Cada día a partir de entonces Vaintè fue al ambesed y se reunió con el círculo de confidentes que rodeaban a la eistaa. Era un placer observar de nuevo el fluir de una gran ciudad, los problemas que eran presentados a Saagakel, las órdenes que esta daba. Delegaba fácilmente la autoridad, pero siempre en términos limitados; ten preparados estos campos, traslada esos animales, la pesca tiene que ser mejorada. Aquellas que actuaban en su nombre eran a partir de entonces ignoradas…, hasta que informaban del éxito de su misión. Siempre era un éxito, porque cualquier yilanè que no cumpliera con las directrices de la eistaa, exacta y totalmente, no era vuelta a ver en la mitad gobernante del ambesed. Vaintè admiraba esto, así como el no demasiado obvio hecho de que a ninguna de las ayudantes le era delegado el poder en más de una área…, o durante más que una limitada cantidad de tiempo. Saagakel era la eistaa y se ocupaba de ello, y ninguna otra tenía la experiencia o la oportunidad de aspirar a ese puesto.
Cuando terminaba su trabajo diario, la eistaa se bañaba en el estanque de cálidas aguas oculto por los árboles detrás de su lugar de poder. Una vez se había refrescado y lavado, le era traída carne, y cenaba con gran placer. Luego, la mayor parte de los días, hacía signo a Vaintè para que le contara más acerca del distante Gendasi al otro lado del mar, de Alpèasak, la ciudad que había crecido y fue yilanè, luego resultó incendiada e infectada por los ustuzou, y finalmente fue reclamada de nuevo por sus auténticas dueñas. Había tanto que contar que Vaintè podía elegir el contenido y las formas de contarlo. Sus oyentes no hallaban lapsos en su historia, porque la contaba en unidades separadas, y cada una era una unidad completa. Disfrutaban con los relatos, se sentían a la vez horrorizadas, fascinadas y agradecidas. Ellas, tanto como Vaintè, deseaban que la historia fuera larga en su relación a fin de extraerle la mayor cantidad de disfrute.
Vaintè, por su parte, deseaba aprender todo lo posible sobre la ciudad y la eistaa. Tras el largo y tenebroso tiempo de silencio, era un enorme placer hablar y escuchar. Evitando esos temas que causaban dolor en su memoria, iba curándose poco a poco. Yebeisk era una espléndida ciudad para estar en ella. Como todas las demás ciudades, estaba centrada en el ambesed. En torno y encima del ambesed crecía el árbol de la ciudad, la compleja maraña de vida que alimentaba y formaba la ciudad. A un lado estaba el mar, como en todas las ciudades, siempre océano o río, donde se hallaban las playas del nacimiento. En todos los otros flancos se extendían los campos y los bosques hasta alcanzar los muros exteriores de la ciudad. Unos muros vivientes de árboles y plantas venenosas…, y grandes animales indestructibles como el nenitesk y el onetsensast, fósiles vivientes de épocas pasadas, que protegían la ciudad de las criaturas de los bosques. La ciudad terminaba en el muro. Más allá de él estaban las montañas, los desiertos y las secas llanuras, no adecuadas para las yilanè, y que se extendían hasta distancias inconmensurables, ni exploradas ni cartografiadas; aunque había algunas que conocían senderos a través de ellas. Luego, cuando el suelo y el clima se volvían aceptables de nuevo, había otro muro y otra ciudad. A través de todo el gran continente de Entoban‹, las tierras salvajes se extendían entre las ciudades de las yilanè.
Un día apareció, surgida del bosque sin senderos, una cazadora de gran habilidad llamada Fafnepto. No era de Yebeisk, ni de ninguna ciudad que nadie conociera, porque se trasladaba de una a otra según su propio antojo.
Fafnepto acababa de llegar de una de esas distantes ciudades, y todas las presentes la escucharon con ansiedad.
—Has regresado, Fafnepto —dijo Saagakel, con modificadores de apreciación, recompensas pendientes.
—Lo he hecho, eistaa, como dije que lo haría. —Golpeó ligeramente con el pie el contenedor que había depositado sobre la hierba a su lado. Alta y fuerte, con su piel llena de cicatrices por sus muchos años lejos de las ciudades, le recordó a Vaintè una que había estado muy cerca de ella, Stallan, en su tiempo su más próxima aliada y amiga. Una cazadora también; no era extraño que se parecieran. Aunque Fafnepto exhibía una desfiguración que la hacía única. Alguna criatura, ella nunca hablaba de ello y nadie se atrevía a preguntárselo, había desgarrado en alguna ocasión su rostro y su caja torácica, dejando una cicatriz inmensamente larga. El corte que cruzaba su cara había extirpado su ojo izquierdo. Se decía que veía mejor con el ojo que le quedaba que otras con los dos, lo cual era indudablemente cierto.
—He traído lo que me pediste, eistaa. Los huevos están sanos y salvos ahí dentro.
Saagakel avanzó con gratitud y placer.
—Fafnepto, primera entre las yilanè de fuerza y sabiduría, ¿hablas de los huevos del okhalakx? —Hizo signo de placer ilimitado ante la respuesta afirmativa de Fafnepto. Las oyentes hicieron eco del placer, todas excepto Vaintè.
—¿No estás familiarizada con el okhalakx? —le preguntó Saagakel.
—Disculpas por ignorancia —dijo Vaintè.
—Falta de información, reemplazada algún día por placer. Es uno de los animales más viejos, hallado en muy pocas ciudades. De cuerpo sólido, cráneo fuerte y, lo que es más importante…, carne muy sabrosa. Nosotros disponíamos de una pequeña manada, crecía muy lentamente, pero resultó destruida por una enfermedad. Una tragedia convertida ahora en felicidad por Fafnepto, hacia quien la gratitud de la ciudad es ilimitada. Cualquier clase de recompensa garantizada.
—Una —dijo Fafnepto llanamente, de una forma brusca pero no sin educación. Volvió un penetrante ojo hacia Vaintè—. Se me ha dicho que esta visitante posee un gran conocimiento de Gendasi, la tierra al otro lado del mar. Y de los ustuzou y de otros animales de allí. Tengo preguntas al respecto que desearía formular.
—Mi conocimiento es tuyo —dijo Vaintè, y Saagakel se sintió agradecida por su lealtad y claridad de habla. Fafnepto hizo signo de alejarse del grupo, y las dos echaron a andar siguiendo el arroyo.
—Los ustuzou que conozco son pequeños y están cubiertos de pelaje —dijo Fafnepto—. Se dice que son diferentes en Gendasi.
—Algunos son como acabas de decir. Pero hay otros más grandes con cuernos retorcidos que son un bocado exquisito. Los mantenemos en la ciudad para eso. Luego están los otros de alguna inteligencia y mucha astucia. Criaturas venenosas, aptas solamente para ser destruidas. Fueron ellas las que destruyeron Alpèasak, aunque ha vuelto a crecer de nuevo.
—De esos ustuzou es de los que oí hablar. ¿Son yilanè?
—No. Se ha dicho que conversan entre ellos, pero nadie puede comprender lo que dicen. Hubo uno una vez que fue yilanè, una criatura de gran destrucción.
Al hablar de Kerrick, Vaintè sintió que su cuerpo se agitaba con expresiones de gran odio y aborrecimiento. Tan fuertes fueron sus movimientos que tuvo que detenerse y obligarse al silencio para recuperar el control. Fafnepto aguardó, paciente e inmóvil, hasta que Vaintè pudo hablar de nuevo.
—Has visto lo que siento. Ese ustuzou destruyó todo por lo que yo había trabajado.
—Lo mataré por ti si puedo hallarlo.
Vaintè sintió una gran calidez de sentimiento hacia aquella impasible yilanè llena de cicatrices, y modeló cuidadosamente su habla.
—Te creo, fuerte Fafnepto, y te lo agradezco. Te diré todo lo que sé acerca de las criaturas e Inegban*, porque son diferentes en muchos aspectos.
Fafnepto era una buena oyente, y pidió sólo amplificación y clarificación en puntos de interés particular. Vaintè habló de cosas en las que ni siquiera había pensado desde que regresara a Entoban‹. Esto la calmó e hizo la conversación mucho más placentera. Cuando hubo terminado dudó, y Fafnepto captó la sugerencia de pregunta no formulada.
—Si Vaintè tiene necesidad de algo…, dímelo.
—No necesidad, curiosidad que es más que curiosidad. Tú, que eres a la vez de esta ciudad y de otras ciudades, puedes hablarme de ello. Yebeisk me ha dado la bienvenida, y gozo del privilegio de hablar a menudo con la eistaa. Hay libertad de habla…; sin embargo, hay algo de lo que nadie habla nunca. Algo que, si se sugiere que existe, es rechazado. Debido a este fuerte rechazo no lo he mencionado hasta ahora. ¿Puedo hablar de ello contigo?
—Di me de qué se trata.
—Las Hijas de la Vida.
La cazadora hizo signo de guardar respetuoso silencio antes incluso de que Vaintè hubiera terminado de pronunciar el nombre. Miró hacia todos lados mientras decía que tu consejo era el más sabio de toda la ciudad…, tras lo cual llevó a Vaintè más lejos aún, hasta un soleado lugar tras bajos setos donde quedaban fuera de la vista de las demás.
—Nos quedaremos aquí —dijo Fafnepto— para que no pueda extraerse ninguna posible interpretación de nuestros movimientos corporales. Hiciste bien acudiendo a mí, porque ninguna otra se hubiera atrevido a hablar de lo que ocurrió. ¿Sabes mucho sobre las Hijas?
—Demasiado. Me causaron interminables problemas/dolor. Me gustaría verlas a todas muertas.
—Al igual que la eistaa. Hubo muchas aquí, encerradas en un huerto de frutales para impedir que su veneno se difundiera. Luego llegaron más de ellas de fuera de la ciudad, y también fueron encerradas. Su causa fue defendida por una de ciencia llamada Ambalasi. Alguien cuya sangre la eistaa desea probar con sus propios dientes. Ambalasi las liberó a todas y se las llevó lejos de aquí.
—Eso no es fácil de conseguir.
—Había un uruketo. Lo preparó todo sin el conocimiento de la eistaa, se llevó consigo a todas las prisioneras, y no ha vuelto a saberse más de ellas desde entonces.
—¿Se han ido? Pero ¿cómo?
—Eso se halla más allá de mi conocimiento. Aunque a las demás no les está permitido mencionarlo, la eistaa aún me habla ocasionalmente del asunto. En todas las ciudades que he visitado he preguntado acerca del uruketo y su carga. Nunca ha aparecido en ninguna parte. No hay el menor rastro de él.
Vaintè permaneció cierto tiempo pensando para sí misma antes de volverse hacia Fafnepto y hablar de nuevo.
—Creo que tienes profundas razones bajo tus otras razones para hablar conmigo. ¿Es eso cierto, Fafnepto?
—Lo es.
—Me preguntaste sobre los ustuzou de Gendasi. Y buscas un uruketo. ¿Es tu creencia, consideras posible, que el uruketo haya ido a Gendasi?
—He buscado y he hablado con muchas. Ahora creo que el uruketo ha abandonado Inegban*. Si es así…, ¿adónde puede haber ido?
Vaintè pensó cuidadosamente antes de hablar de nuevo.
—Nos hacemos preguntas la una a la otra. Nadamos en torno a una respuesta, pero no nos acercamos a ella. Hablaré claramente. Creo que tu uruketo ha cruzado el océano. La única pregunta que queda es: ¿le has hablado a Saagakel de ello? ¿O debo hacerlo yo?
—Ella me ha prohibido volver a hablarle del asunto.
—Entonces la responsabilidad es mía, porque a mí no me ha prohibido nada. ¿Estabas tú en la ciudad cuando ocurrió todo eso?
—No.
—Necesitaré saber más sobre lo que pasó antes de atreverme a mencionárselo a la eistaa. ¿Quién hablará conmigo al respecto?
—Habla con Ostuku. Tras su grasa, es una yilanè de inteligencia. Te ayudará.
Se separaron en amistad, dejando a Vaintè mucho en lo que pensar. Era lo bastante inteligente como no apresurarse en un asunto tan delicado como aquel. Lo apartó por completo de su mente, para no dejar que nada de su nuevo conocimiento coloreara su habla. Pero estuvo atenta a los movimientos de Ostuku, y una mañana vio su oportunidad. La eistaa había estado hablando con sus consejeras. Tras la conferencia, Ostuku anadeó fuera del ambesed. Vaintè se marchó al mismo tiempo y se mostró lo más amistosa posible.
—Ostuku la más cercana a Saagakel. ¿Puedo pasear un poco contigo…, o estás dedicada a asuntos de gran urgencia?
—Asuntos de importancia pero no de urgencia.
—Entonces solicito sabiduría de una de gran sabiduría. Con intimidad de conversación.
Ostuku la estudió atentamente antes de hablar.
—El placer será mío. Hay un jardín-huerto de sol y sombra del que disfruto muy a menudo.
—Gratitud multiplicada muchas veces. Caminaron en silencio hasta el huerto, que era efectivamente como Ostuku había dicho. Bañado por el sol, con ornamentados bancos de madera tallada donde sentarse o reclinarse. Verde hierba y flores rodeaban los troncos de todos los árboles. Buscaron fresco confort en las sombras, porque el sol estaba ya muy alto. Cuando estuvieron sentadas, Vaintè fue directamente al asunto.
—Tengo necesidad de consejo. Hablé con Fafnepto de mi necesidad, y ella me indicó que tu consejo era el más sabio de toda la ciudad…, después del de la eistaa, por supuesto. Es un asunto de gran delicadeza. Comprendo que a todas se les haya prohibido hablar de ello a oídos de la eistaa. Poseo un conocimiento especial del que desearía informar. ¿Puedo hablarlo contigo?
Ostuku había estado escuchando en silencio hasta aquel momento. Miró brevemente a su alrededor al vacío huerto, luego de nuevo a Vaintè.
—¿Se refiere a las Hijas de la Vida?
—Sí.
Ostuku hizo signo de gran preocupación, gran desagrado.
—La eistaa no quiere que se hable de ellas en su presencia. Pero tú y yo podemos hablar de ellas…, si me aseguras que es de la mayor importancia.
—Lo es. Fafnepto posee información acerca de ellas que desea que Saagakel conozca. Puesto que a ella también se le ha prohibido hablar de este asunto, yo hablare por ella. Pero hay algunas cosas que debo conocer primero y que clarificarán lo que debo decir. ¿Me ayudarás?
—Por el bien de la eistaa, te ayudaré. Fue un asunto de gran ira para todas nosotras.
—Sé que una llamada Ambalasi ayudó a escapar a las prisioneras que teníais aquí. En un uruketo.
—Lo hizo. Nunca sospeché que esa vieja criatura fuera capaz de tal afrenta y traición. Me engañó, nos engaño a todas. La eistaa nunca la olvidará.
—Ahora la pregunta. Entre las prisioneras había algunas que llegaron recientemente a la ciudad.
—Las había.
—Debo preguntártelo, aunque fue hace mucho tiempo. ¿Recuerdas sus nombres?
—Sólo uno. Una yilanè fuerte e inteligente que tuvo el valor de discutir con la eistaa. Atrevida pero temeraria. Su nombre era Enge.
Vaintè se estremeció con furia y otras intensas emociones, de tal modo que Ostuku se echó hacia atrás. Al ver aquello, Vaintè se disculpó rápidamente.
—De la más baja a la más alta, nada de lo que siento va dirigido a ti. Ocurre que conozco a esa criatura, Enge, la conozco demasiado bien, porque éramos/ahora ya no, efensele. Esto, y lo que me dijo Fafnepto, encaja para formar una posible respuesta. Conocimiento/probabilidad de dónde han ido Ambalasi y el uruketo.
Ostuku hizo signo de gratitud.
—A Fafnepto por enviarte a mí, a ti por expresar claramente tus pensamientos. Si posees este conocimiento, entonces, pese a la prohibición, debes decírselo a Saagakel de inmediato. Tú eres la única que puede. ¿Querrás hacerlo…, aun a riesgo de la furia de la eistaa?
—Por la amabilidad que ella y su ciudad me han mostrado, arriesgaría incluso la muerte.
—Bien dicho. Gratitud por todo. Este asunto ha trastornado a la eistaa demasiado tiempo. Gratitud aumentada muchas veces si puedes ayudarla.
—Lo haré, hoy mismo. Petición de si es posible localizar a alguien con habilidad en la pintura, porque debo decorar mis brazos con mayor importancia antes de ha—
—Enviaré a buscar a una. Se hará hoy mismo.
Saagakel, tras haberse ocupado de todos los asuntos apremiantes de la ciudad, se reclinó hacia atrás en la madera calentada por el sol y se sintió cansada. La responsabilidad no era una tarea fácil. Se dio cuenta del movimiento mientras aquellas que se estaban a su alrededor se retiraban, y miró y vio a Vaintè avanzar lentamente. Sus brazos estaban pintados y su cuerpo permanecía rígido en signo de necesidad de importancia/intimidad. Saagakel halló aquello del mayor interés, puesto que eran las trivialidades de los asuntos de la ciudad las que la habían fatigado. Se removió y se puso en pie.
—Iré al estanque entre los árboles, donde nadie me molestará. Ven conmigo, Vaintè, y hablaremos.
Cuando estuvieron a solas, tomó una loncha de carne fría del contenedor que siempre estaba allí por si sentía hambre repentina, dio un mordisco, e hizo signo de compartir con Vaintè. Esta tomó una pieza ceremonial, masticó lentamente y tragó antes de hablar.
—Yo que fui eistaa, te hablo a ti como eistaa. Ambas hemos sufrido a causa de la misma fuente. Hablaré de dolorosos asuntos, pero hablaré solamente porque veo el futuro fin de pasadas dificultades. Hablaré de las Hijas de la Vida, a las que yo llamo las Hijas de la Muerte. ¿Me escucharás?
El cuerpo de Saagakel se estremeció con furia, y Vaintè hizo lo mismo en instantánea simpatía. Había odio también, y no hay lazo más grande que el odio compartido.
—Habla —ordenó Saagakel—, porque puedo ver que somos una en esto. Dime lo que sabes…, y lo que puedes hacer. Líbrame del peso que me posee día tras día, y uniremos nuestros pulgares derechos y serás la más alta en todas las cosas. ¡Habla!
Vaintè hizo signo de gratitud y sumisión.
—Debo hablarte de cosas pasadas que llevan a cosas presentes. Nacemos en un efenburu. No lo elegimos. Tuve una efensele a la que ahora he rechazado. Deseo verla muerta. Su nombre es Enge, y lidera a otras en las Hijas de la Muerte.
—Una Enge vino a esta ciudad, fue encerrada por mí por la sedición de sus palabras. Las empleó con una respetada científica de avanzados años llamada Ambalasi. Lo que le dijo la desvió de su camino natural. Ella fue quien liberó a todas esas mortíferas criaturas y las llevó fuera de aquí en uno de mis uruketo. No han sido vistas ni halladas desde ese día.
—La fuerte cazadora Fafnepto me habló de esto, me pidió cualquier inteligencia que yo pudiera tener al respecto. Hablamos, y con nuestro conocimiento común llegamos a la conclusión de que era necesario presentarte hechos de importancia. Lo hago yo porque a todas las demás se les ha prohibido hablar del asunto.
—Con razón. La furia sin objeto presente destruye.
—Lo sé…, porque yo la he sufrido.
—Dime todo lo que sepas.
—El uruketo se marchó de aquí y no fue visto desde entonces. Ninguna ciudad en Entoban‹ sabe de él.
—Entonces, ¿están muertas?
—Creo que no. Esta Enge estuvo en Gendasi y sobrevivió a la destrucción de Alpèasak. Si no fuera una Hija de la Muerte, tendría la habilidad de gobernar como una eistaa. Es mi pensamiento que ha llevado al uruketo más allá de nuestro alcance. Por ahora.
—¿A Gendasi? ¿Es eso posible?
—Posible y probable. Ninguna ciudad en Entoban‹ aceptaría su carga de muerte…, y ninguna ciudad las ha visto. Pero Gendasi es grande, la mayor parte de él desconocido para nosotras, cálido y lleno de buena carne. Ha ido allí, tu uruketo ha ido allí, la traidora Ambalasi ha ido allí. No lo he visto, no conozco a nadie que lo haya visto. Pero lo siento tan intensamente en todo mi cuerpo que afirmo que tiene que haber ocurrido exactamente de esta forma.
Saagakel no podía permanecer quieta; recorrió la longitud del claro, regresó. Sus músculos se anudaron y destensaron, su mandíbula chasqueó tan fuertemente que sus dientes resonaron, pero no se dio cuenta de ello.
—¿Qué puede hacerse? —preguntó con voz fuerte—. Tú has estado pensando en esto…, ¿qué puede hacerse?
—Hay que organizar una búsqueda. Conozco aquellas tierras porque he rastreado y perseguido a los ustuzou-asesinos allí. Y los he matado. Hay yilanè de ciencia presentes en Alpèasak que tienen formas de buscar y encontrar. Hasta ahora sólo han estado buscando ustuzou…, pero también pueden localizar yilanè.
Saagakel estaba más calmada ahora, drenada por su furia.
—Debo pensar en ello y tomar decisión. Me alegra que hayamos hablado, Vaintè, porque ahora puedo hacer algo acerca de la furia que se halla sellada dentro de mí. Ve y habla con Ostuku. Comunícale que diga a las demás que por la mañana discutiremos de asuntos ya no prohibidos. Será como limpiar una herida, purificarla. Juntas tomaremos acción sobre esto, y habrá muertes. Fui demasiado blanda.
—Yo también. Una vez las traté como yilanè, no como el peligro que eran. Sólo merecen la muerte.
Hoatil ham tina grunnan, sassi perla malom skermom mallivo.
Dicho tanu
Cualquiera puede llevar miseria, pocos son los mejores para los buenos tiempos.