ya no se sentía tan sólo una pasajera, ahora era una participante.

Había ensenadas y puertos naturales; escrutaron cada uno. Cuando rodearon la punta de la isla dos días más tarde, el uruketo tuvo que ser obligado a salir de la corriente que había estado siguiendo.

—Es agua cálida que fluye hacia el sur —dijo Gunugul—. A la criatura le gusta el calor. Mira aquí, puedes ver el borde de la corriente, la diferencia de color. Es como un río en el océano. Así es como hallamos nuestro rumbo, siguiendo las corrientes.

Vaintè estaba contemplando la orilla, medio oyó el comentario de la comandanta.

—¿Hay otras islas al sur de esta? —preguntó Gunugul—. No hay ninguna señalada en mi mapa. ¿Ha sido explorada esa zona?

—No tengo conocimiento de más islas. Ciertamente, no vi ninguna las otras veces que recorrí este camino.

—Quizá debiéramos buscar también más al sur —dijo Gunugul, escrutando el vacío océano. Vaintè se unió a ella, observando el agua azul, el grupo de blancas nubes en el horizonte. ¿Más al sur? Podía haber más islas allí. Dudó por un momento, luego hizo signo de firmeza de decisión.

—No hay nada ahí. Enge, la que las conduce, conoce las orillas del norte, y es en esa dirección en la que habrán huido. Pero debemos acabar de rodear esta isla primero. Si no están aquí, continuaremos al norte. Es allí donde hallaremos a las que buscamos.

Y a los que yo busco. Su cuerpo estaba rígido, el pensamiento le llegó sin ser solicitado. Estaba allí en nombre de Saagakel, para buscar a Enge y la científica, Ambalasi, y el uruketo. Ella y la eistaa eran una en aquella búsqueda. Pero Kerrick estaba ahí fuera también, y lo hallaría. Lo odiaba a él tanto como odiaba a las Hijas. Quizá más fuerte aún, porque había conseguido derrotarla dos veces. No una tercera vez. Cuando lo encontrara, ese serla el fin.

El pequeño marag herbívoro colgaba del árbol de una de sus patas traseras, con la boca enormemente abierta en su muerte. Kerrick terminó de despellejarlo, luego.

—¿Maninle? No sé nada de ella excepto su nombre, ella debe de saber aún menos…

Vaintè se interrumpió de pronto, se volvió hacia atrás, a la espuma de las olas detrás del uruketo, y miró más allá de ella en la distancia. Se volvió de nuevo a Fafnepto e hizo signo de respeto y gratitud.

—Eres realmente una cazadora, y has mencionado lo que es de hecho un importante pensamiento. Debemos enviar a buscar a la comandanta. El hecho de que nadie a quien conozca haya visitado nunca esa isla no significa que nadie lo haga nunca. Debemos explorar su línea costera. Si el uruketo está allí, será hallado.

Gunugul estuvo de acuerdo de inmediato. Los enteesenat que acompañaban y alimentaban al uruketo regresaron nadando a gran velocidad cuando este hizo un amplio y lento giro en el mar. Saltaron altos en el agua, chapoteando, luego nadaron al frente hasta la llegada de la oscuridad. Durante la noche derivaron con la corriente, como hacía el inmenso animal a su cargo, y por la mañana siguieron mientras se acercaban a la arenosa orilla de la isla.

—Montañas y bosque —dijo Vaintè—. Agua dulce y buena caza. Este podría ser un refugio. Debemos comprobar toda la costa.

—¿Cuánto tiempo tomará rodear la isla? —preguntó Fafnepto.

Gunugul hizo signo de falta de conocimiento/dependencia de tamaño.

—Algunos días como mínimo.

—Entonces yo iré a la orilla, ahí junto a ese promontorio —señaló Fafnepto—. Ya he tenido bastante de océano, llevo demasiado tiempo sin bosques. Es mi mayor deseo ver los animales de este nuevo lado de la Tierra. Estaré en este lugar cuando volváis.

—¿Te llevarás comida? —preguntó Gunugul.

—Sólo mi hesotsan. Tendré carne fresca preparada para vuestro regreso.

La cazadora, con el arma en alto, se deslizó al agua y nadó fácilmente hasta la orilla. El uruketo prosiguió a o largo de la costa, con Vaintè y la comandanta en la aleta examinando atentamente todas las playas y acantila mientras avanzaban. Era demasiado esperar que pudieran hallar su presa tan fácilmente, tan rápidamente. Sin embargo, la caza había empezado. Vaintè ya no se sentía tan sólo una pasajera, ahora era una participante.

Había ensenadas y puertos naturales; escrutaron cada uno. Cuando rodearon la punta de la isla dos días más tarde, el uruketo tuvo que ser obligado a salir de la corriente que había estado siguiendo.

—Es agua cálida que fluye hacia el sur —dijo Gunugul—. A la criatura le gusta el calor. Mira aquí, puedes ver el borde de la corriente, la diferencia de color. Es como un río en el océano. Así es como hallamos nuestro rumbo, siguiendo las corrientes.

Vaintè estaba contemplando la orilla, medio oyó el comentario de la comandanta.

—¿Hay otras islas al sur de esta? —preguntó Gunugul—. No hay ninguna señalada en mi mapa. ¿Ha sido explorada esa zona?

—No tengo conocimiento de más islas. Ciertamente, no vi ninguna las otras veces que recorrí este camino.

—Quizá debiéramos buscar también más al sur —dijo Gunugul, escrutando el vacío océano. Vaintè se unió a ella, observando el agua azul, el grupo de blancas nubes en el horizonte. ¿Más al sur? Podía haber más islas allí. Dudó por un momento, luego hizo signo de firmeza de decisión.

—No hay nada ahí. Enge, la que las conduce, conoce las orillas del norte, y es en esa dirección en la que habrán huido. Pero debemos acabar de rodear esta isla primero. Si no están aquí, continuaremos al norte. Es allí donde hallaremos a las que buscamos.

Y a los que yo busco. Su cuerpo estaba rígido, el pensamiento le llegó sin ser solicitado. Estaba allí en nombre de Saagakel, para buscar a Enge y la científica, Ambalasi, y el uruketo. Ella y la eistaa eran una en aquella búsqueda. Pero Kerrick estaba ahí fuera también, y lo hallaría. Lo odiaba a él tanto como odiaba a las Hijas. Quizá más fuerte aún, porque había conseguido derrotarla dos veces. No una tercera vez. Cuando lo encontrara, ese sería el fin.

El pequeño marag herbívoro colgaba del árbol de una de sus patas traseras, con la boca enormemente abierta en su muerte. Kerrick terminó de despellejarlo, luego cortó la colgante pata trasera. Era carnosa y buena de comer. La envolvió en una larga hoja que selló con espinas. Cuando hubo terminado, limpió su cuchillo de pedernal en la hierba, luego tomó los sangrantes fragmentos de piel y los llevó al pozo detrás de los árboles. Las moscas se elevaron en zumbante protesta cuando arrojó la piel entre los huesos y otros desechos. Las apartó a manotazos de su rostro, luego fue a lavarse las manos en el cercano arroyo.

Cuando regresó vio que la tienda aún estaba vacía. Armun todavía no había vuelto con la niña: se irritó consigo mismo por su sensación de alivio. Si deseaba ir a ver a Nadaske, no era asunto de nadie. Pero, por supuesto, sí lo era. Armun ya no protestaba en voz alta por sus visitas, pero sus silencios hablaban más fuerte que las palabras. Silencios más intensos y más largos cuando se llevaba con él a Arnhweet. No había hecho esto desde hacia mucho tiempo, quizá porque sabía lo que iba a seguir. Pero lo llevaría hoy. El muchacho era muy bueno con su arco; quizá pudieran encontrar algo de caza. Llevaría el hesotsan sólo como protección contra los predadores, y dejaría que Arnhweet se ocupara de toda la caza. Era el octavo verano del muchacho: pronto necesitaría un arco más grande.

Como siempre, hubo un pequeño aguijonazo de miedo cuando tomó el hesotsan de su nido de pieles. ¿Inmóvil y vivo… o silencioso y muerto? La pequeña boca se abrió cuando apretó, los dientes masticaron lentamente el fragmento de carne cruda. Cogió la carne envuelta y fue en busca de su hijo.

Los chicos siempre eran fáciles de encontrar; bastaba escuchar sus gritos. Ahora estaban en la orilla cerca del pantano, aullando su victoria. Una de sus trampas había capturado un pájaro de buen tamaño. No podía escapar porque la trampa en su tobillo estaba asegurada a un pesado tronco, pero podía silbarles y lanzarles picotazos, con sus alas batiendo furiosamente. Dos de los muchachos estaban sentados sobre el tronco puesto boca abajo de la barca, chupándose los sangrantes dedos alcanzados por el afilado y aserrado borde del pico del animal. Arnhweet gritó alegremente cuando vio a Kerrick.

—Lo atrapamos, atta, nosotros solos, cuando vino comer a la hierba. ¿No está gordo?

—Mucho. Pero ¿estáis seguros de que él no os ha atrapado a vosotros? Parece muy vivo.

—Mátalo, sammadar —gritó uno de los muchachos, y los otros le hicieron eco. El pájaro le miró con un maligno ojo rojo y siseó de nuevo. Kerrick medio alzó el hesotsan. Pero ahora sólo eran usados para matar a los murgu invasores. Tendió el arma a Arnhweet, que la cogió orgulloso.

—Sujétalo tal como te enseñé, y no toques este punto.

—¡Lo sé, lo sé!

Hinchó el pecho, y los otros chicos lo miraron con envidia hasta que Kerrick cogió su cuchillo y trazó un cauteloso círculo en torno a la presa. El pájaro se volvió para enfrentársele, con el pico muy abierto. Uno de los muchachos arrojó una piedra contra su costado. El animal volvió la cabeza hacia allá, y Kerrick agarró su cuello, le cortó la garganta con un rápido tajo. Pateó y se derrumbó en medio de una masa de ensangrentadas plumas. Los muchachos gritaron más fuerte aún y corrieron hacia delante. Kerrick recuperó el hesotsan de manos de su hijo.

—Voy a llevar esta carne a la isla para Nadaske. ¿Quieres venir conmigo?

Arnhweet se agitó y desvió la vista. Se lo estaba pasando tan bien allí. Kerrick miró al bote de los muchachos. Lo señaló.

—¿Has ido alguna vez en él?

—Sólo hasta el pantano. Los sammadars nos dijeron que no podíamos llevarlo más lejos. Dos chicos lo hicieron, y les pegaron tanto que todos pudimos oír sus aullidos.

—Es una buena cosa que tu padre sea un sammadar y no tenga que preocuparse de las palizas. Corre y trae tu arco, y llevaremos el bote a la isla. Cazaremos.

Ahora no hubo dudas. Kerrick colocó cuidadosamente el hesotsan en la hierba, luego agarró el borde del pequeño bote y le dio la vuelta. Tenía un interior definitivamente irregular, y se asentaba en el agua en un ángulo extraño. De todos modos, flotaba. Había dos remos pequeños, un poco mayores que dos palos planos de madera, pero servirían. También había calabazas huecas para achicar el agua, e indudablemente eran necesarias. Sería prudente que permanecieran cerca de la orilla. Lo empujó a aguas más profundas, recuperó el hesotsan y subió al bote. Osciló peligrosamente, y se equilibró con cuidado en él hasta que consiguió que flotara más o menos decentemente.

—¿No es un bote espléndido? —gritó Arnhweet mientras corría hacia él. Chapoteó en el agua, y casi lo volcó cuando subió a bordo. Kerrick hizo apresuradas correcciones, luego señaló las calabazas.

—No me gusta mojarme el trasero. Desocupa el agua y procura que esta cosa no oscile mucho.

Tuvo que ir con mucho cuidado con el manejo de los remos porque el pequeño bote era terriblemente inestable. Arnhweet permanecía sentado orgullosamente en la proa, y no dejó de dar innecesarios consejos mientras avanzaban a lo largo de la orilla. Llevaba una flecha preparada en su arco, pero cualquier caza se había alejado antes de que ellos aparecieran. Kerrick remó en torno a la isla y cruzó la estrecha lengua de agua hasta la isla más pequeña en el océano. Arnhweet casi volcó de nuevo el bote al saltar a la orilla, y fue con gran alivio que Kerrick se deslizó hasta la cintura en el agua, sujetando el hesotsan por encima de su cabeza. Empujaron el bote arena arriba.

—¿No es un buen bote? —dijo Arnhweet en marbak. Kerrick respondió en yilanè:

—Excelentemente crecido/fuerte madera para el agua.

—No fue crecido. Lo ahuecamos con fuego.

—Lo sé. Pero no hay forma de decir eso en yilanè.

—No me gusta hablar de esa forma.

El muchacho era rebelde, y Kerrick no deseaba forzarlo. Era importante que mantuviera su propia fuerza de voluntad. Cuando el muchacho creciera daría órdenes, no las tomaría. Conducir, no seguir.

—El yilanè es bueno para hablar. Ahora puedes hablar con Nadaske porque él no habla nada de marbak.

—Los chicos se ríen. Me han visto hablar contigo y dicen que me agito como una niña asustada.

—Nunca escuches a aquellos que no saben hacer lo que tú puedes hacer. Ellos nunca podrán aprender lo que tú hablas. Es importante que no lo olvides.

—¿Por qué?

¿Por qué? ¿Por qué, de hecho? ¿Cómo responder a una pregunta tan sencilla? Kerrick se dejó caer en la arena, cruzó las piernas mientras pensaba.

—Ven, siéntate a mi lado. Descansaremos un poco y te contaré muchas cosas importantes. No importantes para ti ahora, sino de la mayor importancia algún día. ¿Recuerdas el frío que hacía cuando estábamos todos en la nieve con los paramutanos?

—Es mejor el calor.

—Lo es…, y por eso estamos aquí. Ya no podemos vivir en el norte a causa de la nieve que nunca se funde. Pero aquí en el sur están los murgu. Murgu que podemos matar y comer, murgu que debemos matar antes de que ellos se nos coman a nosotros. —Arnhweet apenas se dio cuenta cuando Kerrick siguió hablando en yilanè—: Y luego están los yilanè como Nadaske. No son efensele como él, sino que nos matarían si pudieran. A causa de esto tenemos que saber acerca de ellos, debemos estar en guardia contra ellos. Hubo un tiempo en que yo era el único tanu que podía hablar con ellos. Ahora somos dos. Un día tú serás sammadar y harás lo que yo hago ahora. Necesitamos conocerlos. Necesitamos sus hesotsan si queremos seguir viviendo aquí. Es una cosa muy importante que tú deberás hacer un día. Y sólo tú podrás hacerla.

Arnhweet se agitó incómodo y clavó los talones en la arena. Podía oír lo que le decía su padre, pero no podía comprender toda la importancia de las palabras. Sólo era un niño pequeño.

Kerrick se puso en pie y se sacudió la arena de las piernas.

—Ahora veremos a nuestro amigo Nadaske, le llevaremos la carne, y él nos cantará canciones. Y, por el camino, el fuerte cazador mantendrá su arco tenso y quizá podamos traerle también carne recién cazada.

Arnhweet lanzó un grito de deleite mientras cogía su arco y metía una flecha en su cuerda. Luego frunció los ojos y se agazapó, como hacían todos los buenos cazadores en el sendero, y se deslizó en silencio herbosa colina arriba. Kerrick le siguió, preguntándose si el muchacho había comprendido nada de lo que le había dicho. Si no ahora, lo comprendería algún día. Llegaría el tiempo en que Kerrick estaría muerto y Arnhweet sería un cazador, un sammadar. La responsabilidad, entonces, sería suya.

Nadaske estaba en la orilla mirando hacia el mar; se volvió e hizo signo de placer cuando Kerrick llamó atención al habla. Luego hizo signo de placer multiplicado cuando Kerrick le entregó la carne. Olió el paquete y añadió otro modificador de mayor amplitud.

—El pequeño-mojado que ya no es ni pequeño ni mojado, efensele Kerrick, carne de gran placer. Ha pasado mucho tiempo desde que hablamos la última vez.

—Aquí estamos ahora —dijo Kerrick, sabiendo que realmente había pasado mucho tiempo y no deseando discutir sobre ello. Se volvió y halló un arbusto lo bastante denso como para proporcionar una sombra. La arena estaba aún muy caliente, y apartó la capa superior para dejar al descubierto la arena más fresca de debajo, luego colocó el hesotsan en el poco profundo hueco. Nadie sabía cómo se había difundido la enfermedad de unos a otros, o si de hecho se había difundido de este modo. Seguían tomando todas las precauciones, y nadie dejaba nunca que otro cazador tocara su hesotsan, nunca dejaba su arma cerca de otra.

Arnhweet le estaba contando a Nadaske el éxito de su caza del pájaro, y Nadaske mostró gran interés en la idea de un lazo para atrapar animales. Kerrick no interrumpió ni intentó ayudar al muchacho cuando se vio en dificultades intentado explicar el modo de hacer y accionar un lazo en yilanè. Fue Nadaske quien hizo las preguntas correctas, le ayudó a formular las respuestas correctas. Kerrick observó con silencioso placer. Nadaske estaba realmente interesado en la trampa, deseaba saber cómo estaba hecha.

—Si puedo comprender su construcción seré capaz de hacerla fácilmente. Es un hecho conocido por todos que todas las hembras son seres brutales. Y es un hecho también que todas las habilidades y las artes yilanè se hallan confinadas en los machos. Ya has visto el artístico/reluciente nenitesk hecho con alambre/piedra.

—¿Puedo verlo ahora?

—En otra ocasión. Ahora te mostraré algo más interesante/comestible.

Siguieron a Nadaske hacia el lado de la isla que miraba a tierra firme, y donde el yilanè había cavado un pozo justo al nivel de la marea. Apartó a un lado la roca plana que lo cubría para revelar el interior revestido con algas. Mezclados con las algas había gran variedad de moluscos. Seleccionó los más grandes y jugosos para sus invitados, puso otro en su boca y cerró fuertemente la mandíbula para romper la concha.

—Los dientes de Nadaske son fuertes/muchas veces —dijo Kerrick, utilizando su cuchillo de pedernal para abrir la concha de su molusco—. Los dientes de los ustuzou son pensados para otras cosas. Así que hay que usar el diente de piedra.

—El diente de metal también —dijo Arnhweet, pasando la cuerda por encima de su cabeza y usando su cuchillo de metal celeste para atacar la concha.

—No —dijo Kerrick—, no uses eso. —Arnhweet alzó la vista, sorprendido ante la fuerza de sus modificadores negativos. Kerrick se interrogó a sí mismo acerca de la intensidad de sus sentimientos. Le pasó su cuchillo de piedra, tomó el de metal y lo frotó con sus dedos. Estaba rayado y mellado, pero tenía un buen filo, y una punta aguda, que Arnhweet había mantenido con una piedra—. Este fue mío —dijo—. Siempre colgó de una cuerda en torno a mi cuello, luego de este collar de metal como lo hace ahora este otro cuchillo.

—Uno más grande, uno más pequeño, muy parecidos —dijo Nadaske—. Explicación de existencia/relación.

—Cortados del metal celeste, me dijo Herilak. Él estaba allí cuando cayó, una roca ardiente del cielo que no era en absoluto piedra, sino metal. Metal celeste. Él estaba con los cazadores cuando fueron en su busca. El que la encontró fue un sammadar llamado Amahast. Como puedes ver, el metal celeste es duro, pero puede ser serrado por láminas de piedra afiladas. Así es como fueron hechos estos cuchillos, uno grande y uno pequeño. Amahast llevaba el grande y el pequeño lo llevaba su hijo. Amahast era mi padre. Ahora mi hijo lleva el mío, como yo hice.

—¿Qué es un padre y qué es un hijo? —preguntó Nadaske, pasando el pulgar sobre la brillante superficie del cuchillo.

—Eso será difícil de explicarte.

—¿Piensas que soy una fargi de baja inteligencia sin intelecto para comprender/apreciar?

Kerrick hizo signo de disculpa por mala interpretación.

—No, es sólo que tiene que ver con la forma en que nacen los ustuzou. No hay huevos, ni efenburu en el mar. Un niño nace de su madre, y también conoce a su padre. Nadaske hizo signo de confusión e incredulidad. —Kerrick habló correctamente. Hay algunas cosas que se hallan más allá de mi comprensión respecto a los ustuzou.

—Podrías pensar en Arnhweet y en mí como miembros del más pequeño de los efenburu. Más próximos que próximos.

—Comprensión parcial, aceptación completa. Come más moluscos.

A última hora de la tarde, Arnhweet empezó a aburrirse de hablar y se puso a mirar nervioso en todas direcciones. Kerrick vio aquello y se dio cuenta de que era importante que no fuera una carga para él ir a ver a Nadaske. Tenía que ser siempre algo interesante, algo a esperar con deseo.

—Ya es tiempo de irnos —dijo—. Quizá los pájaros estén regresando al pantano y puedas lanzarle una flecha a uno.

—Brevedad de visita/brevedad de vida —dijo Nadaske, en un intento de retenerlos un poco más.

—Pronto de nuevo…, con carne fresca —dijo Kerrick, y se dio la vuelta. Tomó su hesotsan, sacudió algunos granos de arena que habían quedado pegados a él.

Se detuvo de pronto, completamente inmóvil.

—Ves algo que yo no veo —dijo Nadaske, leyendo alarma en la curva de su cuerpo.

—No veo nada. Sólo un poco de arena en este estúpido hesotsan. —La sacudió con los dedos, volvió a sacudirla.

La pequeña mancha gris no desapareció.