CAPÍTULO 21

Era como despertar tras un largo sueño, el sueño de una noche interminable. O quizás era más parecido aún a romper la cáscara del huevo, abandonar la larga primera noche de la vida y empezar a nacer al mundo. Esos eran los pensamientos que tenía Vaintè. Primero se desconcertó ante ellos…, luego se preguntó por qué estaba desconcertada.

Un día, cuando se inclinó para beber del estanque del manantial de agua dulce, vio su reflejo y parpadeó incierta ante él. Alzó sus manos y abrió al máximo los pulgares, contempló el barro encostrado en ellos. Luego los sumergió en el estanque, rompiendo en mil pedazos su imagen, y se preguntó de nuevo por qué eso la inquietaba.

Cada mañana miraba al mar y buscaba el uruketo. Pero nunca volvió. Esto la trastornó, porque era un cambio del ritmo de los días al que se había acostumbrado. Dormir, comer, dormir. Nada más. Ya no se sentía en paz, y lamentaba enormemente eso. ¿Por qué estaba trastornada? ¿Qué era lo que la trastornaba? Lo sabía…, y apartaba el recuerdo de ella. Todo era muy pacífico en la playa.

Luego, un día, despertó. Estaba de pie en la playa, y una de sus compañeras estaba delante de ella, hundida hasta la cintura en el mar. Pez, hizo signo la fargi, con un cambio de color de su mano. Luego, pez de nuevo.

—¿Qué pez? —preguntó Vaintè—. ¿Pez dónde? ¿Más de un pez? ¿De qué tamaño, cuántos? Responde a órdenes.

—Pez —hizo signo de nuevo la estúpida criatura de mandíbula colgante y ojos sobresalientes.

—Pedazo de inutilidad…, roca de estupidez…, montaña de incoherencia… —Vaintè se detuvo porque la fargi se había sumergido presa del pánico, se había alejado nadando tan aprisa como le era posible. Al cabo de un momento, todas las demás fargi que habían oído su estallido estaban en el agua. La playa se vació, y su furia creció mientras hablaba con voz fuerte, vehementemente, agitándose con pasión de sentimientos—: Insensatas, estúpidas y mudas criaturas. No sabéis nada de la belleza de hablar, de la flexibilidad del lenguaje, de las alegrías de la coherencia. Nadáis, pescáis, tomáis el sol, dormís. Podríais estar muertas y no habría ninguna diferencia. Yo podría estar muerta…

Ahora estaba despierta, completamente despierta y absolutamente descansada, porque su sueño había sido largo. No sabía cuán largo, sólo sabía que los días y las noches, muchos de ellos, habían pasado y pasado. Mientras las pequeñas olas rompían y se retiraban en torno a sus piernas, pensó en lo que había ocurrido, y empezó a comprender una pequeña parte de ello. Desterrada, privada del mundo que conocía, despojada de su ciudad, su rango, su poder, había sido arrojada a aquella playa para morir. Lanèfenuu la había querido muerta, esperaba su muerte…, pero eso no iba a ser así. Ella no era una fargi sin seso a la que se podía ordenar morir, y que obedecería instantáneamente.

Pero había estado muy cerca. Sin embargo, su deseo de supervivencia había sido tan grande que se había retirado dentro de sí misma, había vivido una vida que era una sombra de vida, no más. Los días oscuros estaban detrás de ella. Pero ¿qué se abría delante?

Vaintè era una eistaa, siempre lo sería. Conduciría, y otras la seguirían. Pero no en esta playa.

Rodeada de pantanos por tres lados, el océano por el otro. No era nada, ningún lugar donde estar, ningún lugar para ella, ya no. Cuando llegó aquí estaba enferma. Ahora se sentía bien. No había ninguna razón para que darse, nada que recordar, nadie con quien hablar al partir. Sin una sola mirada hacia atrás, se deslizó en el mar, se sumergió y se lavó concienzudamente, volvió a salir a la superficie y nadó hacia el norte. Era en esta dirección que había ido el uruketo, era de allí de donde habían venido las fargi.

Un promontorio rocoso apareció ante su vista allá delante mientras nadaba, avanzó lentamente hasta situarse tras ella y oscurecer la visión de la playa donde había permanecido tanto tiempo. No se volvió para mirar porque ya la había olvidado. Tenía que haber una ciudad en alguna parte allí delante. Allá era adonde iba.

La gran media luna de una bahía apareció al otro lado del promontorio, una orla de dorada arena. El nadar la había cansado, así que flotó y dejó que las olas la arrastraran hasta la playa. La arena era lisa, virgen de toda huella. Estaba sola ahora, y prefería enormemente esto. Caminar era más fácil que nadar: cubrió una buena distancia antes del anochecer.

Por la mañana atrapó algunos peces, luego siguió adelante. Cada día era diferente ahora, y los fue numerando, pensó en ellos mientras recorría las playas, nadando más allá de los promontorios y los acantilados.

El primer día había alcanzado la bahía. Era tan amplia que había pasado todo el segundo día y la mayor parte del tercero recorriendo su orilla. Al cuarto empezaron los acantilados, una cadena montañosa que caía directamente al mar. Esa noche la pasó incómoda en un saliente rocoso, salpicado por la espuma de los rompientes. El sexto día pasó el último de los acantilados y regresó de nuevo a la playa.

El trigésimo quinto día vio que su viaje estaba llegando a su fin. Al principio la playa era como cualquier otra que hubiera recorrido…, pero de pronto se volvió muy diferente. En las tranquilas aguas junto a la orilla vio el breve chapotear de un banco de peces… que no eran peces. Se asomaron a la superficie y la miraron con diminutos ojos redondos, se sumergieron al instante cuando ella hizo signo de saludo. Un efenburu inmaduro, temeroso de todo. Comerían —o serían comidos— hasta el día en que los supervivientes emergieran del océano como fargi. Aquellos con una cierta inteligencia se convertirían en yilanè y se unirían a la vida de la ciudad.

Si estaban aquí en el océano, entonces las playas del nacimiento no podían estar demasiado lejos…, ni lo estaban. Una bahía natural había sido profundizada y reforzada. Dragada por eisekol, bordeada de suave arena. Las guardianas estaban en sus lugares señalados, los machos permanecían tendidos al borde del océano. Había una colina encima de las playas, evidentemente un lugar de observación favorito por los bien hollados senderos que lo señalaban, y que conducían lejos de las playas y hacia los altos árboles de una ciudad.

Vaintè se detuvo. Hasta este momento no había pensado en lo que podía ocurrir una vez alcanzara la ciudad. Llegar a este lugar era lo único que la había preocupado, nadar, andar. Había sabido que tenía que haber una ciudad al norte siguiendo la costa, había sabido que tenía que alcanzarla. ¿Y ahora qué?

¿Qué ciudad era esta? ¿Quién era su eistaa? No sabía nada, era tan estúpida como cualquier fargi recién emergida del mar. Miró hacia el océano y vio un uruketo avanzar en dirección al muelle, pequeños botes que regresaban de la pesca. Una ciudad rica, porque todas las ciudades eran ricas. Pescado y carne para comer. Carne. No la había probado, ni siquiera había pensado en ella, durante el intemporal período oscuro que había pasado. Cuando pensó en ella ahora sintió el sabor en su boca y se pasó la lengua por los dientes. Entraría en la ciudad y comería. Luego la examinaría, la comprendería, la descubriría. Del mismo modo que haría cualquier fargi. Ella haría lo mismo. Todos los senderos conducían a la ciudad, de modo que tomó el más directo.

Había multitudes de fargi allá delante, luego una hilera de ellas llevando fardos, con dos yilanè caminando detrás, hablando. Vaintè comprendió algo de lo que decían cuando pasó por su lado y sintió deseos de escuchar más. Pero primero tenía que comer; sentía la saliva en sus labios mientras pensaba en la fría carne como jalea; la sorbió y se los secó. Un grupo de fargi avanzaba hacia ella. Se detuvo delante de su camino, y ellas se detuvieron también, la miraron con la boca abierta.

—¿Sois yilanè? ¿Cuál de vosotras habla/entiende?

Se apartaron a un lado, miraron hacia una fargi de mayor tamaño en la parte de atrás, que hizo signo de pequeña comprensión.

—Comida. ¿Comprendes comida?

—Comer comida. Comer bueno.

Todas ellas estaban gordas, todas comían bien…, y ahora era su turno.

—Nosotras comer. Tú ve. Nosotras comer.

—Comida, comida —murmuraron excitadamente las otras fargi. Era posible que recién acabaran de comer, pero eso no significaba ninguna diferencia. El simple pensamiento las animaba.

—Comida —dijo la fargi ligeramente yilanè, con un tosco modificador de movimiento. Echaron a andar hacia la ciudad, y Vaintè las siguió. A través de los triples arcos de las calles, pasado el custodiado hanale, hasta las orillas de un río. Había excitación y ruido allí, peces plateados y tinas con carne preparada. Las fargi fueron a los pescados, la única comida que habían conocido en sus cortas vidas, para estar entre sus iguales. Había yilanè en torno a la carne, hablando entre sí, su conversación incomprensible y confusa a las recién llegadas. No así a Vaintè. Caminó hacia las cubas, y cada movimiento de su cuerpo fue un signo de fuerza y habilidad. Las yilanè sin rango se apartaron a un lado para dejarle paso, y ella llegó junto a la carne y comió. Una de las yilanè la estaba mirando, le dio la bienvenida y le deseó buen apetito. Con la boca llena, Vaintè sólo pudo hacer signo de apreciación y gratitud como respuesta.

—¿Cuál es esta ciudad? —preguntó mientras adelantaba la mano hacia más carne, con sus modificadores igual-a-igual.

—Es Yebeisk. La eistaa de gran autoridad es Saagakel.

—Yebeisk y Saagakel son conocidas en todas las ciudades de Entoban‹.

—Tú eres yilanè de sabiduría. ¿Y cuál es tu ciudad?

—Ahora viajo y conozco muchas ciudades. —Aquella era una afirmación exacta. Vaintè dio un mordisco a la carne a fin de evitar una amplificación de detalle. Pero no pudo ocultar los armónicos de fuerza y poder asociados con las ciudades que había visitado, y su oyente fue consciente de ello. Cuando la otra yilanè habló de nuevo, fue como alguien ligeramente inferior a alguien superior.

—La ciudad da la bienvenida a la visitante.

—Bien hablado. Querría ver el ambesed y conocer a la eistaa que se sienta allí.

Placer de guía cuando la comida haya terminado.

¿Puedo sentirme honrada con el nombre de la visitante?

—Vaintè. ¿Y el tuyo?

—Opsotesi.

La tarde era cálida, así que tomaron una ruta sombreada por las calles y bajo los árboles, serpenteando desde el río hasta las colinas más allá, luego de vuelta al ambesed. Cuando llegaron, el calor remanente del mediodía ya había desaparecido y el ambesed se agitaba con movimiento.

—Admirable —dijo Vaintè, con calificadores de gran apreciación. Opsotesi se arqueó con placer.

El ambesed era un claro umbrío con altos árboles formando un telón de fondo tras él. Por su centro cruzaba un pequeño arroyo de agua dulce, cuyo curso serpenteaba en suaves arcos. El arroyo podía ser cruzado por brillantes puentes en arco de metal decorados con rizos de alambre y adornados con brillantes piedras.

Vaintè y su nueva compañera estaban de pie en el lado público del ambesed junto con muchas otras yilanè. Algunas de ellas se inclinaron y bebieron del arroyo, otras se mojaron las piernas para refrescarlas. Pero al otro lado del agua no había multitudes. La hierba allí era verde y sin pisotear. Pequeños grupos hablaban entre sí, mientras el grupo más grande de todos estaba en torno a la eistaa que se sentaba en el lugar de honor.

—Un ambesed refleja a su eistaa —dijo Vaintè—. Mientras contemplo esto, mi respeto hacia vuestra eistaa crece.

—Dos veces he hablado con ella —dijo orgullosamente Opsotesi—. Tengo habilidad en el habla y llevo mensajes para muchas.

—Apreciación de talentos. Háblame de estos mensajes, porque debían de ser de importancia si la eistaa tuvo que saber de ellos.

—Importancia exagerada. Yo estaba en el muelle cuando llegó un uruketo, y había yilanè de alto rango a bordo. Yo llevé sus nombres a la gran Saagakel.

—Yilanè de importancia, eistaa de grandeza —dijo Vaintè, repitiendo los títulos para ocultar su creciente / aburrimiento. Opsotesi hablaba bien, pero su única habilidad era el habla; nunca ascendería muy alto. Sin embargo, conocía la ciudad—. ¿Y de qué otra cosa hablaste con la eistaa?

—Un asunto de oscuridad. —Su cuerpo se agitó en desagradable recuerdo—. Una extranjera llegó a la ciudad. Se me dijo que comunicara la noticia de esa extranjera…

Su habla se detuvo, rígida, e hizo signo de duda, identificación/claridad. Vaintè habló fuerte y secamente:

—Opsotesi, te diriges a mí con cuestiones oscuras. ¿Cuál es la razón?

—¡Disculpas! Dudas de estupidez. Tú eres una extranjera…, pero no puedes ser como era esa extranjera. Ella era.—

Se interrumpió de nuevo, agitándose con miedo. Vaintè hizo signo de amistad y curiosidad de identificación. Tenía ya sus sospechas. Opsotesi se sentía todavía incapaz de hablar, de modo que Vaintè la animó.

—Sé de esas que están fuera de la ley. Atraque no soy una de ellas, las desprecio, sé sobre ellas. Así que habla…, ¿era de una Hija de la Vida de la que fuiste informada?

—¡Eso fue! Disculpas por miedo. Vaintè está por encima de mí, por encima de mí en todos los sentidos. Ese es el asunto del que hablé. Hubo furia, huimos.

Vaintè la calmó, halagó su fuerza y su habilidad de habla. Luego decidió lo que debía hacer.

—He recorrido un largo camino, amiga Opsotesi, y estoy cansada. Pero no tan cansada que no pueda cumplir con mi deber y expresar mi gratitud a tu eistaa por los placeres disfrutados en vuestra ciudad.

Opsotesi abrió ahora la boca como una fargi.

—¿Tú… quieres hacer eso? ¿Simplemente hablar con ella sin haber sido llamada?

—Ella hablará conmigo si lo desea. Simplemente haré saber mi presencia.

La fuerza de propósito fortaleció la espalda de Vaintè, la plenitud de conocimiento brilló en sus ojos. Opsotesi le dijo adiós, la más baja a la más alta, y Vaintè reconoció aquello con el más ligero de los movimientos. Cuando avanzó ahora hacia las yilanè, estas fueron guardando silencio y le abrieron paso. Cuando alcanzó el brillante puente se detuvo para admirarlo expresivamente, luego siguió adelante. Aquellas que estaban en torno a la eistaa la vieron acercarse pero no se movieron, porque se sentían orgullosas de sus posiciones y no tenían intención de cederlas fácilmente. Vaintè no hizo ninguna protesta, simplemente se sentó lentamente sobre su cola, más allá del círculo, con los brazos formando un signo de respetuosa atención.

Finalmente la curiosidad venció, a medida que fueron conscientes de la extranjera y de su dignificada presencia. La más cercana, una yilanè gorda con dibujos púrpuras en sus brazos y por todo su pecho, que proseguían también en sus rollos de grasa, la miró con un frío ojo. Luego volvió la cabeza, agitando sus grasas cuando formuló una ruda pregunta.

—Explica presencia, la más alta a la más baja.

Vaintè le lanzó una desdeñosa mirada, luego volvió a mirar a la eistaa. La cresta de la gorda llameó, porque no estaba acostumbrada a ser despreciada tan brutalmente. Saagakel, que era realmente una eistaa de inteligencia, fue consciente de este intercambio y disfrutó con él. Observó, pero no interrumpió. Ostuku era gorda y perezosa y merecía una ligera reducción de status, así como de peso.

—¡Responde a pregunta, extranjera! —ordenó Ostuku.

Vaintè la miró fríamente y habló con el mínimo de movimientos, rechazo sin insulto.

—Soy ordenada solamente por aquellas de poder; hablo solamente a aquellas con gracia.

Ostuku jadeó, furiosa y confundida. La seguridad de la visitante era real, su presencia imponía. Se apartó de Vaintè, no deseosa de seguir con el intercambio.

—Una yilanè segura de sí misma —pensó Saagakel, y por supuesto comunicó este pensamiento a todas a su alrededor. Vaintè lo oyó también e hizo signo de respetuosa gratitud, placer de presencia. Todas las demás la estaban observando ahora, y Vaintè fue repentinamente el centro de atención. Vio esto, se puso en pie y habló.

—Disculpas, Saagakel eistaa de poder. No pretendía imponerme en tu presencia, sólo deseaba experimentar los placeres de tu ambesed, la fuerza de tu presencia. Me retiro, porque he ocasionado una interrupción.

—Una interrupción bienvenida, porque los asuntos del día son aburridos más allá de toda expectativa. Acércate y háblanos de ti y de tu visita a Yebeisk.

Vaintè hizo lo que se le había ordenado y se acerco la eistaa.

—Soy Vaintè, la que fue eistaa de Alpèasak. —Cuando pronunció el nombre de la ciudad, añadió modificadores de oscuridad y terminación. Saagakel respondió con conocimiento de circunstancia.

—Hemos oído de tu ciudad y de aquellas que murieron allí. Ustuzou asesinos, acontecimiento de gran infelicidad.

—Felicidad restablecida. Ustuzou arrojados fuera, la ciudad yilanè de nuevo…, porque Ikhalmenets ha ido a Alpèasak.

Saagakel hizo signo de conocimiento y memoria.

—He oído de este gran acontecimiento por uruketo de Ikhalmenets que nos visitó. También he oído de una que arrojó a los ustuzou. Coincidencia de gran importancia, porque esa yilanè también llevaba el nombre de Vaintè.

Vaintè bajó los ojos e intentó hablar humildemente, lo consiguió un poco.

—Sólo hay una yilanè de pequeña importancia que lleva el nombre de Vaintè.

Saagakel expresó gran placer.

—Doblemente bienvenida a mi ciudad, Vaintè. Debes hablarme de esta nueva tierra de Gendasi al otro lado del océano y de todas las cosas que han ocurrido allí. Ven, siéntate cerca de mis pulgares derechos y háblanos. Muévete, gorda Ostuku, y haz sitio para nuestra nueva camarada.