Cuando estuvieron de nuevo entre los árboles que rodeaban la ciudad, Kerrick indicó:
—Espera.
Herilak miró cautelosamente a su alrededor, escuchó los sonidos del bosque.
—Debemos seguir adelante. No es seguro detenernos tan pronto.
—Debemos tomarnos algún tiempo. Mira.
Herilak vio ahora que los brazos y pecho de Kerrick estaban llenos de rasguños y sangraban allá donde los palos de muerte habían clavado sus pequeñas garras. Kerrick los dejó caer sobre la hierba y se dirigió a la cercana corriente de agua para lavarse.
—Tienes que hallar alguna forma mejor de llevarlos —indicó Herilak—. ¿Son venenosos cuando aún pueden moverse así?
—No lo creo. Uno de ellos me estaba mordisqueando el brazo…, así que espero que no. Sus dientes son afilados, pero sólo son venenosos cuando maduran. Lo sé, me han mordido los dedos más de una vez cuando les daba de comer.
—Pon la carne de tu mochila en la mía. Corta la piel para atarlos con ella. Pero hazlo rápido.
Kerrick rasgó la piel de su mochila en tiras largas y las ató en torno a los hesotsan. Luego los ató todos juntos con la correa del hombro, dejando un lazo en ella para poder llevarlos. Siguieron su camino tan pronto como hubo terminado.
Justo antes del anochecer Herilak mató a uno de los murgu corredores, pero no se acercó, dejó que Kerrick se ocupara de él. Permanecieron alejados el uno del otro, manteniendo el arma que él llevaba lejos de las que habían capturado. Kerrick cortó trozos del aún caliente cadáver y alimentó a los hesotsan con trocitos pequeños de carne. Él y Herilak comieron la carne seca que llevaban, puesto que no deseaban encender un fuego tan cerca de la ciudad.
—No quiero volver de nuevo a la ciudad —dijo Kerrick mientras se preparaban para dormir en la oscuridad.
—No tendremos que hacerlo…, si esos palos de muerte viven. Pero ahora sabemos dónde ir si más de esas criaturas mueren.
—El riesgo es demasiado grande.
—Ningún riesgo es demasiado grande…, porque sin ellos no podemos vivir.
Por la mañana alimentaron a los hesotsan inmaduros con más carne fresca, luego siguieron hacia el norte a buen paso a lo largo del sendero. Las lluvias habían terminado y la luz del sol se filtraba por entre los altos árboles, arrojando oblicuas lanzas de luz contra el suelo.
La luz del sol se reflejaba en el cristalino del ojo del ugunkshaa, revelando claramente la imagen de Ambalasi tal como la criatura-memoria la había grabado. Los sonidos que emitía eran débiles pero audibles, su significado claro.
—El río tiene muchos tributarios, dos al menos casi tan amplios como la corriente principal. Evidentemente recoge las aguas de una parte muy importante de este continente. Tengo intención de ir corriente arriba hasta tanto como resulte navegable, tomando muestras del agua a intervalos diarios programados…
Los sonidos de atención al habla ahogaron la pequeña voz. Ukhereb volvió un ojo hacia la entrada para ver a su ayudante, Anatempé, de pie allí.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ukhereb.
—Lamento interrumpir reunión de importancia científica, pero una fargi con mensaje de singular gravedad ha llegado. La eistaa desea la presencia de las dos.
—Dile a la criatura que regrese con la comunicación de que vamos inmediatamente.
Anatempé se marchó, pero las dos científicas no la siguieron hasta haber silenciado el ugunkshaa y haberlo guardado cuidadosamente en un lugar seguro junto a la criatura grabadora.
—Esos descubrimientos…, ¡es maravilloso! Ambalasi es la más grande de las grandes —dijo Akotolp, anadeando hacia la salida. Ukhereb hizo signo de aceptación.
—Aunque eso es algo que ella misma dice a menudo, estoy de acuerdo. No hay nadie como ella viva hoy en día. ¿Debemos pintar nuestros brazos por respeto a la eistaa?
—Nota de urgencia obvia en el mensaje. Opinión de que la presencia inmediata tiene prioridad sobre decoración.
Lanèfenuu estaba sumida en silenciosos pensamientos cuando las dos científicas entraron en el ambesed. Volvió un ojo en su dirección, de modo que fue consciente de su presencia, pero transcurrió un cierto tiempo antes de que hablara.
—Inteligencia/ayuda deseada de yilanè de ciencia.
—Ordena, nosotras obedecemos, eistaa.
—No me gusta la noticia, no acepto lo inexplicable. Hay un nuevo suceso que me desagrada enormemente. Ayer fue enviado un equipo de trabajo a buscar hesotsan del pozo de crecimiento. No regresaron. Esta mañana he enviado a otras al pozo, y entre ellas estaba Intèpelei, que tiene cierta habilidad como cazadora. Está aquí. Escuchad lo que dice.
Intèpelei, una hosca y musculosa yilanè, con la piel manchada de barro y cubierta con muchas marcas pequeñas y sangrantes de mordeduras, permanecía de pie a un lado con lo que parecían dos fardos envueltos a sus pies. Habló de una manera tosca pero concisa.
—Había señales de caminar en torno al pozo de los hesotsan, hierba pisada, suelo removido, huellas claras de pies yilanè en el barro. Hechos ayer. Busqué y no encontré nada. Luego vi que muchos hesotsan se estaban alimentando en el agua y no en el lugar donde es dejada la carne para ellos. Entré en el agua, los aparté, y encontré esto. Hay otros dos.
Se inclinó, recogió el fardo más pequeño, y sacó de él un cráneo yilanè. Las científicas hicieron signo de impresión y desánimo. La cosa fue peor cuando desenvolvió el otro fardo para revelar una masa más horrible aún de huesos y carne.
—Es una caja torácica yilanè —dijo Akotolp—. La carne aún está adherida a ella, los tendones y las uniones de los músculos están aquí. —Señaló con el pulgar—. Recientemente muerta, no es un cuerpo antiguo.
—¿Podía estar viva ayer? —preguntó Lanèfenuu.
—Sí, por supuesto —respondió, con modificadores de horror ante el descubrimiento.
—Siento lo mismo que vosotras. Horror y curiosidad de la razón también. ¿Qué ocurrió? ¿Cayeron dentro? ¿Estaban vivas o muertas cuando entraron en el agua? Y, al pensar en esto, recordé el número tres. Y a tres cazadoras que abandonaron en una ocasión la ciudad y nunca regresaron. Fueron buscadas por todas partes, pero nunca halladas. Tres y tres…, y una. La una es la yilanè que vino a esta ciudad y cogió a un macho del mar y que murió. Tres y tres y una. Ahora te hablo a ti, Akotolp, y a ti, Ukhereb, yilanè de ciencia. Tres cosas extrañas han ocurrido, tres cosas sin explicación, y no me siento complacida. Ahora deseo que me digáis…, ¿están relacionadas? ¿Hay un factor común con tres y tres y una?
Ukhereb vaciló, intentando hacer una evaluación. Akotolp agitó los rollos de grasa de su cuello y habló con sentimiento.
—Factor común. Muerte de tres y una, posibilidad de muerte de tres. Quizá certeza, o tres hubieran regresado. Muerte fuera de nuestra ciudad, viniendo a nuestra ciudad. No muerte desde el interior. Son necesarios hechos. Los pájaros deben volar de nuevo.
—¿Los pájaros que fueron usados para espiar a los ustuzou que huían?
—Esos, eistaa. No han sido usados desde hace mucho tiempo. Era aburrido contemplar las imágenes de árboles y playas.
Lanèfenuu hizo chasquear su mandíbula con ira.
—¡Fin de aburrimiento! Algo fuera de aquí está causando muerte en mi ciudad. Quiero que descubráis qué está ocurriendo. Fin del misterio…, fin de las muertes.
—Será tal como ordenas. Sugerencia de incrementar guardias armadas en todo momento. Más plantas de veneno deben ser plantadas en torno a los muros.
—Hazlo. E informa diariamente de lo que veas en todos lados.
Las científicas hicieron signo de obediencia y lealtad y se marcharon. Caminaron lentamente, sumidas en sus pensamientos.
—Ha habido paz desde que regresamos a la ciudad —dijo Ukhereb—. ¿Han empezado de nuevo las muertes? ¿No hemos tenido suficientes? ¿Es posible que los mortíferos ustuzou causen esto?
—Habrá que investigarlo. Si están cerca, serán vistos y vigilados. Lo sabríamos mejor si Vaintè estuviera aquí. Era una gran matadora de ustuzou.
Ukhereb hizo gesto de aceptación/rechazo.
—Tú la serviste, lo sé. Ella salvó tu vida, tú misma me lo has dicho. Pero la muerte era su única eistaa, y era a esa a quien ella servía. Ya hay bastantes nuevas muertes ahora, favor solicitado, que el nombre de Vaintè sea alejado de los pensamientos.
Para Vaintè, todos los días eran idénticos. Se mezclaban irnos con otros y no podían ser individualizados. El sol en el cielo, los peces en el mar, la llegada de la noche. Nada cambiaba nunca.
Ahora se produjo un cambio, y no le gustó. Las fargi estaban trastornadas. Salieron del océano, miraron hacia atrás a las olas, subieron más arriba de la playa y pasaron apresuradamente por su lado. Las interrogó, trastornada también ella ahora, pero por supuesto no recibió respuesta. Velikrei, que era algo yilanè, se hallaba demasiado distante para oírla, avanzaba con las otras playa arriba y por entre los árboles al pantano. Esto nunca había ocurrido antes. Vaintè se volvió de ellas al océano, miró más allá de las olas que morían en la playa al oscuro objeto en el horizonte.
¿Había algo allí? Imposible. Nada, aparte los peces y otras criaturas marinas, estaba nunca en el mar. Algunos peces más grandes, predadores picudos y de largos dientes, aparecían de tanto en tanto, pero nada era tan grande que pudiera ser visto emerger tan alto por encima del agua. Sintió el miedo que habían sentido las otras, se volvió y contempló el refugio de los árboles.
Sintió un repentino espasmo de furia. Ella no tenía miedo, nunca. Aquel fue un pensamiento trastornador, más trastornador por el hecho de que la hizo pensar de nuevo. Algo que no estaba acostumbrada a hacer. Estaba trastornada; siseó furiosa y aró la arena con las garras de sus pies. Furiosa contra el mar, contra la cosa en el mar. La miró de nuevo, y descubrió que ahora estaba más cerca de la playa.
Y era familiar. Sabía lo que era. Por eso había sentido la oleada de repentino odio, porque su presencia le traía de vuelta la rabia que había sentido la última vez, allá en aquella misma playa.
Abandonada.
Desterrada.
Dejada allí para que muriera.
Un uruketo.
Ahora pudo mirarlo fríamente, porque el breve espasmo de furia había pasado. En realidad había sido el recuerdo de una rabia desaparecida hacía mucho tiempo. ¿Qué había que temer en un uruketo?
Lo estudió tranquilamente, viendo la negra altura de su aleta, observando las cabezas de las yilanè que estaban de pie allá en su cima. Un chapoteo en el mar más cerca, luego otro. Los enteesenat, por supuesto. Compañeros de por vida del gran navío viviente. Acompañándolo, alimentándolo, siempre allí.
El uruketo estaba tan cerca de la orilla ahora que las olas rompían sobre él, rodando en capas de espuma. Una yilanè descendió de la aleta, permaneció de pie en el lomo de la criatura, con el agua remolineando a sus pies. Algo, Vaintè no pudo decir qué, le fue pasado. Cuando la siguiente ola pasó junto a sus pies, hundió el objeto en el agua. Eso fue todo lo que hizo antes de volver a trepar a la aleta.
¿Qué había estado haciendo? ¿Qué estaba haciendo el uruketo en sí allí? Los desacostumbrados pensamientos hicieron que sacudiera furiosa la cabeza. ¿Por qué pensaba en estas cosas? ¿Por qué estaba tan furiosa?
El uruketo se estaba alejando de nuevo hacia el mar, haciéndose pequeño. No, no se encaminaba a mar abierto, sino que avanzaba a lo largo de la costa. Eso era importante.
Pero ¿por qué importante? Aquello hizo rechinar sus pensamientos, la volvió irritable, tanto que una de las fargi que regresaban huyó cuando vio los furiosos movimientos de su cuerpo.
El uruketo había ido al norte, eso era lo que había hecho. Esa dirección era el norte, la otra era el sur. Pero había ido al norte. La importancia de esto se le escapó durante largo rato. Era casi oscuro cuando vio a Velikrei avanzar desde el mar con un pescado, dando largas zancadas por encima de las murientes olas.
Velikrei había caminado así cuando había aparecido la primera vez con las otras fargi. Y habían venido también de aquella dirección. Del norte.
Había una ciudad ahí fuera. Una ciudad con playas, donde esas fargi habían nacido. Una ciudad a la que habían ido cuando habían emergido del mar. Más tarde habían abandonado la ciudad que las había abandonado a ellas, le dieron la espalda y se alejaron nadando, y llegaron a esta playa.
Vaintè permaneció de pie mirando al norte hasta que fue demasiado oscuro para poder ver ya nada.